Sunday, August 31, 2008

5- La puerta número diez

“¿Veintiún horas en el aeropuerto?”, la amable señora movió la cabeza afirmativamente mientras me observaba con esa comprensiva mirada de abuela que bien puede interpretarse como un “¿pero, criatura, en qué andabas pensando cuando te dieron el boleto?”, porque, claro, ella no sabía que yo, en el momento en que era desvalijado por las circunstancias en el aeropuerto de Santiago, solo conmigo y mis decisiones, no tuve cabeza como para ponerme a hacer otro cálculo que no fuera el de mi hora de arribo a Yakarta donde un contrato de trabajo me esperaba. Frente a ella, con la lucidez que le da a uno la sola idea de pasarse un día entero en un aeropuerto, atiné a preguntarle, “¿y no sale ningún vuelo más temprano?” Ella, paciente, me dijo “creo que sí, al medio día”, y aclaró algo que en mi distracción no había reparado, “pero este mostrador no corresponde a esa aerolínea, esa empresa no tiene atención en la sala de tránsito, debes llamar desde el teléfono que ves enfrente”. Volteé y divisé un teléfono blanco –de esos de “fri-col”– abandonado en una sala solitaria, hice el ademán de despedirme y salir corriendo a su encuentro cuando la dama, sin cambiar en ningún momento el tono acogedor, dijo, “pero no llegan sino hasta las nueve, tendrás que esperar…”.

¿Era el momento indicado para empezar a leer el libro de gramática española de quinientas páginas? ¿Debía empezar a escribir mis infames memorias del viaje? ¿Dormir, comer, pasear? ¡No! Tenía que revisar mis correos, leer el mensaje que Gaby ya habría enviado al Gerente de Recursos Humanos y, sobre todo, quería saber su respuesta. En las instrucciones de contratación habían sido muy claros, “los nuevos empleados deberán llegar el día veinticinco, no garantizamos el apoyo de esta oficina ni antes ni después de la fecha”. Vi unas computadoras y resultaron ser de esas, modernas y atrevidas, que te van consumiendo dólares con más entusiasmo que la chica desconocida que te trata en el bar –mientras le invitas un trago y te acaloras– como si fueras el viejo amigo de la infancia. Gaby envió un correo impecable donde explicaba, sin rastro de confusión, mis contratiempos. Por su parte, un lacónico “tomo nota del cambio” no me dejaba claro cómo habían procesado mi situación en Yakarta. Nada más en la pantalla. En Nueva Zelanda eran como las tres de la mañana y juro –por quien jurar se precise– que no tenía ni la más remota idea de qué hora era en las otras ciudades del mundo. El hecho de haber salido del aeropuerto de Santiago un miércoles por la noche y hallarme, catorce horas después, en la madrugada de un jueves, me desconcertó y me dejó extraviado en esta burbuja de comodidad y paz que resultó ser el aeropuerto de Auckland.

Al rato, cuando se me terminaron los billetes para seguir alimentando la voracidad de la computadora, me paré, fui al baño (materia fascinante la de los baños, que hoy dejaré pasar) me refresqué y empecé a recorrer curioso los alrededores. La zona en la que me encontraba estaba repleta de “gente en tránsito”, familias enteras, grupos de jóvenes, señoras de vacaciones, infinidad de personas esperando el siguiente vuelo quién sabe a dónde. Comían pizza, bebían gaseosas, deambulaban o dormían en los cómodos sofás que abundaban a lo largo de esos ciento cincuenta metros y dos pisos de tiendas y restaurantes. Mis intestinos empezaron a reclamar y escogí, entre las variadas opciones, una cafetería “sel-serviz” donde unas simpáticas muchachas cobraban y se encargaban de calentar los sánguches y de preparar los distintos tipos de café. Conversé con ellas, no eran neozelandesas, sino que venían de las pequeñas islas de las inmediaciones cuyos nombres ahora olvido (“las inmediaciones” es un decir, hablamos de varios cientos de kilómetros que separan Nueva Zelanda de Micronesia, Polinesia y Melanesia, zonas de donde proceden los inmigrantes). Vivían “al otro lado”, como ellas mismas dijeron, porque “en este lado” viven los locales y “más allá” –más lejos– “los foráneos”. Las tres eran jóvenes, las tres eran madres y solo una había terminado la secundaria; criar hijos y seguir de camareras era su único futuro. No les molestaba la idea y me pareció entender, entre sus sonrisas a veces cómplices y a veces avergonzadas, que “el futuro” no era un tema que se plantearan muy a menudo.

Seguí caminando y me encontré con un ambiente en el que no había reparado, muy cerca del teléfono que debía utilizar a las nueve. Era una especie de escritorio circular con espacio como para unas seis u ocho personas con sillas, tomacorrientes, papeles y hasta algún lapicero para hacer anotaciones. Estaba vacío, o casi, un solitario personaje revisaba, absorto en sus pensamientos, la pantalla llena de números de su computadora; lo interrumpí. Me explicó amablemente que era un lugar público desde el cual podía trabajar y conectándome gratuitamente a la red de redes. Feliz con mi descubrimiento, tomé posesión de uno de los sitios, abrí mi maletín, saqué la computadora –cuya batería hace rato se hallaba en coma– y no pude conectarla. “Ah”, recordé, “en este lado del mundo usan otro modelo de enchufe” y busqué triunfal el adaptador “para el Asia” que había comprado. Torpe de mí, solo entonces reparé que estaba en Oceanía y allá los tomacorrientes son de lo más rocambolescos, paseé por tres tiendas y sólo en la última hallé los adaptadores, así, treinta minutos después me pude comunicar con el mundo –mi mundo–. María Teresa –madrugadora o noctámbula, ya no me acuerdo– fue mi interlocutora, todos los demás andaban “off”.

Cuando dieron las nueve de la mañana, luego de haber tonteado varias horas frente a la máquina agotando sus posibilidades comunicativas, tras el inútil intento de escribir un artículo sobre la importancia de la visita de los escritores a los colegios donde los estudiantes los leen porque los maestros han tenido a bien ordenar que compren sus libros tras la convincente charla de las promotoras editoriales (sin cuyo trabajo no me hubiera leído ni Macuito en mi país) y después de una batería inmoral de chocolates neozelandeses y globalizadas gaseosas, cerré la máquina, la guardé en el maletín y me dirigí, con el ingenuo entusiasmo de los que van a la guerra creyendo que regresarán en una sola pieza, hacia el tantas veces mentado teléfono blanco.

Marqué el anexo correspondiente –que tan ordenadamente anunciaba y explicaba un cartelito allí colocado– y traté de hacerme entender en mi inglés de “Tarzán visita Nueva York”. Fueron minutos agónicos, de esos que transcurren sin que uno sepa exactamente qué es lo realmente está sucediendo, hasta que la dama, al otro lado de la línea, pareció entender lo que le explicaba, “sí, aparentemente sí hay espacio en el vuelo de las doce, pero no puedo hacer nada por usted por teléfono, le pido que acuda al counter de la compañía en la misma puerta de embarque. El personal de la aerolínea debe estar llegando entre las diez y las diez y quince, solo entonces podrán informarle si es que es posible hacer el cambio de vuelo y cuáles serán las nuevas condiciones…”, “¿cuál será la puerta de embarque para el vuelo de las doce, señorita?”, “ah, eso no lo sabemos todavía, le recomiendo que revise la pantalla de los monitores colocados en la zona de pasajeros en tránsito y le agradecemos por su preferencia”, dicho lo cual, muy amablemente, me colgó.

Los dioses –y alguien me dijo después que en la torcida voluntad de algunas divinidades esto es anuncio de buena suerte– se empeñaban en mantenerme en vilo. Dudé entre presentarme o no, cambiar el vuelo o no, aceptar o no las “nuevas condiciones” que me anunciaban, dudé y dudé. Aburrido de tanta incertidumbre y ante la alternativa de dejar las cosas como estaban o enredarlas más, me decidí por el enredo. Dantón y eso de “audacia, audacia y más audacia”, siempre han guiado mis pasos, lentos en la realidad de mi cuerpo sobre poblado pero ligeros, como los pies de Mercurio, en la imaginación y la fantasía que jamás me abandonan.

La espera fue larga, dieron las diez y quince y nada aparecía en la pantalla. Un amabilísimo anciano que estaba de turno en la caseta de “informes” me dijo “en los aeropuertos, jovencito, hay que ser paciente”, así que seguí su consejo y me puse a conversar con él que trabaja con “como otros cien” de voluntario “porque si no en la casa me aburro y el aburrimiento siempre mata”. Cuando el reloj llegó a las diez y veinte se apiadó de mí y me dijo “no siempre sucede, pero la mayoría de las veces el vuelo de esa aerolínea hacia Singapur sale de la puerta número diez”.

Salí raudo, había que atravesar medio aeropuerto y lo hice tan rápido como mis excesos me lo permitieron, las ruedas del maletín de mi computadora giraban entusiastas y el corazón, presagiando tormentas o protestando por el esfuerzo, latía acelerado como demandando más oxígeno. Llegué a la puerta número diez. En la sala de espera no había un alma pero detrás del mostrador, distraída en la universal manía de revisar la pantalla, se alzaba, como la imagen de lo bello, una rubia de un metro ochenta que, al sentir mi presencia, levantó el rostro para inundarme con el mar azul de su mirada.

El “espere un momento que aún no atendemos”, me devolvió a la realidad, seca y pasmada.

Saturday, August 23, 2008

4- Mil setecientos cincuenta y seis

Como si de una escena en cámara lenta se tratara, escuché la voz de la encargada de la línea aérea, "el costo por el nuevo pasaje…", sentía el latido de mi corazón cada vez más acelerado, "…descontando la parte proporcional…", ella parecía disfrutar cada una de las sílabas que sus labios pintados de rojo iban soltando, "…no utilizada del pasaje anterior…", como telón de fondo, los últimos pasajeros abordaban el avión sin percatarse de mi existencia, "…asciende a la suma de…", ¡definitivamente estaba sonriendo!, "…mil setecientos cincuenta seis dólares…". "¿Perdón?", "mil setecientos cincuenta y seis dólares americanos", "pero…", "¿va a cancelar en efectivo?", "señorita, ¿usted cree que yo cargo mil setecientos dólares en los bolsillos?", "mil setecientos cincuenta y seis, señor" (y seguía sonriendo), "pero, ¿y este pasaje?", decía yo defendiéndome con el boleto anterior en la mano, blandiéndolo como la inútil espada de mi salvación. "Como ya le dije (con mirada furibunda de "¿este tipo será tarado?"), el boleto anterior ha sido considerado como parte de pago y el saldo es…", "sí, sí, mil setecientos cincuenta y seis". "Exactamente. ¿Con qué tarjeta pagará?".

Tuve diez segundos fuera de este mundo, deambulando en mis propios pensamientos, preguntándome si así iban a ser las cosas, si había hecho bien en emprender esta hégira, este nuevo exilio (el tercero en tres años) a tierras tan distantes, tan desconocidas. Debo confesar que rendirme fue la opción, tirar la toalla como en el boxeo, reconocer, como un buen jugador de ajedrez, que más allá de los próximos diez movimientos el jaque mate era inevitable y acostar al rey antes de la humillación, entregarme a las aguas como el náufrago que ya no rema porque sabe que el mar es infinito y no hay tierra firme que lo ampare. La derrota, esa bruja fea que se disfraza de muchacha hermosa, me sonreía impúdica y lujuriosa. ¿A qué seguir, a qué andar esos miles de kilómetros, a qué empeñarse en un viaje que empezaba tan complicado, como el mal agüero de de sí mismo?

Pero solo fueron diez segundos, luego sonreí, me sacudí los malos presagios, espanté a los buitres y mirándola con ojos de Clark Gable en la escena final de "Lo que el viento se llevó" le dije "realmente, querida…" y saqué raudo, como quien desenfunda primero, la billetera y de ella, ¡oh bendición de esta plástica modernidad!, la tarjeta dorada que Emma me había dado como contraparte generosa de mis alicaídos ahorros. La puse displicente sobre el mostrador justo en el momento en que llegaba "el cajero móvil", que no era él sino ella, una dulce chilenita con sonrisa de bienvenida que alivió por un instante mi mal rato antes de soltar el "firme acá, señor" y ofrecerme un recibo por no sé qué exorbitante cifra en cientos de miles de pesos que se me atragantó en el alma (si me permiten la figura).

Al mal paso darle prisa, así que firmé sin pensar demasiado, ya en Indonesia vería quién asumía el costo, en el peor de los casos, pagar esa horripilante suma era mejor que quedarse sin trabajo. Enseguida me entregaron los boletos nuevos que desviaban mi ruta original por territorios que no requerían –al menos para pasajeros en tránsito– el odioso trámite de la visa, sello infame que en nombre de bonanzas y escaseces separa a los países que en el mundo son. "Sólo hay una salvedad", me dijo la muchacha que de pronto pareció afearse, "los boletos del subsiguiente tramo no han podido ser emitidos y, llegando a Auckland, deberá acercarse al counter de tránsito, le darán todos los bordinpás que le faltan…". ¿La pesadilla empezaba de nuevo?

No tuve tiempo de pensarlo. "Debe abordar de inmediato", me dijo la encargada distrayéndome de los malos pensamientos. "Necesito saber a qué hora llego a Yakarta, señorita, porque me están esperando el viernes a las siete…", "su vuelo está programado para aterrizar en la capital de Indonesia el sábado a las ocho de la mañana…", "¡el sábado a las ocho!", repetí pasmado y ella se limitó a responder con un automático "sí, señor, a las ocho", "¡tengo que avisar!", "pero el vuelo ya va a partir…", "pero…", "no podemos esperar demasiado, señor, ya se dio la última llamada y en unos minutos cerraremos las puertas…", "¡ya vengo!", dije atolondradamente mientras corría a mi teléfono público; el aparato seguía allí, esperándome.

Saqué como pude las tarjetas del bolsillo, el papel con el número de Gaby, y comencé, otra vez, el procedimiento inacabable, los cien mil dígitos, la grabación odiosa y los errores inevitables. Tres veces, tantas como Pedro negó al Cristo de los creyentes, tres veces tuve que marcar esa relación infinita de números y, por fin, a la tercera, me contestó Carlos, alegre y positivo como siempre, "¿y gordito, te quedas en Chile?", me dijo y yo, ¡malcriado de mí!, respondí seco y cortante, "Carlitos, se va el avión, pásame a Gaby". Él, que además de un gran amigo, es un ejecutivo práctico, puso a Gabriella en el auricular y le dije "copia" y ella, amorosa y paciente, amiga noble que un indigno neurótico como yo no merece, copió el correo electrónico de mi jefe y el mensaje que dicté cual texto de antiguos telegramas: "problemas visa australia cambio vuelo llego sábado ocho a eme", mensaje absurdo que ella, luego lo supe cuando leí la copia que envió a mi propia dirección, convirtió en una maravillosa carta donde explicaba en perfecto inglés, concisa y precisa, mis penurias y la solución alcanzada.

Colgar casi sin despedirme, salir corriendo arrastrando el maletín de la computadoras y el libro de quinientas páginas que iba a leer durante el viaje, pasar por el último control, avanzar por la manga abandonada ya, llegar jadeando a la puerta del avión y encontrarme con una aeromoza espectacular cuya sonrisa de propaganda (¿o fue la minifalda?) me devolvió el aliento. Por supuesto que el avión estaba lleno, que mi sitio era pequeño e incómodo, que en los compartimientos no había lugar para mi maletín que terminó quién sabe dónde y que yo, que siempre especulo más de lo recomendable, empecé a preguntarme si habría hecho todo este desgaste de energías para nada, si el avión, como ocurre una en tantas, decidía no levantar la nariz y retirarse del negocio con el detalle un poco angustiante de retirarnos, por el mismo precio, de la profesión de estar vivos. Un par de brasileras que desafiaban el frío santiaguino con sus breves prendas, tuvieron la bendita labor de distraerme y el pájaro de acero venció la ley gravedad una vez más y volamos.

¿El viaje? ¿Vale la pena contar el tedio de catorce horas sentado en un avión incómodo? Felizmente, dormí poco la noche anterior y el ajetreo del cambio de vuelo me cansó lo suficiente para pasármela como un zombi durante la mayor parte del camino. La computadora, el libro de las quinientas páginas y hasta algún papel en el cual garabatear algunos malos versos, estaban irremediablemente fuera de mi alcance en el maletín que la aeromoza guardó en algún lugar de la nave; el control de la pequeña pantalla que tenía al frente, para variar, no funcionaba; mi vecino era aburrido y las brasileñas dormían como ángeles cuyo sueño no me hubiera atrevido interrumpir. Ergo, dormí. Mi oído, finamente adiestrado, me despertó cada vez que pasaba cerca el carrito de la comida y el resto del trayecto fue un infinito deambular por el mundo de las sombras, hundido en el sopor de mis propios pensamientos.

No hablaré de los ataques de desesperación, de la pequeñez violenta de los asientos, del dolor del cuello, de las rodillas ateridas, de las manos hinchadas, de articulaciones quejumbrosas ni de la espalda que cada tanto me recordaba que odiar a los de "feirst" y "biznes" no era pecaminoso. No hablaré de mis pensamientos, de mis ilusiones y de mis fantasías, de mis ocupaciones y preocupaciones, de mis intestinos en son de rebeldía ni de mi paladar seco como el desierto de Atacama después de varias horas aspirando ese detestable aire acondicionado.

Solo diré que el vuelo llegó a Nueva Zelanda, que allí me recibieron amables, que una vez más me revisaron el maletín y el celular por si era un terrorista encubierto que viajaba alrededor del mundo y que, cuando pregunté por el "counter de tránsito" se demoraron en entender mi mal inglés tanto como yo me demoré en comprender sus instrucciones. Solo cuando llegué al mostrador que me habían indicado y la señora muy amablemente me lo hizo notar, me di cuenta de que eran las dos de la mañana y que mi vuelo, que había sido preparado por la gentil encargada de la compañía aérea en Chile, salía rumbo a Singapur a las once de la noche…

Tuesday, August 19, 2008

3- La diferencia

Solo cuando uno se halla en circunstancias verdaderamente graves sucede un fenómeno que los físicos sabrán explicar mejor que yo, el tiempo pasa con una velocidad impresionante y, sin embargo, cada minuto es eterno.

El reloj se acercaba a la hora definitiva, el embarque había comenzado y yo continuaba en la misma incertidumbre. Los pasajeros de primera (a quienes es lícito odiar profundamente cuando el vuelo dura más de cuatro horas) ya se hallaban acomodando sus humanidades en los mullidos asientos que, de cualquier manera, no me esperaban. El avión era uno de esas inmensidades que me recordaba a las fortalezas voladoras de la Segunda Guerra Mundial, así que el ingreso de “feirst” y “biznes” prolongaría aún mi implacable agonía.

El sujeto del doble pasaporte brasileño que había robado largamente la atención de la señorita con cara de supervisora que allí atendía, solucionó su problema a fuerza de malos entendidos. Nadie llegó a comprender que él no tenía mayor conexión con Australia que la visa en un documento olvidado en su casa en Río de Janeiro, pero entre las idas y venidas de las llamadas telefónicas, el inglés mordido de las chilenas, el “ingleñés” del brasileño y el acento inconfundible –y a veces ininteligible– de los australianos, llegaron a la conclusión de que sí podía embarcarse. El “si no puedes convencerlos, confúndelos”, funcionó de maravillas; bien por él.

“Bueno, señor”, me dijo la señorita que acaba de liberarse del carioca cuando vio mi rostro de desesperación asomarse por enésima vez por sobre el mostrador, “estamos haciendo todo lo posible por cambiarle de vuelo para que no tenga que pasar por territorio australiano, es probable que pueda viajar a través de Auckland, pero aún el departamento de ventas no nos da una respuesta”. Ni siquiera esperó que yo le contestara, se hundió en la pantalla de la computadora como buscando un refugio que la liberara de mi mirada, así como hacemos nosotros cuando manejamos por las calles de nuestros países, buscamos distraernos en la radio o en espejo con tal de no ver la cara de la miseria que nos toca la ventana pidiéndonos unas monedas. “Lo que no se sabe, no duele”, me dijeron una vez. ¿Será verdad? Habrá que preguntárselo a los amantes impunes que los otros –torpes o confiados– conocen bien el rigor feroz del desengañado.

Cuando escuché eso de “ahora invitamos a abordar a los pasajeros de la fila cuarenta y cinco a la sesenta” sufrí una primera contracción intestinal. En medio de los tiempos muertos de la espera (en esas horas que había dispuesto para leer las quinientas páginas de mi “gramática castellana para principiantes”, a manera de repaso y como para reconciliarme con la teoría odiosa de la lengua que amo), ya había hecho las averiguaciones pertinentes y sabía que de Santiago de Chile no salía ningún avión hacia Asia (delicioso juego de palabras que no es mío sino de Cardenal, el nicaragüense). En buen romance, o me trepaba a ese avión o Carlos y Gaby, mis infinitos amigos, tendrían una ya no tan inesperada visita al borde de la medianoche de ese miércoles que presagiaba la desgracia.

En Jakarta, hacía rato avanzaba la mañana del jueves y seguramente Joe, el Gerente de Recursos Humanos, detallaba las coordinaciones con la compañía de transporte para pasar por mí al aeropuerto internacional Soekarno-Hatta al atardecer del siguiente día (el asunto no me hubiera preocupado demasiado de no haber sabido que en las próximas treinta y seis horas medio centenar de expatriados teníamos previsto pisar Indonesia provenientes de los cuatro puntos cardinales y que Joe y Meg –su eficiente, dulce y amable asistente– tenían andando ya muchos días con pocas horas de sueño tratándonos de hacer más sencilla la papelería burocrática).

Resistí los rigores de los calambres abdominales, conté hasta diez como enseña el manual, me acerqué al mostrador de la aerolínea y pregunté sin esperar que me dieran la palabra, “señorita, ¿hay alguna novedad?, el avión está por partir y no tengo ninguna respuesta”. La encargada miraba en dirección a donde yo estaba pero no me miraba a mí, en otras circunstancias me habría halagado sentirme tan delgado, casi transparente, pero allí me exasperó. “Señorita…”, insistí, ya no con el tono gentil del que busca encantar o conmover sino mordiendo la palabra, con la boca casi cerrada, el labio superior derecho contraído y los dientes casi juntos, como quien emite un gruñido. Ella se defendió, “señor, justamente estoy en el teléfono coordinando ese asunto”. ¿Sería verdad? No lo sé, lo único cierto es que dos minutos después, mientras yo rumiaba mi desesperación viendo a decenas de viajeros abordar “mi” avión, con la misma nostalgia de quien ve partir el último tren, la dama se me acercó.

“¿Señor?, estoy con el departamento de ventas en el teléfono, hay una solución, puede tomar este vuelo pero deberá desembarcar en Auckland para desde allí realizar una conexión a Jakarta vía Singapur; es nuestro deber consultar con usted…”. Confieso que en ese momento mi cultura geográfica se vio derepente obnubilada, ya no entendía si iba de este a oeste o de sur a norte o de cualquier otra posible combinación entre los puntos cardinales, solo escuché “Jakarta” y dije “sí”, sin dejar que la encargada terminara la frase. Ella, que solo esperaba la respuesta que la liberara del “gordo odioso de la visa”, sonrió satisfecha y dijo: “Entonces, espere un momento que debo llamar al cajero móvil”, “¿al qué?”, “al cajero móvil, señor”, “¿un cajero que se mueve?”, “exactamente, un cajero que le pueda cobrar”, “¿qué me pueda cobrar?”, “exactamente”, “¿cobrar qué?”, “la diferencia”, “¿la diferencia?”, “sí, la diferencia…”, “¡qué diferencia!”, “la diferencia que hay entre lo que usted abonó por el boleto vía Sydney y lo que debe abonar por el boleto vía Auckland”, “¿me está diciendo que debo pagar por un error que no fue mío?”, “como ya se le explicó, señor, la empresa vende pasajes y es responsabilidad…”, “como sea, señorita, si así fuera la empresa no debió permitir que me embarcara en Lima y que mis maletas fueran enviadas a Indonesia, ¿o no?”, “por eso mismo, estamos buscando una solución”, “¿una solución, cobrarme es una solución?”, “exacto, le acabamos de dar una solución, es su decisión tomarla o no…”, “¿y si no la tomo?”, “entonces no puede embarcarse esta noche y deberá regresar a su punto de origen”, “¿a mi punto de origen?”, “sí, al aeropuerto Jorge Chávez, de Lima”, “señorita, creo que mejor me comunica con el supervisor”, “señor, la supervisora soy yo”, “¿y si quiero hacer un reclamo a su superior?”, “pues tendría que hacerlo desde Lima…”.

Ignoro si el diálogo fue así de surrealista, pero hoy me parece que sí. La dama era inexpugnable y la técnica de “mírala fijo a los ojos con cara de jefe hasta que te baje la mirada”, no funcionó. Estaba decidida en sostener su empeño y no hallé ni argumento para persuadirla ni amenaza para intimidarla.

Finalmente cedí: “perfecto, voy a pagar la diferencia, dígame cuánto es…”.

No puedo decir que sea cierto pero creí ver cómo se dibujó una imperceptible sonrisa en sus labios y cómo sus ojos brillaron celebrando discretamente su victoria mientras saboreaba una por una las letras de la suma con la que estaba a punto de dispararme a quemarropa…

Wednesday, August 13, 2008

2- Estamos haciendo todo lo posible...

Mientras veía a los encargados de la compañía perderse detrás de una puerta que conducía a quién sabe dónde, sucedían varios procesos en mi cerebro, me acordaba de Adrián y su mala suerte en sus viajes, pensaba en mi jefe que ya había coordinado todo y prometió "encontrarnos en el aeropuerto el viernes a las siete" y me preguntaba qué tan buen augurio era éste que me detenía en el Arturo Merino Benites de Santiago un miércoles a las nueve de la noche justo al comienzo de esta aventura que debía llevarme a Java, cuya única referencia anterior que guardada mi memoria era su vecina Krakatoa, cuyo volcán estalló feroz a fines del XIX.

El vuelo que iba a Australia partía a las once, yo me hallaba técnicamente desembarcado y mis maletas rumbo a Jakarta, sin mí. Si bien cada día me desapego más de las cosas, no pude evitar cierta angustia cuando recordé eso de "en Indonesia es muy difícil encontrar tallas grandes" que me habían advertido reiteradas veces. ¿Llegar a Indonesia y no tener conmigo más que las dos mudas arrugadas que a regañadientes y a última hora había incluido en el maletín de la computadora? ¿Qué haría, cómo trabajaría, con qué me vestiría? Me habían dicho que en Indonesia todos eran "muy pequeños" y yo, seducido por el cine en blanco y negro, me sentía ya como el nuevo Johnny Weissmüller en taparrabos desplazándose veloz en medio de una multitud de un metro cincuenta… ¿Podría dictar clases así?

Divagaba entre Tarzán y mis desgracias cuando –¡eureka!– la luz llegó. "¡Si estoy en Chile!", grité en el abandonado mostrador y me dirigí hacia la puerta de embarque revisando mis bolsillos. Casi ni me di cuenta del policía que controló que no llevara ninguna bomba encima (me pregunto, ¿cuando me pasan el detector de metales por el vientre lo hacen porque es el procedimiento de rutina o porque sospechan que mis excesos ocultan un poderoso artefacto explosivo?).

Llegué a la sala de embarque habiendo revisado todos mis bolsillos y todos los del maletín de mi computadora, "si yo lo guardé por acá", me decía mientras avanzaba sin rumbo por los pasillos como un alcohólico en su peor momento. "¡Maldita sea!, ¿por qué no traje una agenda?", me preguntaba y me respondía "porque yo no tengo agenda"; entonces me di cuenta que todos mis teléfonos se esfumaron esa misma mañana cuando, al abandonar Lima, dejé, como quien suelta las últimas amarras, el teléfono apagado, muerto, irreversiblemente sordo y mudo.

Pero los viejos dioses nunca me han abandonado por completo y siempre han tenido, al menos, una rendija por la cual he podido huir de los malos ratos. Doblado y envejecido, hallé, entre las mil tarjetas inútiles de mi billetera, un viejo papel donde, al viajar a Chile hace tres o cuatro años, había anotado el puñado de teléfonos indispensables y, entre ellos, el de Gabriella.

Siempre un nombre de mujer ha iluminado mis sombras y ésta no fue la excepción. Gabriella trabaja en la aerolínea que me tenía varado en el aeropuerto de Santiago y siempre ha sido impresionante su capacidad de resolver problemas –razón por la cual los trabajos le llueven y los jefes se pelean por tenerla como la más eficiente asistente a la que se puede aspirar–.

En medio de mi voladora alegría llegó el aterrizaje forzoso –panzazo incluido– en las tierras áridas de la realidad. "¿Cómo la llamo?", los teléfonos públicos me pedían pesos "o tarjetas inteligentes" y, por donde pasaba, las tiendas se hallaban cerradas o cerrando como en una de esas películas donde alguien se empeña en bloquearle, al infeliz desafortunado, cada camino que logra abrirse. Empezaba a desesperarme, el sudor corría por mi frente en esa fría y desolada noche santiaguina y los corredores se hacían interminables, la presión andaría ya pasándome la factura y el pulso se encontraría construyéndome el ataque tan temido. Entre el ahogo y la cólera, deambulaba como uno de esos locos de mirada desorbitada que evitamos, cruzando la calle, cuando lo vemos venir por donde vamos.

Una vez más, la luz. La luz de una tienda abierta me llenó de esperanzas. "¿Tiene tarjetas para hablar por teléfono?" y la señorita comenzó con una lista de no sé cuántas tarjetas y compañías resumiendo sus virtudes y sonriendo después de "pesos" que pronunciaba al revelar el misterio del costos de cada producto. La corté –tratando de ser amable, con mi mejor sonrisa, con el gesto preciso, sosteniendo, como mi padre me enseñó de niño, la mirada–, "lo único que necesito, señorita, es una tarjeta que me permita hacer un par de llamadas a un teléfono celular". Sonrió –disimulando mal su desagrado– y me dijo "son tres mil pesos". Pagué en dólares, me dieron pesos y salí raudo hacia "mi" teléfono.

De todos los aparatos había escogido uno, ¿por qué? No tengo la menor idea, algún sociólogo explicará que se trata de una "apropiación de objetos públicos" ligada a alguna desesperada búsqueda de seguridad. No lo sé. Lo cierto es que mi teléfono me esperaba paciente. Los minutos pasaban y ya serían como las nueve de la noche.

Cualquiera que alguna vez han tratado de utilizar un teléfono apelando a estas benditas tarjetas sabe del suplicio que significa. Primero, hay que marcar un número "normal" de ocho o nueve dígitos, luego hay que soportar la odiosa voz electrónica que empieza con eso de "si desea las instrucciones en español, marque uno; if you want…". Luego, "ingrese usted el número de PIN" y el bendito guarismo tiene, en el mejor de los casos, una docena de dígitos cuyo desordenado azar y su tamaño minúsculo hacen del asunto una odisea. Finalmente, cuando la máquina te dice "ingrese en número de teléfono", es imposible hallar el papelito que "para que no se me caiga" uno puso demasiado diligente en el último bolsillo que revisamos. Hacerlo "a la primera" sin cometer errores debiera otorgar minutos extras…

"¡Gaby!". Mi saludo sonó a grito de auxilio. "Hola, ¿de dónde me llamas?", "del aeropuerto", "¿ha pasado algo?" y contar la historia y explicar y pedir "si puedes llamar a alguien" y la máquina que te interrumpe, "le quedan dos minutos" y Gabriella, amorosa y amable, "llámame en diez minutos". Y la voz electrónica de nuevo "le queda un minuto" y colgar y salir rumbo a la tienda a comprar otra tarjeta y ver, a lo lejos, que la puerta corrediza metálica se halla ya a media altura, hacer piruetas de contorsionista ruso (con el bendito maletín de la computadora en una mano, los papeles en la otra y el sobrepeso que, a esa hora y en esas circunstancias, es mayor que nunca), entrar a la tienda desfalleciente, rogar, "necesito, por favor, otra tarjeta", ver el rostro impávido de la dependiente que mira hacia el fondo a un sujeto que parece el gerente, que ha escuchado todo y que, solidario o ambicioso, afirma con la cabeza. "Son diez mil pesos", me dice cuando le pido "la más cara". Dólares van, pesos vienen, sigue el baile.

¿Cuántas veces llamé a Gabriella esa noche? No lo sé, era un miércoles y el reloj iba andando sin la menor piedad. "No logro comunicarme con el aeropuerto", "la persona encargada que yo conozco no está de guardia", "estoy llamando al responsable de turno", "nadie me responde", "ya hablé con quien podría ayudarte pero está de licencia", "me dicen que deben estar ya en la puerta de embarque" y, entre cada respuesta, diez o veinte minutos de espera, remarcar los cien mil malditos números, equivocarme veinte veces, ver la hora correr, pensar en mis maletas y entender que la buena voluntad de mi queridísima Gabriella se estrellaba contra la muralla de hierro del "estamos fuera de las horas de oficina".

Decidí ir a la puerta embarque. Medio centenar de personas ya estaban allí esperando la llamada final. En el mostrador se hallaban la misma mujer y el mismo sujeto que atendían en la sala de los "boletos de trasbordo". Conversaban de quién sabe qué y tenían una fila de diez personas esperando, yo fui el undécimo.

Los minutos no tenían la menor intención de durar más de sesenta segundos, así que el tiempo empezaba a estrangular la poca paciencia que me quedaba. Nueve o diez en la fila fueron despachados de inmediato con alguna respuesta de esas como para salir del paso. El décimo, que se encontraba discutiendo sobre algo de un pasaporte, era brasileño, no sabía español y hablaba un mal inglés (peor que el mío, si es posible), mientras que los chilenos no entendían ni media palabra de portugués y preguntaban en un inglés más masticado que el mío. El sujeto era brasileño y se había olvidado de su otro pasaporte, aquel donde estaba su visa a Australia, los chilenos entendieron que él tenía un pasaporte australiano que se le perdió en Brasil y todo se hizo un enredo que incluyó una llamada interminable a la Oficina de Migraciones de Sydney mientras yo entraba, sin darme cuenta, en un estado de excitación tal que mis piernas comenzaron a temblar casi epilépticamente.

No pude más, la sangre agolpada en mi cerebro no me dejó más espacio a la racionalidad y me acerqué con el gesto torcido, el maxilar tenso y la mirada torva. Interrumpí al encargado que se hallaba revisando su pantalla y le dije "señor, el avión parte en cuarenta minutos y no tengo ninguna respuesta". El sujeto me miró como preguntándose "¿quién diablos es este energúmeno?" y yo, balbuceando de cólera, le conté de nuevo todo como si el infeliz no se acordara de mí.

No varió su expresión. Me miró displicente, me dijo "estamos haciendo todo lo posible" y volvió a mirar su pantalla mientras yo lo empezaba a odiar irremediablemente.

Tuesday, August 5, 2008

1- El bienestar de nuestros pasajeros

Mudarse a Indonesia cerca de la cuarentena puede parecerle, a cualquiera que juzgue desde nuestra limitada visión de occidentales clasemedieros y endeudados, una locura, una insania o sencillamente una de esas “huídas hacia adelante” que rara vez consiguen otra cosa que no sea prolongar aquello de lo que se escapa. “¿No pudiste escoger un lugar más lejano?”, me preguntó quien a preguntar aún tiene derecho y yo respondí “no, Indonesia es, kilómetros más o menos, la antípodas del Perú” (y solo “masomenos” porque me dice mi primo Michael que la antípodas Lima se halla en las Filipinas).

Razones puede uno inventarse las que quiera y explicaciones también, pero no quiero, como decía mi abuela Livia “nomedalagana”. He llegado a esta maravillosa edad –a veces terrorífica–en la que no tengo que rendirle cuentas a nadie y eso, como me dijo Beni en México cuando le conté que mi vida entera entraba en cuatro maletas, “es una maravilla, gordo, ¿no te das cuenta de la libertad que tienes? Yo, aunque quisiera, no podría irme, estoy encadenado a mis comodidades, a mi casa en Interlomas, a mi departamento en Acapulco, a mi camioneta y a mi estilo de vida, soy un voluntario esclavo del lujo”, lo que me convierte en algo así como en un liberado sin más posesiones que un poco de ropa “extralarsch”, algunos libros y esta máquina desde la que escribo.

Ya no soy hijo y dudo que sea padre; es verdad que tengo hermanos que amo y amigos entrañables que le dan sentido a mi existencia, mujeres que quiero y que me quieren, nombres que recuerdo y nombres que seguramente ya me olvidaron. Sin embargo, nada me ata a la geografía y esos afectos seguirán creciendo en la distancia, o se diluirán en el tiempo, aunque jamás me mueva de la casa que fue de mis padres. Entonces, ¿por qué no?, ¿por qué no partir, volar, andar, emprender, lanzarse –al menos una vez– a la aventura –más o menos controlada, más o menos segura– en un país absolutamente ajeno, en un continente desconocido, en esta tierra que es para nosotros el fin del mundo aunque para los nativos de estas islas sea el sitio sagrado donde empezó la existencia?

Decidida, entonces, mi suerte, dejé que los dados rodaran por donde el azar los conducía y me puse a trabajar en la tarea de poner mi humanidad en Yakarta, un lugar tan misterioso y desconocido para mí como Katmandú o Tanganica. Tras varios meses de saludos, felicitaciones, agradecimientos, visados, papeleos, pasajes electrónicos, contactos y coordinaciones, me encontré ese miércoles en la mañana con las maletas listas y el taxi esperando puntual a la puerta de la casa. Cualquiera que me conozca sabe que soy un maniático, que detesto llegar tarde, que los aeropuertos me ponen sensiblemente nervioso, que detesto las colas, que odio las revisiones de seguridad, que las salas de espera me son insoportables, que volar –a lo que parezco estar condenado por dioses traviesos o sádicos que se empeñan en ponerle alas a mi sobrepeso– me recuerda constantemente la vanidad de Ícaro (y sus consecuencias). Por eso, cuando decidí ir al aeropuerto “solo y en taxi” cuatro horas antes, a nadie le llamó demasiado la atención.

Supe que las cosas andarían mal desde el comienzo, escoger la fila equivocada para chequearse en el mostrador de la aerolínea fue un mal augurio, aunque la señorita de uniforme apretado que fungía de ordenadora me dijera ese “nohayproblema” que solo se creen los turistas y los niños de tres años. Cuando al fin llegué, tras una larga cola de bulliciosas familias felices listas para sobregirar la tarjeta de crédito, la rubia veinteañera que recibió mi pasaporte demoró más de lo previsto tecleando nombres y códigos en la máquina; al parecer, la pantalla era incapaz de responder sus dudas. “¿Sucede algo?”, interrogué curioso. “No puedo emitir sus tickets hasta el destino final”, y después de un comprometedor silencio agregó la pregunta con la que dejaba en evidencia el profundo conocimiento de su trabajo, “¿en dónde queda Yakarta?”. Creo que mi lacónico “es la capital de Indonesia” la mantuvo en la misma ignorancia porque la luz no se hizo en su mirada y se fue donde alguien más a saciar su sed de conocimientos. Volvió con una repuesta reveladora, “su reserva no figura porque usted llega a su destino después de cuarenta y ocho horas de haber iniciado el viaje y el sistema lo bloquea. Voy a boletearlo hasta Santiago y, llegando, en el counter de tránsito, le darán todos los bordinpas que le faltan”. Desconfiado insistí, “¿está segura de que no hay ningún inconveniente?”, y ella, ya dueña de su universo, “absolutamente, señor, lo que tiene que hacer es muy sencillo, llegando a Santiago le darán todos los permisos de abordar que faltan, gracias por volar con nosotros…”.

Otro silencio, teclas que suenan, sillas que se mueven, pantalla que parpadea. “¿Todo ése es su equipaje?”, no supe bien si el tono era de reproche o de sorpresa, y respondí más lacónico aún: “sí, todo”. Más silencio, más teclas, más pantallazos, “bueno, señor, como usted sabe hay un límite y…”, “no se preocupe –interrumpí con toda la amabilidad con la que se puede interrumpir a alguien que te habla como si fueras retardado mental– pagaré el sobrepeso”, ella sonrió y yo también. Pesó, midió, calculó, revisó, consultó y me disparó una suma alta (pero previsible) con la que hubiera podido viajar a Santiago o Buenos Aires para visitar a los buenos amigos que allá tengo abandonados hace tanto tiempo. “¿Esta tarifa es por todo el viaje?”, pregunté. “Sí, señor, es el pago del sobrepeso hasta Yakarta, usted ya no debe preocuparse por las maletas, irán directamente a su destino final y no tendrá que pagar nada más. Para que no tenga problemas en ninguno de los aeropuertos por donde pasará, le estoy haciendo un recibo electrónico, si en algún lugar le quieren cobrar por el exceso de equipaje, les muestra esta constancia de haber pagado en Lima y eso bastará. Nuevamente, gracias por escoger nuestra línea aérea y volar con nosotros…”.

Les ahorraré las tres horas de espera, los últimos correos electrónicos, el jugo de naranja, los turistas distraídos, el embarque, lento y odioso. Subí al avión y dormí todo el vuelo, llegué a Santiago a tiempo y caminé sin apuro hacia la zona de “pasajeros en tránsito”. Con más de dos horas por delante no tenía ningún sentido preocuparse, total, bastaba con que me acercara al mostrador de la aerolínea para que emitieran los boletos que desde Lima ya se habían coordinado a través del sistema.

Llegué a la fila cuando ya eran veinte los que se hallaban, al parecer, en las mismas circunstancias. Algunos solucionaban el asunto más o menos rápido, otros se demoraban y hacían tediosa la espera, sin embargo, un par de gringas que desafiaban con sus pocas ropas el frío santiaguino me distrajeron lo suficiente como para que nada me preocupara. Lo que me sobraba era tiempo, estaba de buen humor y hasta el lujo me di de cederle mi sitio a una curvilínea brasileña –morena y de ojos verdes– a quien los hijos –una niña que correteaba por la sala perseguida por la abuela y un niño en un cochecito de bebés– no habían causado el menor estrago (o, al menos, eso parecía enfundada en esos pantalones apretados y esa atrevida blusita consentidora).

Cuando me tocó el turno frente al mostrador, un sujeto con cara de pocos amigos y menos palabras me pidió el pasaporte “y su bordinpas”. Le expliqué lo sucedido en Lima y empezó otea vez el baile de las teclas, las pantallas y las dudas. Vio, revisó, miró y escribió para volver a ver, revisar, mirar y escribir sin que, al parecer, hallara respuesta a su interrogante. Cinco minutos después pregunté “¿hay algún problema?”, y el individuo, por toda respuesta, levantó el auricular del teléfono y empezó a hablar con no sé quién al que le dictaba mi nombre. Los minutos pasaban, ya no quedaba nadie en el mostrador y la señorita que atendía en el sitio del costado –ahora vacío– se acercó a su compañero con un “¿qué onda con ese pasaje?” que empezó a inquietarme.

El empleado colgó el teléfono, levantó la mirada, me vio con cara de “te voy a dar una mala noticia y en realidad no me importa” y disparó: “lo que sucede, señor, es que usted no tiene visa para pasar por Australia…”, lo interrumpí para explicarle que no necesitaba, que de acuerdo a la agencia de viajes donde adquirí el pasaje (la agencia que contrata directamente la institución para la cual trabajo) no se requería de una visa para estar seis horas en el aeropuerto de Sídney y que, en todo caso, la línea aérea –“en la que usted trabaja”– me había permitido embarcar en Lima lo que demostraba que yo estaba en lo cierto. El agente, con esa cara de facciones caninas y con el labio superior derecho ligeramente levantado, prosiguió impertérrito con un discurso que seguramente aprendió de memoria: “… por lo que es imposible que se embarque. Es deber del cliente verificar la necesidad o no de visado en cada país, nosotros solo vendemos pasajes, sin embargo, como nuestra empresa siempre piensa en el bienestar de nuestros pasajeros, estamos coordinando con el departamento de ventas para cambiar su vuelo y evitar que aterrice en territorio australiano rumbo a su destino final,…”, quise interrumpir de nuevo, pero no me dejó, continuó como si fuera uno de esos mensajes telefónicos grabados que ignoran completamente a su interlocutor, “…por lo que le pedimos que espere en la sala de embarque”. Dicho lo cual terminó de echar llave a un cajón donde guardó quién sabe qué y salió raudo acompañado de su compañera de trabajo. “Pero…”, alcancé a decir. “No hay nada más que hacer, señor, tiene que esperar, nosotros estaremos allí una hora antes del vuelo”.