Saturday, February 27, 2010

38.- Londres (y el teatro)

Si tuviera que elegir una razón para volver a Londres no sería por la majestuosidad de sus monumentos y palacios, ni por sus museos interminables, ni por sus bibliotecas infinitas, ni siquiera por las minifaldas agresivas de sus mujeres arrogantes y hermosas (aunque más de un amigo prefiera cabelleras californianas, caderas brasileñas, ojos italianos, o delicadas y firmes manos asiáticas). Si tuviera que dar una sola razón para volver a Londres, sería por sus teatros.

Caminar por el “West End” es una delicia, a cada paso aparecen teatros en los que, si bien abundan los musicales, también pueden verse obras de Shakespeare o Moliere, de Beckett o de Pinter. Entre los teatros abundan los cafés, los bares, los restaurantes donde, antes o después de la función, puede uno calentarse con un capuchino o entusiasmarse con una cerveza o engañar el hambre con un muy británico “fish and chips”.

Lo primero que debe hacerse es tomar una decisión y entonces Hamlet llega con todos sus ímpetus y el “ser o no ser” se apodera de uno inmisericorde. ¿“Noche de reyes” o “El fantasma de la ópera”? ¿“Stomp” o “Chicago”? ¿“Esperando a Godot” o “Los miserables”? Cuando se tiene tanta variedad el asunto se pone complicado. Es como enfrentarse a uno de esos “buffets” inmensos (en uno en esos hoteles de plástico en Las Vegas) o a una carta interminable de vinos (que no tomo). Felizmente, como la zona atiende a más de un millón de espectadores cada mes y como no todos los teatros tienen funciones todos los días, la decisión se aliviana entre los “ya no quedan entradas” y los “hoy no hay función”. Resuelto aquello hay que proceder a comprar.

Adquirir una entrada para una obra de teatro es un rito, no un trámite. Por esa razón, si bien en las calles abundan las tiendas y los quioscos que venden boletos rebajados y “llamadores” que ofrecen “los mejores sitios” y “los mejores precios”; desprecié esa opción. Comprar en esos puestos es como hacerse de una novela en un supermercado. Algo parecido me pasa con la adquisición de entradas “on line”, eso que los precavidos realizan con meses de anticipación, la misma noche que separan el boleto de avión o reservan la habitación del hotel; cierto, son compras reales, simples y prácticas, pero sin alma, sin linaje, espurias como los libros digitales, el café descafeinado y el sexo con preservativo (y no nos pongamos melodramáticos que en cien años, anticuados y postmodernos, cardiacos y deportistas, precavidos e irresponsables, estaremos amable y definitivamente muertos).

Para comprar un boleto de teatro hay que caminar, ir a la puerta misma, pasar por los carteles, respirar el aire del lugar y acercarse con incertidumbre. ¡Si hasta resulta placentero es encontrarse con los letreros de “entradas agotadas”! (no porque sufra de algún “masoquismo esquizofrénico” –si eso existe-, sino porque anima ver cómo la gente llena las salas). Por supuesto que es mucho más emocionante aún acercarse a la ventanilla de los teatros que no tienen los avisos de “todas las localidades vendidas” y preguntar qué sitios quedan para la función de la noche y escoger ese lugar que no es el mejor (porque los mejores, o ya fueron tomados o, si alguno nos coquetea, es impagable) pero que, como alguien dijo, “no importa, porque esos teatros están bien construidos y en un buen teatro todos los sitios son buenos”. O, es todavía más hermoso, decirse por “esa” obra, no dejarse amilanar por las malas nuevas y atreverse a hacer una paciente fila en la calle del al lado (cerca de la puerta por donde entran los actores), a dos grados sobre cero, para ver si es posible capturar las devoluciones de alguno que perdió el vuelo o el tren o la paciencia y no llegará a tiempo a recoger sus entradas.

La primera noche en Londres debe ser para Shakespeare. “Noche de reyes” es una deliciosa comedia de identidades equivocadas que, con una actualidad permanente (en estos tiempos de mil falsas personalidades en Internet), hace reír al público y lo solidariza con unos personajes, lo enemista con otros, lo conmueve con las penas de amor y lo emociona con los amores realizados. Los actores impecables, el vestuario preciso, las luces adecuadas, todo contribuyendo a un ambiente que ilumina hasta los adentros de uno y nos envuelve en esa magia invencible y milenaria del buen teatro.

No escuché un solo teléfono interrumpir los monólogos de Shakespeare, no oí los cuchicheos irritantes de los idiotas que creen que es inteligente contestar para decir “estoy-en-el-teatro-no-puedo-hablar” (y repetirlo tres veces porque el cretino del otro lado del auricular no entiende nada), no hubo ninguna indiscreta luz de celular deslumbrándome mientras alguna subnormal cree responder discretamente el mensaje que el pretendiente de turno le envía, no me perturbó el ruido de ningún troglodita atragantándose en medio de la obra y nadie salió ni entró de la sala cuando la función había comenzado. Una delicia.

La noche siguiente fue “Los Miserables”, el musical basado en la obra de Víctor Hugo. El protagonismo de Jean Valjean es impecable y la cándida belleza de Cosette resulta inolvidable, sin embargo, el espectáculo se lo roban los Thénardier, esos odiosos, sucios y repudiables, taberneros provincianos que hacen de su actuación un fluir de emociones que van desde el desprecio más profundo hasta la más espantosa –pero paradójicamente cómica– familiaridad. La música es extraordinaria, las voces limpias y apasionadas, la obra, como un todo, completa. De todas las escenas, tres son impagables, la de las obreras que condenan a Fantine por cuidar cobarde y egoístamente de sus miserias, la de la cantina de los Thénardier donde el mesonero se muestra en su más simpática y despreciable realidad y, la mejor de todas, la del llamado que realizan los jóvenes idealistas al pueblo de Francia para que respalde la rebelión y alce las barricadas “de los que se niegan a ser esclavos nuevamente”.

Por no ser (o hacer) menos, la última noche elegí a Beckett y esa obra maestra del absurdo en la que Vladimir y Estragón esperan inútilmente a aquel que jamás llega. Previsor, fui al teatro al promediar la tarde y compré el boleto. Tenía tres o cuatro horas y me lancé por las calles del Soho a curiosear.

Anduve por callejuelas y pasajes poco transitados, subí y bajé escaleras estrechas y empinadas, abrí y cerré puertas, vi gente, mucha gente, gente de todas partes, buscando la felicidad o el momento (que me empiezan a parecer lo mismo), reí y rieron, conversé y me conversaron, y el tiempo (ese canalla) se me escapó sin darme cuenta. Y así, sin demasiado remordimiento, está vez fui yo el que dejó a Godot esperando…

Saturday, February 20, 2010

37.- Londres (antes Múnich y Praga)

Múnich y Praga serán, en mi memoria, dos amables ciudades cubiertas de nieve. En menos de veinticuatro horas es difícil hacerse una idea clara de las cimas y simas de los pueblos. Pero siempre puede decirse algo.

Algo frío hay en los alemanes. Aún al final del viaje, cuando empezaba a escribir estas líneas en el aeropuerto de Frankfurt, esperando el avión que me regresó a los calores indonesios (y de sus indonesias), resentía mis espaldas un vientecillo frío que no tenía relación con la nieve que empezaba a caer, modosa, sin demasiadas ganas de arruinarme el vuelo. No era, como quise creerlo, alguna imperfección en las selladas ventanas del imponente aeropuerto, era, más bien (o “más mal”), la amabilidad eficiente pero congelada de las encargadas de la aerolínea. Personas correctas, educadas, pero con una sonrisa fallida que fracasa al querer transmitir esa sensación de “realmente me importa” que los latinos, por ejemplo, podemos contagiar con tanta facilidad (y, a veces, falsedad). En todo caso, los alemanes pueden no tener ninguna posibilidad en un concurso de simpatía pero son eficientes y mi paso –fugaz por Múnich y efímero por Frankfurt– me dejó la idea de una sociedad que, sin demasiadas delicadezas, funciona y funciona bien.

De Praga conocí literalmente el aeropuerto, el colegio que visité, el hotel y las avenidas que me llevaron de uno a otro lugar. Sin embargo, habiendo visto tan poco, Praga se me antoja caótica, mucho más “como nosotros”, mucho más tirada al “así está bien” o al “como salga” que me devuelven a mi país y a nuestros propios desórdenes. De todo el viaje, en el único hotel donde las reservas no existían (aunque luego aparecieron cuando intervino el gerente) fue en Praga. El único lugar donde registrarnos nos tomó más de una hora, donde la llave electrónica no funcionaba, donde la atención se aproximaba a lo lamentable, fue en Praga (“y eso que estamos en uno de los mejores hoteles del país”, dijo alguna, “y eso que en Alemania y en Bélgica nos alojamos en hotelitos mucho más modestos pero largamente mejor organizados”, pensé yo). Lo paradójico es que, aunque el poco orden visible amenazaba con desbaratarse en cualquier momento, la gente hizo la diferencia. El praguense (que así se dice) se me dio más humano, y las praguenses más calurosas y más preocupadas porque nos sintiéramos bien (aunque hicieran todo tan amablemente mal). No vi el centro, que dicen que es maravilloso e inolvidable, pero me quedaron ganas de volver y eso dice mucho de un país. Algo más a su favor. En el aeropuerto hallé libros fundamentales para ellos (como el de las “Leyendas judías de Praga” o algunas obras de Kafka) traducidos en varios idiomas (francés, inglés, español) y pude leer, en la lengua de Cervantes, la leyenda de “El Golem” que tantas veces había disfrutado antes en el poema homónimo de Borges.

Hay que decir que en ambas ciudades la belleza de sus mujeres es sorprendente, no obstante, las diferencias de carácter crean abismos. Por ejemplo, entre la joven que estaba a cargo del comedor en Múnich y la muchacha que me atendió en el restaurante del hotel en Praga, había varios mundos de distancia. La eficiente frialdad de la alemana, que hizo todo perfecto y sin una sonrisa, palideció frente a la joven que se demoró en atenderme, se equivocó en el pedido, se le enredaron las cuentas y, sin embargo, me hizo creer, con la magia de sus gestos y con esos ojos que brillaban como espejismos, que esas papas refritas y ese “clud sanduish” graciosa (y grasosamente) mal acomodado, eran algo así como la máxima expresión de la culinaria checa.

Contemplando a las mujeres europeas (con el descaro y la libertad que dan los años), no pude dejar de recordar esos versos de Chocano –el malamente olvidado poeta peruano– que hablan de “la tristeza del Inca” enamorado de esa mujer que “tiene añil en las venas, un trigal en los bucles y en la boca un coral”. Sospechaba, sentado en el restaurante del aeropuerto de Múnich, viendo pasar a las muchachas de piernas interminables, caderas fuertes, pechos ágiles, rostros imposibles y ojos luminosos, lo que incas y aztecas, nuestros tatarabuelos, habrían sentido al enfrentar esa belleza tan extraña a los que eran sus propios modelos de hermosura. Intuí también cómo, de la misma manera y en exacta e inversa proporción, los rubios conquistadores que se lanzaron por el mundo a engordar sus imperios, sucumbieron ante lo exótico de estas muchachas de pies breves como un sueño, de formas ligeras como el viento, de piel bronceada como la caoba, de ojos concentrados como la noche, que transformaron el ideal grecolatino de la belleza por algo, para ellos, mucho más fresco, cálido y natural.

“Queremos lo que no tenemos” dice el dicho y eso de la bíblica prohibición de desear “a la mujer de tu prójimo” no es sino el límite civilizatorio que quiere ponérsele a nuestra natural tentación por lo ajeno. Sin embargo, en el caso de las razas, el hombre que desea a la mujer de rasgos diferentes o la muchacha que suspira ante los colores distintos del varón de la otra tribu, hacen bien, porque nos ofrecen un mestizaje que no es solo estéticamente hermoso sino que es, sobre todo, humanamente indispensable. Será por eso que los adoradores de esa estupidez llamada “pureza racial” se me antojan no solo idiotas sino enemigos de la naturaleza que tan deliciosamente hace atractivo lo distinto y permite una mezcla que es hasta genéticamente saludable.

Así, distraído por la belleza de sus mujeres y pensando, sin haberme ido, en regresar a Europa, llegué a Londres.

Marisol y Manuel, dos queridos y cosmopolitas amigos míos, me hablaron maravillas de la capital de Inglaterra. Para Marisol (que tiene un alma argentinísima que la pone en esa paradójica situación de amar lo inglés a pesar de las Malvinas), Londres es “la ciudad” y Picadilly Circus “el lugar”. Para Manuel, más “niuyorquino” y más crítico, Londres es la capital de un viejo imperio que, majestuosa aún, está llena de lugares famosos y estatuas y monumentos dignos de verse.

Armado de sus recomendaciones encaré a la “Rubia Albión”, tomándola por asalto desde el aeropuerto de Heathrow, que es inmenso, o me lo pareció, y donde uno tiene la sensación de que aún no ha pisado Londres pero que, inevitablemente, va a perderse...

Sunday, February 7, 2010

36.- Bruselas

Pisar por primera vez Europa y hacerlo por Bélgica, es lo más acertado. Solo el viaje inicial en el taxi es toda una bienvenida. Amanecer un domingo en una ciudad sosegada, amable y acogedora, hace que las casi quince horas de vuelo que separan Yakarta de Bruselas se desvanezcan.

Cuando supe que iba a pasar por Bruselas le escribí a mi amigo Luc. “Tengo medio día, ¿qué hago?”, pregunté. Eficiente, respondió con tal cantidad de buenos lugares que, conocerlos, demandaría de unas largas vacaciones y no este paso fugaz y laboralmente obligado. “Luc –le dije– en tan poco tiempo solo tengo dos propósitos, comprar chocolates y comer papas fritas”.

El hotel es casi un albergue, pequeño y suficiente, a veinte minutos del centro. Es muy temprano y la habitación aún no está libre así que hay que caminar un poco. Los casi cero grados de temperatura no son excusa suficiente y a quince minutos andando me aguarda (como si hubiera estado toda la vida esperándome) un mercado dominguero.

Es un descubrimiento delicioso. Todo está limpio y todo es fresco; los mangos peruanos, las manzanas españolas, las mandarinas ecuatorianas y los plátanos caribeños. Veo aceitunas en todos sus colores, quesos en todas sus texturas, embutidos en toda su gama de grasas, ¡y panes! Inmensos, olorosos, calentitos, recién salidos de un horno que no puede andar muy lejos. Y pollos sabrosísimos y dulces que no empalagan y verduras nuevas y tulipanes ansiosos. Es un mercadillo dominical donde la gente parece conocerse desde siempre. Una anciana le entrega la bolsa al vendedor y en la bolsa está la billetera y en la billetera el dinero y el vendedor cobra y guarda el vuelto en la cartera y devuelve la bolsa, con lo comprado, con la naturalidad del nieto frente a la abuela que siempre hace el mismo pedido. Solo ese mercado sería razón suficiente para vivir en Bélgica.

Antes de abandonarlo, me cruzo con dos muchachas hermosas (dos más, porque esa ciudad está sobre poblada de belleza) que, sonrientes, me ofrecen pan relleno de chocolate. La tentación es grande (y es doble) y no pienso y pago y me confundo entre los ojos verdes de la morena y los azules de la rubia que me miran entre agradecidos y condescendientes.

“Anda a la Gran Plaza y allí puedes caminar hasta que te aburras” –me había aconsejado Luc– “allí encontrarás las papas y los chocolates”. La plaza, como dice su nombre, es grande, y está llena de gente. Hay una iglesia. Camino. Me encuentro con una figura de una diosa femenina empotrada en una pared. Parece famosa porque todos se toman foto con ella. “Es que trae buena suerte en el amor”, me dice alguien en un delicioso francés que no entiendo. “Lo más representativo de Bruselas son la plaza y el niño que orina”, aclara alguien más (en un piadoso y mordido inglés) y me acuerdo de la decepción que se llevó mi madre hace cuarenta años “con esa estatua pequeñita y perdida en una esquina”.

No sé si es porque es domingo pero todas esas calles están cerradas para los vehículos y la caminata por el empedrado me recuerda a los viejos pueblos de las provincias peruanas. Pasan a mi lado familias, grupos de jóvenes, chicas inolvidables y perros, muchos perros, con sus dueños y sus cadenas y paseando orondos y casi civilizados.

Sí, es verdad. El niño que orina es una estatua minúscula casi extraviada en una calle repleta de tiendas y de turistas que lo andan buscando. Tomo una foto sin mucho entusiasmo y, liberado, entro en varias de las innumerables tiendas de chocolates.

“Los Leonidas son los que más me gustan”, me había dicho Luc. Una muchacha muy simpática me atiende. Compro una cantidad infame y le digo a la chica que necesito que estén en latas “porque el viaje hasta Yakarta es muy largo”. Diez minutos después ella comprende que soy peruano, que vivo en Indonesia, que Java es una isla y que queda en Asia; y hasta promete sonriente que algún día me visitará. Aprovechando la sonrisa, disparo una pregunta odiosa: “sé que estos son los mejores chocolates belgas” –adulo–, “pero, ¿cuáles son los más caros?”. Me mira extrañada, sostengo la mirada, tonto pero firme, y ella, que no sabe si seguir sonriendo, responde en automático: “los Marcolini”. No la dejo pensar más y huyo atarantándola con una catarata de “gracias”. Es que me resulta demasiado embarazoso explicarle que todo esto es por una muchacha de ojos inmensos (que me dijo graciosamente, “de dos tipos, los más sabrosos y los más caros”, cuando le pregunté “qué chocolates belgas quieres”).

La tienda no está cerca, pero está. Es elegante, las cajas negras y sólidas, y los chocolates un asalto. Pierre Marcolini levanta no uno sino dos grandes locales en la Plaza de Sablón. Allí también está Godiva y cerca Neuhaus, Leónidas, Cote D'Or, Guylian y un montón de otras marcas famosas de “verdaderos chocolates belgas” (en Bélgica, donde jamás ha crecido una planta de cacao) que compiten con otras tantas tiendas de chocolates artesanales. Rodeado de chocolaterías, huyo por las calles, estrechas, sucias a veces, cálidas siempre, con pasajes abandonados que no dan miedo y con paredes repletas de grafitis que regalan sus colores.

Huyo de los chocolates y me encuentro con “friterías”. Basta caminar un poco para hallar las papas fritas y los cucuruchos de papel y las toneladas de mayonesa y el sabor, áspero y generoso, pero que, sin embargo, no se aproxima al de las inolvidables papas que Luc prepara en Yakarta con su vieja freidora y que tan bien adereza con amistad y afecto.

Si Europa es Bélgica y si Bélgica es Bruselas, yo quiero mudarme.

Quiero visitar la biblioteca y los teatros y el museo que presenta una muestra de Frida Kahlo. Quiero pasear por esas calles donde los pájaros no se asustan con los transeúntes, donde los cafés cortan amablemente el paso con sus sillas, donde un cine ofrece películas francesas e iraníes, donde se puede andar en bicicleta, donde venden crepas al paso, donde las gitanas quieren leerme la eterna suerte y donde las estatuas Quijote y Sancho cuidan el sueño de Aída, la ecuatoriana –ilegal– que vende artesanías mientras espera, como tantos, que esto, que este sueño que amenaza terminarse en cualquier rato, se haga realidad.