Sunday, November 30, 2008

17- Formalismo

Cuando preparaba maletas para mudarme a Indonesia me advirtieron de los controles y me aconsejaron que estuviera preparado para soportarlos, porque “desde las bombas” (Bolsa de Valores 2000, Bali 2002, Marriot 2003, Embajada de Australia 2004) se habían multiplicado las medidas de seguridad. Así que, la noche que aterricé, me acerqué al control dispuesto a ver pasar por los Rayos X mis cuatro maletas repletas de ropa y libros. En ese momento me acordé del incidente en el aeropuerto de Lima:

Eso pasó cuando aún vivía en México y llevaba, de regreso de mi visita limeña donde había presentado un libro, copias suficientes para repartir entre mis amigos y tratar de convencer a algunas editoriales aztecas de las bondades de mis letras (no sé si mis amigos leyeron mi texto pero sí sé que no convencí a ninguna editorial y de México me marché –seis meses después– sin haber publicado ni siquiera un poema en el boletín parroquial de la iglesia del barrio de Loreto donde vivía y a la que, ahora que lo recuerdo, solo fui una noche angélica y navideña a decirle adiós a ese país y a esas circunstancias que abandoné y me abandonaron). Hacía horas había llegado al aeropuerto, mis maletas estarían ya en el depósito del avión y la tarjeta de abordaje se estropeaba entre mis manos impacientes, embarradas con los varios chocolates que (como ritual del “porsiacaso”) siempre como antes de treparme a un armatoste de varias toneladas de metal que por no sé qué secreto de la física se mantiene en el aire y desprecia olímpicamente la ley de la gravedad que a mí me tiene aprisionado en el suelo. Estaba por abordar y la señorita de seguridad me dijo circunspecta “hemos recibido una llamada de la policía, usted no puede abordar hasta que hable con ellos”. Media hora después de reclamos, quejas, “losientos”, malas caras, llamadas, mensajes ininteligibles de radio, coordinaciones y mal humor en aumento, aparecieron dos sujetos con cara de muy pocos amigos. “Señor, somos del Escuadrón Antinarcóticos y se han detectado elementos extraños en sus maletas, unos bloques cuadrados, blancos y sospechosos”, “¿unos bloques..?”, “sí, señor, y nos vemos en la obligación de pedirle que nos acompañe para aclarar el asunto…”, “¿unos bloques como estos?”, corté de mala manera al sujeto blandiendo una de las copias de mi libro, “soy escritor y, si se fija, acá, en la contratapa, está mi foto, los bloques son libros y lo blanco, son hojas, que lo revisen si quieren…”. Los dos policías se miraron confundidos, tomaron mi libro, lo hojearon, voltearon para conversar entre ellos, empezaron a hablar por radio, pronunciaron palabras que quisieron ser en clave, “sospechoso”, “libros”, “fotos”, “blanco”, “gordo” y, luego de un “comprendido”, me miraron de nuevo, me dijeron “ha habido un malentendido en la cadena de comando” y se marcharon.

Así que, advertido por la experiencia de los “libros-coca” y sabiendo que llevaba en la maleta suficientes como para que la neurosis policiaca pudiera exacerbarse, decidí ser “proactivo” (palabreja odiosa de los libros de autoayuda –que no leo– que no figura en el diccionario) y, arribado a Indonesia después de casi tres días de viaje, me armé con mi mejor humor y me acerqué al uniformado que tenía más galones en el hombro. Le expliqué que era profesor, que me estaba mudando a Yakarta y que, “como usted podrá suponer”, estaba trayendo un gran número de libros. Me miró con cara “otro más”, me dijo “ah, sí, los profesores” y me dejó pasar sin que el contenido infame de mis maletas (los calzoncillos, no los libros) fuera expuesto ante los ojos de sus subalternos. Ser el último de medio centenar de maestros que habrían llegado con igual cargamento de textos –eso lo supuse– me dio paso franco y me evitó un control del que no pudo librarse mi computadora, que exhibió descarada sus jóvenes circuitos integrados ante la aburrida indiferencia de los guardias de turno.

Cuando llegué al hotel, un inmenso y famoso hotel en el corazón comercial de la ciudad, me sorprendió toparme en la puerta con arco un detector de metales por el cual había que pasar y, sobre todo, con otra inmensa máquina de Rayos X dispuesta a intentar desnudar nuevamente el contenido de mi equipaje. Para mi sorpresa, decidieron no revisarlo y entramos (supuse que era tarde, que estábamos todos cansado o que yo no tenía cara de terrorista suicida por lo cual me dieron paso franco).

El transcurso de las semanas multiplicó mis visitas a hoteles y centros comerciales. Se trata de los dos grandes lugares de distracción en la ciudad; en los primeros hallan magníficos restaurantes y bares y discotecas repletos de amables muchachas liberales, amén de discretos salones de masajes (donde, según cuentan, “pasa lo que quieres que pase, pero depende de ti y del efectivo que estés dispuesto a gastar en servicios extras”); en los segundos, que son decenas y cada cual más fastuoso, se puede encontrar desde una peluquería hasta un cine con diez salas simultáneas y comodísimas (una, literalmente, ofrece camas para ver la película “como en tu casa”), pasando por cuanta tienda pueda imaginarse de ropa, artefactos, deportes, adornos o muebles. En estos establecimientos la seguridad es visible y –aparentemente– compleja.

Todo empieza en la puerta, allí uno es detenido, un guardia revisa, ayudado por un espejo que tiene un mango largo, que no haya nada sospecho debajo del coche que circunda mientras que otro agente da una mirada a la maletera verificando que todo se encuentre en orden. En algunos lugares, más previsores, abren la puerta trasera del automóvil y saludan a la persona que allí viaja (como en Yakarta es muy común tener chofer, generalmente atrás está el dueño del automóvil, que jamás va de copiloto). Una vez terminada esa revisión se levanta la pluma de metal que impide el tránsito y el vehículo puede ingresar. Cuando el pasajero baja y se dirige caminando a la puerta de entrada se encontrará, dependiendo de la importancia del establecimiento, con un guardia con un detector manual de metales, con un arco como los que hay en los aeropuertos o con una máquina de Rayos X por donde pasa todo lo que uno lleva. Terminada esa revisión, y si no suena ninguna de las alarmas, uno es libre de ingresar, si algo suena, un amable guardia buscará con su detector manual el origen de la señal de seguridad y, una vez verificado que era el manojo de llaves y no una pistola automática, se tendrá el paso franco.

Todo suena muy bien, muy profesional, llamativo e impresionante. Las primeras veces uno se siente intimidado por ese despliegue de seguridad y temeroso por las razones que le dieron origen. Varios atentados terroristas, decenas de muertos y un duro golpe a la industria turística indonesia (cinco millones y medio de personas en el 2007 con un promedio de nueve días de estadía en el país), hicieron que las medidas de seguridad se incrementaran con el fin de darle a los visitantes la tranquilidad necesaria y evitar la pérdida de los aproximadamente 4,600 millones de dólares que cada año genera esta “industria sin chimeneas”.

Ahora bien, y acá viene la “criollada” que emparenta estas tierras con las de nuestra Latinoamérica, todo “se ve” muy seguro pero, en la práctica, no deja de ser una magníficamente montada exhibición que, esencialmente, es inútil.

La revisión con los espejos debajo del carro es veloz –hay demasiados coches en la fila– y distraída, el guardia que abre la puerta trasera –cuando lo hace– se intimida pronto y pide disculpas, la revisión de la maletera es “a vuelo de ave” y si hay algún bulto, maleta o cualquier otra cosa ocupando el espacio, nadie se toma la molestia de averiguar qué es, los arcos de seguridad o están descalibrados o se encuentran desconectados –jamás suena la alarma–, y los pobres guardias –que ni están armados ni parecen preparados para detener ni siquiera a un vándalo adolescente en patines– se encuentran más preocupados en no indisponer más al cliente –al que ya le carga el hígado la bendita revisión– que en asegurarse que ningún loco vaya a meter una bomba en el local.

La explicación me la dio un guardia de seguridad en un pomposo hotel provinciano que circunstancialmente visité. Como al genio que diseñó el lugar no se le ocurrió construir un espacio adecuado para hacer las revisiones y como los coches entran y salen constantemente, el encargado decidió que las inspecciones de los automóviles se hicieran rápido y con la pluma de metal levantada, permitiendo el paso al vehículo que se está inspeccionando. Cuando le pregunté que porqué hacía eso me respondió “es un formalismo, señor” mientras dejaba pasar un coche y le sonreía amablemente a la pareja de turistas con sobrepeso que viajaban en él.

Sunday, November 23, 2008

16- Odio las motos

No son algunas, son todas y las odio. Lo invaden todo y están en todas partes, son una plaga y van en aumento. Se habla de tres a cinco millones y se especula que se suman unas quinientas mil cada año. No hay forma de detenerlas (ni ganas) y la policía no hace nada; son demasiadas y comenten demasiadas infracciones para que los uniformados se den abasto.

Las normas solo sirven cuando la mayoría las acata y la minoría las viola; al revés no funcionan, son letra muerta, papel mojado en tinta. Rota la magia de la obediencia social, las leyes son inútiles o estúpidas y, en cualquier caso, inviables. La serena, silenciosa y pertinaz desobediencia civil de los motociclistas indonesios me recuerda a la pacífica lucha de los indios por su liberación, una especia de “gandhismo” sin Gandhi y sin otra pretensión que poder movilizarse en una ciudad cuyo sistema de transporte público es ineficaz e insuficiente.

Los arrogantes automóviles y las aparatosas camionetas –todos con choferes a tiempo completo y trabajando por sumas mensuales a veces menores a cien dólares–, parecen lentos y torpes dinosaurios que van siendo barridos de la faz de la tierra por las motos, esos ágiles mamíferos que se adaptan mucho mejor al enmarañado cruce de avenidas, calles, callejuelas y pasajes, atravesando ligeros por espacios en los que los elefantiásicos coches se quedan atrapados malgastando tiempo, gasolina y paciencia.

Es casi una reivindicación del orgullo del simple habitante de Yakarta ver cómo las motocicletas empiezan a ahogar –como sucede en el ataque de una marabunta– a esos vehículos inmensos (consumidores groseros de combustible y cachetadas insensibles en la cara de los millones de pobres que malviven en esta ciudad). Cuando el mar de termitas copa, obstruye y rebasa las líneas de los altivos de carros del año, pareciera que se tratara de una silenciosa revolución triunfante.

Basta que los cielos empiecen a llorar para ver cómo se detienen las motos a un lado del camino o debajo de un puente. Si la lluvia es más que un chubasco itinerante y demora en escampar, entonces el número de los que buscan protección a la sombra del puente aumenta progresivamente y, poco a poco, como una mancha de sangre que se va esparciendo sobre la alfombra, las motos van tomándolo todo, van saturando la pista hasta que el tráfico de los automóviles (que se enreda más porque las paquidérmicas camionetas pretenden hacer las mismas maniobras zigzagueantes de las motocicletas) se hace lento, apelmazado y pantanoso. Por otro lado, si la lluvia es ligera y no se decide a ser el próximo diluvio, las motos se orillan, los conductores bajan raudos, se remangan los pantalones, levantan el asiento y de un minúsculo recinto sacan un bulto que repentinamente se convierte en un pantalón y una casaca impermeables con las que se enfundan y continúan su viaje, otras veces es un gran poncho, generalmente azul o amarillo fosforescente, bajo el cual se protegen mientras retan a la llovizna y se lanzan heroicos y salvajes por las calles resbaladizas.

Es verdad que –como dice Deden Rukmana, un especialista en el tema del problema del tráfico en Indonesia– “el uso de las motocicletas en Yakarta ha demostrado, también, los sacrificios que hace la clase trabajadora para llegar a sus centros de labores. Manejar una motocicleta requiere de más energía que viajar en el transporte público. Es todavía peor cuando hay mal tiempo. Deberíamos darle a los motociclistas crédito por sus sacrificios...”, es verdad, pero igual odio las motos.

Las odio porque hacen de la irresponsabilidad una forma de vida, porque el setenta y cinco por ciento de las muertes en las pistas tienen su origen en la forma imprudente –y a veces suicida– con la que los conductores se manejan, atravesando avenidas sin pensarlo demasiado, cruzándose en la ruta de los automóviles y levantando la mano como todo escudo, como si el gesto –estúpido antes que valiente– fuera a detener las dos toneladas de una camioneta. Sin embargo, las más de las veces –supongo que nadie quiere hacerse de un muerto– los vehículos de cuatro ruedas logran frenar, esquivar o evadir el choque. El hecho de que en más del noventa por ciento de los choques estén involucradas motos es una muestra contundente del arrojo kamikaze de los motociclistas.

Las odio porque en ellas se evidencia un desprecio absoluto por la mujer y por los hijos. Los conductores, hombres en su inmensa mayoría, viajan siempre premunidos de un casco pero las mujeres no tienen tanta suerte. Si hay dos cascos (la policía se pone odiosamente a trabajar a veces), hay tres o cuatro personas en la motocicleta. El niño más grande va adelante, tapándole la mitad del horizonte al padre que cree que el vástago está seguro en el cerco de sus brazos sosteniendo el timón y, el más pequeño, viaja abrazado por la madre y “protegido” por la espalda del padre. Por supuesto que los menores no llevan casco ni ningún otro tipo de protección.

Las odio porque sus conductores se transforman y pierden, escondidos tras las viseras polarizadas de sus cascos, esa sonrisa sencilla con la que –cuando son peatones– saludan amablemente a los extranjeros que pasean por las calles. El “jeloú míster” que siempre está en la boca de los hombres de a pie parece deshacer en un gesto agrio, en una mirada torva, en unos ojos hinchados de una vieja cólera colonial que ni se ha borrado ni se ha digerido, sino que sencillamente pareciera existir matizada, como en los tiempos del poder político de los holandeses, para hacer la vida más llevadera y guardar furia para “cuando llegue el día”.

Las odio porque en ellas los más pusilánimes se sienten valientes y arremeten y embisten contra los pocos ilusos que se atreven a andar por las calles; las odio porque no respetan señal alguna, límite alguno ni cartel alguno; las odio porque invaden las veredas con la impunidad de la hormiga que confía en su pequeñez para pasar desapercibida; las odio porque avanzan por las calles contra el tráfico como si no estuvieran sujetas a ninguna ley; las odio porque son, a fin de cuentas, el negocio grosero de unos cuantos que hacen del caos la empresa más lucrativa.

Monday, November 17, 2008

15- Hasta parece posible

Viernes, siete y treinta de la mañana. Mi salón se ve invadido por un austriaco vestido a la usanza de los tiroleses de su país, dos filipinos con las elegantes camisas que se reservan para fiestas, un indio con una ceremonial camisa sin cuello, tres muchachas luciendo hermosos vestidos indonesios y una coreana que nos sorprende con un traje ruso y una fresca y colorida corona de flores. Además entran, algo tarde, un norteamericano que trae la camiseta del equipo de fútbol de su Estado, una canadiense (de ascendencia coreana y plurilingüe) que arriba con una llamativa blusa asiática y un japonés (que no lo es, porque es coreano aunque yo me equivoque reiteradamente) que llega con un traje que me recuerda las viejas películas de artes marciales donde Bruce Lee (que no era japonés sino chino) hacía malabares inolvidables.

Salgo al patio y el espectáculo se multiplica por el número de alumnos de la escuela (que solo en la secundaria sobrepasa el millar). Hay hermosas holandesas como las fotos de las rubias rodeadas molinos, elegantes pakistaníes vestidos con trajes de gala, vistosas latinoamericanas con ropas alegres y coloridas, escoceses con faldas a cuadros y personalidad de hierro, africanos cubiertos con interminables mantas multicolores y hasta un joven confundido que cree que vestirse con uniforme de combate y pintarse la cara al estilo comando es la mejor forma de representar a su país (nadie es perfecto).

El “día de las Naciones Unidas” se celebra universalmente cada 24 de octubre, cuando se conmemora la entrada en vigor de la “Carta de las Naciones Unidas”, esa maravillosa declaración de principios que tan groseras y repetidas veces olvidamos. Sin embargo, en el colegio donde trabajo, y por temas más cercanos a su tradición, la fiesta se realiza en noviembre.

Por una jornada todas las actividades escolarizadas se detienen y se da paso a un programa que empiezan por un concurso (algo así como, “cuánto saben tus alumnos de mundo”, donde me sorprendo al ver cómo manejan datos para mí ignotos como la nacionalidad de una deportista de apellido impronunciable o el nombre de la ciudad dónde se realizarán las próximas olimpiadas de invierno). El juego es grupal y divertido, avanza con el entusiasmo de los chicos y sólo es interrumpido una vez, cuando dos muchachas, una asiática y otra europea, tocan mi puerta, entran, entregan tarjetas y dulces.

Luego pasamos a las conferencias. Un expositor (demasiado estadístico y estático para un grupo de adolescentes) trata de explicar los grandes cambios, el crecimiento de la población mundial, la contaminación, el calentamiento global, la escasez de agua potable y alimentos. Es una pena que un tema, tan apasionante, no cale en los jóvenes, no porque no les interese sino porque el montón de cifras y barras de colores que el experto coloca en la pantalla no logran romper la monotonía de una voz que sería escuchada respetuosamente entre expertos pero cuyo ritmo monocorde arrulla a más de una de las muchachas que madrugó más de lo acostumbrado para arreglarse el traje típico (y el peinado y el maquillaje).

Más tarde los estudiantes acuden a una “conferencia de prensa”, nos visitan decenas de alumnos de varios otras escuelas a lo largo de Asia y recrearán los debates que se desarrollan en la sede de las Naciones Unidas (claro, acá se ignorará ese prepotente “derecho al veto” que se arrogan cinco países por haber ganado una guerra que terminó hace más de sesenta años).

Mientras tanto, el patio principal ha estado en ebullición toda la mañana. Las madres de familia, agrupadas por sus nacionalidades de origen, han preparado las más exquisitas recetas que representan magníficamente la diversidad de la gastronomía mundial. Desde los inevitables “hot-dogs” norteamericanos hasta unas deliciosas empanadas ecuatorianas. Recuerdo haber probado o curioseado comida italiana, india, japonesa, coreana, alemana, holandesa, indonesia y australiana. Solo extrañé un ceviche (o una palta rellena o una causa o un ceviche o un lomo saltado o un helado de lúcuma).

Terminado el almuerzo, nos reunimos en el teatro del colegio y somos testigos de bailes y canciones, clásicas y modernas, que nos dan una visión de la infinidad de expresiones culturales a lo largo y ancho del mundo. El primer acto es un emotivo desfile de banderas, alumnos de más de medio centenar de nacionalidades pasan por el escenario, anuncian su país y agitan un instante el estandarte; el cortejo lo cierra la bandera de las Naciones Unidas.

Frente a nosotros desfilan franceses que combinan el minué con el “trans”, filipinos que muestran sus habilidades en un extraordinario baile con cocos pegados en el cuerpo que hacen sonar sincrónicamente, rusos que cantan en un coro espléndido, indonesios orgullosos que representan un día en una villa de las islas, japoneses que enseñan una mezcla de artes marciales y bailes modernos, norteamericanos con una sencilla canción de los años treinta, ingleses arremetiendo un “hiphop” eléctrico y, como fin fabuloso de una magnífica fiesta, un centenar de coreanos dando una lección de disciplina y coordinación en un concierto de tambores de distintas formas y tamaños, sin duda, los más espectacular de la jornada.

No soy adicto ni al fanatismo patriotero que enfrenta a unos contra otros ni a las banderitas que separan arbitrariamente dos trozos de tierra, los nacionalismo exacerbados me repugnan tanto como los chauvinismos trasnochados, se traten estos de los seguidores de un político, de un cantante o de un equipo de fútbol, pero la identidad, eso que nos señala como quienes somos, que nos imprime el sello individual, que nos forja desde la infancia con el acervo cultura de cientos de años y decenas de generaciones, es algo que celebro ver celebrado.

Cuando norteamericanos y rusos comparten un escenario, cuando coreanos y japoneses disfrutan de los mismos alimentos, cuando pakistaníes e indios celebran de la mano una fiesta, cuando chilenos y argentinos pueden beber de la misma agua y caminar por la misma calle sin mirar de reojo, desconfiar ni ponerse zancadillas, entonces ser profesor adquiere sentido de nuevo y hasta parece posible esa comunión de seres humanos, hijos de la misma tierra, en la que tantos tan apasionadamente han creído y por la que tantos, tan honradamente, han entregado la vida.

Monday, November 10, 2008

14- La cena

Iba a ser un día complicado, ya lo sabía, por eso tomó sus previsiones. A las siete de la mañana en la escuela, revisar papeles, responder correos, alistarse para la jornada. A las siete y treinta atender al grupo de adolescentes a su cargo, ver que todo anduviera bien, repasar con ellos las actividades de la jornada y desearles un buen fin de semana (“manténganse vivos”, suele decirles y ellos se ríen y responden “lo intentaremos”). En el cambio de hora coordinar las actividades que haría quien lo reemplazaría esa mañana. A las nueve, la pre-conferencia, intercambiar opiniones, decir cosas claras en su inglés oscuro, defender posiciones anticuadas (“nosotros manejamos la tecnología, no podemos permitir que la tecnología nos maneje a nosotros”) y dejar que el reloj hiciera el resto. A las doce huir del almuerzo (el de siempre, comida hindú picante, felizmente el “tengo clases después” era una excusa inapelable). A la una conversar dos horas con los más grandes sobre algunos pintores y ver cómo ha avanzado su español o cómo no. A las tres, salir sin distraerse, llegar a casa, bañarse, sacudirse los sudores y ponerse unas ropas más cómodas “y una buena camisa”. A las cuatro, la conferencia, las charlas magistrales y los sanguchitos a los que resistirá en nombre de la cena… ¡La cena!

Era viernes en la noche y había una cena en “La trattoría”, el restaurante italiano de “los previos”. Muchos extranjeros se reúnen allí, cenan, toman las primeras copas y parten luego, a las diez u once, a las discotecas o bares que infestan la ciudad (“¿o la redimen?”). Esta vez los comensales serían una portuguesa “con sus años”, una italiana (a la que ya conocía, aún en forma a sus treintaitantos y con unos ojos de antología), un español (“muy agradable”), “algún otro amigo o amiga” que aparecería y la rubia con la treintena recién estrenada cuya sangre gitana, aún fresca, vive despreciando la melancólica soledad de las mujeres occidentales que residen en este país. Todo lo coordinaron por mensajes telefónicos, “el medio más usado en el mundo actual”, según explicaría después uno de los conferencistas.

Fiel a los tiempos, hizo todo con la histérica puntualidad de los relojes suizos. Nada se interpuso entre él y sus planes, las charlas inaugurales de la conferencia no solo fueron amenas sino que, además, terminaron temprano. Los expositores, que venían de lugares tan exóticos como Hong Kong, Bangkok o Praga se encontraban –qué bueno– cansados y, si fueron divertidos, fueron más breves aún. Pocos minutos después de las cinco ya estaba libre.

Caminó acompañado por dos profesoras, una china y otra japonesa, ambas amables, ambas sonrientes, ambas felices de poder irse a casa. La lluvia lo había capturado todo, era “de esas lluvias”, un chaparrón inagotable con el que el cielo parecía descargar el llanto y la angustia de tantas injusticias de las que él –pensando únicamente en la cena, la italiana y la española– no podía, no quería ni debía percatarse en esta tarde de feliz egoísmo.

En la oficina, preámbulo de la puerta que conduce al estacionamiento que lleva al camino de asfalto que se topa con sucesivas rejas con guardias que hay que atravesar entes de llegar a la calle, la maestra de chino (que además domina el japonés, el indonesio y el inglés) le hizo el favor de hablar con el guardia y pedirle que llamara a un taxi. “Demorará veinte minutos, por la lluvia”, dijo el encargado de la seguridad y él respondió “no hay problema”, miró su reloj, “son las cinco y veinte, por más que sean treinta y no veinte los minutos de espera saldré antes de las seis para hacer un viaje que no debiera durar más de una hora”, pensó mientras les decía a sus compañeras –cuyas camionetas y choferes aguardaban a diez metros, desafiando la lluvia– que podía irse, que gracias, que esperaría “leyendo algo”, que no había problema.

¿Sería la italiana y sus ojos verdes o las costillas de cerdo a la parrilla? ¿Sería la española de acentos gitanos o el tiramisú “con mascalpone”? Nunca lo supo, pero su proverbial instinto no funcionó. Pensó que todo andaba bien y se dedicó, como distrayéndose, a repasar viejas fotos donde sus alumnos –ahora adolescentes y pensando en la universidad próxima– miraban con la inocencia propia de los diez años. Siempre disfruta manoseando libros viejos. Tal vez recordó sus propios tiempos, su primaria, su infancia, todo eso que hace tres décadas era verdad y ahora solo es un recuerdo. Dormitó un poco, siempre dormita, ¿serán los kilos o su manera de decirse que, en realidad, “como casi todo”, eso también le era indiferente? Pasaron los minutos.

Cuando se dio cuenta ya eran cinco para las seis y el taxi no llegaba. Reaccionó como picado por la electricidad de la tormenta que amainaba. Pidió al guardia que llamara de nuevo, llamó, “ya viene, pero la lluvia” y los minutos ahora avanzaron feroces. Sus neuronas empezaron a reconectarse y la desesperación –esa neurosis– se empezó a notar en el movimiento frenético y cíclico de sus pies. Nunca supo esperar con paciencia, ahora se acordaba. Se paraba, se sentaba, iba de acá para allá, miraba por la ventana. Finalmente, en lontananza, apareció un taxi azul (“el único taxi seguro”) y lo vio recorrer el camino que lo conduciría al frente de la oficina donde él se hallaba. Fueron segundos de alegría que –como toda alegría verdadera– duraron poco. El taxi pasó de largo. Miró al guardia que lo miraba, el hombre salió, fue hasta el automóvil que había estacionado diez metros más allá, habló con un encargado que apareció de entre los muros y volvió. Trató de explicarle algo que él ya no entendió porque la impaciencia, madre de las desgracias, le hablaba al oído.

Salió al patio, la lluvia había cedido, ya no era un aguacero, tan solo algo más que un rocío, un goteo suave que besó su cara y que a él no le importó. Caminó hasta donde el sujeto y éste le explicó que el taxi había sido pedido por otras profesoras (una flaca y tres caderonas) que enseguida abordaron el automóvil apretujadamente. Le preguntó su nombre, lo verificó en la lista que llevaba en las manos y le dijo “ya viene su taxi”.

De allí en adelante todo anduvo peor. Los minutos corrían y se dio cuenta de que media docena de personas aguardaban con él y mantenían con el encargado sonrientes conversaciones que les aseguraban un mejor puesto en la lista de espera. Las odió.

Eran las seis y diez y nada aparecía en el horizonte. Nada. El encargado se le acercó. “Parece que no hay taxis disponibles que vengan hasta acá, pero la movilidad del colegio va a llevar a un grupo de empleados hasta el centro comercial, allá puede hallar transporte con más facilidad”. No lo pensó dos veces, “huir hacia adelante”, esa frase siempre le gustó y más de una vez lo había hecho y había resultado, ¿por qué ahora no?

Trepó al mini bus. Eras cinco o seis personas, todas locales (“los bulé tienen camioneta y chofer”), que se limitaron al “buenas noches”. Alguien le abrió la puerta de adelante y se aisló o lo aislaron (¿timidez o desprecio?, “hoy no me importa”). El vehículo avanzó el kilómetro que lo separaba del último control y tomó la avenida. El tránsito era caótico, cientos de motocicletas se colaban por entre los carros que avanzaban a paso de procesión. En un día normal el viaje hubiera demorado dos o tres minutos, estos fueron veinte. El centro comercial quedaba “más al sur” y lo alejaba de la cena “no importa, a veces es mejor da un paso atrás para tomar impulso”. Fue la última mentira que se dijo; después todo fue cólera.

En el centro comercial los otros ocupantes del bus bajaron y se desvanecieron como sombras en las sombras (“transporte público” escuchó a lo lejos como excusa o despedida). Le dijeron “en el estacionamiento del supermercado, allí abundan los taxis”. Caminó. Llegó y allí donde habitualmente “abundan los taxis” no había nada. Como él, otras tres señoras (cargadas de bultos y de hijos), aguardaban.

Lo demás fue una agonía, los minutos que pasaban, el plan que se deshacía, la cena que se alejaba, la gitana, las costillas, la italiana, el tiramisú, la frustración, la impotencia, el idioma ajeno, la ciudad mojada, el tráfico aplastante, el silencio de quien no entiende nada de lo que se dice alrededor, los niños lloriqueando de aburridos, las señoras hablando por teléfono, la espera desesperante, la paciencia oriental de los otros, sus rostros sin emociones, su sangre cegándolo, sus ganas de estrangular al primero que se atreviera a saludarlo o de echarse a llorar al hombro de la primera que se ofreciera (aunque cobrara dólares y no en rupias devaluadas), todo y nada, como siempre.

A las siete y treinta, como una puntualísima ironía, pudo trepar a su taxi. Iba a llamar a la rubia, no lo hizo, le mandó un mensaje absurdo y le dijo al chofer “lléveme a casa” cuando comenzaba, otra vez, otra lluvia.

Sunday, November 2, 2008

13- Bajo ninguna circunstancia

Muerto el ángel –que, en cuestiones de fe, la muerte o el abandono son lo mismo– volví a la realidad de mis amigos que ya andaba muy avanzada. La rubia sobrealimentada seguía maltratando sus cuerdas vocales pero ahora un sujeto, mejor entonado y muy a la moda de “roncarrolero de los setentas”, hacía más llevadero el espectáculo. La gente aumentaba y mis compañeros, una mesa más adelante que yo (que me había refugiado detrás de una bebida sin alcohol y sin azúcar mientras observaba a la bella), andaban rodeados de mujeres.

La lucha por “con quién me quedo” era amable y silenciosa, todas jugueteaban con todos y, más o menos abiertamente, peleaban por la atención de los “bulé” que, sin hacer ningún esfuerzo –más allá de pagar las cervezas que ellas ya habían aceptado–, tenían aseguradas a varias muchachas. “Este país es de locos” –me diría días después uno de ellos– “el otro viernes salía del un bar donde me tomé unas copas con unos amigos, me iba solo porque estaba cansado y quería llegar a mi casa, en la puerta me encontré con media docena de chicas que estaban como esperando taxi y dije en voz alta que me iba a mi departamento y que aceptaba a la que quisiera acompañarme, se subieron dos…”. “Son prostitutas” –dice una occidental solterona y resentida– “en los bares y en las discotecas están allí esperando a los extranjeros…”. “No es tan cierto” –me aclara una española de pocos años y nobles proporciones– “es como en todas partes, algunas están allí porque buscan enamorarse, ¿acaso no tienen derecho a hacerlo como cualquiera de nosotras?”.

Uno de mis compañeros sabe el secreto, “hay que preguntárselo directamente”. “Sí” –insiste cuando ve mi cara de incredulidad– “así funciona. Cuando una de estas chicas se te acerca debes preguntarle directamente si está trabajando, como todas saben que unas sí y otras no, nadie se ofende…”. Su experiencia respalda sus palabras, cuatro de cada cinco veces que ha salido de bares o a una discoteca ha terminado durmiendo acompañado, ya sea en su departamento o en los de ellas (la borrachera y veintiocho años mezclan audacia e irresponsabilidad; la suerte, por ahora, no lo abandona y dice que de ahora en adelante va a escuchar a los experimentados, “nunca te vayas solo sin avisar, siempre acompáñate de alguien y, entre su departamento y el tuyo, prefiere el tuyo, solo allí estás en tu territorio, la ciudad es muy grande para dársela de valiente”, le dice uno de los que sabe de qué habla y que ha sobrevivido a bares y mujeres cazadoras de extranjeros en más de un continente.

“Además” –me explica alguien como tratando de cerrar el tema del comercio sexual que, sin embargo, parece cada vez más amplio– “la prostitución a toda regla se ejerce en otros lugares. Estos bares son lo más inocente del repertorio, cobren o no cobren, no son sino aventureras en busca de una buena noche o una buena temporada. Las verdaderas prostitutas, las de las mamis y los padrotes, están en otras partes, en las grandes discotecas, para empezar, cuánto más caro el hotel que la alberga, más costoso el servicio hecho a la medida de un país que convive hace ya demasiado tiempo con estos extranjeros que llegan con sus montones de dólares y su soledad a comprarlo todo. ¿Qué puede esperarse?, una prostituta de mediana calidad puede hacer en una noche tanto dinero como el que gana en un mes una chica igual que ella pero que se dedique a ser empleada, vendedora o camarera…”.

El asunto es mucho más complicado y habría que hablar –ya habrá tiempo– de la infinita industria sexual que, en su inmensidad, confunde a unas con las otras, “basta que me vean contigo caminando en la calle para que crean que soy la típica indonesia regalándose al extranjero por una copa”, me explica una de las pocas mujeres con las que he podido mantener una larga conversación al respecto. “Muchos extranjeros creen que las indonesias solo servimos para la cama y pretenden tratarnos a todas como si fuéramos chicas del bar”, concluye.

Lo cierto es que la noche sigue y, de los cuatro que éramos, solo quedamos tres, uno se fue discretamente “a dormir, porque estoy cansado” aunque la chica que lo siguió no fue tan discreta y vimos por la ventana cómo compartían el taxi, “es que vivía por el departamento”, dijo días después cuando nos burlábamos de su cansancio porque, en realidad, su precaución fue insuficiente y los guardias del edificio de departamentos que todos compartimos no saben de discreciones y, en cambio, les encanta practicar su elemental inglés con algún chisme que pueda interesarnos (ese es otro tema inmenso, “la servidumbre” –el término “sirviente”, que arde como un latigazo, es el que los angloparlantes usa para hablar de quienes trabajan para los extranjeros, ya sean cocineras, choferes, niñeras o guardias– lleva una existencia paralela a la de los “boss”, están relacionados por lazos de sangre, amistad, compadrazgo o amorío y se saben la vida, milagros y miserias, de todos los bulé).

La noche avanza y ahora somos dos porque el tercero ya decidió escaparse con una que le dijo sin demasiados preámbulos “hoy quiero pasar la noche contigo”; él, ni corto ni perezoso, reforzó la declaración con algunas cervezas que soliviantaron más el ánimo, ya bastante alegrón, de la muchacha.

El asunto se tornó matemáticamente perfecto pero ajeno a mis planes de frío observador de la realidad circundante. Mi compañero –el de los veintiocho años que ha decidido “vivir mi juventud sin miedos y hasta un poco irresponsablemente”– está asediado por dos mujeres, la paciente y la del traje morado. No sé cómo pero ya estamos en un rincón, cerca de la barra de la taberna, uno de esos espacios medio aislados donde nadie quiere estar porque te ponen “fuera de circulación” pero que a nosotros, que ya estamos acompañados, no nos importa. Hubo hasta una tercera muchacha que nos acompañaba pero no le dio la gana de pelear su espacio y se fue; nadie la extraña.

En este espacio la música cede un poco, los parlantes no apuntan hacia acá y pueden conversarse algunas palabras más. La de morado se mueve siguiendo el ritmo que todavía llega hasta nosotros, está evidentemente pasada de copas, todo le parece “maravilloso”, que mi amigo hable inglés y que yo hable español, ama la literatura (como ama el fútbol, la filosofía, el arte, la moda y las diferentes posibilidades de la escatología) porque ama todo y todo es “perfecto” y “maravilloso” y su juventud se desborda en ese vestido de algodón que no resiste los embates de un cuerpo que no se contiene en sí mismo, que se sacude rítmicamente y cuya sangre se halla en plena ebullición por el calor, por la lluvia –se ha desatado la tormenta–, por los menjunjes dionisíacos y los ardores propios de una libido post adolescente.

La paciente inicia su función. A mi amigo –rendido ante el poder de Eros y Dionisios– le interesa cuatro rábanos que la de morado sepa quién era Nietzsche o qué cosa es la lógica aristotélica, la paciente lo sabe –ella viene por la segunda función y conoce perfectamente la rutina– y le bastan cuatro gestos atrevidos para que mi compañero le diga el “¿nos vamos?” que es más una orden que una pregunta.

Todos salimos. Llueve a cántaros, no importa, siempre hay alguien que por unas monedas se empapa por ti y te consigue un taxi. Mi amigo está feliz (aunque después me enteraré que no se acordaba de nada de lo que conversamos en el carro), la paciente está feliz, y su mutua y calurosa felicidad transgrede algunos límites en el coche. No me interesa.

Yo pienso en la de morado y la de morado –en el taxi que la lleva a su casa– seguro que ya no piensa y no sabrá jamás que yo –idiota redomado– sigo creyendo que nunca –bajo ninguna circunstancia– un caballero debe aprovecharse de la ligera debilidad de una muchacha embriagada...