Monday, April 27, 2009

28.- Papa Noel en bikini

El gringo es mi amigo y tiene en Bangkok tanto tiempo como yo tengo en Yakarta; es diciembre y esos cinco meses han sido para él toda una vida, toda una nueva vida. Ha descubierto este mundo desbordado de mujeres entusiasmadas (por la paga o por la visa) y se encuentra encantado.

Hemos quedado en reunirnos en un centro comercial (uno de las decenas de centros comerciales superpoblados que tiene la capital de Tailandia); es 24 de diciembre y eso no significa nada para los budistas. Pero los comerciantes, que son budistas pero no son tontos, saben complacer a los clientes en un país con tantos turistas occidentales. Abundan los adornos alusivos a la fecha (los que no tienen contenido religioso), así, campean los árboles con nieve artificial, los renos de plástico y el sobrealimentado Papa Noel con sus incomprensibles y coloradas ropas polares en medio de calor tropical.

El gringo que me va a presentar a su chica. La conoció en un lugar de nombre extraño para un país oriental, “Soi Cowboy”, “ella trabaja allí, luego te explico”, me había dicho por teléfono. Tomamos el metro aéreo que, después de estar peleándonos con las explicaciones, no nos parece tan complicado (no por la abundancia de líneas, que son pocas, sino por lo caótico del lugar). Bajamos en algún punto que él ya conocía (“aunque salgo pocas veces de la zona en donde vivo”) y caminamos.

Pasamos, primero, por un restaurante irlandés. La cerveza dura poco porque de tanto conversar la hora nos ha traicionado. “Debemos ir antes de que alguien más se la lleve”, “¿antes de que otro se la lleve?, ¿acaso no trabaja allí?”, “ya vas a entender”, replica mientras paga la cerveza y salimos como apurados. Es caminar unas cuantas cuadras, atravesar una pista amplia y congestionada, y llegamos.

Hay una especie de portal que se abre ante una calle colorida, bulliciosa, carnavalesca, llena de luces titilantes (“normalmente hay muchas luces, pero hoy hay un poco más, ¿será por la Nochebuena?”). En la entrada hay un gran aviso como de bienvenida que reza “Soi Cowboy”. Atravesamos la puerta imaginaria y entramos a una calle muy parecida a las que abundan en Pattayá. Muchos locales, uno tras el otro, con decenas de chicas en la puerta que, moviendo al aire sus ropas ligeras (muchas veces disfraces de enfermeras o de escolares) nos invitan a pasar a los “go-go dancers”.

Yo me ahogo en ese mar de mujeres pero el gringo no se distrae. Eso que las hay de todo tipo. En su mayoría, son más jóvenes y más atractivas que las de la playa. “Acá están las mejores chicas”, afirma mi amigo, “están controladas por el gobierno que hace inspecciones regulares y todas pasan por exámenes médicos; además estas chicas son absolutamente confiables, están registradas y nunca se van a arriesgar a perder el trabajo engañándote o robándote”.

El lugar lo había conocido a las pocas semanas de haber arribado a Bangkok. Fue arrastrado por unos compañeros de trabajo que intentaban matar el estrés semanal “con algunas cervezas y buena compañía”.

“Llegamos y, como ahora lo estamos haciendo tú y yo, vinimos directamente a este local, que dicen que es el mejor. Éramos media docena de extranjeros y tomamos muchísimo alcohol, así que todos estaban contentos. Las chicas nos rodeaban y nos bailaban; en la barra, en algún punto de la noche, que fue larga, todas estaban desnudas. Ese día nadie hizo nada, no pasamos de jugar un poco con ellas y nos fuimos. Yo regresé, solo, una semana después. A mi chica la había visto desde ese viernes y volví por ella. Se sentó conmigo y me explicó –con su inglés elemental– cómo era que funcionaba exactamente el sistema. Antes, me pidió que le comprara un trago, porque esa es parte de sus obligaciones, hacer que nosotros, los clientes, tomemos mucho y que, además, les invitemos todas las bebidas que nos pidan, cuanto más, mejor. Uno puede pasarse toda la noche con la chica, como si fuera tu novia, solo tienes que comprarle cada cierto tiempo otra bebida. Las chicas sonríen mucho y se ponen cada vez más amables, la idea, claro, es entusiasmarte lo suficiente como para que quieras irte con ellas y eso tiene sus procedimientos. Una vez que has decidido pasar la noche acompañado, tienes que hablar con la mama-san, la madame del lugar. Con ella negocias el precio de la salida –que suele estar entre los 20 y 30 dólares, aunque esa noche, en nombre del nacimiento del dios de los cristianos, le había recargado un treinta por ciento– y, una vez que pagas, la chica es tuya. Claro, es tuya, quiere decir que puede salir contigo, pero allí tienes que iniciar una segunda rueda de negociaciones, ahora con la susodicha elegida, para determinar cuánto le pagarás por irse contigo a tu casa. Generalmente cobran entre 70 y 80 dólares por toda una noche, con todos los servicios incluidos. Una vez terminado el trámite ella se convierte en tu novia y actúa como tal, puedes irte a cenar primero o a tomarte un café y después puedes irte a la casa y ella se comporta como si realmente fuera tu pareja. No hay riesgo alguno, porque, como te he dicho, todo está muy controlado…”.

En esa calle curva hay unos veinte establecimientos, además de unos diez restaurantes donde también las chicas esperan clientes. Entramos al local preferido de mi amigo y me presenta a su novia (“a ella le encanta decir que es mi novia, he pasado con ella como tres fines de semana; vengo los viernes, la saco, pago para liberarla de ir al bar por dos noches y me la llevo hasta el domingo; salimos al cine, vamos a comprar al centro comercial, hacemos vida de pareja hasta el domingo en la tarde que la pongo en su taxi y se va a su casa”). La joven es muy atractiva (y muy joven). El gringo no tiene clara su edad pero no puede tener más de veintiuno o veintidós años (lo que explica mucho mejor el encandilamiento de mi muy cincuentón amigo norteamericano).

Nos sentamos los tres y yo hago las veces del violinista voyeur. Ella, rápidamente y después de los saludos y sonrisas de rigor, pasa a los mimos y a los gestos coquetos; el gringo no resiste ni cinco minutos. Me dice, “anda viendo cuál te gusta” y se va donde la mama-san “a negociar, porque esta noche es más cara la salida”.

En la barra bailan, con pretensiones sensuales y a un metro de altura, seis muchachas (des)cubiertas con mínimos bikinis de llamativos colores. Ninguna es fea; una o dos son tan jóvenes y tan atractivas como “Suni” (que creo que así se llama la chiquilla de mi amigo). En el lugar habemos una docena de parroquianos y, según veo, los que se entusiasman con alguna la llaman y ella deja la barra y se dedica a embriagar al cliente y alegrarlo lo suficiente como para que se sienta compelido a llevársela a algún espacio más privado (si bien me han explicado que allí uno tiene que “ser formal” en el trato con las muchachas, pronto veo a un par de borrachines cuyas manos entusiastas van bastante más allá de lo que se pudiera considerar “formal” aún en estas particulares condiciones). Cuando una de las bailarinas abandona la barra, aparece, de no sé dónde, otra que completa el “cuerpo de baile” mientras otras muchas deambulan alrededor de lugar tratando de pescar a algún cliente.

Hay una, con un rostro particularmente bello y unas curvas acentuadas, que me descubre mirándola. La música suena y, entre todas, es la más sensual en esos movimientos ondulatorios. Nunca he creído en la hipnosis pero se me hace difícil desprenderme de su mirada. Yo bebo, como siempre, agua (que cuesta lo mismo que un güisqui) y creo que una gota escapa estúpidamente de mis labios. Parpadeo, por fin, y la muchacha, que esa noche trae –además del bikini– un gorrito rojo de Papa Noel, ya está a mi costado.

Nunca la frase “feliz navidad” había sido dicha tan irreverentemente perfecta…

Sunday, April 19, 2009

27.- El mercado flotante

El mercado flotante es uno de los atractivos de Tailandia que se halla en las antípodas de esa idea de “paraíso de turismo sexual” que (no sin razón) le ha dado tanta fama al antiguo reino de Siam.

Si bien Joe –el taxista– estaba más interesado en las expediciones nocturnas a bares y cabarets, tampoco desaprovechaba la ocasión de ofrecerme sus servicios diurnos, aunque me hubiera dejado en el hotel a las dos o tres de la mañana. Estando en Asia uno tiene la impresión de que los choferes no duermen porque están disponibles a cualquier hora (como sus ingresos son miserables –Joe me cobraba 15 dólares por todo un día y a eso hay que descontarle el alquiler del carro, que no era suyo, y la gasolina–, ellos se multiplican y completan la jornada con las comisiones que restaurantes, tiendas, servicios turísticos, fondas, cantinas y salones de masajes ofrecen por cada turista “capturado”).

“Por la mañana toca el mercado flotante”, me había señalado cuando regresábamos de una de esas salidas noctívagas y no supe decirle que no. “Vengo a las ocho”, “…pero, Joe, ¡eso es dentro de cinco horas!”, “no hay problema, duermes en el camino, porque es más de una hora de viaje y hay que evitar el tráfico”, zanjó decidido. Antes de las ocho ya me estaba esperando.

Del camino no tengo mucho que contar; carreteras, fábricas, edificios y casas para todos los gustos, nuevos, viejos, grandes, chicos, ostentosos y miserables. Al menos eso fue lo que vi los primeros minutos mientras trataba –angustiosamente– de colocarme el cinturón de seguridad y Joe aceleraba como si una estampida de elefantes estuviera por alcanzarnos. Después vino la noche, mi noche, y me quedé absolutamente dormido. Desperté solo cuando abandonamos la carretera y el camino de tierra me indicó que ya habíamos llegado.

Un gran estacionamiento sin asfaltar, unos baños públicos endebles, una construcción de madera con dudoso techo de paja, una mesa y, en ella, el encargado de cobrar a los turistas por el servicio, era todo el paisaje. “El servicio” no era otra cosa que un viaje de unos noventa minutos a través de una serie de canales en una especie de Venecia tropical en unos botes semejantes a los “peque-peque” (esas viejas embarcaciones cuya madera el agua del río Amazonas no termina de descomponer), con un motor “fuera de borda” que impulsaba, no sin esfuerzo, el barco que mi sobrepeso asentaba con firmeza sobre las aguas ennegrecidas de lo que debió ser alguna vez un conjunto de mansos y escuálidos ríos azules.

El asunto es sencillo, el “capitán” maneja su bote a través de una telaraña de canales y riachuelos; con la habilidad que dan los años, esquiva a los que vienen en sentido contrario y avanza silencioso. Cada tantos metros se detiene en una especie de tienda “al paso” en la cual los turistas pueden comprar recuerdos y chucherías.

Al comienzo las tiendas están distanciadas y los precios, para apurados que quieren comprarlo todo de una vez o para arrepentidos que por andar regateando demasiado no compraron aún lo que tanto querían, son altos y las señoras que allí venden están menos dispuestas a rebajarlos. Esas pequeñas tiendas, que solo pueden recibir una embarcación por vez, son menos especializadas, son una especie de resumen de lo que uno verá más adelante.

Después el canal empieza a ancharse y la navegación se hace más sencilla, el barco recorre el lugar, para, sobre para o sigue de largo siguiendo las indicaciones de quien ha pagado por el viaje. Si por ellos fuera se detendrían en cada lugar diez minutos hasta que la insistencia de las vendedoras convenciera al comprador de llevarse eso que está en oferta, por eso hay que ser firme en las instrucciones.

Al rato se llega “al mercado”, al verdadero y original mercado que, como todo mercado, tiene de todo en puestos especializados. Allí el tránsito se complica y las barcas se multiplican. A los puestos “anclados” en la ribera hay que agregarle las tiendas ambulantes, embarcaciones como las que llevan a los turistas pero que, en lugar de seres humanos, transportan frutas, verduras, jugos y una variedad infinita de alimentos. Allí uno puede quedarse detenido por el “tráfico” varios minutos, así que lo mejor es comprarse una botella de agua, acomodarse y distraerse tratando de comprar a un precio razonable alguna de las infinitas cosas que allí se ofertan.

El turista puede hallar de todo en estas “avenidas de agua”, desde fotografías enmarcadas (del mercado, de la selva, de amaneceres, de estatuas de Buda, de niños monjes durmiéndose en medio de los tediosos rezos) hasta carteras coloridas de las más variadas formas y tamaños. Hay “de todo, como en botica” y para todos los gustos; los nostálgicos de los tiempos coloniales pueden comprar “especias” con las cuales preparar exquisiteces asiáticas en sus casas (y los más sibaritas pueden agregar a la especias algunos de los tantos menjunjes artesanales y embotellados que allí se ofrecen); los turistas compulsivos pueden hacerse de infinidad de baratijas (llaveros, monederos, imanes, marcadores de libros, postales) que llevan convenientemente impresas las palabras “floating market” y “Thailand” como indudable “valor agregado”; los amantes de los objetos de madera hallarán suficientes miniaturas talladas y pequeñas estatuas como para pagar un considerable sobrepeso en el vuelo de regreso a casa; las amas de casa compulsivas se sentirán tentadas por los manteles, las servilletas y los adornos para la mesa; las más vanidosas podrán adquirir telas para hacerse vestidos o blusas o pañuelos; las que aman la ropa de cama encontrarán sábanas y almohadones bellamente estampados; y hasta los que tienen complejo de guerrero arcaico se sentirán satisfechos con la oferta de arcos, flechas, cuchillos y hasta espadas samuráis que allí hallarán.

También se puede ver, a lo largo de todo el recorrido, varios carteles que anuncian tres de las grandes atracciones turísticas tailandesas que la falta de tiempo (o de ganas) me hizo postergar para un próximo viaje –o para siempre–; el paseo por la selva en elefante, el enfrentamiento entre cobras y seres humanos, y los combates de Muay Thai o “box tailandés”, tan antiguo y venerado en el país como tan popular y cinematográfico en occidente (versión “jóliwud”, claro).

En el mercado flotante hay precios para todos los bolsillos y el regateo es indispensable. El mismo producto puede costar diez acá y dos más allá, todo es cuestión del “¿cuánto cuesta?” y el “por qué tan caro” de rigor. El “precio real”, ese que paga el valor del objeto (los materiales, el costo de su producción, el transporte, etc.) y le permite una justa ganancia al comerciante, es un misterio. Es una tentación afirmar, como dicen muchos, “si pueden bajar tantos los precios es que en realidad te cobran exageradamente para que le pidas descuento, ellos siempre ganan”; por otro lado, pensar que “si no venden, no almuerzan” pareciera más acertado cuando se ven las condiciones precarias en las que viven los comerciantes. En todo caso, quien no quiera sentirse ni estafado ni asaltante, que regatee un poco, pero no tanto.

El tiempo pasa veloz y quienes sufren las urgencias de una vejiga muy pequeña bien pueden detenerse a mitad del recorrido en un restaurante construido entre la tierra y el río donde es posible, además de gorrear el baño, almorzar una comida típica tailandesa o tomarse una cerveza observando por la ventana el paisaje de una selva –jamás sometida completamente por la brutal mano humana– en la cual los barquitos parecen de juguete. Es entonces cuando se comprende lo vano, pasajero e inútil de la vanidad del hombre que quiere –y no podrá nunca, porque desaparecerá en el intento– apoderarse de los reinos milenarios de la flora tropical y sus aguas maravillosas e infinitas.

Wednesday, April 8, 2009

26.- La inocencia del culpable

Todos los políticos son culpables, o casi todos. Si los juzgara un tribunal formado por hombres “en el buen sentido de la palabra” buenos –como decía Machado–, nueve de cada diez darían con sus huesos y sus delitos en la cárcel. El poder corrompe y pocos pasan por la Casa de Gobierno sin ensuciarse, con dinero o con sangre, las manos; por eso crean leyes con puertas falsas, dictan normas especiales y tejen un entramado jurídico que garantiza su impunidad.

En el Perú, un tribunal civil ha condenado al ex presidente Alberto Fujimori a veinticinco años de prisión como “autor mediato” de una serie de crímenes que incluyen el secuestro, la tortura y el asesinato. ¿Somos acaso una excepción? ¿El poder judicial peruano, donde los jueces honrados son las honradas excepciones y en el que la justicia “es una subasta”, ha sabido alzarse sobre sus propias miserias para dictar un fallo histórico, o Fujimori –el primer presidente democrático condenado por crímenes contra la humanidad en Latino América– ha sido vencido por las mismas circunstancias que lo encumbraron?

¿Es Fujimori culpable? Un tribunal formado por tres jueces dice que sí y no le faltan razones de hecho ni de derecho para justificar su sentencia en más de setecientas páginas. Mañana, los juristas discutirán sobre la legalidad del fallo y el veredicto se caerá por sus incongruencias o permanecerá por su solidez; pero hoy, al menos hoy, Fujimori es culpable. ¿Es el único culpable?

El año 1990, en las postrimerías del primer gobierno de Alan García, el Perú andaba al borde del abismo, empujado al barranco por la inflación desbordada a niveles africanos, la corrupción voraz y descarada, y la violencia asesina y salvaje de Sendero Luminoso (amén de los secuestros y bombazos del MRTA y de la impunidad mafiosa del paramilitar Comando Rodrigo Franco). Entonces, la esperanza era una mala palabra y pensar que los jóvenes pudieran rehacerse y rehacer un país desolado era tanta ficción como pretender una noche entera sin apagones, sin coches bomba, sin asesinatos selectivos o masivos, sin la sangre chorreándose por todos los costados de la república.

Fujimori se convirtió en presidente de un país en medio del caos. Llegó al poder porque las circunstancias se lo permitieron; venció a Vargas Llosa merced a una campaña de terror (sembrando más miedo en el miedo) financiada por el aprismo y dirigida por el mismo García (según él mismo ha confesado hace poco). Fujimori llegó al poder y combatió y derrotó al terrorismo y a la inflación, esos dos monstruos que lo devoraban todo. Pero para hacerlo convocó a sus propios monstruos: la autocracia criminal y la corrupción rebobinada.

Nadie nos va a contar qué es salir a la calle sin saber si nos va a reventar una bomba a media cuadra o si mañana alguien que conocemos va a ser asesinado. Nadie va a contarles, tampoco, a las decenas de comunidades campesinas, lo que es vivir entre dos fuegos, entre el horror del terrorismo en nombre de la revolución y la bestialidad del terrorismo en nombre de la democracia; ellos, que no sabían si los iba a matar un comando de Sendero Luminoso o una patrulla del Ejército, recuerdan también.

Verdad es que Fujimori rescató al Perú cuando el país se deshacía en medio del pánico inútil de la derecha egoísta y de la inutilidad política de la izquierda pasmada, verdad es que hubo gente honrada –y sí que la hubo– que durante el fujimorismo trabajó desinteresadamente por salvar al Perú; pero también son verdades los crímenes, la corrupción, los asesinatos, la captura del poder, la desfachatez de quienes se sentían intocables, la perversión de la sociedad, la arrogancia de los que tenían las botas y las armas, y la soberbia de un vencedor que no tuvo la grandeza –ni el valor ni la decencia– de irse a su casa.

Fujimori nos devolvió el país para quitárnoslo; eso es lo que se condena más allá de la jurisdicción de los jueces. No se puede combatir el terror con el terror ni la miseria con acciones miserables, no se puede salvar a un país para convertirlo, por complicidad o por miedo, en el botín de una banda de ladrones.

Fujimori es víctima de su soberbia. Regresó de su exilio japonés creyéndose invencible y la correlación de fuerzas, el ajedrez político, esas circunstancias que hace diecinueve años le dieron la victoria, ahora lo condenan.

La política generalmente es un asco y la peruana, tan plagada de ignorantes, ladrones y traidores, no es una excepción. A Fujimori le debemos haber recuperado el país pero, también, nos debe él muchos crímenes que podrán o no demostrarse ante un tribunal. ¿Tenemos, acaso, que olvidar la corrupción, los asesinatos y el envilecimiento de la política, tenemos que “dejar hacer, dejar pasar”, tenemos que aceptar que fue “el mal menor” y decirle “gracias”, tenemos que voltear la página en nombre de la reconciliación nacional, tenemos que tragarnos el asco y decir que “sí”, que “se la debemos”? Esa es la gran pregunta que cada quien responderá ante el tribunal de su propia conciencia, si la tiene.

Más allá de los tecnicismos, la condena es justa porque quien combate el mal ajeno para implantar su mal, no tiene nada de inocente. ¿Sus enemigos son peores? A lo mejor. Habrá que pelear porque ellos también vayan presos y porque a la gente buena alguna vez se le haga justicia.

Fujimori es culpable y ya está escrito; tal vez su única, su irreversible inocencia, fue creer que sus enemigos iban a tener con él menos ferocidad que la que él tuvo con ellos cuando las circunstancias lo apañaban.

Sunday, April 5, 2009

25.- Pattayá

Para escribir sobre Pattayá necesito estar, como estoy, en un bar, rodeado de gringos viejos y barrigones que, después de su habitual paseo dominical en Harley, se han reunido a ver las carreras de Fórmula 1 que se corren en Kuala Lumpur. El ruido es insoportable, se escucha el silbar de los motores y en los cinco televisores de cuarenta pulgadas se ve lo mismo, una pista de asfalto cuya monotonía se rompe cada tanto con los carros de colores que, desde la altura de la toma, parecen de juguete. No somos demasiados esta tarde de domingo en el “Una más”, el bar del hotel que me queda a doscientos metros de la cama. Una docena de viejos nostálgicos disfrazados de motociclistas adolescentes, seis o siete empresarios solitarios calentando una cerveza mientras matan silenciosamente el fin de semana, las camareras de blusas amarillas y largas faldas negras con emocionantes aberturas, y solo tres de las habituales damas de compañía que hacen infinito un vaso de agua mientras sueñan con el extranjero enamorado y su pasaporte (pero que, cuando llegue y avance la noche, se conformarán con los cuarenta o cincuenta dólares que cobran por matarle la soledad a alguien por una noche).

Alguien fuma un puro y yo, para no ser menos, me como una hamburguesa. El vaso en el que tomo la gaseosa dietética huele mal, las papas fritas no están crocantes, la mayonesa es simplona y una botella de Baileys me mira como si fuera la única capaz de convencerme de abandonar, de una vez por todas, estos casi cuarenta años de abstemio; pero resisto, sigo creyendo que el infarto tiene más dignidad que la cirrosis.

Cuando era un adolescente y vi por primera vez “Lo que el viento se llevó” no solo me enamoré de los ojos maravillosos de esa cretina indomable que es Scarlett O´Hara sino que, queriendo imitar en algo al capitán Rhett Butler, imaginaba ser parroquiano habitual de ese burdel donde él iba –más en plan amical que carnal– a saciar su necesidad de ser humano antes que las urgencias de su libido.

Creí hallar eso –o la posibilidad de eso– en Yakarta, donde cada hotel, cada bar, cada discoteca, cada spa (y habrán sus excepciones, para que nadie me denuncie) alberga una población de féminas esperando al extranjero designado por los dioses para aliviar sus miserias; me equivoqué.

Había que ir a Tailandia y había que visitar Pattayá. Pattayá no es una ciudad, es un burdel; un inmenso burdel donde las prostitutas (mujeres y “lady boys”) se pasean por el malecón las veinticuatro horas del día, donde los bares no cierran, donde puedes pasar la noche con una mujer por diez dólares o una buena cena.

Pattayá está frente al mar aunque el mar de Pattayá esté sucio de tantos barcos, de tantos yates, de tantas naves para pasear por las islas, de tantas motos acuáticas, de tanta modernidad oxidada y contaminante. Hay hoteluchos y hoteles de lujo. Al lado de un hotel cinco estrellas recién estrenado se ve la parte de atrás de un edificio de apartamentos miserables, la ropa recién lavada se seca asomándose por la ventana, las rejas se caen de oxidadas y las ratas y las cucarachas pasean por los restos de basura sin hacerles caso a los homosexuales que, en la trastienda de los bares más baratos, comen un “nasi goreng” o cualquiera otra de las fritangas que abundan en unas parrillas portátiles que deben ser –sospecho– la “cocina” del lugar.

En Pattayá la mendicidad y el lujo andan de la mano, como los cientos de septuagenarios soldados norteamericanos retirados de alguna guerra asiática ya olvidada (¿Corea, Vietnam?) que pasean con el torso desnudo –mostrando el pecho y la espalda bordados de cicatrices y de tatuajes– de la mano de muchachas que parecen aún demasiado jóvenes para ser sus nietas. Las mujeres, si no tienen el atenuante de sus poquísimos años, se encuentran desgastadas prematuramente por la miseria; dientes cariados o amarillentos de tanto cigarrillo, vientres abultados o gelatinosos de tanto parto, piel ajada y endurecida de tanto sol.

De día es la playa la que acapara la acción. En ella no es difícil toparse con miles de extranjeros –los que viven allí y los que estamos de paso– acompañados de alguna muchacha local o haciendo uso de los servicios públicos que abundan. Así a uno le hacen un masaje de espalda, a otro lo liberan de los calambres en las piernas, a este le cortan el pelo y a aquel le realizan una “pedicure” bajo el sol radiante de la mañana. Todo esto sucede en la playa, donde cientos de sillas plegables se distribuyen en zonas de exclusión en las que los comerciantes se han repartido la arena. En el mismo lugar es posible tomarse una cerveza o manosear a la mujer que se encuentre más a mano, todo es cuestión de un poco de entusiasmo y unos pocos dólares.

Hay mucha gente acompañada y hay mucha gente sola. A lo largo del malecón deambulan los clientes como decidiéndose, como sin saber a qué chica escoger, como si aún no apareciera en el mar de mujeres esa que ellos han estado buscando toda la vida. Ellas rara vez están solas, generalmente andan en grupo y solo se desmarcan si algún paseante hace el suficiente contacto visual como para que se entienda que hay una posibilidad de negocio. No hay desesperación en estas mujeres, como si no les importara realmente ser contratadas o como si supieran que, al fin y al cabo, la soledad es demasiado grande como para dejarlas sin parroquianos. Pasan el día sentadas en el muro que separa la arena del asfalto o en el piso, allí comen, allí beben, allí conversan, allí ven cómo sus hombres –sus verdaderos– juegan ajedrez o damas o fuman, indiferentes a los otros –los extranjeros– que circundan a sus mujeres como gavilanes a su presa. No hay miradas torvas, no hay molestia, no hay incomodidad ni vergüenza, muy lejos del dios juzgador de las religiones monoteístas y muy cerca de un budismo particular, más liberal y laxo, con altares y ofrendas por todas partes, nada parece esconderse y las prostitutas en la calle venden su cuerpo con la misma naturalidad y libertad con la que otros, en la misma vereda, venden cervezas heladas o baratijas para los turistas.

Como en una especie de Naciones Unidas posmoderna, se confunden en la calle los veteranos norteamericanos de viejas guerras que viven de sus pensiones con los jóvenes rusos que en manadas huyen del invierno feroz de su patria a estas playas donde sus rublos no están tan devaluados y donde el alcohol y las hembras son más baratas. O sea, un Caribe latinoamericano sin sacerdotes condenando a los lujuriosos a las llamas del infierno donde todo ocurre tan abiertamente que uno llega a preocuparse “de lo que no se ve” (la pederastia y la esclavitud llenan más que la imaginación de los millones de turistas sexuales que cada año vienen a Asia).

Si de día las playas concentran la mayor cantidad de público, en la tarde –y toda la noche– las calles toman el control. Tres son los tipos más notables de locales que abundan. Uno es el sencillo “salón de masajes” a cuya puerta infinitas mujeres ofrecen sus servicios (donde el “plas-plas” –o “desahogo”, como le decían en México– es parte substancial del servicio y no algo que se consiga tras la negociación indispensable en los “espás” de lujo de los hoteles respetables…); otro es el bar a puerta cerrada (muy parecido a los “go-go bar” que abundan en Bangkok y, sobre todo, en “Soi Cowboy” –esa calle que conocería días después gracias a Marc, mi amigo, el viejo hippie canoso de la cola de caballo–); y, el tercero, son los bares bulliciosos, escandalosos y abiertos que colman todas las calles con sus miles de jovencitas tratando de atraer a los clientes con sus sonrisas, sus minifaldas y su coquetería que –según me dijeron– puede atreverse a más si la noche avanza y el consumo de alcohol lo justifica.

Pattayá es un burdel y todos tienen su parte en el negocio.

Seis horas en un bar son demasiadas, ya Scarlett O´Hara ha muerto y hasta el momento ignoro si el capitán Rhett Butler hubiera sido feliz en Pattayá, donde la fiesta es interminable y donde la soledad –femenina y celosa– nunca descansa porque anda empeñada en recordarnos a todos que no hay cuerpo alquilado –por joven– que la convenza, ni orgasmo –por espasmódico– que la derrote.

Wednesday, April 1, 2009

24.- Ping pong (dos)

“No le invites nada a nadie, solo mira el show” fueron las indicaciones de Joe y yo las seguí al pie de la letra. El lugar estaba deliberadamente mal iluminado pero alcanzaba la poca luz para poder darse una idea del territorio. Una barra a la izquierda estaba atendida por una mujer que superaría la cuarentena (aunque es muy difícil calcularle la edad a una mujer asiática que bien puede “comerse” diez o quince años sin ningún problema).

A la derecha se levantaba una especie de escenario sin paredes, como la pista de un circo donde desde todos los lados se puede ver lo que sucede. Al centro había un tablado a un metro del suelo. Alrededor se habían acomodado sillas como si de una platea se tratase y, más allá, en otro alrededor más alejado, se distribuían tablas largas que, a modo de mesas, contenían las botellas y los vasos de los muchos que allí se hallaban sentados en bancos más elevados.

En el lugar habría un centenar de personas. Entre los asistentes vi dos tipos bastante diferenciados; por un lado los “turistas”, los curiosos que, acompañados de sus parejas, se hallaban allí porque la guía de viajeros recomienda no perderse el espectáculo; y, por el otro, los “clientes”, también turistas, también extranjeros, también atraídos por las noticias, pero –además– ávidos, sedientos, interesados en hacer de ese momento solo el comienzo de una larga jornada de aventura.

El “solo agua” fue suficiente congelante como para desanimar el primer avance de las que a mi alrededor pululaban. Alguien que un bar pide agua es sospechoso en cualquier parte del mundo, allí no fue una excepción. Sin embargo, dos o tres mujeres, entusiastas, distraídas o desesperadas, se me acercaron, me sonrieron y me dijeron algo que supuse que era un “¿te acompaño?” al que, cada vez –fiel a los consejos de Joe–, respondí con el “no, gracias” mata-pasiones. Al poco rato se desanimaron por completo y pude apreciar el espectáculo sin distracciones.

En el centro del escenario había una muchacha que se movía –con poca sensualidad y menos ritmo– mientras se iba desprendiendo de la escasa ropa que la cubría. Un detalle interesante fue que, al quitarse la breve tanga no la puso en el suelo, previsora y profiláctica la amarró a uno de sus muslos y siguió con el espectáculo. Después de unos cuantos movimientos pélvicos comenzó a hurgar entre sus piernas y sacó de entre ellas la primera porción de una cuerda que me pareció interminable. Era de esos materiales que brillan frente a la poca luz, como los collares o brazaletes que usan los jóvenes en las discotecas cuando se ponen a realizar esos frenéticos movimientos del “trans”. El espectáculo duró unos cinco minutos, el movimiento era más o menos reiterativo y la artista iba girando sobre sí misma para que todos, desde todos los ángulos, pudiéramos observar su desempeño. Los grupos de turistas se reían entre animados y nerviosos; los hombres aplaudían y pedía “más” y las mujeres se decían cosas entre ellas que generaban más comentarios y más risas.

Todo lo que siguió fueron variaciones de lo mismo. Entendí que la idea era demostrar todo lo que estas mujeres eran capaces de almacenar en el útero al mismo tiempo que realizaban algunas proezas pélvicas. Ignoro si había algún truco, la luz era poca y los actos lindaban con los artificios circenses de un mago.

Después de la muchacha de la interminable cuerda sicodélica, pasaron por el escenario media docena más de chicas con diferentes “especialidades útero-vaginales”. El espectáculo era –al comienzo– más o menos el mismo; un par de minutos de contorsiones que pretendían ser sensuales al mismo tiempo que se quitaban las ropas y amarraban la pieza inferior del bikini en uno de sus muslos, como si de una especie de cábala o amuleto se tratase. Luego venían las variaciones y cada una se empeñaba en realizar un acto más complicado. Así, una se sacó unos muñequitos de papel, otra pañuelos de colores, otra apagó una vela con el aire que –no sé cómo– acumuló en la matriz, otra se introdujo un plumón en salva sea la parte que de inmediato utilizó (la parte sosteniendo el plumón) como si de una mano diestra se tratara y fue capaz de dibujar en un papel una especie de diablo que decía “bienvenidos” en inglés.

Dos de los actos más aplaudidos fueron el de la que destapó una botella a fuerza de contracciones pélvicas para después introducirse en el útero el contenido de una célebre gaseosa y expulsarlo delicadamente –y sin derramar–, dentro de otra botella transparente; y el de la más audaz –o imprudente– de todas, que retiró de entre sus piernas unas tres docenas de cuchillas de afeitar atadas sucesivamente a una cuerda delgada que iba sacando con más cuidado que gracia mientras los turistas miraban pasmados y las otras chicas la ignoraban más preocupadas en conseguirse un cliente que en ver esa presentación de la que son parte cinco o seis veces cada noche.

El penúltimo acto fue el de las pelotas de ping-pong (y es de allí de donde toma el espectáculo su popular nombre). Una joven, que cumplió con todo el ritual previo, despidió, sacó, expelió y desalojó de su cuerpo media docena de pelotas de ping-pong. Pero ese solo fue el comienzo, luego se dedicó a jugar a “mete la bolita en el vaso” (introduciéndolas nuevamente y expulsándolas del susodicho espacio corporal) y anduvo un buen rato afinando la puntería hasta que logró llenar el bendito vaso con las seis esferas blancas.

La última presentación fue el “sexo en vivo” y acá ocurrió algo digno de ser mencionado. Cuando la chica de las bolas de ping-pong había terminado, dos jóvenes pasaron al escenario y se dedicaron, por algunos minutos, a realizar lo que debía ser un lujurioso, sensual y excitante baile lésbico. Al rato, como dejando a la clientela con la miel en los labios, una de ellas se retiró entre miradas matadoras y cedió el terreno al único hombre que se apareció el tabladillo. Estaba como su madre lo parió, absolutamente desnudo, mostrando, arrogante, su virilidad a tope cubierta solamente con un transparente preservativo de plástico (dicho sea de paso, Tailandia es uno de los países donde la prevención y control del SIDA a través de la distribución masiva de condones ha permitido la disminución significativa de esa y otras enfermedades de transmisión sexual).

Lo que siguió fue el más aburrido espectáculo de sexo en vivo que se pueda imaginar y, sin embargo, a pesar de su nulo erotismo, fue una demostración espectacular de malabarismo y control muscular. El sujeto y la mujer se acoplaron y, así, como si de un solo cuerpo se tratara, empezaron a realizar una serie de movimientos que casi nada tenían de sexual y sí mucho de equilibrismo, colocándose en cuanta posición pudiera uno imaginarse con el detalle de que en ningún momento separaron las respectivas pelvis.

Lo singular para mí no estuvo en el desempeño de esta pareja sino en las que se hallaban entre los espectadores. Todas las mujeres occidentales reaccionaron con risas nerviosas cuando el individuo en traje de Adán entusiasmado se paró exhibicionista en medio del escenario, luego, cuando el acto comenzó se fueron haciendo comentarios, volteaban donde sus novios (maridos o amantes, vaya uno a saber) y rápidamente abandonaban el lugar. Al final de los diez minutos de la presentación solo quedábamos en la sala los solteros y las muchachas solícitas y de faldas diminutas.

Al parecer a las turistas que allí se divertían viendo a las muchachas tailandesas introducirse y sacarse a través de la vagina cuanto objeto estrambótico se les pudiera ocurrir, les afectó o les ofendió ver al hombre desnudo y el sexo acrobático que desarrolló con su pareja de turno. Encontré cierta majadería, mucho de doble moral y algo de cinismo en esa actitud ambivalente que se divierte frente a la mujer y su sexualidad convertidas en espectáculo circense pero que rechaza con cierto mohín de dignidad ofendida al hombre orgulloso y erecto que se les pasea por la cara.

Cinco minutos después terminaba el espectáculo y entraban nuevos clientes, algunos solos, otros en pareja, se sentaban alrededor del escenario y volvían las mismas chicas a repetir, una vez más, la misma rutina.

Debo confesar que el asunto –después de la sorpresa inicial– se hizo monótono y empalagoso, que el vaso de agua –a precio infame– se me terminó, que estaba cansado y que me fui a comer una hamburguesa porque tenía hambre y al día siguiente debía levantarme temprano porque nos íbamos, con Eddie y Julieta, de viaje a Pattayá…