Friday, March 20, 2009

23.- Ping pong

“No hables con nadie, no le hagas caso a nadie, no le invites nada a nadie, tú solo entra y mira y cuando te aburres sales”. Las instrucciones eran claras y precisas. Esa noche estábamos Joe y yo en el viejo Volvo devorando kilómetros.

No supe dónde íbamos pero luego me enteré de que andábamos por Pat-Pong, el viejo barrio de tolerancia de Bangkok, hoy venido a menos. Es un lugar que quiere ser recuperado por nuevos negocios que intentan devolverle el aire de simpática y amigable zona rosa que tuvo antes y cuya primacía se robó, hace ya un tiempo, “Soi-cow-boy” y sus chicas “más jóvenes, más hermosas y más limpias”, según me asegura un amigo, gringo y hippie, que hace un tiempo es parroquiano leal de los fines de semana en la calle de los vaqueros.

La zona era oscura, las calles andaban medio abandonadas, los autos empezaban a escasear y, de no ser por esa idea elemental de “Joe trabaja para el hotel y es improbable que me lleve a una trampa porque su negocio son los turistas y no los asaltos”, me hubiera sentido algo más nervioso. Algunos consejos de otros “Joes” que en mi mundo han sido, me hacían sentir más aliviado. “Dejar los documentos en el hotel, no llevar jamás tarjetas, no cargar con las llaves y con nada de valor, solo el efectivo que se tiene planeado gastar o perder, si hay un asalto; nada de cámaras, nada de mapas, nada de guías de calles, nada que te delate como turista; no dudes, no pienses dos veces, pon cara de malo y actúa siempre como si tuvieras la certeza absoluta de lo que estás haciendo; no bajes la mirada, no mires como asustado y pisa firme, sin embargo, trata siempre de evitar un enfrentamiento, los buscapleitos y asaltantes nunca vienen solos, siempre traen compinches y aquí-corrió siempre es mejor que el aquí-murió”. Así que solo cargaba el efectivo y el pellejo (bueno, y los kilos) y avanzábamos por las avenidas que se hacían calles y por las calles que se volvieron callejones y llegamos.

“Ya sabes, pagas, son como veinte dólares, entras y ves el show”, así que, “sí mi capitán”, y entré. Antes de la puerta, en unas sillas viejas, se hallaba una docena de choferes aburridos. Imaginé que, como Joe, habían traído clientes al “ping-pong” y mataban el tiempo fumando y conversando. En la puerta había un tipo cobrando y otros “acompañándolo”, no lo sé pero tenían cara de esos que “conversan” contigo si a la hora de pagar la cuenta no te alcanza. Di el dinero que me pidieron, más de mala gana que gentiles, y entré.

Lo que se observa no deja de ser sorprendente. A primera vista es como cualquier otro centro nocturno con chicas con pocas ropas en el escenario y gente alrededor idiotizada. Fue imposible para mí evitar esa imagen del pasado que llegó de repente como un latigazo. Un lejano recuerdo –el más lejano que de estos lugares guardo en mí– llegó como llegan las tormentas en el Pacífico, sin avisar.

Tendría diecisiete, había empezado a “practicar” (en mi primer año en la Facultad de Derecho) y “mi tío Manuel” me había abierto las puertas de su notaría donde era “el baby”, porque era el menor entre la tropa de practicantes veinteañeros en el último año de la carrera y porque, es verdad, era “el recomendado”.

Entusiasta e ignorante (¿quién a los diecisiete no lo es?), me dejé arrastrar por los avisos de “show caliente en vivo” (y por el entusiasmo de las hormonas que, cuando bullen, dejan inútiles a esas aguafiestas de las neuronas) e ingresé a uno de esos sótanos infames mal iluminados que abundaban en la avenida Colmena, en el centro. Bajo el influjo de unas indigestas luces sicodélicas, una mujer, con más grasa que gracia, se contoneaba aparatosamente al ritmo de esa famosa melodía de puticlub francés venido a menos.

Como a los diecisiete se hace complicado ver mujeres desasiéndose de sus ropas y como, en esas circunstancias –y a esa edad– nadie es tan exigente, me senté. Como a los diecisiete todos somos idiotas –o eso quiero creer para no sentirme tan mal–, acepté más que complacido la compañía de otra damisela apretada cuyo escote privó a mis últimas neuronas de cualquier capacidad de discernimiento. Involuntariamente dije que “sí”, como un poseído cuyo cerebro ha sido succionado por los zombis, cuando me pregunto si le invitaba “un trago”. Cuando su mano atrevida tocó mi muslo (que entonces era joven, y más entusiasta amén de menos expandido) y me dijo “allá adentro hay un show privado”, mi babeante humanidad solo atino a decir “ya” y anduvimos los pocos metros que nos colocaron –después de superar el olor húmedo y a vinagrillo de una vieja y sucia cortina fucsia– en una especie de cabina telefónica que dejaba ver, a través de un vidrio ahumado por el calor corporal de las visitas previas, un podio donde una mujer, algo más beneficiada que la anterior en la proporciones que del reparto de carnes le tocó, moviéndose, con la gracia de una tortuga de mar en el desierto, mientras se iba desprendiendo torpemente de sus pocas ropas.

A estas alturas de más está declarar mi entonces nula experiencia en estas lides. Muchos de mis amigos del colegio me llevaban larga ventaja en estos juegos del “toma y qué me das” gracias a sus visitas constantes a célebres lugares repletos de mujeres “de otro nivel” (como me explicaba alguno) ansiosas de ligarse a algún clasemediero entusiasmado. Sus aventuras en “La Herradura” –bebedero nocturno al borde del mar–, en la avenida de la Marina –y sus sangucherías inolvidables y posmodernas– o en el “Swing”–discoteca de dudosísima reputación–, les habían otorgado una maestría que –en esos lamentables años de mi adolescencia– me hacía una alarmante falta.

Así, mal preparado, pésimo conquistador de barrio, rimador inútil, romántico de cantina (y, para colmo, abstemio), fui víctima de mi poca capacidad para razonar a esas alturas de la taquicardia evidente. Sin tener en cuenta la limitada capacidad de mis escasos recursos de practicante universitario, le dije “sí” al segundo trago de la noche que la sujeta me pidió y bebió en el acto con la misma avidez del árbol, bajo la única lluvia de verano, en mitad del desierto.

Lo demás es predecible. Algún trago más, pero no tanto, una mano audaz, pero no tanto, la nudista tras el vidrio desnudándose, pero no tanto, las palabras atrevidas, pero no tanto, y la cuenta inmensa, ¡y sí que tanto! El “pero, ¿cómo es posible?, con eso podría tomarme veinte cervezas…” inútil del jovenzuelo airado y la calentura enfriándose en los diez segundos que se demoraron tres negros inmensos en rodearme. La billetera entregando exánime hasta sus últimos centavos, la cuenta que no se saldaba, los matones cercándome y el billete, ese, el ahorrado “para las emergencias”, saliendo del rincón donde se hallaba doblado para salvarme el pellejo.

Mis últimos recuerdos son los sujetos mirándome con esa cara de “pobre idiota” y alguno de ellos, el más humano, diciéndoles “ya dejen ir al chico” que partía (partí) con la indignación en la garganta, el miedo en el estómago, la vergüenza en los pómulos y las lágrimas –infames, cobardes y traidoras– resbalándose por la mejilla ardiente y colorada.

Pero eso fue hace veintidós años; esa noche, en Tailandia, yo ya sabía…

Sunday, March 15, 2009

22.- El palacio del rey

El palacio del rey es muy hermoso. El mundo admira el palacio del rey. El palacio del rey es un palacio y todos somos súbditos en él.

Un rey, uno de esos que no somos nosotros, uno de esos que gobierna en nombre de dios o de sí mismo (porque a veces el rey es dios o, cuando eso es demasiado, se conforma con ser hijo suyo o conspicuo camarada que lo representa –en esas vulgaridades odiosas de presidir ceremonias, cobrar impuestos y eructar langostas–), un rey decidió un día, cuando agonizaba el siglo XVIII, que había que construir una nueva capital “al otro lado del río” y se lanzó (bueno, lanzó generosamente a sus súbditos) a la noble tarea de angostar sus días y anchar la gloria del reino edificando un conjunto de templos, residencias y oficinas administrativas que hoy son una de las mayores atracciones turísticas de Bangkok.

Los trabajos al oeste del río Chao Phraya (en cuyo detalle irrelevante de costos, en vidas y fortuna, nadie debiera reparar –y, de hecho, nadie lo hace–), dieron origen al desarrollo de lo que hoy es la moderna capital del antiguo reino de Siam, cuya joya máxima es el palacio. Un cúmulo de edificios brillantes y deliciosamente construidos se alza en un terreno de poco más de doscientos mil metros cuadrados para memoria de la imperecedera trascendencia de la monarquía (que esto de los reyes, en oriente u occidente, es más o menos la misma –sagrada– historia; monarcas inmortales que admiten –generosos y nobles– pasar una temporada en la efímera tierra para aliviar –con su presencia– la pesada carga de esta piedra –tan simplona– que es morirse).

El “río de los reyes” –que así se traduce “Chao Phraya”– es el medio de comunicación fluvial más importante de Tailandia y parte en dos la actual Bangkok. El turista curioso y entusiasta puede recorrer sus aguas a bordo de uno de esos cruceros nocturnos, bulliciosos y felices, en los que grupos de extranjeros –sobre todo árabes y rusos– no se dan cuenta –distraídos en la honesta tarea de pelearse un trozo de carne del bufet– del paisaje iluminado donde los templos destacan soberbios en medio de ese río surcado por pequeños y grandes botes. La travesía dura lo que demoran doscientas almas en devorar la comida, tomarse todo lo tomable y cantar, dirigidos por la voz noble de una escotada animadora que sabe canciones de todos los rincones del mundo y que nos –¿regala?– con “living la vida loca” cuando se entera de que somos latinoamericanos.

De día (y de cerca) el palacio es aún más glamoroso. Las paredes doradas impresionan a los turistas que toman (tomamos) cien mil fotos con nuestra intrascendente presencia entre la cámara y las paredes hermosamente adornadas con figuras fantásticas de dioses o demonios que amparan o asustan y ante los cuales los devotos pasan con respeto y los demás (con sus mochilas, sus botellas de agua, sus anteojos oscuros) pasan sorprendidos de la magnificencia pero sin preguntarse nada más allá del “dónde está el baño” o “qué almorzaremos esta tarde”.

Joe, mientras nos conducía al palacio, nos ha adiestrado, “vayan directamente a la boletería, no escuchen a los que quieren abordarlos en la calle, no les den dinero ni les hagan caso, ustedes caminen a la puerta de entrada y allí los atenderán las personas encargadas”. Por que Joe es generoso con sus consejos y avaro con su negocio. En la puerta del palacio, como en todas las puertas de todos los lugares concurridos por turistas, hay mil Joes esperando al siguiente pasante, al próximo viajero al cual ofrecerle alguna visita guiada, alguna vuelta por el museo, algún internarse por la ciudad de día y sus atracciones o algún perderse por la ciudad de noche y sus infinitas mujeres.

Hemos decidido ser fieles a Joe (algunas fidelidades son indispensables cuando se es turista) y seguimos sus indicaciones. Avanzamos por entre el mar de personas que pretenden convencernos de los mejores restaurantes y de los más exóticos paseos por la ciudad, y llegamos a la entrada. Como se trata de ingresar a un palacio –y como los palacios son lugares importantes–, no se admiten pantalones cortos (esos con los que todos los turistas deambulan por la ciudad –menos yo, que soy alérgico a los mosquitos y que algo de pudor guardo ante el exceso de mis muslos–), así que hay que pasar por el “vestidor” donde –para ser digno de la majestad de tan noble edificación– te proveen de unos pantalones deportivos de poliéster que –amén de ridículos– queman feroces las piernas de los pobres infelices que no tuvieron la precaución de ir con una ropa más afín a tan noble espacio que alberga –o albergó– a la célebre casta de los Chakri.

Lo demás es lo mismo; maravilloso, impresionante, sorprendente, pero lo mismo. Espacios amplios, construcciones suntuosas, templos revestidos de oro, paredes con maderas talladas al milímetro, altares enormes y opulentos, ornamentos fantásticos e inolvidables, fuentes, techos, puertas y avenidas por donde paseamos admirando la capacidad del hombre de producir belleza.

Claro, todo lo visto evoca de inmediato la imagen de los reyes, su liderazgo sabio, la forma en que hicieron de un pequeño reino un país que progresa. Todo hace pensar en esta monarquía indispensable para entender Tailandia, la monarquía que construyó el palacio donde se siente aún la presencia de tan iluminadas personas y en donde más de una vez se habrán desarrollado magnos eventos que fueron –sin duda– asombro de los reinos amigos y envidia de los enemigos.

Solo unos cuantos aguafiestas miramos con otros ojos y vemos en cada una de estas maravillas, las cientos, las miles de vidas entregadas, el trabajo de sol a sol, los capataces, las exigencias y los látigos, los plazos y los tiempos, los músculos cansados, los cuerpos alienados por el sudor, las mentes embrutecidas por el esfuerzo, los seres humanos sometidos o engañados –que engañar es someter al otro a nuestra mentira– ofreciendo sus días y sus noches, sus fuerzas y sus ganas, su fe, sus ilusiones y sus esperanzas, para construir la gloria ajena.

Solo unos cuantos pensamos en las miles de existencias donadas a la tarea de levantar la pirámide donde otro dormirá el sueño eterno –rodeado de tesoros que los miserables jamás verán ni en cien vidas–; a la labor de erigir el zigurat donde otro hablará –como él solo sabe y como él solo puede– con ese dios o esos dioses que no pierden su tiempo con la gente simple; a la faena de construir la muralla impenetrable para que los bárbaros de afuera no entren –y no reemplacen a los bárbaros de adentro–; a la actividad febril –trascendente o inútil, según se mire– de darle forma al panteón, al templo, al palacio, a la construcción imperecedera que sobrevivirá a los siglos, a las arenas y a las dinastías para recordarnos –a nosotros, tristes turistas armados de cámaras y tarjetas de crédito– que los hombres somos polvo, que la gloria del reino es lo importante y que todo lo demás –incluyéndonos– es solo la anécdota pasajera que le da el marco temporal a lo eterno de la estupidez humana.

Sunday, March 8, 2009

21.- Taxistas, hoteles y sastres

Cuando uno llega a un aeropuerto nuevo donde no tiene ni la menor idea de las distancias, no sabe qué tan buena o mala es la seguridad, no sospecha bien ni mal de los parroquianos que andan alrededor ni tiene la menor idea de cómo llegar al hotel donde le han hecho las reservaciones, lo mejor es tomar uno de esos taxis oficiales que ofrecen amablemente en los mostradores que se hallan justo después del control de aduanas. Así me lo recomendaron y así lo hice.

“Esos son más de cincuenta dólares”, le dije a la señorita que hablaba tan mal inglés como yo. “Bueno, señor, es que el trayecto es largo, su hotel está lejos, el taxi se va a demorar, por lo menos, una hora…”. A esas alturas de la noche, y tras un viaje que, entre trasbordos, esperas, demoras y burócratas, ya había durado como doce horas, dije “está bien, vamos”. Ella preparó el recibo, me cobró en dólares, me dio el vuelto en bahts –la moneda tailandesa– y me dijo “sígame”, con una de esas “mil sonrisas” que ofrece la propaganda oficial. El auto era nuevo y el taxista amable. El viaje de una hora duró veinte minutos y el revelador “acá tienes que regatear en todas partes, a nosotros nos costó la mitad” del desayuno, llegó demasiado tarde.

El hotel no era bueno ni malo, era decadente. Un hotel que seguramente gozó en algún tiempo de cierto postín pero que ahora no se aproximaba a las fotos maravillosas con las que nos convencieron en la página web, en la que, por ejemplo, una poza de dos por dos aparecía –gracias a un lente de gran angular– como una maravillosa piscina en la que planeaba pagar mis excesos cada mañana. Los ascensores viejos y los corredores peores. En cada piso había una especie de recepción que, en los días de esplendor, debió de utilizarse para un servicio personalizado y eficiente que ahora, abandonada, sirve para que los fumadores dejen las colillas de los cigarrillos justo en el basurero que dice “gracias por no fumar”.

La poca luz siempre me da mala espina. La habitación era vieja, las camas pequeñas y los colchones sobrevivientes de viejas jornadas entre turistas de bajo presupuesto y masajistas “plas-plas” (término que usan en Indonesia para hacerte saber que a los precios hay que sumarle los impuestos y que, por extensión, se usa para aludir al “y su agregado más” que no es difícil imaginar si de masajes se trata). La mesa del escritorio, elemental; la silla, endeble; y el congelador, vacío y ligeramente oxidado. El baño –obsesión de mis obsesiones–, agonizante. Los sanitarios rojo-amoratados, sospechosos; el piso –ligeramente cuarteado–, pidiendo perdón a unas cortinas –descoloridas– que clamaban venganza ante la silenciosa herrumbre de la bañera. Solo cuando mi amigo Eddie me dijo la mañana siguiente, “ché, qué querés, estás pagando treinta y cinco dólares”, recordé que el “confort” y las habitaciones baratas son inversamente proporcionales y que Eddie, que escogió el hotel, es un estoico sobreviviente de las incomodidades del desierto.

El desayuno –previa entrega de unos “tickets” que me recordaron las libretas de racionamiento– no era maravilloso pero se dejaba comer; los huevos revueltos y las papas fritas, el pan caliente y la abundante mantequilla, salvan cualquier buffet de la desgracia. Lo mejor fue encontrarme con Julieta y con Eddie, amigos míos y entrañables, por quienes me había aventurado –viajero haragán– a enrumbar hacia Tailandia para pasar unos días de diversión y conversa. Ellos, que me llevaban dos días de ventaja, ya habían “limpiado el terreno” y tenían información que vendría a redimir mi condición infame de turista distraído.

Lo primero, el transporte. Por quince dólares el día, Joe y un viejo Volvo, nos proveerían de la movilidad indispensable. Joe debe tener unos treinta años, habla suficiente inglés como para dejarse entender, y se halla parado en la puerta del hotel junto con otros choferes que ofrecen el mismo servicio. Los automóviles –él me lo contó después– no son de ellos, son “de la empresa” que se los alquila. Parece que con la abundancia de turistas (un poco maltratada por la toma de los aeropuertos por parte de activistas de la oposición a fines del 2008) hace que el negocio sea rentable.

El primer viaje es al sastre, “porque no hay mejor lugar para hacerse ropa a la medida”. Allí está Sammy, un tipo muy simpático. Él (y casi todos los de la tienda) son de la India, emigraron en busca de una mejor vida y en Bangkok (y en Jakarta, y en Singapur y en medio Asia) han abierto las famosas sastrerías indias, “con la mejor tela y el mejor servicio”. De lo primero no puedo dar fe, por ignorante. Acostumbrado a andar con ropas comunes y silvestres (de esas que le enroncharían la piel a algunos de mis aristocratizados amigos), se me hace complicado diferenciar entre una buena tela y “una mejor”. Puede ser que entre la sensación plástica del poliéster y el fresco alivio del algodón tenga suficiente distancia como para no extraviarme, pero cuando se pasa al terreno del detalle, de la precisión, de la calidad definible solo por expertos, soy un fiasco (confesión que es poco inteligente hacer frente al que te está vendiendo “las mejores telas” a un precio –según él– insuperable).

Sammy es amable y cortés, Sammy sabe su trabajo y me toma medidas con precisión y rapidez, Sammy hace las cosas con tal ligereza que hasta me olvido por un instante de su esfuerzo por transformar mis excesos en números que reflejen las proporciones necesarias de esa camisa o de ese pantalón que vendrá al rescate de los maltratados de mi última compra en la tienda para gordos. Un sastre así es una maravilla en un lugar del mundo donde –todavía– la obesidad no es un problema de salud pública y donde –por el contrario– el metro sesenta y los cincuenta kilos se consideran absolutamente normales. Si no fuera por esa gota de sudor que lo traiciona, se diría que a Sammy no le cuesta trabajo transformar mis redondeces en esos guarismos que solo él puede entender.

La conversación es larga y es amena, Sammy y los otros tienen tiempo para todo, nada los apura, el cliente es primero y así hablamos de Japón –donde viven mis amigos– y de Indonesia –donde vivo yo–, hablamos de la India, de la casa, del hogar, de los viajes y de los paseos. Una cosa lleva a la otra y le hago a Sammy la pregunta que tenía atravesada desde que leí que Tailandia es –aún más que otros países del sudeste asiático– el paraíso de los solteros. “Sammy, ¿cuál es la playa que nos aconsejas visitar”, pregunto como quien no quiere la cosa. “Eso depende”, me responde, “si es un viaje familiar o de diversión”. “Digamos que no tengo hijos”, contesto y él sonríe. “Perfecto, si de diversión se trata, visiten Pattayá, allí la fiesta nunca termina”. “Muy bien”, interviene Eddie que ha estado escuchando nuestra conversación, “iremos a Pattayá y esta vez el hotel lo escoges tú y a ver a dónde nos llevas…”.

Pudimos quedarnos allí toda la mañana pero Joe nos esperaba. Íbamos a ir “al palacio del rey” y debimos despedirnos. La ropa, “lista para llevar”, estaría terminada en tres días “pero mañana en la mañana hacemos la prueba”.

Joe enrumbó al palacio. En el camino (yo me senté adelante) me habló por largo rato de las maravillas turísticas de su patria. Porque Joe no solo maneja, también hace de relacionista público o representante de una serie de empresas locales que prestan servicios para los millones de turistas que llegan a Tailandia. Con Joe el aburrimiento es imposible, su cartera de posibilidades va desde la sastrería a la que fuimos hasta el palacio del rey, pasando por templos, restaurantes, palacios, clubes, mercados, excursiones y cuanta cosa pueda uno imaginar hacer o deshacer –de día o de noche– en Bangkok, ese lugar fascinante y sórdido, luminoso y turbio, interesante.

“Esta noche vamos al ping-pong”, me dijo en tono cómplice. Solo horas después descubriría uno de esos bares surrealistas, donde las mujeres desnudas realizan unos bailes mundialmente famosos. Es un lugar repleto de mujeres sirviendo y tomando alcohol, mujeres bailando, mujeres esperando, mujeres y mujeres, donde los únicos hombres somos los turistas (aunque también hay mujeres, y muchas) y la media docena de “elementos de seguridad” que con caras de perro y sin saludar, te reciben en la puerta.

Sí, en la noche fuimos al ping-pong, pero antes fuimos al Palacio.

Monday, March 2, 2009

20.- Vacunas en Tailandia

Llegué tan temprano al aeropuerto que la señorita aquella del moño ceñido y los ojos licenciosos, me preguntó, entre coqueta e incrédula, “¿seguro que no desea viajar en el vuelo de la mañana?, estamos aún a tiempo…”. Dije que sí porque me es complicado decirle no a las chicas buenas que parecen malas y porque ese “estamos”, tan plural y tan falso, me encantó. Además –la feroz verdad sea dicha–, dije que sí porque tengo una vieja y escatológica fijación con los baños y, entre los de Yakarta (viejos, escasos y sucios) y los de Singapur (nuevos abundantes e impecables), “no hay dónde perderse”, como solía decir mi amigo Pedro.

La espera en el Aeropuerto Internacional Changi de esta ciudad/isla/estado fue plácida y pasteurizada. Singapur es el ejemplo de cómo una sociedad odiosamente punitiva –que multa todo y por todo, con leyes que se cumplen o vas preso– funciona porque los seres humanos seguimos siendo unos patanes, más o menos simpáticos, con arranques bárbaros que hay que contener a punta de gendarmes (que, claro, también son salvajes pero con uniforme y autorizados por el gobierno por eso del “monopolio estatal de la violencia” que estudié hace veinte años en la Facultad de Derecho y que nunca terminé de creerme porque eso de que “las bestialidades son exclusividad del estado” me sigue sonando ligeramente fascista). Con todo –y perdóneseme la previa y melancólica digresión–, la gente amable, los servicios impecables, la comida sabrosa, las ofertas llamativas y las mujeres hermosas hacen de la espera en el terminal aéreo singapurense un buen momento para relajarse y comprarse (con tarjeta de crédito) esas mentiras deliciosas del progreso y el “confort”.

El vuelo a Tailandia fue cómodo y amable como las azafatas de la línea aérea más célebre del sudeste asiático (con sus metro setenta, sus piernas infinitas y esos inolvidables vestidos –al mismo tiempo sensuales y elegantes– que hacen olvidar al más asustadizo –mea culpa– el natural temor que nos causa volar con alas prestadas). Noventa minutos son suficientes para gozar de una atención amable e impecable y llegar al moderno y frío aeropuerto tailandés.

Lo que sigue es la rutina (en infinitivos –por lo interminable–) de tratar de ser admitido en un país como el turista simpático y endeudable que uno pretende ser ante los encargados de migraciones que en casi cualquier parte del mundo (no en Singapur donde hasta caramelitos te regalan) nos odian un poquito.

Avanzar por largos pasadizos, arrastrar el maletín de mano (que siempre pesa demasiado), revisar los papeles, ignorar la tienda de chocolates, llegar a la fila de espera y escuchar a la señorita encargada (que, por no parecer débil, nunca sonríe) que debo ir no sé a dónde –porque no entiendo su inglés tan mascado como el mío–, verla desesperarse tratando de explicarme lo que no comprendo y saber que no me va a dejar pasar, que debo hacer algo –no sé qué– que no hice antes, allá, por donde vine, a la izquierda.

Dar media vuelta, buscar al uniformado más cercano, explicarle lo que no tengo claro, verlo pensar, oír pedirme el pasaporte, dárselo y observar cómo descubre lo que sucede, cómo se le ilumina el rostro con el acierto, cómo sabe ya que es indispensable que presente un certificado de haber sido vacunado contra no sé qué odiosa enfermedad tropical (nadie entiende que Lima no es Iquitos) contra la que mi neurosis me vacunó hace meses justamente porque venía al Asia y allá (en América) son ellos (los asiáticos) los posibles infectados que se libran de la cuarentena indignante después de la propina respectiva con la que el de migraciones se hace que vio, aunque no viera, el certificado correspondiente (pero ese es otro cuento y es largo como la corrupción que tan emotivamente nos hermana).

Entender, aceptar, regresar, encontrarse con el cartel ignorado, leerlo (“relación de países que requieren certificado de vacunación contra la fiebre amarilla”) y acercarse al mostrador que dice algo así como “control médico” para darse cuenta –ingenuo inútil– de que a la media noche no hay nadie que atienda, nadie que ponga el sello indispensable, nadie que demuestre que no tengo fiebre amarilla, nadie que decida que me encuentro lo suficientemente sano como para compartir mis días (y mis noches) con la tremendamente amable población tailandesa.

Esperar, dar vueltas, aprender cada uno de los carteles que anuncian cualquier cosa, zapatear aburrido, silbar un valsecito nostálgico, retar a la paciencia, empezar a maldecir quedito, como quien no quiere, preguntarse dónde diablos está “el doctor”, dar más vueltas, y entender que cuando el encargado de otro mostrador dice “toque” es por voluntarioso y no porque piense que soy tarado y que aún no he golpeado la puerta del cubil donde los burócratas suelen esconderse para hacernos creer que hacen algo importante mientras duermen o dormitan su flojera.

Aceptar como válidas las caras de “no sé” y los “espere” de cualquier uniformado que pasa por el corredor y verificar, media hora después, que el médico regresa caminando pacientemente de la cafetería, del baño o de donde fuera que se fue, que no pide disculpas, que no mira a los ojos, que se sientan en el trono de su silla reclinable, que se escuda tras el poder efímero del mostrador que lo protege, que me entrega aburrido un formulario, que me dice “llénelo” sin explicación alguna y que se pone a leer quién sabe qué revista en un alfabeto incomprensible.

Poner “no” en todas las casillas, jurar que soy más sano que un atleta adolescente, que no he estornudado en el viaje ni porto en mis venas bacteria alguna que ponga en peligro la seguridad nacional, ver cómo al tipo no le interesa lo que escribo, observar cómo ignora mi certificado de vacunación, cómo me dice “firme”, cómo detesta estar allí a esa hora, cómo pone el sello y dice “vaya” como quien dice “déjeme en paz” y enterarme (en el desayuno de la mañana siguiente) que “no se necesita ninguna vacuna ni certificado, eso de la vacuna obligatoria lo dicen los carteles pero como necesitan más turistas basta con llenar la ficha donde declaras que estás sano y te dejan pasar”.

Volver por donde fui (y de donde me devolvieron), hacer otra cola, encontrarme, (¡malditas coincidencias! –“señales” las llamaría mi amigo Boris–), con la misma antipática encargada de Migraciones, fraguar otra vez una sonrisa, repetir “turismo”, “una semana”, “gracias” y pasar a buscar una maleta roja que –¿señales, anuncios, premoniciones?– da vueltas en la banda sin fin, abandonada e inútil, como la prostituta que espera –ya sin esperanza–, en la calle infinita, al cliente trasnochador de presupuesto exiguo que anda pidiendo descuentos a las cuatro de la mañana.