Sunday, January 31, 2010

35.- En contra de la esperanza

Cuando Pandora cerró el ánfora y logró retener a la Esperanza dejándonos a los mortales con los bienes en estampida y los males infestando el mundo a su antojo, ¿nos hizo un favor o cumplió –total, los griegos eran predeterministas– con un macabro plan que el incontinente Zeus había trazado, rencoroso y enfurecido con la generosidad de Prometeo para con los humanos? Eso no está claro, pero muchos siglos después de que esa creencia se hiciera mitología, José Zorrilla escribió “la esperanza es de los cielos / precioso y funesto don” y bien pueden esos versos servir de respuesta.

Recuerdo que en mi casa había, cuando éramos chicos, un hermoso libro cuyas tapas estaban forradas en pan de oro. Alguien, ya no sé quién, se lo regaló a mi hermano. El libro, que no era tal sino un montón de hojas en blanco bellamente empastadas, contenía, escritas a mano, una serie de frases y refranes. “El que vive de esperanza, muere desesperanzado”, decía una de sus páginas y siempre me he preguntado qué tan cierto es aquello.

En Haití, por ejemplo, y esto me lo contaba Giori que se ha ido allí a ayudar de verdad a los que lo necesitan y no se queda, como nosotros –en nuestras cómodas casas– o como los periodistas mercenarios –atrincherados cobardemente en los hoteles–, veinte mil personas han quedado mutiladas después del terremoto, y otros miles de niños, también, se han quedado sin padre sin madre o sin ambos, mutilados de familia. ¿Debieran ellos tener esperanza?

Las generalidades no ayudan; el sufrimiento de muchos no es el sufrimiento de nadie en concreto y bien podemos soslayarlo distrayéndonos con el ruido ensordecedor de las ciudades. Pongámosles cara y nombre y lugar y espacio y preguntémonos, entonces, si esas personas deben abrigar esperanzas o si hacerlo solo prolonga su sufrimiento.

Cindy, la chiquilla filipina que dejó los estudios y emigró y terminó vendiendo helados en Macao para tener un permiso legal de residencia. Cindy, que se la pasa parada todo el día soportando los avances de todos los chinos corruptos y nuevos ricos que van allí a gastarse lo que no pueden gastarse en Pekin o Shangai. Cindy, que después de su jornada se queda hasta la una o dos de la mañana limpiando casas –ilegalmente– para tener un poco más de efectivo para enviárselo a su madre que cría a la hija que tuvo con ese novio flamígero que desapareció apenas escuchó la palabra embarazo. ¿Debe Cindy tener esperanza?

Obdulia, la provinciana peruana que limpia casas de ricachones en Miami y vive en un cuarto con sus dos hijos. Obdulia, la del marido al que ella ayudó, con sus ahorros, a llegar hasta “el sueño americano” y que luego, porque él no regresaba, fue a buscarlo para tener a toda la familia junta y lo encontró con la querida. Obdulia, cuyo marido ya tiene la residencia porque se casó con una cubana para sacar los papeles y que, divorciado ya, no le da la gana de casarse con ella (porque era su marido y no su esposo) y más bien la amenaza, cada vez que se atreve a reclamarle lo de la amante, con que la va a denunciar para que la deporten y le va a quitar a los hijos (que sí tienen residencia porque llevan el apellido del padre). ¿Debe Obdulia tener esperanza?

Lucy o Susy o Wendy o como se llame en realidad la prostituta tailandesa que emigró a Singapur y que espera a sus clientes solo a dos cuadras del centro de Orchard Road. Lucy, que vive lejos de su aldea y que solo aguarda ahorrar un poco para regresar. Lucy que debe, antes, pagarle al que tramita las visas, al agiotista que le prestó para el pasaje, al dueño del cuarto en donde duerme con otras tantas Lucys en las mismas condiciones. Lucy, que sabe que será prostituta toda la vida o, al menos, hasta que el cuerpo alcance o la mate el sida o vengan otras, mismas Lucys pero más jóvenes, a quitarle el sitio. ¿Debe Lucy tener esperanza?

Josefina, la mujer que limpia las habitaciones en ese hotel barato para largas estadías en La Condesa, en México. Josefina, que trabaja todo el día, todos los días, que descansa una vez a la semana y dedica ese domingo a ordenar su casa para que no se venga abajo. Josefina, a quien el marido engaña con otra y no quiere irse y no paga nada y vive de ella y más de una vez le ha levantado la mano. Josefina la de la hija quinceañera que, abotargada por la propaganda, la imbecilidad reinante y los líos entre sus padres, cree que está gorda y ha practicado tanto la bulimia que su cuerpo ha convertido el vomitar en una costumbre que ahora es automática y ya no retiene alimentos y la desnutrición la está matando. Josefina, que no tiene el dinero para la operación indispensable y que sabe que la hija se le muere en cualquier rato. ¿Debe Josefina tener esperanza?

Nacemos solos y morimos solos. A veces, muchas veces, vivimos solos. Hagamos lo que hagamos allí está el fin, la muerte, la última soledad, vigilando –acechando– nuestra existencia como la espada de Damocles. ¿Deberíamos tener esperanza?

¿No es la esperanza –como la fe– ese “opio del pueblo” tantas veces denunciado? ¿No nos adormece la esperanza? Dante colocó un letrero en las puertas del infierno, “el que entre aquí abandone toda esperanza” y a veces dan ganas de creer que eso habría que escribir en los portales de todas las maternidades. Sin embargo, quiero creer que los que se tientan a pensar como yo se equivocan, quiero creer que –una vez más– estoy equivocado.

Giori, aquel que dejó la comodidad de su oficina para irse a cargar sacos de harina y repartirlos entre los desamparados de Haití, me envía, desde ese infierno, donde ciento cincuenta mil cadáveres se pudren y un millón de personas lo han perdido todo, unas fotos maravillosas de unos niños sonriendo, con los ojos de luna llena, como diciéndole el “no pasarán” a la desesperanza y a la muerte que los cercan.

Quizá allí esté el secreto, en la alegría de esos niños, en su sonrisa, en eso tan humano. Esa misma sonrisa que, por instantes –luminosos instantes– he visto aparecer en los rostros de las Cindys, las Lucys, las Obdulias y las Josefinas que han cruzado por mi vida.

Quién sabe si la alegría sea la verdadera cara de la esperanza.

Saturday, January 23, 2010

34.- Yapanisonli

¿Cuál es la diferencia entre la represión y el autocontrol? En ambos casos se trata de dominar los naturales impulsos a los que, animales al fin, estamos inclinados. Desde las más antiguas sociedades, la fuerza –o la amenaza de su uso–, ha sido un persuasivo efectivo. Nadie se metía con la mujer del jefe de la tribu porque nadie quería terminar con la cabeza partida de un mazazo. A su vez, y por más hambre que tuviera, nadie se comía las ofrendas de los dioses porque nadie quería que le achacasen las próximas calamidades, ni soportaba la idea de sufrir el desprecio social, algo peor que la celosa maza abriéndonos el cráneo.

El miedo nos controla hasta donde puede controlarnos. Enmarcamos nuestras actuaciones públicas dentro de los límites que imponen los códigos, ya sean los legales o los sociales, pero no más. Dueños de nuestra intimidad, donde ni el Estado ni la sociedad pueden ingresar, damos allí rienda suelta a nuestros arranques y a nuestra fantasía. Eso me pareció entender en Japón.

La formalidad rige la vida de la gente. El silencio –ese que a nuestra latinidad se le antoja un monstruo– es una norma; se respeta escrupulosamente en los buses, en el metro, en el supermercado. Aún en una sala de juegos, donde los aparatos chillan anunciando ganancias, la gente se mantiene callada, sin grandes expresiones de frustración o de alegría, como si solo el ruido metálico de las máquinas estuviera permitido.

Se respetan las normas “porque hay que respetarlas” y, como le contestaron a mi amigo Eddie cuando le preguntó a un japonés por qué no cruzaba la pista, aún con el semáforo peatonal en rojo, si era obvio que no venían automóviles por la calle, “porque no soy estúpido”.

No hay policías. En una semana, paseando de noche y buscando, como siempre, zonas complicadas (toléreseme el eufemismo) solo vi un patrullero en Shinjuku. En pleno mediodía un auto policial había detenido un coche y estaba interviniendo al conductor. Nadie parecía fijarse en el hecho, el “si no es tu asunto, no te metas” es una norma no escrita.

Sin embargo, como Hamlet sospechaba, “algo se pudre en Dinamarca”. Algo sucede que no sabemos pero que vislumbramos, algo “diferente” subyace bajo tanta civilización. Tanta rigidez, tanto acartonamiento, tanto deber y tanta tradición, no son indefinidamente soportables. Una olla a presión estallaría si no tuviera un “desahogo” (curiosa palabra utilizada en el México de las masajistas extrovertidas) que liberara –discretamente– el vapor acumulado.

Entonces es cuestión, como sentenció Yuki, de echarse a andar y hallar, por ejemplo, a la salida del metro de Yokohama, una tienda donde venden revistas de manga (la famosa historieta o cómic). Si resulta interesante saber que allí no hay ni un solo muchacho leyendo al odioso ratón “Miqui”, más llamativo resulta confirmar que la inmensa mayoría de los miles de ejemplares que allí se ofrecen contienen las más variadas, malabáricas y lascivas fantasías. En esas publicaciones despunta la presencia protagónica de célibes muchachitas adolescentes vestidas casi invariablemente de escolares. Es el paraíso de las Lolitas libinidosas que, a veces consintiendo desde el principio y otras forzadas por algún depravado al que luego miman, se someten a las más alucinantes variaciones sexuales. Los primeros planos y la proliferación de fluidos esparcidos por todas páginas terminan siendo tan hastiantes y empalagosos como una de esas películas pornográficas donde hasta el camarógrafo interviene entusiasta.

Esa fascinación por la “inocencia” se halla también en tiendas de lencería que, en vez de complicados encajes negros o escarlatas o en vez de sedas y transparencias, abundan en prendas casi infantiles, de algodón, blancas o en todas las tonalidades del rosado, con mariposas y florecillas, absolutamente castas, tanto como las púberes imaginadas que aparecen inmortalizadas en los libros de manga.

El área de Shinjuku es toda una experiencia. Junto a tiendas de electrodomésticos y cafés, se levantan, por ejemplo, cinco pisos que contienen la más grande tienda de películas pornográficas con la que me he cruzado en la vida (más grande aún que esas inacabables “sex shops” de Miami que tienen toda una sección dedicada a lo más variado del cine de la triple X). Cinco pisos de videos donde las diferencias se hallan en los colores de las portadas pero que –según se observaba en las pantallas que exhibían los “priviús”– dan vueltas, con uno que otro giro, al eterno tema de la mujer –casi siempre con cara inocente y falda minúscula– enfrentada a los instintos más o menos rampantes de media docena de actores.

Poco más allá, protegido por la discreción de lo subterráneo, se puede encontrar un cine en el sótano de un edificio donde se proyectan películas “para adultos”. En lo que me recordó a las tardes más decadentes de los cines Colón o Brasil de mi adolescencia, hallé allí, en una sala a media luz, un par de docenas de ancianos que trataban de robarle a la proyección algo de calor que los protegiera del viento invernal y penetrante que afuera corría.

Para los más tímidos –que los japoneses piensan en todo– se encuentran, cuadras más, cuadras menos, varias tiendas de alquiler de películas. La única diferencia es que el cliente no se lleva el video sino que lo renta para verlo allí, en unos cubículos por los que se paga por hora. No vi a nadie entrar emparejado, así que supongo que se trataba, como en todos los casos anteriores, de otro reino del onanismo más o menos público, más o menos supuesto, más o menos aceptado. Reino de abandonados y solitarios en un Tokio donde nadie conversa con nadie, donde nadie mira a nadie y donde los seres humanos son mutuamente transparentes e ignorados.

Finalmente vienen los famosos clubes, los “water business”, los “soap lands”, los “host club”, los “fuzoku”, las casas de masaje tailandés, los burdeles clandestinos y todos esos lugares de los cuales Yuki me habló. Poco o nada puedo decir de ellos; en cada entrada recibí un “no”, en cada puerta me detuvieron haciendo una cruz con los brazos, en cada umbral uno o varios tipos con cómico aspecto de criminales de película (lentes oscuros, terno negro, pelo corto y pintado) repitieron el “yapanísonli” que impidió a este gris cronista de callejones y lupanares entrevistar a alguna amable señorita para tener algo más que compartir con sus curiosos lectores.

Saturday, January 16, 2010

33.- Yuki

Yuki tiene veinticinco años y trabaja en un “cabakura”, una especie de club. El local está bajo la protección de la “yakuza” (los chicos malos de Japón) y ella puede hacer un promedio de cinco mil dólares al mes en una jornada de cinco horas diarias, seis días a la semana. Todo esto sucede cerca de la estación Yokohama, en el puerto del mismo nombre.

Yuki puede atender visitas de extranjeros porque estudió en los Estados Unidos “hasta los veintiún años” y habla inglés, algo que sus compañeras no pueden hacer pero que tampoco necesitan, casi todos los clientes, salvo algún cronista curioso o extraviado, son japoneses. Le pagan como veinticinco dólares por cada hora y recibe comisiones por todos los vasos de alcohol que consigue que le inviten.

Yuki se ufana de sus muchos “clientes fijos”, esos que en Latinoamérica serían “parroquianos”, visitantes consuetudinarios que se sienten perdidamente atraídos por ella y que gastan cientos y miles de dólares por gozar de algunas horas de su compañía. Cuatro de cada diez repite el plato y se convierte en reincidente. Esos gastan más porque se empeñan en complacer los gustos de la redondeada muchacha (algo extraño en un Japón sintético y despótico, si se comprende aún ese juego de palabras pasado de moda, como yo).

Yuki, que primero dice que no tiene angustias económicas porque el papá es arquitecto y la madre “importadora de cosméticos”, le paga la universidad a su hermano. La mamá de Yuki, antes de dedicarse al comercio exterior era “maiko”, aprendiz de geisha, y se enamoró del padre de Yuki, un cliente persistente con el que finalmente se casó.

Yuki sueña con tener el dinero suficiente para hacer un cabakura para mujeres, dice que de eso no hay en Japón, que es una sociedad machista. Cuando lo piensa un poco más confiesa que no sabe lo que quiere pero que un bar así “sería un buen negocio”. Su “vida útil” en este trabajo es corta, podrá permanecer cinco año más, hasta los treinta.

Yuki cuenta que para empezar en uno de estos clubes es necesario que alguien te reclute, hay sujetos que andan buscando jovencitas hermosas y medianamente preparadas para este empleo. Por cada chica que llevan, los dueños de los cabakuras les dan una comisión.

Yuki tiene que invertir en su apariencia, las uñas sobredimensionadas y pintadas de forma estrambótica “están de moda” y son una obligación. “Si no me pinto las uñas o si no me hago un peinado cada día, me multan”, es decir, se lo descuentan de su salario.

Yuki se ríe, “¿japoneses reprimidos?, de alguna manera, pero no”, lo que abunda en Japón son los lugares “de tolerancia”. “Las prostitutas están en Ginza”, allí empezaron a acudir las jovencitas japonesas que se alquilaban para regocijo de las tropas vencedoras norteamericanas después de las bombas atómicas. También producto de la necesidad de “relajar” a las tropas democráticas del tío Sam surgieron plazas de tolerancia en Tailandia (Pattaya) y en Hong Kong (Wan Chai), y solo son ejemplos.

Yuki dice que los “water business”, los “soap lands”, los “host club”, los “fuzoku” están en Ginza y en Shinjyuku, si vas por Tokio, “pero también acá cerca, en Kannai, encontrarás esos lugares” donde el sexo se vende (se alquila) más o menos explícitamente.

Yuki me explica que “la gente viene para hablar” y parece cierto. Hay varias chicas que acompañan, en otras mesas, a una serie de clientes. Al contrario de cualquier otro espacio público en Japón, allí las personas hablan desenvueltas, levantan el tono de voz, se ríen a carcajadas, escandalosamente, como sucedería en cualquier país de Latinoamérica. Los japoneses parecen relajados por primera vez. “Vienen directamente del trabajo, salen de la oficina y se vienen para acá, por eso la actividad comienza como a las seis de la tarde”, no se trata de gente de bajos recursos, “para venir acá hay que ser ejecutivo, hay gente que gasta cientos de dólares en una noche, vienen, se sientan con nosotras, nos miran, juegan a enamorarse y, sobre todo, conversan, conversan de todo, del trabajo, de los problemas de la oficina, de la casa, de la mujer que también es ejecutiva y con la cual no puede comunicarse porque esta es una sociedad muy competitiva”.

Yuki señala que “por eso no entran extranjeros, porque no entienden cómo funciona este lugar, no comprenden que se pueden gastar muchos de dólares y, en el mejor de los casos, si la chica quiere, podrán agarrarle la mano o acariciarla”.

Yuki dice que tiene una vida propia y un novio. Vive tranquila, sus padres saben en qué trabaja porque “no hago nada malo” y, además, “acá aprendo mucho porque toda esta gente es educada, acá vienen banqueros y economistas y me hablan de todas sus cosas”.

Yuki cree que trabaja en “en un lugar decente” y, de alguna manera, es verdad. Cada media hora (porque, como en un estacionamiento para automóviles o un karaoke, cobran por tiempo) se acerca uno de los encargados y muy amablemente informa que cargarán treinta minutos más (y sus respectivos yenes) a la cuenta.

Yuki también es decente (como sus jefes) y generosa (como su escote). Parece que le caigo en gracia, que eso de “voy a escribir un artículo” la entusiasma. Solo ha bebido un whisky, “porque tengo que pedir algo para estar contigo”, y es el trago más barato del lugar. Se lo agradezco.

Yuki no sabe quién es pero no tiene tiempo para esas preguntas. “En Japón todos somos ateos, porque si hubiera dios este mundo sería mejor”, dice sonriendo con amargura mientras yo me despido sin contar el vuelto que dejo sobre la mesa, en el mismo sobre blanco y elegante en el que me lo han dado.