Friday, October 1, 2010

45.- Las mil islas, 5 (Pulau Seribu, lima)

45- Las mil islas, 5 (Pulau Seribu, lima)

De hundirse, el barco semi-sumergible, no se hundió. Se mantuvo firme y a flote, aunque las paredes crujieran y la fibra de vidrio de las ventanas situadas debajo de la línea de flotación dejara ver sospechosas marcas, arañones y rajaduras. Felizmente, después de que el pánico diera paso a esa gris resignación que nos permite pensar con claridad, descubrí que la claustrofobia bien puede paliarse distrayéndose en los ojos ilusionados de la compañera de encierro, cuyas mentiras (¿qué ojos verdes no mienten?) me infundieron (y me infunden todavía) ese coraje espartano del que naturalmente carezco.

La única verdad como una montaña era que estábamos allí; una docena de incautos que nos creímos eso del “paseo submarino” cuyo “inolvidable espectáculo” de peces y corales estaba garantizado. Atrapados en medio de las aguas poco profundas y a menos de cincuenta metros de la orilla (¡uno –que si ha de morirse ahogado– sueña con hundirse como capitán de trasatlántico desafiante herido en medio de una feroz tormenta!). La sola idea de perecer a dos palmos de la superficie y a tiro de piedra de la playa, hizo el asunto tan patético y melodramático que solo supimos reírnos.

Como todo lo que teníamos al frente era agua y corales y peces, nos pusimos a observar lo que la aventura nos ofrecía. Lo primero que quedó evidenciado fue que lo único que no se ha detenido en esta isla –que, según me cuenta Maite, surgió hace un par de décadas como la alternativa cercana y moderna para alejarse los fines de semana de los ajetreos de la ciudad–, es el deterioro. De inmediato fue tomando cuerpo la sensación de que nos encontrábamos de espectadores de uno de esos programas televisivos cuya única intención es denunciar el avance de la contaminación y la destrucción de los mares. Así, fuimos avanzando por unas aguas que conservaban aún luz suficiente como para hacer pública la destrucción, lenta pero sostenida, de la flora y la fauna del lugar.

Si se nos hubiera anunciado un paseo por un cementerio de corales el asunto se hubiera entendido mejor. Al comienzo creímos que se trataba solo de los primeros metros, que un poco más allá ese universo acuático se llenaba de vida y que los animales marinos lo iluminaban todo paseando, fugaces y coloridos, por las aguas transparentes.

Pero no. Andar por esta muralla gris de corales muertos fue como visitar un campo de batalla en el cual solo quedan los restos que los buitres devoran. Algunos peces, distraídos o indiferentes, rondaban como los asaltantes que buscan cualquier cosa de valor entre los cadáveres de los soldados.

Sería injusto decir que todo fue igual de fúnebre, hubo atisbos de naturaleza viva, hubo instantes en que los corales parecían tener color (aunque no tanto, ni tan encendido ni tan brillante) y en los que la masa de peces se hacía más compacta y menos extraña y más variada y menos ajena a ese paisaje. Pero fueron momentos.

El paseo duró lo que demoraba rodear esa isla enana a la velocidad de un paralítico entusiasta. La vista, tan lejos de lo que uno pudiera suponer, nos sorprendió tanto que nos distrajo y olvidamos un rato esa cárcel de madera y metal. Desde la ventana pudimos observar, pasmados, la decadencia absoluta de lo que debió ser un verdadero paraíso. ¿Cómo no pensar entonces en los bosques de este archipiélago que han sido arrasados por la codicia, en las ciudades atrapadas entre el tráfico monstruoso y la contaminación, y en los ríos envenenados y repletos de basura que lo inunda todo en las épocas de lluvia?

Pero ponerme ecológico, metafísico y esdrújulo, era –que me perdonen los “grin pis” y todos esos muchachos y muchachas verdes, idealistas y maravillosos– lo menos recomendable en aquella isla, con aquella muchacha y bajo un sol que aún prometía esperanzas.

Así que, abandonado el barco-submarino, tras comprobar que nada podíamos hacer por esos agónicos corales sino tributarles el homenaje de esta denuncia literaria, decidimos que ya estábamos bien de aventuras ecológicas y, ya que el efecto tranquilizador de los chocolates estaba desvaneciéndose, resultaba saludable aprovechar la cercanía del comedor y hacer uso de los boletos aquellos que por algún lugar de mis bolsillos andaban y que nos garantizaban almuerzo gratis.

La caminata fue breve, un centenar de metros separaba el muelle donde recalaba el transporte y la entrada principal de un restaurante que de tal solo tenía las mesas.

Cuando llegamos, y con nosotros los que habían estado en el navío, cuyas tripas hambrientas les habían sugerido la misma idea, nos recibió un inmenso local con mesas interminables, como los grandes comederos que tiene la tropa para “pasar rancho”. El ambiente se encontraba, como todo en la isla, tomado por ese aire polvoriento de lo venido a menos. Los muebles eran viejos y los manteles, donde los había, de plástico. A un lado, unos empleados apilaban platos y llenaban bateas metálicas con esa comida tan poco atractiva de los restaurantes locales (¿por qué la comida indonesia que muchos –yo no, perdónenme– encuentran sabrosa, es tan poco agradable a la vista?; si “la comida entra por los ojos”, la culinaria javanesa tiene mucho trecho que andar).

Las moscas, que no eran pocas, los cocineros, que no eran un dechado de limpieza y los empleados, que no destacaban precisamente por su prolijidad, nos hicieron dudar; el refrigerador lleno de “cocacolas-dayet”, heladas, nos decidieron. Un par de latas, pedirlas, pagarlas (que esas no estaban incluidas en el “almuerzo gratis”) y salir de allí en busca del sol prometido, de la paz prometida, de esa ilusión de playa encantadora que empezaba a desvanecerse en medio de tanto desorden, caos, polvo y decadencia.

La rubia, cuya sonrisa se nubla pocas veces (y entonces sí que se ennegrece el mundo), no le dio importancia al asunto, sacó cuentas mentales, me dijo que aún sobraban dulces en la mochila (“sobre todo esas cascaritas de naranja bañadas en chocolate amargo, que le gustaban tanto a tus padres”) y yo me olvidé de todo mientras avanzaba buscando un poco de sombra donde abrazarla.