Monday, May 25, 2009

32.- Tokio, metro y puertas cerradas

Cada estación del metro de Tokio (telaraña que pareciera interminable y que funciona con la precisión de un reloj suizo) tiene una personalidad especial. El turista que tuviera el tiempo necesario podría dedicarse a bajar en cada uno de los paraderos, subir a la superficie y recorrer las calles de los alrededores para descubrir los muchos “japones” que alberga la ciudad (se dice que “Japón es mucho más que Tokio”; habría que agregar que “no hay un solo Tokio” sino que la capital es de una diversidad sorprendente).

Como pasar por todas las estaciones requeriría media vida, visitar cuatro o cinco permite al turista darse una idea de lo que sucede “allá arriba”, en las diferentes partes de esa inmensa metrópoli. Shibuya, por ejemplo, es una estación “normal”, con gente común y silvestre andando por las calles atestadas e invadiendo comercios de todo tipo. Ginza es la “fashion”, una estación donde se congregan los más grandes locales de las tiendas “de marca” y donde todo parece brillar un poco más. Shinjuku es la de los jóvenes, tiene un aire provocador y rebelde, abundan las tiendas “para adultos” y no es raro que, haciéndose el distraído, algún sujeto te ofrezca mujeres (dicho sea de paso, fue el único lugar en donde había un patrullero). Kannai quiere parecerse a Shinjuku pero con menos pretensiones (será porque queda a las afueras de Tokio y aún conserva, si es posible, un aire algo más provinciano). Por último, la estación central de Yokohama (una ciudad que ha sido absorbida por el crecimiento urbano de Tokio) es un poco de todo, con centros comerciales, tiendas, restaurantes, cines, supermercados, karaokes, bares y especímenes humanos de todo tipo.

Alrededor de la estación de Yokohama se levanta un sinnúmero de edificios de 5 ó 6 pisos en una especie de maraña interminable que incluye pasajes estrechos, callejuelas oscuras, trastiendas con botaderos y todo lo que podría poblar la imaginación postmodernista y urbana de cualquier autor de novelas de suspenso policial protagonizadas por mujeres libérrimas y atractivas, guardias de mirada torva, sujetos de evidente malvivir, jóvenes drogadictos y, claro, la Yakuza, la “Cosa Nostra” japonesa.

Un tipo de negocio llamó mi atención. Se trataba de discretas puertas cerradas, con uno o varios matones vestidos de escrupuloso traje negro que controlaban la entrada. Un letrero anunciaba algo en japonés y había fotos de chicas y precios en yenes. Lo primero que podría uno pensar es que se trataba de un bar de mujeres dispuestas (tipo los “gogo bar” de Tailandia) pero los montos anunciados (entre 30 y 70 dólares) eran muy tímidos para una de la ciudades más caras del mundo.

Intenté entrar en varios de ellos; en todos me di con el sujeto inmenso que cruzaba los brazos en forma de equis sobre el pecho (lo que significa “no”) y repetía “onli yápanis” que, después lo comprobé, era la única frase en inglés que se habían aprendido. Recorrí las calles y hallé muchos de estos establecimientos y fui rechazado en todos, en algunos casos ni siquiera podía acceder al edificio que anunciaba varios locales porque el “onli yápanis” y los brazos cerrados me impedían el paso de inmediato.

No sé cuántas puertas toqué ni en cuántas ocasiones volví sobre mis pasos, lo cierto es que, por una sola vez, comprendí y me sentí solidario con el vendedor que va de casa en casa sin perder la sonrisa tras sucesivos rechazos.

Finalmente, la terquedad, un letrero en cristiano (“Bambina”), una puerta entreabierta, un guardia distraído, un administrador al teléfono y un salón vacío jugaron a mi favor. La ausencia del guardia permitió que avanzara más allá de la puerta y que me encontrara cara a cara con quien (eso lo supe después) se hallaba encargado del local. El gerente intentó decirme “no” pero, supongo que obligado por la cortesía de su posición, trató de explicarme la negativa, en su inglés elemental. Aprovechando la confusión que en él causaba su manejo inútil de la lengua de Shakespeare, pasé a la ofensiva. Le respondí que no comprendía su explicación pero que lo único que quería saber era de qué se trataba el negocio “porque soy escritor” (frase mágica que abre puertas tanto como el “soy poeta” solivianta voluntades…).

Cuando ya nos encontrábamos, agotado –él– de intentar ordenar su inglés y preocupado –yo– de que fuera a echarme, pareció suceder algo mágico. Se le iluminó el rostro, dijo “un momento” y se marchó dejando al hombre de negro (que ya había aparecido) “cuidándome” y esperando la orden para expulsarme.

A los cinco minutos apareció una muchacha alta, cuyas formas, desproporcionadamente generosas para el común de las japonesas, resaltaban debajo del ceñidísimo vestido de seda cuyas costuras resistían –indómitas– la presión de las notables curvas.

Mirándome a los ojos, sin pestañar, me extendió la mano y –suave y segura y en perfecto inglés– me dijo: “Hola, me llamo Yuki y te voy a explicar de qué se trata esto”. En ese mismo instante una gota –traidora y perversa– resbalaba por mi mejilla ensuciando para siempre mi segura y estúpida sonrisa...

Tuesday, May 19, 2009

31.- Minifaldas y tacones

Según una amiga chilena (cuyos escotes –es necesario confesarlo– me han distraído repetidamente en las últimas lunas), las mujeres orientales lucen las piernas porque no pueden mostrar lo que Natura (tan generosa con ella) les negó a las hijas de Asia. La verdad es que ya no sé si fue ella o fui yo quien hizo la afirmación, es más, recuerdo que en la misma noche y en la misma charla, una hermosa china participaba explicándonos algo que ahora me es imposible recordar con claridad y que bien pudo ser lo que arbitrariamente le acabo de atribuir a la santiaguina. Sucede que –sigamos con las confesiones– la minifalda negra de la amable descendiente de Confucio me distrajo, sin contemplaciones, de los botones agobiados de la blusa de encajes de la compatriota de Neruda, y sus extremidades –caprichosamente entrelazadas– se impusieron, haciendo del norte sur, consiguiendo que mi concentración –ya de natural limitada y vaga– se dispersara sin reparo en paraísos que la palabra –por desgracia y felizmente– no puede reproducir.

No será difícil, entonces, imaginar cómo anduvo congestionado mi raciocinio paseando por las calles de Tokio y Yokohama en las que turbas desenfrenadas de jóvenes japonesas ponían en tela de juicio mi ya improbable serenidad.

Yo no sé por qué, si será porque es lo que mejor pueden lucir o si será por tradición, por vanidad, por necesidad, por el alma calurosa o por alguna razón que se pierde en la noche de los tiempos (pienso en posibilidades que van desde alguna costumbre arrastrada desde los días de los samuráis hasta la consecuencia directa de la ocupación norteamericana después de esas aberraciones que fueron Hiroshima y Nagasaki), lo cierto es que las mujeres japonesas, despreciando el frío feroz de diciembre, lucían las piernas con minifaldas que en algunas sociedades serían poco menos que escandalosas (ni qué decir del Irán de los ayatolas, donde acabarían en la cárcel, o del Afganistán de los talibanes, donde las lapidarían; sin olvidar, claro, a los fanáticos cristianos y católicos que –como ya no pueden quemar a nadie con el pretexto de la brujería– se santiguarían espantados y encenderían hogueras morales donde piadosamente las achicharrarían a todas, junto con los que no piensen o actúen como ellos).

No se trata de la minifalda que lucen muchas mujeres en nuestras tierras cuando –coquetas ellas– van a una fiesta, a una discoteca o a una reunión más o menos importante en la que desean impresionar a alguno o algunos de los invitados. No. Se trata de un uso absolutamente generalizado, masivo, común, multitudinario, tanto así que ver a una mujer con faldas largas o pantalones resulta, de alguna manera, provocador.

Claro que ni todas las piernas son conmovedoras ni todos los andares dignos de la pasarela, sin embargo, ninguna se desanima. Llama la atención que no sean pocas las que tienen un transitar “patichueco” que a un occidental le parecería bastante desagradable pero que en Japón no incomoda y hasta gusta. Una japonesa me dijo que había las de “piernas abiertas” y las de “piernas cerradas”, según la dirección, hacia adentro o hacia fuera, a la que apuntaran sus piernas al avanzar libérrima y gloriosamente por las calles.

Las minifaldas van siempre acompañadas de tacos feroces, inmensos y reveladores, que encumbran a las féminas hasta alturas que hacen de una sencilla caminata una exhibición punzante pero arrulladora. Todo ejecutado con sobriedad y sin dudas, como quien sabe lo que hace y por qué lo hace.

Es de celebrar que no exista ningún remilgo puritano en estas mujeres que deambulan dueñas de su mundo, sin reparar en nadie. Y es que en Japón todos parecen ser mutua y correspondientemente invisibles, por eso del “espacio del otro” y la “privacidad” nadie hace contacto visual, las miradas no se intersecan y la gente ha desarrollado un talento atroz para mirar a través del otro como si verdaderamente no interrumpiera su campo visual –algo que, dicho sea al pasar, un obeso irrecuperable pudiera encontrar deliciosamente novedoso–. Sin duda en ese ignorarse (llámese indiferencia o respeto) reside mucha de la libertad de las bisnietas posmodernas de la Eva desnuda y trasgresora de nuestras culposas y púberes lecturas bíblicas.

En estas chicas no hay sonrojos, no hay melindres ni gazmoñerías, avanzan confiadas en sí mismas. Si tienen que sentarse, lo hacen, sin aspavientos; cruzan generosamente las piernas y siguen su rutina, sin vergüenzas ni mojigaterías. No vi a ninguna que anduviera (como sí lo hacen nuestras latinas asustadas por eso de la culpa y del pecado, del “qué dirán” y de “lo debido”) jalándose la falda hacia abajo, doblando incómodamente las piernas, pretendiendo esconder en el pequeño continente de la tela el contenido desbordante de los muslos, como si a último momento, en la hora undécima, se arrepintieran de sus minúsculas prendas.

Ni en Tokio ni en Yokohama –habrá que agradecerlo–, caminan las muchachas pidiendo disculpas; saben lo que hacen o, al menos, parecen saberlo. Deambulan, ni escandalosas ni acomplejadas, mostrando libremente lo que se les antoja mostrar y por esa maravillosa emancipación del “porque me da la gana”.

Saturday, May 9, 2009

30.- Madre

Es difícil hablar de la madre sin caer en la cursilería o en la exageración grandilocuente. Tendemos a convertirlas en íconos de lo venerable y hasta nos las arreglamos para ponerle una madre a Dios, humanizándolo y haciéndolo nacer de una mujer “inmaculada”.

La madre enciende pasiones y con ella nadie puede competir (“todito te lo consiento / menos faltarle a mi madre”, dice el poema). Ella está sobre todas las cosas y se debe mantener fuera de cualquier disputa. Su sola mención en la boca del enemigo (“con mi madre no te metas”), abre las puertas de la furia y anuncia la tragedia (porque “la madre es sagrada”).

Juramos en su nombre como se jura ante la divinidad (“por mi madre”) y el más descastado de los criminales puede emocionarse frente a la anciana de mirada extraviada en la vejez que, si pudiera hablar (y si se diera cuenta y si fuera honrada), le diría lo arrepentida que está de no haberlo abortado. Porque todos tuvimos madre y muchas de ellas deben haberse preguntado “qué hice tan mal” cuando vieron las fieras en las que se convirtieron sus hijos.

Hay buenas madres y hay madres perversas, madres que se prostituyen por sus hijos y madres que prostituyen a sus hijas, madres que son capaces de tolerar la peor humillación porque sus hijos no tengan que sufrirla y madres que lanzan a sus hijos a la infamia porque son ambiciosas. Hay madres que dan alas y crean seres humanos libres y madres que castran y crían acomplejados. Madres que enseñan dignidad con el ejemplo y madres que hacen de sus hijos lobos para disfrutar –ellas– de sus presas. Hay para todos los gustos y, generosas o avarientas, ejemplares o viles, dedicadas o egoístas, monógamas o promiscuas, todas son madres.

La maternidad es un hecho biológico que se repite incansablemente sobre la tierra; nos reproducimos por la necesidad de seguir existiendo y el sexo (y el goce de la sexualidad, eso que tanto condenan –o envidian– algunos tonsurados) no es sino el mecanismo con el que la naturaleza nos convence amablemente de seguir embarazándonos y pariéndonos.

Las fiestas sirven para celebrar, pero también justifican nuestros olvidos. Podemos tener postergada a la madre todo el año pero si la llamamos en “su día”, nos sentimos bien. Pasa con ella, pero también pasa con el padre, los hermanos o los amigos. No olvidarse de “la fecha” suele interpretarse como una virtud y hacerlo, aunque del mejor hijo se trate, coloca al desmemoriado en la vergüenza (la culpa es religiosa pero la alimentan muy bien los comerciantes).

La celebración del “día de la madre” se remonta a los tiempos de los griegos y probablemente ya se festejaba antes. La primera madre es la tierra, la madre de todos, y la tierra siempre se identificó con lo femenino, con la fertilidad y la reproducción, esas cualidades sin las cuales esta vida no existiría y este planeta azul sería nada más que un páramo yermo como tantos miles.

Cada país escoge la fecha que mejor le acomoda; muchos celebran el segundo domingo de mayo porque los mercaderes se pusieron de acuerdo en prostituir el día que la norteamericana Ana Jarvis quiso (en recuerdo de la muerte de su propia madre) que estuviese dedicado a cada una de las progenitoras que en el mundo son o han sido; otros escogieron el primer domingo y otros se decidieron por el 10 de mayo (que fue la fecha original sugerida por Jarvis aunque luego se cambió –supongo que por razones prácticas– al domingo más próximo). Muchas naciones prefieren que coincida con alguna celebración “femenina”, ya sea civil, como el día de la mujer (8 de marzo) o la primavera boreal (21 de marzo), o religiosa, como la Asunción (15 de agosto) o la Inmaculada Concepción (8 de diciembre). Y no faltan los que aprovechan alguna festividad nacional, el recuerdo de alguna sacrificada heroína o el nacimiento de la reina para conmemorar a todas las progenitoras del reino, del sultanato o de la república.

En Indonesia, hoy, amanece otro domingo más (acá el día de la madre es el 22 de diciembre) y a nadie le importa que en Lima –y en muchas grandes ciudades “del otro lado”– miles de hijos olvidadizos o poco previsores estén buscando desesperados un regalo (descubriendo, una vez más, que no saben qué regalarle a sus madres porque ignoran sus gustos y porque jamás conversan con ellas).

Yo, de alguna forma estaré allá (cuando acá sea la noche y allá amanezca), acompañando a mis hermanas y a mi hermano, al pie del acantilado donde hace nueve años arrojamos las cenizas de nuestra madre, cinco años después de las de nuestro padre. Nosotros, que no vivimos una sola jornada sin pensarlos, estaremos allí (donde jamás he vuelto y donde acabaré mis pasos), con las rojas rosas de siempre, celebrándolos.

Sunday, May 3, 2009

29.- Japón o el silencio

Llegar a Japón es llegar al silencio. La conversación bullanguera, esa que en muchos pueblos es indispensable (y que a los latinos nos acompaña desde la sala de partos hasta el velatorio), parece haber sido erradicada como si de un estigma se tratara.

El respeto por la paz de los demás (que, en buen romance, es la otra cara de la moneda de la obsesión nipona por la propia tranquilidad) llega a niveles casi esquizofrénicos para quienes hallamos en el bullicio un compañero de jornada que simboliza que estamos rodeados de seres humanos y que seguimos vinculados al mundo de los vivos. El silencio es la ley de los cementerios (y solo cuando ha concluido el funeral y todos se han marchado).

Ni bien se baja del avión en el aeropuerto de Narita, amables damas de sonrisa fabricada y rostro pétreo te indican por dónde ir. Una vez en Migraciones, el encargado de aceptarte o no en el Imperio del Sol Naciente revisa los pasaportes con empeño detallista pero sin emitir palabra; al comprobar la veracidad de las visas, pone el sello y con la misma gélida amabilidad concede el paso. Recoger el equipaje es el mismo silencioso procedimiento y, si nada hay que declarar, la salida será guiada por más corteses, fríos y callados uniformados. Al atravesar la puerta que lleva a la sala donde en los aeropuertos latinoamericanos esperan decenas de familiares y taxistas peleándose por llevarnos (o llevarse nuestra maleta), en el aeropuerto de Tokio no hay nadie, o casi nadie.

Comprar el boleto para bus que se dirige a Yokohama o esperarlo bajo el frío del invierno implica estar rodeado del mismo mutismo. Viajar en el trasporte público, sea en el metro –esa maravillosa, eficiente, limpia y funcional telaraña– o en los buses –que pasan a la hora establecida y en los cuales a nadie se le ocurre sentarse en los asientos reservados para las embarazadas o los ancianos– es una experiencia traumática para cualquiera que relacione el bullicio con el hecho elemental de saberse vivo.

Pregunté a algunos japoneses (con los que pude comunicarme que, contrariamente a lo que uno pudiera suponer, la inmensa mayoría o no sabe o no quiere hablar en inglés) por las razones de su conducta, por los motivos de ese obsesivo deseo de no interrumpir la paz ajena, de no violar, con palabras de más, con ruidos molestos o con intervenciones en voz alta, esa pública intimidad de quienes caminan por las calles como aislados por cápsulas invisibles e impenetrables. Pocos pudieron explicarlo, alguno dijo “educación”, alguno pronunció “respeto”, pero varios aceptaron –sobre todo los más jóvenes y después de las insidiosas preguntas de rigor– que la razón pasaba, sí, de alguna manera, por la cortesía con el vecino pero que, en el fondo y en realidad, había una gran presión social, un temor reverencial a la censura, “al que dirán” de esos mayores que miran –siempre en silencio– con ojos de desaprobación. No sentí que era por el “es bueno respetar a los demás” sino que, más bien, era por el “no quiero que los demás se metan conmigo” que la gran mayoría se comportaba así.

Un ejemplo claro de esa consciencia de “hacerlo así porque es así como se hace” se encuentra en la respuesta que un japonés le dio a mi amigo Eddie. Estaban ambos por cruzar la pista, en una esquina, frente a un semáforo, por la línea de cebra, era tarde y, a pesar de que no había un automóvil alrededor ni a lo lejos, el nipón no movía ni un músculo esperando, inconmovible, que la luz pasara del rojo prohibitivo al verde permisivo para atravesar la calle. Curioso y temiendo violar alguna norma, mi amigo argentino le preguntó “¿hay alguna multa por cruzar cuando el semáforo está en rojo?”, a lo que el súbdito de Akihito contestó parco, “no creo”; “¿entonces, si no viene ningún carro y no hay multa, por qué no cruza”, “porque sería estúpido”, respondió el japonés amable y seco.

Al contrario de Singapur, no se trata de que exista (como en la isla-estado) el punitivo rigor de las multas feroces (por ejemplo, los 350 dólares que cuesta ser sorprendido comiendo en el metro), es que existe el rigor, más feroz, más poderoso, más disuasivo, de la censura pública, de avergonzarse y avergonzar a la familia siendo el “estúpido” que no hace lo que “se tiene que hacer” y rompe las reglas.

Los jóvenes (que suelen ser los que andan dinamitando normas y costumbres por esa saludable necesidad de ir contra la corriente) tampoco transgreden las fórmulas establecidas por el tiempo, y van callados. Sin embargo, se han atrincherado en la modernidad (esa arma que manejan con una habilidad que horroriza a los mayores), rompen el claustro (acá se entiende lo de “claustrofóbico”) y escapan del silencio por las rendijas digitales de sus celulares (que todos tienen), agarrándose feroces de los millones de mensajes de texto que lanzan al mundo desde esos teléfonos (con los timbres callados y los vibradores como única y sensual advertencia). Como modernos robinsones, arrojan miles de botellas al mar del ciberespacio para decirle a quien quiera escucharlos (o, más bien, leerlos) que están vivos, que tienen palabras y que la comunicación –que todos sabemos que corre el riesgo, sí, de hacerse tan ruidosa que nadie escuche– es mejor, siempre es mucho mejor, que ese silencio que convierte el cuerpo en una isla y el alma en un cementerio.