Monday, May 25, 2009

32.- Tokio, metro y puertas cerradas

Cada estación del metro de Tokio (telaraña que pareciera interminable y que funciona con la precisión de un reloj suizo) tiene una personalidad especial. El turista que tuviera el tiempo necesario podría dedicarse a bajar en cada uno de los paraderos, subir a la superficie y recorrer las calles de los alrededores para descubrir los muchos “japones” que alberga la ciudad (se dice que “Japón es mucho más que Tokio”; habría que agregar que “no hay un solo Tokio” sino que la capital es de una diversidad sorprendente).

Como pasar por todas las estaciones requeriría media vida, visitar cuatro o cinco permite al turista darse una idea de lo que sucede “allá arriba”, en las diferentes partes de esa inmensa metrópoli. Shibuya, por ejemplo, es una estación “normal”, con gente común y silvestre andando por las calles atestadas e invadiendo comercios de todo tipo. Ginza es la “fashion”, una estación donde se congregan los más grandes locales de las tiendas “de marca” y donde todo parece brillar un poco más. Shinjuku es la de los jóvenes, tiene un aire provocador y rebelde, abundan las tiendas “para adultos” y no es raro que, haciéndose el distraído, algún sujeto te ofrezca mujeres (dicho sea de paso, fue el único lugar en donde había un patrullero). Kannai quiere parecerse a Shinjuku pero con menos pretensiones (será porque queda a las afueras de Tokio y aún conserva, si es posible, un aire algo más provinciano). Por último, la estación central de Yokohama (una ciudad que ha sido absorbida por el crecimiento urbano de Tokio) es un poco de todo, con centros comerciales, tiendas, restaurantes, cines, supermercados, karaokes, bares y especímenes humanos de todo tipo.

Alrededor de la estación de Yokohama se levanta un sinnúmero de edificios de 5 ó 6 pisos en una especie de maraña interminable que incluye pasajes estrechos, callejuelas oscuras, trastiendas con botaderos y todo lo que podría poblar la imaginación postmodernista y urbana de cualquier autor de novelas de suspenso policial protagonizadas por mujeres libérrimas y atractivas, guardias de mirada torva, sujetos de evidente malvivir, jóvenes drogadictos y, claro, la Yakuza, la “Cosa Nostra” japonesa.

Un tipo de negocio llamó mi atención. Se trataba de discretas puertas cerradas, con uno o varios matones vestidos de escrupuloso traje negro que controlaban la entrada. Un letrero anunciaba algo en japonés y había fotos de chicas y precios en yenes. Lo primero que podría uno pensar es que se trataba de un bar de mujeres dispuestas (tipo los “gogo bar” de Tailandia) pero los montos anunciados (entre 30 y 70 dólares) eran muy tímidos para una de la ciudades más caras del mundo.

Intenté entrar en varios de ellos; en todos me di con el sujeto inmenso que cruzaba los brazos en forma de equis sobre el pecho (lo que significa “no”) y repetía “onli yápanis” que, después lo comprobé, era la única frase en inglés que se habían aprendido. Recorrí las calles y hallé muchos de estos establecimientos y fui rechazado en todos, en algunos casos ni siquiera podía acceder al edificio que anunciaba varios locales porque el “onli yápanis” y los brazos cerrados me impedían el paso de inmediato.

No sé cuántas puertas toqué ni en cuántas ocasiones volví sobre mis pasos, lo cierto es que, por una sola vez, comprendí y me sentí solidario con el vendedor que va de casa en casa sin perder la sonrisa tras sucesivos rechazos.

Finalmente, la terquedad, un letrero en cristiano (“Bambina”), una puerta entreabierta, un guardia distraído, un administrador al teléfono y un salón vacío jugaron a mi favor. La ausencia del guardia permitió que avanzara más allá de la puerta y que me encontrara cara a cara con quien (eso lo supe después) se hallaba encargado del local. El gerente intentó decirme “no” pero, supongo que obligado por la cortesía de su posición, trató de explicarme la negativa, en su inglés elemental. Aprovechando la confusión que en él causaba su manejo inútil de la lengua de Shakespeare, pasé a la ofensiva. Le respondí que no comprendía su explicación pero que lo único que quería saber era de qué se trataba el negocio “porque soy escritor” (frase mágica que abre puertas tanto como el “soy poeta” solivianta voluntades…).

Cuando ya nos encontrábamos, agotado –él– de intentar ordenar su inglés y preocupado –yo– de que fuera a echarme, pareció suceder algo mágico. Se le iluminó el rostro, dijo “un momento” y se marchó dejando al hombre de negro (que ya había aparecido) “cuidándome” y esperando la orden para expulsarme.

A los cinco minutos apareció una muchacha alta, cuyas formas, desproporcionadamente generosas para el común de las japonesas, resaltaban debajo del ceñidísimo vestido de seda cuyas costuras resistían –indómitas– la presión de las notables curvas.

Mirándome a los ojos, sin pestañar, me extendió la mano y –suave y segura y en perfecto inglés– me dijo: “Hola, me llamo Yuki y te voy a explicar de qué se trata esto”. En ese mismo instante una gota –traidora y perversa– resbalaba por mi mejilla ensuciando para siempre mi segura y estúpida sonrisa...

Tuesday, May 19, 2009

31.- Minifaldas y tacones

Según una amiga chilena (cuyos escotes –es necesario confesarlo– me han distraído repetidamente en las últimas lunas), las mujeres orientales lucen las piernas porque no pueden mostrar lo que Natura (tan generosa con ella) les negó a las hijas de Asia. La verdad es que ya no sé si fue ella o fui yo quien hizo la afirmación, es más, recuerdo que en la misma noche y en la misma charla, una hermosa china participaba explicándonos algo que ahora me es imposible recordar con claridad y que bien pudo ser lo que arbitrariamente le acabo de atribuir a la santiaguina. Sucede que –sigamos con las confesiones– la minifalda negra de la amable descendiente de Confucio me distrajo, sin contemplaciones, de los botones agobiados de la blusa de encajes de la compatriota de Neruda, y sus extremidades –caprichosamente entrelazadas– se impusieron, haciendo del norte sur, consiguiendo que mi concentración –ya de natural limitada y vaga– se dispersara sin reparo en paraísos que la palabra –por desgracia y felizmente– no puede reproducir.

No será difícil, entonces, imaginar cómo anduvo congestionado mi raciocinio paseando por las calles de Tokio y Yokohama en las que turbas desenfrenadas de jóvenes japonesas ponían en tela de juicio mi ya improbable serenidad.

Yo no sé por qué, si será porque es lo que mejor pueden lucir o si será por tradición, por vanidad, por necesidad, por el alma calurosa o por alguna razón que se pierde en la noche de los tiempos (pienso en posibilidades que van desde alguna costumbre arrastrada desde los días de los samuráis hasta la consecuencia directa de la ocupación norteamericana después de esas aberraciones que fueron Hiroshima y Nagasaki), lo cierto es que las mujeres japonesas, despreciando el frío feroz de diciembre, lucían las piernas con minifaldas que en algunas sociedades serían poco menos que escandalosas (ni qué decir del Irán de los ayatolas, donde acabarían en la cárcel, o del Afganistán de los talibanes, donde las lapidarían; sin olvidar, claro, a los fanáticos cristianos y católicos que –como ya no pueden quemar a nadie con el pretexto de la brujería– se santiguarían espantados y encenderían hogueras morales donde piadosamente las achicharrarían a todas, junto con los que no piensen o actúen como ellos).

No se trata de la minifalda que lucen muchas mujeres en nuestras tierras cuando –coquetas ellas– van a una fiesta, a una discoteca o a una reunión más o menos importante en la que desean impresionar a alguno o algunos de los invitados. No. Se trata de un uso absolutamente generalizado, masivo, común, multitudinario, tanto así que ver a una mujer con faldas largas o pantalones resulta, de alguna manera, provocador.

Claro que ni todas las piernas son conmovedoras ni todos los andares dignos de la pasarela, sin embargo, ninguna se desanima. Llama la atención que no sean pocas las que tienen un transitar “patichueco” que a un occidental le parecería bastante desagradable pero que en Japón no incomoda y hasta gusta. Una japonesa me dijo que había las de “piernas abiertas” y las de “piernas cerradas”, según la dirección, hacia adentro o hacia fuera, a la que apuntaran sus piernas al avanzar libérrima y gloriosamente por las calles.

Las minifaldas van siempre acompañadas de tacos feroces, inmensos y reveladores, que encumbran a las féminas hasta alturas que hacen de una sencilla caminata una exhibición punzante pero arrulladora. Todo ejecutado con sobriedad y sin dudas, como quien sabe lo que hace y por qué lo hace.

Es de celebrar que no exista ningún remilgo puritano en estas mujeres que deambulan dueñas de su mundo, sin reparar en nadie. Y es que en Japón todos parecen ser mutua y correspondientemente invisibles, por eso del “espacio del otro” y la “privacidad” nadie hace contacto visual, las miradas no se intersecan y la gente ha desarrollado un talento atroz para mirar a través del otro como si verdaderamente no interrumpiera su campo visual –algo que, dicho sea al pasar, un obeso irrecuperable pudiera encontrar deliciosamente novedoso–. Sin duda en ese ignorarse (llámese indiferencia o respeto) reside mucha de la libertad de las bisnietas posmodernas de la Eva desnuda y trasgresora de nuestras culposas y púberes lecturas bíblicas.

En estas chicas no hay sonrojos, no hay melindres ni gazmoñerías, avanzan confiadas en sí mismas. Si tienen que sentarse, lo hacen, sin aspavientos; cruzan generosamente las piernas y siguen su rutina, sin vergüenzas ni mojigaterías. No vi a ninguna que anduviera (como sí lo hacen nuestras latinas asustadas por eso de la culpa y del pecado, del “qué dirán” y de “lo debido”) jalándose la falda hacia abajo, doblando incómodamente las piernas, pretendiendo esconder en el pequeño continente de la tela el contenido desbordante de los muslos, como si a último momento, en la hora undécima, se arrepintieran de sus minúsculas prendas.

Ni en Tokio ni en Yokohama –habrá que agradecerlo–, caminan las muchachas pidiendo disculpas; saben lo que hacen o, al menos, parecen saberlo. Deambulan, ni escandalosas ni acomplejadas, mostrando libremente lo que se les antoja mostrar y por esa maravillosa emancipación del “porque me da la gana”.

Saturday, May 9, 2009

30.- Madre

Es difícil hablar de la madre sin caer en la cursilería o en la exageración grandilocuente. Tendemos a convertirlas en íconos de lo venerable y hasta nos las arreglamos para ponerle una madre a Dios, humanizándolo y haciéndolo nacer de una mujer “inmaculada”.

La madre enciende pasiones y con ella nadie puede competir (“todito te lo consiento / menos faltarle a mi madre”, dice el poema). Ella está sobre todas las cosas y se debe mantener fuera de cualquier disputa. Su sola mención en la boca del enemigo (“con mi madre no te metas”), abre las puertas de la furia y anuncia la tragedia (porque “la madre es sagrada”).

Juramos en su nombre como se jura ante la divinidad (“por mi madre”) y el más descastado de los criminales puede emocionarse frente a la anciana de mirada extraviada en la vejez que, si pudiera hablar (y si se diera cuenta y si fuera honrada), le diría lo arrepentida que está de no haberlo abortado. Porque todos tuvimos madre y muchas de ellas deben haberse preguntado “qué hice tan mal” cuando vieron las fieras en las que se convirtieron sus hijos.

Hay buenas madres y hay madres perversas, madres que se prostituyen por sus hijos y madres que prostituyen a sus hijas, madres que son capaces de tolerar la peor humillación porque sus hijos no tengan que sufrirla y madres que lanzan a sus hijos a la infamia porque son ambiciosas. Hay madres que dan alas y crean seres humanos libres y madres que castran y crían acomplejados. Madres que enseñan dignidad con el ejemplo y madres que hacen de sus hijos lobos para disfrutar –ellas– de sus presas. Hay para todos los gustos y, generosas o avarientas, ejemplares o viles, dedicadas o egoístas, monógamas o promiscuas, todas son madres.

La maternidad es un hecho biológico que se repite incansablemente sobre la tierra; nos reproducimos por la necesidad de seguir existiendo y el sexo (y el goce de la sexualidad, eso que tanto condenan –o envidian– algunos tonsurados) no es sino el mecanismo con el que la naturaleza nos convence amablemente de seguir embarazándonos y pariéndonos.

Las fiestas sirven para celebrar, pero también justifican nuestros olvidos. Podemos tener postergada a la madre todo el año pero si la llamamos en “su día”, nos sentimos bien. Pasa con ella, pero también pasa con el padre, los hermanos o los amigos. No olvidarse de “la fecha” suele interpretarse como una virtud y hacerlo, aunque del mejor hijo se trate, coloca al desmemoriado en la vergüenza (la culpa es religiosa pero la alimentan muy bien los comerciantes).

La celebración del “día de la madre” se remonta a los tiempos de los griegos y probablemente ya se festejaba antes. La primera madre es la tierra, la madre de todos, y la tierra siempre se identificó con lo femenino, con la fertilidad y la reproducción, esas cualidades sin las cuales esta vida no existiría y este planeta azul sería nada más que un páramo yermo como tantos miles.

Cada país escoge la fecha que mejor le acomoda; muchos celebran el segundo domingo de mayo porque los mercaderes se pusieron de acuerdo en prostituir el día que la norteamericana Ana Jarvis quiso (en recuerdo de la muerte de su propia madre) que estuviese dedicado a cada una de las progenitoras que en el mundo son o han sido; otros escogieron el primer domingo y otros se decidieron por el 10 de mayo (que fue la fecha original sugerida por Jarvis aunque luego se cambió –supongo que por razones prácticas– al domingo más próximo). Muchas naciones prefieren que coincida con alguna celebración “femenina”, ya sea civil, como el día de la mujer (8 de marzo) o la primavera boreal (21 de marzo), o religiosa, como la Asunción (15 de agosto) o la Inmaculada Concepción (8 de diciembre). Y no faltan los que aprovechan alguna festividad nacional, el recuerdo de alguna sacrificada heroína o el nacimiento de la reina para conmemorar a todas las progenitoras del reino, del sultanato o de la república.

En Indonesia, hoy, amanece otro domingo más (acá el día de la madre es el 22 de diciembre) y a nadie le importa que en Lima –y en muchas grandes ciudades “del otro lado”– miles de hijos olvidadizos o poco previsores estén buscando desesperados un regalo (descubriendo, una vez más, que no saben qué regalarle a sus madres porque ignoran sus gustos y porque jamás conversan con ellas).

Yo, de alguna forma estaré allá (cuando acá sea la noche y allá amanezca), acompañando a mis hermanas y a mi hermano, al pie del acantilado donde hace nueve años arrojamos las cenizas de nuestra madre, cinco años después de las de nuestro padre. Nosotros, que no vivimos una sola jornada sin pensarlos, estaremos allí (donde jamás he vuelto y donde acabaré mis pasos), con las rojas rosas de siempre, celebrándolos.

Sunday, May 3, 2009

29.- Japón o el silencio

Llegar a Japón es llegar al silencio. La conversación bullanguera, esa que en muchos pueblos es indispensable (y que a los latinos nos acompaña desde la sala de partos hasta el velatorio), parece haber sido erradicada como si de un estigma se tratara.

El respeto por la paz de los demás (que, en buen romance, es la otra cara de la moneda de la obsesión nipona por la propia tranquilidad) llega a niveles casi esquizofrénicos para quienes hallamos en el bullicio un compañero de jornada que simboliza que estamos rodeados de seres humanos y que seguimos vinculados al mundo de los vivos. El silencio es la ley de los cementerios (y solo cuando ha concluido el funeral y todos se han marchado).

Ni bien se baja del avión en el aeropuerto de Narita, amables damas de sonrisa fabricada y rostro pétreo te indican por dónde ir. Una vez en Migraciones, el encargado de aceptarte o no en el Imperio del Sol Naciente revisa los pasaportes con empeño detallista pero sin emitir palabra; al comprobar la veracidad de las visas, pone el sello y con la misma gélida amabilidad concede el paso. Recoger el equipaje es el mismo silencioso procedimiento y, si nada hay que declarar, la salida será guiada por más corteses, fríos y callados uniformados. Al atravesar la puerta que lleva a la sala donde en los aeropuertos latinoamericanos esperan decenas de familiares y taxistas peleándose por llevarnos (o llevarse nuestra maleta), en el aeropuerto de Tokio no hay nadie, o casi nadie.

Comprar el boleto para bus que se dirige a Yokohama o esperarlo bajo el frío del invierno implica estar rodeado del mismo mutismo. Viajar en el trasporte público, sea en el metro –esa maravillosa, eficiente, limpia y funcional telaraña– o en los buses –que pasan a la hora establecida y en los cuales a nadie se le ocurre sentarse en los asientos reservados para las embarazadas o los ancianos– es una experiencia traumática para cualquiera que relacione el bullicio con el hecho elemental de saberse vivo.

Pregunté a algunos japoneses (con los que pude comunicarme que, contrariamente a lo que uno pudiera suponer, la inmensa mayoría o no sabe o no quiere hablar en inglés) por las razones de su conducta, por los motivos de ese obsesivo deseo de no interrumpir la paz ajena, de no violar, con palabras de más, con ruidos molestos o con intervenciones en voz alta, esa pública intimidad de quienes caminan por las calles como aislados por cápsulas invisibles e impenetrables. Pocos pudieron explicarlo, alguno dijo “educación”, alguno pronunció “respeto”, pero varios aceptaron –sobre todo los más jóvenes y después de las insidiosas preguntas de rigor– que la razón pasaba, sí, de alguna manera, por la cortesía con el vecino pero que, en el fondo y en realidad, había una gran presión social, un temor reverencial a la censura, “al que dirán” de esos mayores que miran –siempre en silencio– con ojos de desaprobación. No sentí que era por el “es bueno respetar a los demás” sino que, más bien, era por el “no quiero que los demás se metan conmigo” que la gran mayoría se comportaba así.

Un ejemplo claro de esa consciencia de “hacerlo así porque es así como se hace” se encuentra en la respuesta que un japonés le dio a mi amigo Eddie. Estaban ambos por cruzar la pista, en una esquina, frente a un semáforo, por la línea de cebra, era tarde y, a pesar de que no había un automóvil alrededor ni a lo lejos, el nipón no movía ni un músculo esperando, inconmovible, que la luz pasara del rojo prohibitivo al verde permisivo para atravesar la calle. Curioso y temiendo violar alguna norma, mi amigo argentino le preguntó “¿hay alguna multa por cruzar cuando el semáforo está en rojo?”, a lo que el súbdito de Akihito contestó parco, “no creo”; “¿entonces, si no viene ningún carro y no hay multa, por qué no cruza”, “porque sería estúpido”, respondió el japonés amable y seco.

Al contrario de Singapur, no se trata de que exista (como en la isla-estado) el punitivo rigor de las multas feroces (por ejemplo, los 350 dólares que cuesta ser sorprendido comiendo en el metro), es que existe el rigor, más feroz, más poderoso, más disuasivo, de la censura pública, de avergonzarse y avergonzar a la familia siendo el “estúpido” que no hace lo que “se tiene que hacer” y rompe las reglas.

Los jóvenes (que suelen ser los que andan dinamitando normas y costumbres por esa saludable necesidad de ir contra la corriente) tampoco transgreden las fórmulas establecidas por el tiempo, y van callados. Sin embargo, se han atrincherado en la modernidad (esa arma que manejan con una habilidad que horroriza a los mayores), rompen el claustro (acá se entiende lo de “claustrofóbico”) y escapan del silencio por las rendijas digitales de sus celulares (que todos tienen), agarrándose feroces de los millones de mensajes de texto que lanzan al mundo desde esos teléfonos (con los timbres callados y los vibradores como única y sensual advertencia). Como modernos robinsones, arrojan miles de botellas al mar del ciberespacio para decirle a quien quiera escucharlos (o, más bien, leerlos) que están vivos, que tienen palabras y que la comunicación –que todos sabemos que corre el riesgo, sí, de hacerse tan ruidosa que nadie escuche– es mejor, siempre es mucho mejor, que ese silencio que convierte el cuerpo en una isla y el alma en un cementerio.

Monday, April 27, 2009

28.- Papa Noel en bikini

El gringo es mi amigo y tiene en Bangkok tanto tiempo como yo tengo en Yakarta; es diciembre y esos cinco meses han sido para él toda una vida, toda una nueva vida. Ha descubierto este mundo desbordado de mujeres entusiasmadas (por la paga o por la visa) y se encuentra encantado.

Hemos quedado en reunirnos en un centro comercial (uno de las decenas de centros comerciales superpoblados que tiene la capital de Tailandia); es 24 de diciembre y eso no significa nada para los budistas. Pero los comerciantes, que son budistas pero no son tontos, saben complacer a los clientes en un país con tantos turistas occidentales. Abundan los adornos alusivos a la fecha (los que no tienen contenido religioso), así, campean los árboles con nieve artificial, los renos de plástico y el sobrealimentado Papa Noel con sus incomprensibles y coloradas ropas polares en medio de calor tropical.

El gringo que me va a presentar a su chica. La conoció en un lugar de nombre extraño para un país oriental, “Soi Cowboy”, “ella trabaja allí, luego te explico”, me había dicho por teléfono. Tomamos el metro aéreo que, después de estar peleándonos con las explicaciones, no nos parece tan complicado (no por la abundancia de líneas, que son pocas, sino por lo caótico del lugar). Bajamos en algún punto que él ya conocía (“aunque salgo pocas veces de la zona en donde vivo”) y caminamos.

Pasamos, primero, por un restaurante irlandés. La cerveza dura poco porque de tanto conversar la hora nos ha traicionado. “Debemos ir antes de que alguien más se la lleve”, “¿antes de que otro se la lleve?, ¿acaso no trabaja allí?”, “ya vas a entender”, replica mientras paga la cerveza y salimos como apurados. Es caminar unas cuantas cuadras, atravesar una pista amplia y congestionada, y llegamos.

Hay una especie de portal que se abre ante una calle colorida, bulliciosa, carnavalesca, llena de luces titilantes (“normalmente hay muchas luces, pero hoy hay un poco más, ¿será por la Nochebuena?”). En la entrada hay un gran aviso como de bienvenida que reza “Soi Cowboy”. Atravesamos la puerta imaginaria y entramos a una calle muy parecida a las que abundan en Pattayá. Muchos locales, uno tras el otro, con decenas de chicas en la puerta que, moviendo al aire sus ropas ligeras (muchas veces disfraces de enfermeras o de escolares) nos invitan a pasar a los “go-go dancers”.

Yo me ahogo en ese mar de mujeres pero el gringo no se distrae. Eso que las hay de todo tipo. En su mayoría, son más jóvenes y más atractivas que las de la playa. “Acá están las mejores chicas”, afirma mi amigo, “están controladas por el gobierno que hace inspecciones regulares y todas pasan por exámenes médicos; además estas chicas son absolutamente confiables, están registradas y nunca se van a arriesgar a perder el trabajo engañándote o robándote”.

El lugar lo había conocido a las pocas semanas de haber arribado a Bangkok. Fue arrastrado por unos compañeros de trabajo que intentaban matar el estrés semanal “con algunas cervezas y buena compañía”.

“Llegamos y, como ahora lo estamos haciendo tú y yo, vinimos directamente a este local, que dicen que es el mejor. Éramos media docena de extranjeros y tomamos muchísimo alcohol, así que todos estaban contentos. Las chicas nos rodeaban y nos bailaban; en la barra, en algún punto de la noche, que fue larga, todas estaban desnudas. Ese día nadie hizo nada, no pasamos de jugar un poco con ellas y nos fuimos. Yo regresé, solo, una semana después. A mi chica la había visto desde ese viernes y volví por ella. Se sentó conmigo y me explicó –con su inglés elemental– cómo era que funcionaba exactamente el sistema. Antes, me pidió que le comprara un trago, porque esa es parte de sus obligaciones, hacer que nosotros, los clientes, tomemos mucho y que, además, les invitemos todas las bebidas que nos pidan, cuanto más, mejor. Uno puede pasarse toda la noche con la chica, como si fuera tu novia, solo tienes que comprarle cada cierto tiempo otra bebida. Las chicas sonríen mucho y se ponen cada vez más amables, la idea, claro, es entusiasmarte lo suficiente como para que quieras irte con ellas y eso tiene sus procedimientos. Una vez que has decidido pasar la noche acompañado, tienes que hablar con la mama-san, la madame del lugar. Con ella negocias el precio de la salida –que suele estar entre los 20 y 30 dólares, aunque esa noche, en nombre del nacimiento del dios de los cristianos, le había recargado un treinta por ciento– y, una vez que pagas, la chica es tuya. Claro, es tuya, quiere decir que puede salir contigo, pero allí tienes que iniciar una segunda rueda de negociaciones, ahora con la susodicha elegida, para determinar cuánto le pagarás por irse contigo a tu casa. Generalmente cobran entre 70 y 80 dólares por toda una noche, con todos los servicios incluidos. Una vez terminado el trámite ella se convierte en tu novia y actúa como tal, puedes irte a cenar primero o a tomarte un café y después puedes irte a la casa y ella se comporta como si realmente fuera tu pareja. No hay riesgo alguno, porque, como te he dicho, todo está muy controlado…”.

En esa calle curva hay unos veinte establecimientos, además de unos diez restaurantes donde también las chicas esperan clientes. Entramos al local preferido de mi amigo y me presenta a su novia (“a ella le encanta decir que es mi novia, he pasado con ella como tres fines de semana; vengo los viernes, la saco, pago para liberarla de ir al bar por dos noches y me la llevo hasta el domingo; salimos al cine, vamos a comprar al centro comercial, hacemos vida de pareja hasta el domingo en la tarde que la pongo en su taxi y se va a su casa”). La joven es muy atractiva (y muy joven). El gringo no tiene clara su edad pero no puede tener más de veintiuno o veintidós años (lo que explica mucho mejor el encandilamiento de mi muy cincuentón amigo norteamericano).

Nos sentamos los tres y yo hago las veces del violinista voyeur. Ella, rápidamente y después de los saludos y sonrisas de rigor, pasa a los mimos y a los gestos coquetos; el gringo no resiste ni cinco minutos. Me dice, “anda viendo cuál te gusta” y se va donde la mama-san “a negociar, porque esta noche es más cara la salida”.

En la barra bailan, con pretensiones sensuales y a un metro de altura, seis muchachas (des)cubiertas con mínimos bikinis de llamativos colores. Ninguna es fea; una o dos son tan jóvenes y tan atractivas como “Suni” (que creo que así se llama la chiquilla de mi amigo). En el lugar habemos una docena de parroquianos y, según veo, los que se entusiasman con alguna la llaman y ella deja la barra y se dedica a embriagar al cliente y alegrarlo lo suficiente como para que se sienta compelido a llevársela a algún espacio más privado (si bien me han explicado que allí uno tiene que “ser formal” en el trato con las muchachas, pronto veo a un par de borrachines cuyas manos entusiastas van bastante más allá de lo que se pudiera considerar “formal” aún en estas particulares condiciones). Cuando una de las bailarinas abandona la barra, aparece, de no sé dónde, otra que completa el “cuerpo de baile” mientras otras muchas deambulan alrededor de lugar tratando de pescar a algún cliente.

Hay una, con un rostro particularmente bello y unas curvas acentuadas, que me descubre mirándola. La música suena y, entre todas, es la más sensual en esos movimientos ondulatorios. Nunca he creído en la hipnosis pero se me hace difícil desprenderme de su mirada. Yo bebo, como siempre, agua (que cuesta lo mismo que un güisqui) y creo que una gota escapa estúpidamente de mis labios. Parpadeo, por fin, y la muchacha, que esa noche trae –además del bikini– un gorrito rojo de Papa Noel, ya está a mi costado.

Nunca la frase “feliz navidad” había sido dicha tan irreverentemente perfecta…

Sunday, April 19, 2009

27.- El mercado flotante

El mercado flotante es uno de los atractivos de Tailandia que se halla en las antípodas de esa idea de “paraíso de turismo sexual” que (no sin razón) le ha dado tanta fama al antiguo reino de Siam.

Si bien Joe –el taxista– estaba más interesado en las expediciones nocturnas a bares y cabarets, tampoco desaprovechaba la ocasión de ofrecerme sus servicios diurnos, aunque me hubiera dejado en el hotel a las dos o tres de la mañana. Estando en Asia uno tiene la impresión de que los choferes no duermen porque están disponibles a cualquier hora (como sus ingresos son miserables –Joe me cobraba 15 dólares por todo un día y a eso hay que descontarle el alquiler del carro, que no era suyo, y la gasolina–, ellos se multiplican y completan la jornada con las comisiones que restaurantes, tiendas, servicios turísticos, fondas, cantinas y salones de masajes ofrecen por cada turista “capturado”).

“Por la mañana toca el mercado flotante”, me había señalado cuando regresábamos de una de esas salidas noctívagas y no supe decirle que no. “Vengo a las ocho”, “…pero, Joe, ¡eso es dentro de cinco horas!”, “no hay problema, duermes en el camino, porque es más de una hora de viaje y hay que evitar el tráfico”, zanjó decidido. Antes de las ocho ya me estaba esperando.

Del camino no tengo mucho que contar; carreteras, fábricas, edificios y casas para todos los gustos, nuevos, viejos, grandes, chicos, ostentosos y miserables. Al menos eso fue lo que vi los primeros minutos mientras trataba –angustiosamente– de colocarme el cinturón de seguridad y Joe aceleraba como si una estampida de elefantes estuviera por alcanzarnos. Después vino la noche, mi noche, y me quedé absolutamente dormido. Desperté solo cuando abandonamos la carretera y el camino de tierra me indicó que ya habíamos llegado.

Un gran estacionamiento sin asfaltar, unos baños públicos endebles, una construcción de madera con dudoso techo de paja, una mesa y, en ella, el encargado de cobrar a los turistas por el servicio, era todo el paisaje. “El servicio” no era otra cosa que un viaje de unos noventa minutos a través de una serie de canales en una especie de Venecia tropical en unos botes semejantes a los “peque-peque” (esas viejas embarcaciones cuya madera el agua del río Amazonas no termina de descomponer), con un motor “fuera de borda” que impulsaba, no sin esfuerzo, el barco que mi sobrepeso asentaba con firmeza sobre las aguas ennegrecidas de lo que debió ser alguna vez un conjunto de mansos y escuálidos ríos azules.

El asunto es sencillo, el “capitán” maneja su bote a través de una telaraña de canales y riachuelos; con la habilidad que dan los años, esquiva a los que vienen en sentido contrario y avanza silencioso. Cada tantos metros se detiene en una especie de tienda “al paso” en la cual los turistas pueden comprar recuerdos y chucherías.

Al comienzo las tiendas están distanciadas y los precios, para apurados que quieren comprarlo todo de una vez o para arrepentidos que por andar regateando demasiado no compraron aún lo que tanto querían, son altos y las señoras que allí venden están menos dispuestas a rebajarlos. Esas pequeñas tiendas, que solo pueden recibir una embarcación por vez, son menos especializadas, son una especie de resumen de lo que uno verá más adelante.

Después el canal empieza a ancharse y la navegación se hace más sencilla, el barco recorre el lugar, para, sobre para o sigue de largo siguiendo las indicaciones de quien ha pagado por el viaje. Si por ellos fuera se detendrían en cada lugar diez minutos hasta que la insistencia de las vendedoras convenciera al comprador de llevarse eso que está en oferta, por eso hay que ser firme en las instrucciones.

Al rato se llega “al mercado”, al verdadero y original mercado que, como todo mercado, tiene de todo en puestos especializados. Allí el tránsito se complica y las barcas se multiplican. A los puestos “anclados” en la ribera hay que agregarle las tiendas ambulantes, embarcaciones como las que llevan a los turistas pero que, en lugar de seres humanos, transportan frutas, verduras, jugos y una variedad infinita de alimentos. Allí uno puede quedarse detenido por el “tráfico” varios minutos, así que lo mejor es comprarse una botella de agua, acomodarse y distraerse tratando de comprar a un precio razonable alguna de las infinitas cosas que allí se ofertan.

El turista puede hallar de todo en estas “avenidas de agua”, desde fotografías enmarcadas (del mercado, de la selva, de amaneceres, de estatuas de Buda, de niños monjes durmiéndose en medio de los tediosos rezos) hasta carteras coloridas de las más variadas formas y tamaños. Hay “de todo, como en botica” y para todos los gustos; los nostálgicos de los tiempos coloniales pueden comprar “especias” con las cuales preparar exquisiteces asiáticas en sus casas (y los más sibaritas pueden agregar a la especias algunos de los tantos menjunjes artesanales y embotellados que allí se ofrecen); los turistas compulsivos pueden hacerse de infinidad de baratijas (llaveros, monederos, imanes, marcadores de libros, postales) que llevan convenientemente impresas las palabras “floating market” y “Thailand” como indudable “valor agregado”; los amantes de los objetos de madera hallarán suficientes miniaturas talladas y pequeñas estatuas como para pagar un considerable sobrepeso en el vuelo de regreso a casa; las amas de casa compulsivas se sentirán tentadas por los manteles, las servilletas y los adornos para la mesa; las más vanidosas podrán adquirir telas para hacerse vestidos o blusas o pañuelos; las que aman la ropa de cama encontrarán sábanas y almohadones bellamente estampados; y hasta los que tienen complejo de guerrero arcaico se sentirán satisfechos con la oferta de arcos, flechas, cuchillos y hasta espadas samuráis que allí hallarán.

También se puede ver, a lo largo de todo el recorrido, varios carteles que anuncian tres de las grandes atracciones turísticas tailandesas que la falta de tiempo (o de ganas) me hizo postergar para un próximo viaje –o para siempre–; el paseo por la selva en elefante, el enfrentamiento entre cobras y seres humanos, y los combates de Muay Thai o “box tailandés”, tan antiguo y venerado en el país como tan popular y cinematográfico en occidente (versión “jóliwud”, claro).

En el mercado flotante hay precios para todos los bolsillos y el regateo es indispensable. El mismo producto puede costar diez acá y dos más allá, todo es cuestión del “¿cuánto cuesta?” y el “por qué tan caro” de rigor. El “precio real”, ese que paga el valor del objeto (los materiales, el costo de su producción, el transporte, etc.) y le permite una justa ganancia al comerciante, es un misterio. Es una tentación afirmar, como dicen muchos, “si pueden bajar tantos los precios es que en realidad te cobran exageradamente para que le pidas descuento, ellos siempre ganan”; por otro lado, pensar que “si no venden, no almuerzan” pareciera más acertado cuando se ven las condiciones precarias en las que viven los comerciantes. En todo caso, quien no quiera sentirse ni estafado ni asaltante, que regatee un poco, pero no tanto.

El tiempo pasa veloz y quienes sufren las urgencias de una vejiga muy pequeña bien pueden detenerse a mitad del recorrido en un restaurante construido entre la tierra y el río donde es posible, además de gorrear el baño, almorzar una comida típica tailandesa o tomarse una cerveza observando por la ventana el paisaje de una selva –jamás sometida completamente por la brutal mano humana– en la cual los barquitos parecen de juguete. Es entonces cuando se comprende lo vano, pasajero e inútil de la vanidad del hombre que quiere –y no podrá nunca, porque desaparecerá en el intento– apoderarse de los reinos milenarios de la flora tropical y sus aguas maravillosas e infinitas.

Wednesday, April 8, 2009

26.- La inocencia del culpable

Todos los políticos son culpables, o casi todos. Si los juzgara un tribunal formado por hombres “en el buen sentido de la palabra” buenos –como decía Machado–, nueve de cada diez darían con sus huesos y sus delitos en la cárcel. El poder corrompe y pocos pasan por la Casa de Gobierno sin ensuciarse, con dinero o con sangre, las manos; por eso crean leyes con puertas falsas, dictan normas especiales y tejen un entramado jurídico que garantiza su impunidad.

En el Perú, un tribunal civil ha condenado al ex presidente Alberto Fujimori a veinticinco años de prisión como “autor mediato” de una serie de crímenes que incluyen el secuestro, la tortura y el asesinato. ¿Somos acaso una excepción? ¿El poder judicial peruano, donde los jueces honrados son las honradas excepciones y en el que la justicia “es una subasta”, ha sabido alzarse sobre sus propias miserias para dictar un fallo histórico, o Fujimori –el primer presidente democrático condenado por crímenes contra la humanidad en Latino América– ha sido vencido por las mismas circunstancias que lo encumbraron?

¿Es Fujimori culpable? Un tribunal formado por tres jueces dice que sí y no le faltan razones de hecho ni de derecho para justificar su sentencia en más de setecientas páginas. Mañana, los juristas discutirán sobre la legalidad del fallo y el veredicto se caerá por sus incongruencias o permanecerá por su solidez; pero hoy, al menos hoy, Fujimori es culpable. ¿Es el único culpable?

El año 1990, en las postrimerías del primer gobierno de Alan García, el Perú andaba al borde del abismo, empujado al barranco por la inflación desbordada a niveles africanos, la corrupción voraz y descarada, y la violencia asesina y salvaje de Sendero Luminoso (amén de los secuestros y bombazos del MRTA y de la impunidad mafiosa del paramilitar Comando Rodrigo Franco). Entonces, la esperanza era una mala palabra y pensar que los jóvenes pudieran rehacerse y rehacer un país desolado era tanta ficción como pretender una noche entera sin apagones, sin coches bomba, sin asesinatos selectivos o masivos, sin la sangre chorreándose por todos los costados de la república.

Fujimori se convirtió en presidente de un país en medio del caos. Llegó al poder porque las circunstancias se lo permitieron; venció a Vargas Llosa merced a una campaña de terror (sembrando más miedo en el miedo) financiada por el aprismo y dirigida por el mismo García (según él mismo ha confesado hace poco). Fujimori llegó al poder y combatió y derrotó al terrorismo y a la inflación, esos dos monstruos que lo devoraban todo. Pero para hacerlo convocó a sus propios monstruos: la autocracia criminal y la corrupción rebobinada.

Nadie nos va a contar qué es salir a la calle sin saber si nos va a reventar una bomba a media cuadra o si mañana alguien que conocemos va a ser asesinado. Nadie va a contarles, tampoco, a las decenas de comunidades campesinas, lo que es vivir entre dos fuegos, entre el horror del terrorismo en nombre de la revolución y la bestialidad del terrorismo en nombre de la democracia; ellos, que no sabían si los iba a matar un comando de Sendero Luminoso o una patrulla del Ejército, recuerdan también.

Verdad es que Fujimori rescató al Perú cuando el país se deshacía en medio del pánico inútil de la derecha egoísta y de la inutilidad política de la izquierda pasmada, verdad es que hubo gente honrada –y sí que la hubo– que durante el fujimorismo trabajó desinteresadamente por salvar al Perú; pero también son verdades los crímenes, la corrupción, los asesinatos, la captura del poder, la desfachatez de quienes se sentían intocables, la perversión de la sociedad, la arrogancia de los que tenían las botas y las armas, y la soberbia de un vencedor que no tuvo la grandeza –ni el valor ni la decencia– de irse a su casa.

Fujimori nos devolvió el país para quitárnoslo; eso es lo que se condena más allá de la jurisdicción de los jueces. No se puede combatir el terror con el terror ni la miseria con acciones miserables, no se puede salvar a un país para convertirlo, por complicidad o por miedo, en el botín de una banda de ladrones.

Fujimori es víctima de su soberbia. Regresó de su exilio japonés creyéndose invencible y la correlación de fuerzas, el ajedrez político, esas circunstancias que hace diecinueve años le dieron la victoria, ahora lo condenan.

La política generalmente es un asco y la peruana, tan plagada de ignorantes, ladrones y traidores, no es una excepción. A Fujimori le debemos haber recuperado el país pero, también, nos debe él muchos crímenes que podrán o no demostrarse ante un tribunal. ¿Tenemos, acaso, que olvidar la corrupción, los asesinatos y el envilecimiento de la política, tenemos que “dejar hacer, dejar pasar”, tenemos que aceptar que fue “el mal menor” y decirle “gracias”, tenemos que voltear la página en nombre de la reconciliación nacional, tenemos que tragarnos el asco y decir que “sí”, que “se la debemos”? Esa es la gran pregunta que cada quien responderá ante el tribunal de su propia conciencia, si la tiene.

Más allá de los tecnicismos, la condena es justa porque quien combate el mal ajeno para implantar su mal, no tiene nada de inocente. ¿Sus enemigos son peores? A lo mejor. Habrá que pelear porque ellos también vayan presos y porque a la gente buena alguna vez se le haga justicia.

Fujimori es culpable y ya está escrito; tal vez su única, su irreversible inocencia, fue creer que sus enemigos iban a tener con él menos ferocidad que la que él tuvo con ellos cuando las circunstancias lo apañaban.

Sunday, April 5, 2009

25.- Pattayá

Para escribir sobre Pattayá necesito estar, como estoy, en un bar, rodeado de gringos viejos y barrigones que, después de su habitual paseo dominical en Harley, se han reunido a ver las carreras de Fórmula 1 que se corren en Kuala Lumpur. El ruido es insoportable, se escucha el silbar de los motores y en los cinco televisores de cuarenta pulgadas se ve lo mismo, una pista de asfalto cuya monotonía se rompe cada tanto con los carros de colores que, desde la altura de la toma, parecen de juguete. No somos demasiados esta tarde de domingo en el “Una más”, el bar del hotel que me queda a doscientos metros de la cama. Una docena de viejos nostálgicos disfrazados de motociclistas adolescentes, seis o siete empresarios solitarios calentando una cerveza mientras matan silenciosamente el fin de semana, las camareras de blusas amarillas y largas faldas negras con emocionantes aberturas, y solo tres de las habituales damas de compañía que hacen infinito un vaso de agua mientras sueñan con el extranjero enamorado y su pasaporte (pero que, cuando llegue y avance la noche, se conformarán con los cuarenta o cincuenta dólares que cobran por matarle la soledad a alguien por una noche).

Alguien fuma un puro y yo, para no ser menos, me como una hamburguesa. El vaso en el que tomo la gaseosa dietética huele mal, las papas fritas no están crocantes, la mayonesa es simplona y una botella de Baileys me mira como si fuera la única capaz de convencerme de abandonar, de una vez por todas, estos casi cuarenta años de abstemio; pero resisto, sigo creyendo que el infarto tiene más dignidad que la cirrosis.

Cuando era un adolescente y vi por primera vez “Lo que el viento se llevó” no solo me enamoré de los ojos maravillosos de esa cretina indomable que es Scarlett O´Hara sino que, queriendo imitar en algo al capitán Rhett Butler, imaginaba ser parroquiano habitual de ese burdel donde él iba –más en plan amical que carnal– a saciar su necesidad de ser humano antes que las urgencias de su libido.

Creí hallar eso –o la posibilidad de eso– en Yakarta, donde cada hotel, cada bar, cada discoteca, cada spa (y habrán sus excepciones, para que nadie me denuncie) alberga una población de féminas esperando al extranjero designado por los dioses para aliviar sus miserias; me equivoqué.

Había que ir a Tailandia y había que visitar Pattayá. Pattayá no es una ciudad, es un burdel; un inmenso burdel donde las prostitutas (mujeres y “lady boys”) se pasean por el malecón las veinticuatro horas del día, donde los bares no cierran, donde puedes pasar la noche con una mujer por diez dólares o una buena cena.

Pattayá está frente al mar aunque el mar de Pattayá esté sucio de tantos barcos, de tantos yates, de tantas naves para pasear por las islas, de tantas motos acuáticas, de tanta modernidad oxidada y contaminante. Hay hoteluchos y hoteles de lujo. Al lado de un hotel cinco estrellas recién estrenado se ve la parte de atrás de un edificio de apartamentos miserables, la ropa recién lavada se seca asomándose por la ventana, las rejas se caen de oxidadas y las ratas y las cucarachas pasean por los restos de basura sin hacerles caso a los homosexuales que, en la trastienda de los bares más baratos, comen un “nasi goreng” o cualquiera otra de las fritangas que abundan en unas parrillas portátiles que deben ser –sospecho– la “cocina” del lugar.

En Pattayá la mendicidad y el lujo andan de la mano, como los cientos de septuagenarios soldados norteamericanos retirados de alguna guerra asiática ya olvidada (¿Corea, Vietnam?) que pasean con el torso desnudo –mostrando el pecho y la espalda bordados de cicatrices y de tatuajes– de la mano de muchachas que parecen aún demasiado jóvenes para ser sus nietas. Las mujeres, si no tienen el atenuante de sus poquísimos años, se encuentran desgastadas prematuramente por la miseria; dientes cariados o amarillentos de tanto cigarrillo, vientres abultados o gelatinosos de tanto parto, piel ajada y endurecida de tanto sol.

De día es la playa la que acapara la acción. En ella no es difícil toparse con miles de extranjeros –los que viven allí y los que estamos de paso– acompañados de alguna muchacha local o haciendo uso de los servicios públicos que abundan. Así a uno le hacen un masaje de espalda, a otro lo liberan de los calambres en las piernas, a este le cortan el pelo y a aquel le realizan una “pedicure” bajo el sol radiante de la mañana. Todo esto sucede en la playa, donde cientos de sillas plegables se distribuyen en zonas de exclusión en las que los comerciantes se han repartido la arena. En el mismo lugar es posible tomarse una cerveza o manosear a la mujer que se encuentre más a mano, todo es cuestión de un poco de entusiasmo y unos pocos dólares.

Hay mucha gente acompañada y hay mucha gente sola. A lo largo del malecón deambulan los clientes como decidiéndose, como sin saber a qué chica escoger, como si aún no apareciera en el mar de mujeres esa que ellos han estado buscando toda la vida. Ellas rara vez están solas, generalmente andan en grupo y solo se desmarcan si algún paseante hace el suficiente contacto visual como para que se entienda que hay una posibilidad de negocio. No hay desesperación en estas mujeres, como si no les importara realmente ser contratadas o como si supieran que, al fin y al cabo, la soledad es demasiado grande como para dejarlas sin parroquianos. Pasan el día sentadas en el muro que separa la arena del asfalto o en el piso, allí comen, allí beben, allí conversan, allí ven cómo sus hombres –sus verdaderos– juegan ajedrez o damas o fuman, indiferentes a los otros –los extranjeros– que circundan a sus mujeres como gavilanes a su presa. No hay miradas torvas, no hay molestia, no hay incomodidad ni vergüenza, muy lejos del dios juzgador de las religiones monoteístas y muy cerca de un budismo particular, más liberal y laxo, con altares y ofrendas por todas partes, nada parece esconderse y las prostitutas en la calle venden su cuerpo con la misma naturalidad y libertad con la que otros, en la misma vereda, venden cervezas heladas o baratijas para los turistas.

Como en una especie de Naciones Unidas posmoderna, se confunden en la calle los veteranos norteamericanos de viejas guerras que viven de sus pensiones con los jóvenes rusos que en manadas huyen del invierno feroz de su patria a estas playas donde sus rublos no están tan devaluados y donde el alcohol y las hembras son más baratas. O sea, un Caribe latinoamericano sin sacerdotes condenando a los lujuriosos a las llamas del infierno donde todo ocurre tan abiertamente que uno llega a preocuparse “de lo que no se ve” (la pederastia y la esclavitud llenan más que la imaginación de los millones de turistas sexuales que cada año vienen a Asia).

Si de día las playas concentran la mayor cantidad de público, en la tarde –y toda la noche– las calles toman el control. Tres son los tipos más notables de locales que abundan. Uno es el sencillo “salón de masajes” a cuya puerta infinitas mujeres ofrecen sus servicios (donde el “plas-plas” –o “desahogo”, como le decían en México– es parte substancial del servicio y no algo que se consiga tras la negociación indispensable en los “espás” de lujo de los hoteles respetables…); otro es el bar a puerta cerrada (muy parecido a los “go-go bar” que abundan en Bangkok y, sobre todo, en “Soi Cowboy” –esa calle que conocería días después gracias a Marc, mi amigo, el viejo hippie canoso de la cola de caballo–); y, el tercero, son los bares bulliciosos, escandalosos y abiertos que colman todas las calles con sus miles de jovencitas tratando de atraer a los clientes con sus sonrisas, sus minifaldas y su coquetería que –según me dijeron– puede atreverse a más si la noche avanza y el consumo de alcohol lo justifica.

Pattayá es un burdel y todos tienen su parte en el negocio.

Seis horas en un bar son demasiadas, ya Scarlett O´Hara ha muerto y hasta el momento ignoro si el capitán Rhett Butler hubiera sido feliz en Pattayá, donde la fiesta es interminable y donde la soledad –femenina y celosa– nunca descansa porque anda empeñada en recordarnos a todos que no hay cuerpo alquilado –por joven– que la convenza, ni orgasmo –por espasmódico– que la derrote.

Wednesday, April 1, 2009

24.- Ping pong (dos)

“No le invites nada a nadie, solo mira el show” fueron las indicaciones de Joe y yo las seguí al pie de la letra. El lugar estaba deliberadamente mal iluminado pero alcanzaba la poca luz para poder darse una idea del territorio. Una barra a la izquierda estaba atendida por una mujer que superaría la cuarentena (aunque es muy difícil calcularle la edad a una mujer asiática que bien puede “comerse” diez o quince años sin ningún problema).

A la derecha se levantaba una especie de escenario sin paredes, como la pista de un circo donde desde todos los lados se puede ver lo que sucede. Al centro había un tablado a un metro del suelo. Alrededor se habían acomodado sillas como si de una platea se tratase y, más allá, en otro alrededor más alejado, se distribuían tablas largas que, a modo de mesas, contenían las botellas y los vasos de los muchos que allí se hallaban sentados en bancos más elevados.

En el lugar habría un centenar de personas. Entre los asistentes vi dos tipos bastante diferenciados; por un lado los “turistas”, los curiosos que, acompañados de sus parejas, se hallaban allí porque la guía de viajeros recomienda no perderse el espectáculo; y, por el otro, los “clientes”, también turistas, también extranjeros, también atraídos por las noticias, pero –además– ávidos, sedientos, interesados en hacer de ese momento solo el comienzo de una larga jornada de aventura.

El “solo agua” fue suficiente congelante como para desanimar el primer avance de las que a mi alrededor pululaban. Alguien que un bar pide agua es sospechoso en cualquier parte del mundo, allí no fue una excepción. Sin embargo, dos o tres mujeres, entusiastas, distraídas o desesperadas, se me acercaron, me sonrieron y me dijeron algo que supuse que era un “¿te acompaño?” al que, cada vez –fiel a los consejos de Joe–, respondí con el “no, gracias” mata-pasiones. Al poco rato se desanimaron por completo y pude apreciar el espectáculo sin distracciones.

En el centro del escenario había una muchacha que se movía –con poca sensualidad y menos ritmo– mientras se iba desprendiendo de la escasa ropa que la cubría. Un detalle interesante fue que, al quitarse la breve tanga no la puso en el suelo, previsora y profiláctica la amarró a uno de sus muslos y siguió con el espectáculo. Después de unos cuantos movimientos pélvicos comenzó a hurgar entre sus piernas y sacó de entre ellas la primera porción de una cuerda que me pareció interminable. Era de esos materiales que brillan frente a la poca luz, como los collares o brazaletes que usan los jóvenes en las discotecas cuando se ponen a realizar esos frenéticos movimientos del “trans”. El espectáculo duró unos cinco minutos, el movimiento era más o menos reiterativo y la artista iba girando sobre sí misma para que todos, desde todos los ángulos, pudiéramos observar su desempeño. Los grupos de turistas se reían entre animados y nerviosos; los hombres aplaudían y pedía “más” y las mujeres se decían cosas entre ellas que generaban más comentarios y más risas.

Todo lo que siguió fueron variaciones de lo mismo. Entendí que la idea era demostrar todo lo que estas mujeres eran capaces de almacenar en el útero al mismo tiempo que realizaban algunas proezas pélvicas. Ignoro si había algún truco, la luz era poca y los actos lindaban con los artificios circenses de un mago.

Después de la muchacha de la interminable cuerda sicodélica, pasaron por el escenario media docena más de chicas con diferentes “especialidades útero-vaginales”. El espectáculo era –al comienzo– más o menos el mismo; un par de minutos de contorsiones que pretendían ser sensuales al mismo tiempo que se quitaban las ropas y amarraban la pieza inferior del bikini en uno de sus muslos, como si de una especie de cábala o amuleto se tratase. Luego venían las variaciones y cada una se empeñaba en realizar un acto más complicado. Así, una se sacó unos muñequitos de papel, otra pañuelos de colores, otra apagó una vela con el aire que –no sé cómo– acumuló en la matriz, otra se introdujo un plumón en salva sea la parte que de inmediato utilizó (la parte sosteniendo el plumón) como si de una mano diestra se tratara y fue capaz de dibujar en un papel una especie de diablo que decía “bienvenidos” en inglés.

Dos de los actos más aplaudidos fueron el de la que destapó una botella a fuerza de contracciones pélvicas para después introducirse en el útero el contenido de una célebre gaseosa y expulsarlo delicadamente –y sin derramar–, dentro de otra botella transparente; y el de la más audaz –o imprudente– de todas, que retiró de entre sus piernas unas tres docenas de cuchillas de afeitar atadas sucesivamente a una cuerda delgada que iba sacando con más cuidado que gracia mientras los turistas miraban pasmados y las otras chicas la ignoraban más preocupadas en conseguirse un cliente que en ver esa presentación de la que son parte cinco o seis veces cada noche.

El penúltimo acto fue el de las pelotas de ping-pong (y es de allí de donde toma el espectáculo su popular nombre). Una joven, que cumplió con todo el ritual previo, despidió, sacó, expelió y desalojó de su cuerpo media docena de pelotas de ping-pong. Pero ese solo fue el comienzo, luego se dedicó a jugar a “mete la bolita en el vaso” (introduciéndolas nuevamente y expulsándolas del susodicho espacio corporal) y anduvo un buen rato afinando la puntería hasta que logró llenar el bendito vaso con las seis esferas blancas.

La última presentación fue el “sexo en vivo” y acá ocurrió algo digno de ser mencionado. Cuando la chica de las bolas de ping-pong había terminado, dos jóvenes pasaron al escenario y se dedicaron, por algunos minutos, a realizar lo que debía ser un lujurioso, sensual y excitante baile lésbico. Al rato, como dejando a la clientela con la miel en los labios, una de ellas se retiró entre miradas matadoras y cedió el terreno al único hombre que se apareció el tabladillo. Estaba como su madre lo parió, absolutamente desnudo, mostrando, arrogante, su virilidad a tope cubierta solamente con un transparente preservativo de plástico (dicho sea de paso, Tailandia es uno de los países donde la prevención y control del SIDA a través de la distribución masiva de condones ha permitido la disminución significativa de esa y otras enfermedades de transmisión sexual).

Lo que siguió fue el más aburrido espectáculo de sexo en vivo que se pueda imaginar y, sin embargo, a pesar de su nulo erotismo, fue una demostración espectacular de malabarismo y control muscular. El sujeto y la mujer se acoplaron y, así, como si de un solo cuerpo se tratara, empezaron a realizar una serie de movimientos que casi nada tenían de sexual y sí mucho de equilibrismo, colocándose en cuanta posición pudiera uno imaginarse con el detalle de que en ningún momento separaron las respectivas pelvis.

Lo singular para mí no estuvo en el desempeño de esta pareja sino en las que se hallaban entre los espectadores. Todas las mujeres occidentales reaccionaron con risas nerviosas cuando el individuo en traje de Adán entusiasmado se paró exhibicionista en medio del escenario, luego, cuando el acto comenzó se fueron haciendo comentarios, volteaban donde sus novios (maridos o amantes, vaya uno a saber) y rápidamente abandonaban el lugar. Al final de los diez minutos de la presentación solo quedábamos en la sala los solteros y las muchachas solícitas y de faldas diminutas.

Al parecer a las turistas que allí se divertían viendo a las muchachas tailandesas introducirse y sacarse a través de la vagina cuanto objeto estrambótico se les pudiera ocurrir, les afectó o les ofendió ver al hombre desnudo y el sexo acrobático que desarrolló con su pareja de turno. Encontré cierta majadería, mucho de doble moral y algo de cinismo en esa actitud ambivalente que se divierte frente a la mujer y su sexualidad convertidas en espectáculo circense pero que rechaza con cierto mohín de dignidad ofendida al hombre orgulloso y erecto que se les pasea por la cara.

Cinco minutos después terminaba el espectáculo y entraban nuevos clientes, algunos solos, otros en pareja, se sentaban alrededor del escenario y volvían las mismas chicas a repetir, una vez más, la misma rutina.

Debo confesar que el asunto –después de la sorpresa inicial– se hizo monótono y empalagoso, que el vaso de agua –a precio infame– se me terminó, que estaba cansado y que me fui a comer una hamburguesa porque tenía hambre y al día siguiente debía levantarme temprano porque nos íbamos, con Eddie y Julieta, de viaje a Pattayá…

Friday, March 20, 2009

23.- Ping pong

“No hables con nadie, no le hagas caso a nadie, no le invites nada a nadie, tú solo entra y mira y cuando te aburres sales”. Las instrucciones eran claras y precisas. Esa noche estábamos Joe y yo en el viejo Volvo devorando kilómetros.

No supe dónde íbamos pero luego me enteré de que andábamos por Pat-Pong, el viejo barrio de tolerancia de Bangkok, hoy venido a menos. Es un lugar que quiere ser recuperado por nuevos negocios que intentan devolverle el aire de simpática y amigable zona rosa que tuvo antes y cuya primacía se robó, hace ya un tiempo, “Soi-cow-boy” y sus chicas “más jóvenes, más hermosas y más limpias”, según me asegura un amigo, gringo y hippie, que hace un tiempo es parroquiano leal de los fines de semana en la calle de los vaqueros.

La zona era oscura, las calles andaban medio abandonadas, los autos empezaban a escasear y, de no ser por esa idea elemental de “Joe trabaja para el hotel y es improbable que me lleve a una trampa porque su negocio son los turistas y no los asaltos”, me hubiera sentido algo más nervioso. Algunos consejos de otros “Joes” que en mi mundo han sido, me hacían sentir más aliviado. “Dejar los documentos en el hotel, no llevar jamás tarjetas, no cargar con las llaves y con nada de valor, solo el efectivo que se tiene planeado gastar o perder, si hay un asalto; nada de cámaras, nada de mapas, nada de guías de calles, nada que te delate como turista; no dudes, no pienses dos veces, pon cara de malo y actúa siempre como si tuvieras la certeza absoluta de lo que estás haciendo; no bajes la mirada, no mires como asustado y pisa firme, sin embargo, trata siempre de evitar un enfrentamiento, los buscapleitos y asaltantes nunca vienen solos, siempre traen compinches y aquí-corrió siempre es mejor que el aquí-murió”. Así que solo cargaba el efectivo y el pellejo (bueno, y los kilos) y avanzábamos por las avenidas que se hacían calles y por las calles que se volvieron callejones y llegamos.

“Ya sabes, pagas, son como veinte dólares, entras y ves el show”, así que, “sí mi capitán”, y entré. Antes de la puerta, en unas sillas viejas, se hallaba una docena de choferes aburridos. Imaginé que, como Joe, habían traído clientes al “ping-pong” y mataban el tiempo fumando y conversando. En la puerta había un tipo cobrando y otros “acompañándolo”, no lo sé pero tenían cara de esos que “conversan” contigo si a la hora de pagar la cuenta no te alcanza. Di el dinero que me pidieron, más de mala gana que gentiles, y entré.

Lo que se observa no deja de ser sorprendente. A primera vista es como cualquier otro centro nocturno con chicas con pocas ropas en el escenario y gente alrededor idiotizada. Fue imposible para mí evitar esa imagen del pasado que llegó de repente como un latigazo. Un lejano recuerdo –el más lejano que de estos lugares guardo en mí– llegó como llegan las tormentas en el Pacífico, sin avisar.

Tendría diecisiete, había empezado a “practicar” (en mi primer año en la Facultad de Derecho) y “mi tío Manuel” me había abierto las puertas de su notaría donde era “el baby”, porque era el menor entre la tropa de practicantes veinteañeros en el último año de la carrera y porque, es verdad, era “el recomendado”.

Entusiasta e ignorante (¿quién a los diecisiete no lo es?), me dejé arrastrar por los avisos de “show caliente en vivo” (y por el entusiasmo de las hormonas que, cuando bullen, dejan inútiles a esas aguafiestas de las neuronas) e ingresé a uno de esos sótanos infames mal iluminados que abundaban en la avenida Colmena, en el centro. Bajo el influjo de unas indigestas luces sicodélicas, una mujer, con más grasa que gracia, se contoneaba aparatosamente al ritmo de esa famosa melodía de puticlub francés venido a menos.

Como a los diecisiete se hace complicado ver mujeres desasiéndose de sus ropas y como, en esas circunstancias –y a esa edad– nadie es tan exigente, me senté. Como a los diecisiete todos somos idiotas –o eso quiero creer para no sentirme tan mal–, acepté más que complacido la compañía de otra damisela apretada cuyo escote privó a mis últimas neuronas de cualquier capacidad de discernimiento. Involuntariamente dije que “sí”, como un poseído cuyo cerebro ha sido succionado por los zombis, cuando me pregunto si le invitaba “un trago”. Cuando su mano atrevida tocó mi muslo (que entonces era joven, y más entusiasta amén de menos expandido) y me dijo “allá adentro hay un show privado”, mi babeante humanidad solo atino a decir “ya” y anduvimos los pocos metros que nos colocaron –después de superar el olor húmedo y a vinagrillo de una vieja y sucia cortina fucsia– en una especie de cabina telefónica que dejaba ver, a través de un vidrio ahumado por el calor corporal de las visitas previas, un podio donde una mujer, algo más beneficiada que la anterior en la proporciones que del reparto de carnes le tocó, moviéndose, con la gracia de una tortuga de mar en el desierto, mientras se iba desprendiendo torpemente de sus pocas ropas.

A estas alturas de más está declarar mi entonces nula experiencia en estas lides. Muchos de mis amigos del colegio me llevaban larga ventaja en estos juegos del “toma y qué me das” gracias a sus visitas constantes a célebres lugares repletos de mujeres “de otro nivel” (como me explicaba alguno) ansiosas de ligarse a algún clasemediero entusiasmado. Sus aventuras en “La Herradura” –bebedero nocturno al borde del mar–, en la avenida de la Marina –y sus sangucherías inolvidables y posmodernas– o en el “Swing”–discoteca de dudosísima reputación–, les habían otorgado una maestría que –en esos lamentables años de mi adolescencia– me hacía una alarmante falta.

Así, mal preparado, pésimo conquistador de barrio, rimador inútil, romántico de cantina (y, para colmo, abstemio), fui víctima de mi poca capacidad para razonar a esas alturas de la taquicardia evidente. Sin tener en cuenta la limitada capacidad de mis escasos recursos de practicante universitario, le dije “sí” al segundo trago de la noche que la sujeta me pidió y bebió en el acto con la misma avidez del árbol, bajo la única lluvia de verano, en mitad del desierto.

Lo demás es predecible. Algún trago más, pero no tanto, una mano audaz, pero no tanto, la nudista tras el vidrio desnudándose, pero no tanto, las palabras atrevidas, pero no tanto, y la cuenta inmensa, ¡y sí que tanto! El “pero, ¿cómo es posible?, con eso podría tomarme veinte cervezas…” inútil del jovenzuelo airado y la calentura enfriándose en los diez segundos que se demoraron tres negros inmensos en rodearme. La billetera entregando exánime hasta sus últimos centavos, la cuenta que no se saldaba, los matones cercándome y el billete, ese, el ahorrado “para las emergencias”, saliendo del rincón donde se hallaba doblado para salvarme el pellejo.

Mis últimos recuerdos son los sujetos mirándome con esa cara de “pobre idiota” y alguno de ellos, el más humano, diciéndoles “ya dejen ir al chico” que partía (partí) con la indignación en la garganta, el miedo en el estómago, la vergüenza en los pómulos y las lágrimas –infames, cobardes y traidoras– resbalándose por la mejilla ardiente y colorada.

Pero eso fue hace veintidós años; esa noche, en Tailandia, yo ya sabía…

Sunday, March 15, 2009

22.- El palacio del rey

El palacio del rey es muy hermoso. El mundo admira el palacio del rey. El palacio del rey es un palacio y todos somos súbditos en él.

Un rey, uno de esos que no somos nosotros, uno de esos que gobierna en nombre de dios o de sí mismo (porque a veces el rey es dios o, cuando eso es demasiado, se conforma con ser hijo suyo o conspicuo camarada que lo representa –en esas vulgaridades odiosas de presidir ceremonias, cobrar impuestos y eructar langostas–), un rey decidió un día, cuando agonizaba el siglo XVIII, que había que construir una nueva capital “al otro lado del río” y se lanzó (bueno, lanzó generosamente a sus súbditos) a la noble tarea de angostar sus días y anchar la gloria del reino edificando un conjunto de templos, residencias y oficinas administrativas que hoy son una de las mayores atracciones turísticas de Bangkok.

Los trabajos al oeste del río Chao Phraya (en cuyo detalle irrelevante de costos, en vidas y fortuna, nadie debiera reparar –y, de hecho, nadie lo hace–), dieron origen al desarrollo de lo que hoy es la moderna capital del antiguo reino de Siam, cuya joya máxima es el palacio. Un cúmulo de edificios brillantes y deliciosamente construidos se alza en un terreno de poco más de doscientos mil metros cuadrados para memoria de la imperecedera trascendencia de la monarquía (que esto de los reyes, en oriente u occidente, es más o menos la misma –sagrada– historia; monarcas inmortales que admiten –generosos y nobles– pasar una temporada en la efímera tierra para aliviar –con su presencia– la pesada carga de esta piedra –tan simplona– que es morirse).

El “río de los reyes” –que así se traduce “Chao Phraya”– es el medio de comunicación fluvial más importante de Tailandia y parte en dos la actual Bangkok. El turista curioso y entusiasta puede recorrer sus aguas a bordo de uno de esos cruceros nocturnos, bulliciosos y felices, en los que grupos de extranjeros –sobre todo árabes y rusos– no se dan cuenta –distraídos en la honesta tarea de pelearse un trozo de carne del bufet– del paisaje iluminado donde los templos destacan soberbios en medio de ese río surcado por pequeños y grandes botes. La travesía dura lo que demoran doscientas almas en devorar la comida, tomarse todo lo tomable y cantar, dirigidos por la voz noble de una escotada animadora que sabe canciones de todos los rincones del mundo y que nos –¿regala?– con “living la vida loca” cuando se entera de que somos latinoamericanos.

De día (y de cerca) el palacio es aún más glamoroso. Las paredes doradas impresionan a los turistas que toman (tomamos) cien mil fotos con nuestra intrascendente presencia entre la cámara y las paredes hermosamente adornadas con figuras fantásticas de dioses o demonios que amparan o asustan y ante los cuales los devotos pasan con respeto y los demás (con sus mochilas, sus botellas de agua, sus anteojos oscuros) pasan sorprendidos de la magnificencia pero sin preguntarse nada más allá del “dónde está el baño” o “qué almorzaremos esta tarde”.

Joe, mientras nos conducía al palacio, nos ha adiestrado, “vayan directamente a la boletería, no escuchen a los que quieren abordarlos en la calle, no les den dinero ni les hagan caso, ustedes caminen a la puerta de entrada y allí los atenderán las personas encargadas”. Por que Joe es generoso con sus consejos y avaro con su negocio. En la puerta del palacio, como en todas las puertas de todos los lugares concurridos por turistas, hay mil Joes esperando al siguiente pasante, al próximo viajero al cual ofrecerle alguna visita guiada, alguna vuelta por el museo, algún internarse por la ciudad de día y sus atracciones o algún perderse por la ciudad de noche y sus infinitas mujeres.

Hemos decidido ser fieles a Joe (algunas fidelidades son indispensables cuando se es turista) y seguimos sus indicaciones. Avanzamos por entre el mar de personas que pretenden convencernos de los mejores restaurantes y de los más exóticos paseos por la ciudad, y llegamos a la entrada. Como se trata de ingresar a un palacio –y como los palacios son lugares importantes–, no se admiten pantalones cortos (esos con los que todos los turistas deambulan por la ciudad –menos yo, que soy alérgico a los mosquitos y que algo de pudor guardo ante el exceso de mis muslos–), así que hay que pasar por el “vestidor” donde –para ser digno de la majestad de tan noble edificación– te proveen de unos pantalones deportivos de poliéster que –amén de ridículos– queman feroces las piernas de los pobres infelices que no tuvieron la precaución de ir con una ropa más afín a tan noble espacio que alberga –o albergó– a la célebre casta de los Chakri.

Lo demás es lo mismo; maravilloso, impresionante, sorprendente, pero lo mismo. Espacios amplios, construcciones suntuosas, templos revestidos de oro, paredes con maderas talladas al milímetro, altares enormes y opulentos, ornamentos fantásticos e inolvidables, fuentes, techos, puertas y avenidas por donde paseamos admirando la capacidad del hombre de producir belleza.

Claro, todo lo visto evoca de inmediato la imagen de los reyes, su liderazgo sabio, la forma en que hicieron de un pequeño reino un país que progresa. Todo hace pensar en esta monarquía indispensable para entender Tailandia, la monarquía que construyó el palacio donde se siente aún la presencia de tan iluminadas personas y en donde más de una vez se habrán desarrollado magnos eventos que fueron –sin duda– asombro de los reinos amigos y envidia de los enemigos.

Solo unos cuantos aguafiestas miramos con otros ojos y vemos en cada una de estas maravillas, las cientos, las miles de vidas entregadas, el trabajo de sol a sol, los capataces, las exigencias y los látigos, los plazos y los tiempos, los músculos cansados, los cuerpos alienados por el sudor, las mentes embrutecidas por el esfuerzo, los seres humanos sometidos o engañados –que engañar es someter al otro a nuestra mentira– ofreciendo sus días y sus noches, sus fuerzas y sus ganas, su fe, sus ilusiones y sus esperanzas, para construir la gloria ajena.

Solo unos cuantos pensamos en las miles de existencias donadas a la tarea de levantar la pirámide donde otro dormirá el sueño eterno –rodeado de tesoros que los miserables jamás verán ni en cien vidas–; a la labor de erigir el zigurat donde otro hablará –como él solo sabe y como él solo puede– con ese dios o esos dioses que no pierden su tiempo con la gente simple; a la faena de construir la muralla impenetrable para que los bárbaros de afuera no entren –y no reemplacen a los bárbaros de adentro–; a la actividad febril –trascendente o inútil, según se mire– de darle forma al panteón, al templo, al palacio, a la construcción imperecedera que sobrevivirá a los siglos, a las arenas y a las dinastías para recordarnos –a nosotros, tristes turistas armados de cámaras y tarjetas de crédito– que los hombres somos polvo, que la gloria del reino es lo importante y que todo lo demás –incluyéndonos– es solo la anécdota pasajera que le da el marco temporal a lo eterno de la estupidez humana.

Sunday, March 8, 2009

21.- Taxistas, hoteles y sastres

Cuando uno llega a un aeropuerto nuevo donde no tiene ni la menor idea de las distancias, no sabe qué tan buena o mala es la seguridad, no sospecha bien ni mal de los parroquianos que andan alrededor ni tiene la menor idea de cómo llegar al hotel donde le han hecho las reservaciones, lo mejor es tomar uno de esos taxis oficiales que ofrecen amablemente en los mostradores que se hallan justo después del control de aduanas. Así me lo recomendaron y así lo hice.

“Esos son más de cincuenta dólares”, le dije a la señorita que hablaba tan mal inglés como yo. “Bueno, señor, es que el trayecto es largo, su hotel está lejos, el taxi se va a demorar, por lo menos, una hora…”. A esas alturas de la noche, y tras un viaje que, entre trasbordos, esperas, demoras y burócratas, ya había durado como doce horas, dije “está bien, vamos”. Ella preparó el recibo, me cobró en dólares, me dio el vuelto en bahts –la moneda tailandesa– y me dijo “sígame”, con una de esas “mil sonrisas” que ofrece la propaganda oficial. El auto era nuevo y el taxista amable. El viaje de una hora duró veinte minutos y el revelador “acá tienes que regatear en todas partes, a nosotros nos costó la mitad” del desayuno, llegó demasiado tarde.

El hotel no era bueno ni malo, era decadente. Un hotel que seguramente gozó en algún tiempo de cierto postín pero que ahora no se aproximaba a las fotos maravillosas con las que nos convencieron en la página web, en la que, por ejemplo, una poza de dos por dos aparecía –gracias a un lente de gran angular– como una maravillosa piscina en la que planeaba pagar mis excesos cada mañana. Los ascensores viejos y los corredores peores. En cada piso había una especie de recepción que, en los días de esplendor, debió de utilizarse para un servicio personalizado y eficiente que ahora, abandonada, sirve para que los fumadores dejen las colillas de los cigarrillos justo en el basurero que dice “gracias por no fumar”.

La poca luz siempre me da mala espina. La habitación era vieja, las camas pequeñas y los colchones sobrevivientes de viejas jornadas entre turistas de bajo presupuesto y masajistas “plas-plas” (término que usan en Indonesia para hacerte saber que a los precios hay que sumarle los impuestos y que, por extensión, se usa para aludir al “y su agregado más” que no es difícil imaginar si de masajes se trata). La mesa del escritorio, elemental; la silla, endeble; y el congelador, vacío y ligeramente oxidado. El baño –obsesión de mis obsesiones–, agonizante. Los sanitarios rojo-amoratados, sospechosos; el piso –ligeramente cuarteado–, pidiendo perdón a unas cortinas –descoloridas– que clamaban venganza ante la silenciosa herrumbre de la bañera. Solo cuando mi amigo Eddie me dijo la mañana siguiente, “ché, qué querés, estás pagando treinta y cinco dólares”, recordé que el “confort” y las habitaciones baratas son inversamente proporcionales y que Eddie, que escogió el hotel, es un estoico sobreviviente de las incomodidades del desierto.

El desayuno –previa entrega de unos “tickets” que me recordaron las libretas de racionamiento– no era maravilloso pero se dejaba comer; los huevos revueltos y las papas fritas, el pan caliente y la abundante mantequilla, salvan cualquier buffet de la desgracia. Lo mejor fue encontrarme con Julieta y con Eddie, amigos míos y entrañables, por quienes me había aventurado –viajero haragán– a enrumbar hacia Tailandia para pasar unos días de diversión y conversa. Ellos, que me llevaban dos días de ventaja, ya habían “limpiado el terreno” y tenían información que vendría a redimir mi condición infame de turista distraído.

Lo primero, el transporte. Por quince dólares el día, Joe y un viejo Volvo, nos proveerían de la movilidad indispensable. Joe debe tener unos treinta años, habla suficiente inglés como para dejarse entender, y se halla parado en la puerta del hotel junto con otros choferes que ofrecen el mismo servicio. Los automóviles –él me lo contó después– no son de ellos, son “de la empresa” que se los alquila. Parece que con la abundancia de turistas (un poco maltratada por la toma de los aeropuertos por parte de activistas de la oposición a fines del 2008) hace que el negocio sea rentable.

El primer viaje es al sastre, “porque no hay mejor lugar para hacerse ropa a la medida”. Allí está Sammy, un tipo muy simpático. Él (y casi todos los de la tienda) son de la India, emigraron en busca de una mejor vida y en Bangkok (y en Jakarta, y en Singapur y en medio Asia) han abierto las famosas sastrerías indias, “con la mejor tela y el mejor servicio”. De lo primero no puedo dar fe, por ignorante. Acostumbrado a andar con ropas comunes y silvestres (de esas que le enroncharían la piel a algunos de mis aristocratizados amigos), se me hace complicado diferenciar entre una buena tela y “una mejor”. Puede ser que entre la sensación plástica del poliéster y el fresco alivio del algodón tenga suficiente distancia como para no extraviarme, pero cuando se pasa al terreno del detalle, de la precisión, de la calidad definible solo por expertos, soy un fiasco (confesión que es poco inteligente hacer frente al que te está vendiendo “las mejores telas” a un precio –según él– insuperable).

Sammy es amable y cortés, Sammy sabe su trabajo y me toma medidas con precisión y rapidez, Sammy hace las cosas con tal ligereza que hasta me olvido por un instante de su esfuerzo por transformar mis excesos en números que reflejen las proporciones necesarias de esa camisa o de ese pantalón que vendrá al rescate de los maltratados de mi última compra en la tienda para gordos. Un sastre así es una maravilla en un lugar del mundo donde –todavía– la obesidad no es un problema de salud pública y donde –por el contrario– el metro sesenta y los cincuenta kilos se consideran absolutamente normales. Si no fuera por esa gota de sudor que lo traiciona, se diría que a Sammy no le cuesta trabajo transformar mis redondeces en esos guarismos que solo él puede entender.

La conversación es larga y es amena, Sammy y los otros tienen tiempo para todo, nada los apura, el cliente es primero y así hablamos de Japón –donde viven mis amigos– y de Indonesia –donde vivo yo–, hablamos de la India, de la casa, del hogar, de los viajes y de los paseos. Una cosa lleva a la otra y le hago a Sammy la pregunta que tenía atravesada desde que leí que Tailandia es –aún más que otros países del sudeste asiático– el paraíso de los solteros. “Sammy, ¿cuál es la playa que nos aconsejas visitar”, pregunto como quien no quiere la cosa. “Eso depende”, me responde, “si es un viaje familiar o de diversión”. “Digamos que no tengo hijos”, contesto y él sonríe. “Perfecto, si de diversión se trata, visiten Pattayá, allí la fiesta nunca termina”. “Muy bien”, interviene Eddie que ha estado escuchando nuestra conversación, “iremos a Pattayá y esta vez el hotel lo escoges tú y a ver a dónde nos llevas…”.

Pudimos quedarnos allí toda la mañana pero Joe nos esperaba. Íbamos a ir “al palacio del rey” y debimos despedirnos. La ropa, “lista para llevar”, estaría terminada en tres días “pero mañana en la mañana hacemos la prueba”.

Joe enrumbó al palacio. En el camino (yo me senté adelante) me habló por largo rato de las maravillas turísticas de su patria. Porque Joe no solo maneja, también hace de relacionista público o representante de una serie de empresas locales que prestan servicios para los millones de turistas que llegan a Tailandia. Con Joe el aburrimiento es imposible, su cartera de posibilidades va desde la sastrería a la que fuimos hasta el palacio del rey, pasando por templos, restaurantes, palacios, clubes, mercados, excursiones y cuanta cosa pueda uno imaginar hacer o deshacer –de día o de noche– en Bangkok, ese lugar fascinante y sórdido, luminoso y turbio, interesante.

“Esta noche vamos al ping-pong”, me dijo en tono cómplice. Solo horas después descubriría uno de esos bares surrealistas, donde las mujeres desnudas realizan unos bailes mundialmente famosos. Es un lugar repleto de mujeres sirviendo y tomando alcohol, mujeres bailando, mujeres esperando, mujeres y mujeres, donde los únicos hombres somos los turistas (aunque también hay mujeres, y muchas) y la media docena de “elementos de seguridad” que con caras de perro y sin saludar, te reciben en la puerta.

Sí, en la noche fuimos al ping-pong, pero antes fuimos al Palacio.

Monday, March 2, 2009

20.- Vacunas en Tailandia

Llegué tan temprano al aeropuerto que la señorita aquella del moño ceñido y los ojos licenciosos, me preguntó, entre coqueta e incrédula, “¿seguro que no desea viajar en el vuelo de la mañana?, estamos aún a tiempo…”. Dije que sí porque me es complicado decirle no a las chicas buenas que parecen malas y porque ese “estamos”, tan plural y tan falso, me encantó. Además –la feroz verdad sea dicha–, dije que sí porque tengo una vieja y escatológica fijación con los baños y, entre los de Yakarta (viejos, escasos y sucios) y los de Singapur (nuevos abundantes e impecables), “no hay dónde perderse”, como solía decir mi amigo Pedro.

La espera en el Aeropuerto Internacional Changi de esta ciudad/isla/estado fue plácida y pasteurizada. Singapur es el ejemplo de cómo una sociedad odiosamente punitiva –que multa todo y por todo, con leyes que se cumplen o vas preso– funciona porque los seres humanos seguimos siendo unos patanes, más o menos simpáticos, con arranques bárbaros que hay que contener a punta de gendarmes (que, claro, también son salvajes pero con uniforme y autorizados por el gobierno por eso del “monopolio estatal de la violencia” que estudié hace veinte años en la Facultad de Derecho y que nunca terminé de creerme porque eso de que “las bestialidades son exclusividad del estado” me sigue sonando ligeramente fascista). Con todo –y perdóneseme la previa y melancólica digresión–, la gente amable, los servicios impecables, la comida sabrosa, las ofertas llamativas y las mujeres hermosas hacen de la espera en el terminal aéreo singapurense un buen momento para relajarse y comprarse (con tarjeta de crédito) esas mentiras deliciosas del progreso y el “confort”.

El vuelo a Tailandia fue cómodo y amable como las azafatas de la línea aérea más célebre del sudeste asiático (con sus metro setenta, sus piernas infinitas y esos inolvidables vestidos –al mismo tiempo sensuales y elegantes– que hacen olvidar al más asustadizo –mea culpa– el natural temor que nos causa volar con alas prestadas). Noventa minutos son suficientes para gozar de una atención amable e impecable y llegar al moderno y frío aeropuerto tailandés.

Lo que sigue es la rutina (en infinitivos –por lo interminable–) de tratar de ser admitido en un país como el turista simpático y endeudable que uno pretende ser ante los encargados de migraciones que en casi cualquier parte del mundo (no en Singapur donde hasta caramelitos te regalan) nos odian un poquito.

Avanzar por largos pasadizos, arrastrar el maletín de mano (que siempre pesa demasiado), revisar los papeles, ignorar la tienda de chocolates, llegar a la fila de espera y escuchar a la señorita encargada (que, por no parecer débil, nunca sonríe) que debo ir no sé a dónde –porque no entiendo su inglés tan mascado como el mío–, verla desesperarse tratando de explicarme lo que no comprendo y saber que no me va a dejar pasar, que debo hacer algo –no sé qué– que no hice antes, allá, por donde vine, a la izquierda.

Dar media vuelta, buscar al uniformado más cercano, explicarle lo que no tengo claro, verlo pensar, oír pedirme el pasaporte, dárselo y observar cómo descubre lo que sucede, cómo se le ilumina el rostro con el acierto, cómo sabe ya que es indispensable que presente un certificado de haber sido vacunado contra no sé qué odiosa enfermedad tropical (nadie entiende que Lima no es Iquitos) contra la que mi neurosis me vacunó hace meses justamente porque venía al Asia y allá (en América) son ellos (los asiáticos) los posibles infectados que se libran de la cuarentena indignante después de la propina respectiva con la que el de migraciones se hace que vio, aunque no viera, el certificado correspondiente (pero ese es otro cuento y es largo como la corrupción que tan emotivamente nos hermana).

Entender, aceptar, regresar, encontrarse con el cartel ignorado, leerlo (“relación de países que requieren certificado de vacunación contra la fiebre amarilla”) y acercarse al mostrador que dice algo así como “control médico” para darse cuenta –ingenuo inútil– de que a la media noche no hay nadie que atienda, nadie que ponga el sello indispensable, nadie que demuestre que no tengo fiebre amarilla, nadie que decida que me encuentro lo suficientemente sano como para compartir mis días (y mis noches) con la tremendamente amable población tailandesa.

Esperar, dar vueltas, aprender cada uno de los carteles que anuncian cualquier cosa, zapatear aburrido, silbar un valsecito nostálgico, retar a la paciencia, empezar a maldecir quedito, como quien no quiere, preguntarse dónde diablos está “el doctor”, dar más vueltas, y entender que cuando el encargado de otro mostrador dice “toque” es por voluntarioso y no porque piense que soy tarado y que aún no he golpeado la puerta del cubil donde los burócratas suelen esconderse para hacernos creer que hacen algo importante mientras duermen o dormitan su flojera.

Aceptar como válidas las caras de “no sé” y los “espere” de cualquier uniformado que pasa por el corredor y verificar, media hora después, que el médico regresa caminando pacientemente de la cafetería, del baño o de donde fuera que se fue, que no pide disculpas, que no mira a los ojos, que se sientan en el trono de su silla reclinable, que se escuda tras el poder efímero del mostrador que lo protege, que me entrega aburrido un formulario, que me dice “llénelo” sin explicación alguna y que se pone a leer quién sabe qué revista en un alfabeto incomprensible.

Poner “no” en todas las casillas, jurar que soy más sano que un atleta adolescente, que no he estornudado en el viaje ni porto en mis venas bacteria alguna que ponga en peligro la seguridad nacional, ver cómo al tipo no le interesa lo que escribo, observar cómo ignora mi certificado de vacunación, cómo me dice “firme”, cómo detesta estar allí a esa hora, cómo pone el sello y dice “vaya” como quien dice “déjeme en paz” y enterarme (en el desayuno de la mañana siguiente) que “no se necesita ninguna vacuna ni certificado, eso de la vacuna obligatoria lo dicen los carteles pero como necesitan más turistas basta con llenar la ficha donde declaras que estás sano y te dejan pasar”.

Volver por donde fui (y de donde me devolvieron), hacer otra cola, encontrarme, (¡malditas coincidencias! –“señales” las llamaría mi amigo Boris–), con la misma antipática encargada de Migraciones, fraguar otra vez una sonrisa, repetir “turismo”, “una semana”, “gracias” y pasar a buscar una maleta roja que –¿señales, anuncios, premoniciones?– da vueltas en la banda sin fin, abandonada e inútil, como la prostituta que espera –ya sin esperanza–, en la calle infinita, al cliente trasnochador de presupuesto exiguo que anda pidiendo descuentos a las cuatro de la mañana.

Sunday, February 15, 2009

19.- En todas partes hay burdeles

Cuando en un apretadísimo resumen definí a Tailandia como “un inmenso burdel de mil sonrisas que esconden viejos resentimientos que se tapan pronto y mal con dólares de jubilados impotentes” cometí –como siempre que se generaliza– una injusticia. Una atenta lectora, que ha andado por esos lares trabajando en programas de desarrollo –no como yo que anduve de turista infame, distraído, quejoso y criticón– hizo bien en recordármelo. Cuando ella me dice “mi impresión es que son países con pueblos sufridos, pero optimistas y listos a trabajar duro para salir adelante”, solo puedo pensar que tiene razón, y cuando sostiene “si usted estuvo en Bangkok fascinado con PatPong no ha conocido nada... los tailandeses son mucho más que las masajistas y los travestis de PatPong”, no tengo argumento que contrarreste la sencilla pero aplastante verdad de sus palabras.

Así como el Perú no es “Las suites de Barranco” –ese burdel de ricos– o los travestis prostituidos del puente Quiñones –ese abrevadero de placeres al paso de clasemedieros decadentes–, ni México las muchachas minifalderas que se congelan durante el invierno en la avenida Sullivan, ni Japón los burdeles más o menos indiscretos de Shinjuku, Tailandia tampoco es el viejo barrio de tolerancia de PatPong ni “Soi Cowboy”, la calle de las “go-go dancers”, ni el malecón de Pattayá donde cientos de prostitutas se pasean al mediodía ofreciéndose a precio de ganga al primer septuagenario que se antoje. Sin embargo, y aunque sabemos que en todas partes hay burdeles, parroquianos, prostitutas y proxenetas, tampoco deja de ser verdad que el antiguo reino de Siam se ha convertido en uno de los destinos preferidos de los millones que se lanzan a ese moderno deporte del turismo sexual (en busca de ese viejo oficio que miles de mujeres –conscientes o engañadas, compelidas o voluntariosas– ejercen libérrimas, amparadas por la serena mirada de un rey cuyo venerado retrato se halla en todas partes).

Tailandia es el único país del sudeste asiático que ostenta el orgullo de no haber sido regido nunca por una potencia occidental, si bien franceses e ingleses fueron mutilando el reino a través de los años, los reyes de “la casa Chakri” se las arreglaron para adaptarse a las circunstancias y mantenerse independientes del poder colonial desde fines del siglo XVIII. Al menos formalmente, Tailanda jamás fue colonizada aunque ahora, premunidos ya no con arcabuces sino con tarjetas de crédito, vengan “los hombres blancos” (y los chinos enriquecidos, y los japoneses industrializados, y los rusos mafiosos) a comprárselo todo a precio de oferta que apesta a explotación y ronda la infamia.

El turismo es una de las fuentes más importantes de ingresos del país (5% del PBI), es el motor que mantiene andando la economía de la calle, el negocio pequeño, el restaurante diario, los mercadillos, los taxis, los talleres de artesanías y todos aquellos negocios que reciben centavo a centavo esos once millardos (once mil millones) de euros que entran cada año al presupuesto tailandés y que le dan trabajo directo a más de dos millones de personas.

Si Tailandia fue siempre un poco el paraíso, todo se aceleró en los sesenta. Los estadounidenses necesitaban de espacios seguros para que sus soldados (que morían por cientos y mataban por miles en las selvas de Vietnam) pudieran descansar y recuperarse (R&R, “rest and recuperation”, por sus siglas en inglés). Una base militar norteamericana fue el punto de partida para que germinara el gran negocio del turismo en Tailandia, un país que recibe casi catorce millones de visitantes cada año. Las playas paradisiacas, los dólares codiciados, la pobreza rampante y la oferta inmensa de mujeres (se estima que hay, al menos, 200,000 trabajadoras sexuales, sin contar a las otras tantas que no cobran porque sueñan con la pensión del jubilado al que le darán un hijo –indispensable– y el dudoso presente griego de un último y voraz matrimonio), produjeron una combinación que convirtió al ex reino de Siam en uno de los lugares preferidos de muchos turistas.

Si al comienzo fueron los norteamericanos, al paso de los años los tigres asiáticos se han convertido en una fuente inmensa de visitantes. Chinos, japoneses, singapurenses e indios forman parte substancial del contingente de millones en busca del sol y de los placeres de esa tierra de comida celebrada a nivel mundial y mujeres exóticas. Últimamente los rusos, que huyen en masa del feroz invierno, vienen a refugiarse en estas tierras cálidas donde no es raro verlos, sexagenarios y sudorosos, de la mano de muchachas que dudosamente pasan los veinte años.

Un país con una mayoría budista cuya visión de la existencia no carga con la aplastante piedra judeo-cristiana del pecado y de la culpa ha sido terreno fácil para desarrollar esa imagen de relax y sensualidad, comodidad y placer que entusiasma tanto al turista. Desde un reconfortante y profesional masaje (en un spa de lujo en un hotel de cinco estrellas), hasta los más sórdidos “soap business” (en los que se puede escoger mujeres como se eligen los chocolates en la vitrina o, más precisamente, el pedazo de carne para la parrilla), todo el espectro de posibilidades halla cabida en un país que a veces se me antoja demasiado amable.

Es verdad que uno halla esas “mil sonrisas” de las que habla la propaganda, pero –en muchos casos– son sonrisas impostadas, prefabricadas, aprendidas en la academia y practicadas incansablemente frente al espejo. Como todo exceso, esconde una mentira; algo turbio se camufla en esa amabilidad y es posible vislumbrarlo si uno se toma la molestia de prestar atención y mirar a los ojos.

Un lugar donde se escucha comúnmente el “kopunkap” (gracias) de los que prestan servicios y muy rara vez el “kaluna” (por favor) de los clientes, debe guardar un silencioso rencor, un recóndito desprecio, un odio jamás pronunciado hacia esos extranjeros ignorantes y soberbios –y muchos son así– que llegan a un país heredero de una cultura milenaria a apoderarse de sus playas, de sus paisajes y de sus mujeres.

No resulta extraño que el turista –merecidamente las más veces– sea visto como el cretino con dólares al que hay que sonreírle para que sea generoso con las propinas.