tag:blogger.com,1999:blog-13943694705987592132024-03-13T21:33:32.128-07:00Desde la isla de JavaYa no soy hijo y dudo que sea padre; es verdad que tengo hermanos que amo y amigos entrañables que le dan sentido a mi existencia, mujeres que quiero y que me quieren, nombres que recuerdo y nombres que seguramente ya me olvidaron. Sin embargo, nada me ata a la geografía y esos afectos seguirán creciendo en la distancia, o se diluirán en el tiempo, aunque jamás me mueva de la casa que fue de mis padres. Entonces, ¿por qué no?, ¿por qué no partir, volar, andar, emprender, lanzarse a la aventura?Unknownnoreply@blogger.comBlogger46125tag:blogger.com,1999:blog-1394369470598759213.post-33665773002429735902011-09-13T08:07:00.000-07:002011-09-13T08:09:19.273-07:00Cosas que pasan por estos laresQuiero hacer un experimento y voy a imponerme el reto de lanzar breves textos acompañados (casi) siempre de una fotografía. No soy fotógrafo y no pretendo serlo, eso se lo dejo a quienes tienen el talento de capturar en una imagen la historia, solo soy un impertinente armado de una vieja máquina-cámara-teléfono que toma muy malas fotos pero que, sin embargo, pueden decir algo más de lo que escriba (o deje de escribir) en estos pocos párrafos que pretendo enviar con la regularidad de los noticieros, al menos una vez al día.<br />
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Esta vez me hallan acá: <a href="http://jlmejia.wordpress.com/">http://jlmejia.wordpress.com/</a><br />
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<br />Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1394369470598759213.post-36777177360057413112010-10-01T17:12:00.001-07:002010-10-01T19:32:46.050-07:0045.- Las mil islas, 5 (Pulau Seribu, lima)45- Las mil islas, 5 (Pulau Seribu, lima)<br /><br />De hundirse, el barco semi-sumergible, no se hundió. Se mantuvo firme y a flote, aunque las paredes crujieran y la fibra de vidrio de las ventanas situadas debajo de la línea de flotación dejara ver sospechosas marcas, arañones y rajaduras. Felizmente, después de que el pánico diera paso a esa gris resignación que nos permite pensar con claridad, descubrí que la claustrofobia bien puede paliarse distrayéndose en los ojos ilusionados de la compañera de encierro, cuyas mentiras (¿qué ojos verdes no mienten?) me infundieron (y me infunden todavía) ese coraje espartano del que naturalmente carezco. <br /><br />La única verdad como una montaña era que estábamos allí; una docena de incautos que nos creímos eso del “paseo submarino” cuyo “inolvidable espectáculo” de peces y corales estaba garantizado. Atrapados en medio de las aguas poco profundas y a menos de cincuenta metros de la orilla (¡uno –que si ha de morirse ahogado– sueña con hundirse como capitán de trasatlántico desafiante herido en medio de una feroz tormenta!). La sola idea de perecer a dos palmos de la superficie y a tiro de piedra de la playa, hizo el asunto tan patético y melodramático que solo supimos reírnos. <br /><br />Como todo lo que teníamos al frente era agua y corales y peces, nos pusimos a observar lo que la aventura nos ofrecía. Lo primero que quedó evidenciado fue que lo único que no se ha detenido en esta isla –que, según me cuenta Maite, surgió hace un par de décadas como la alternativa cercana y moderna para alejarse los fines de semana de los ajetreos de la ciudad–, es el deterioro. De inmediato fue tomando cuerpo la sensación de que nos encontrábamos de espectadores de uno de esos programas televisivos cuya única intención es denunciar el avance de la contaminación y la destrucción de los mares. Así, fuimos avanzando por unas aguas que conservaban aún luz suficiente como para hacer pública la destrucción, lenta pero sostenida, de la flora y la fauna del lugar. <br /><br />Si se nos hubiera anunciado un paseo por un cementerio de corales el asunto se hubiera entendido mejor. Al comienzo creímos que se trataba solo de los primeros metros, que un poco más allá ese universo acuático se llenaba de vida y que los animales marinos lo iluminaban todo paseando, fugaces y coloridos, por las aguas transparentes.<br /> <br />Pero no. Andar por esta muralla gris de corales muertos fue como visitar un campo de batalla en el cual solo quedan los restos que los buitres devoran. Algunos peces, distraídos o indiferentes, rondaban como los asaltantes que buscan cualquier cosa de valor entre los cadáveres de los soldados.<br /><br />Sería injusto decir que todo fue igual de fúnebre, hubo atisbos de naturaleza viva, hubo instantes en que los corales parecían tener color (aunque no tanto, ni tan encendido ni tan brillante) y en los que la masa de peces se hacía más compacta y menos extraña y más variada y menos ajena a ese paisaje. Pero fueron momentos. <br /><br />El paseo duró lo que demoraba rodear esa isla enana a la velocidad de un paralítico entusiasta. La vista, tan lejos de lo que uno pudiera suponer, nos sorprendió tanto que nos distrajo y olvidamos un rato esa cárcel de madera y metal. Desde la ventana pudimos observar, pasmados, la decadencia absoluta de lo que debió ser un verdadero paraíso. ¿Cómo no pensar entonces en los bosques de este archipiélago que han sido arrasados por la codicia, en las ciudades atrapadas entre el tráfico monstruoso y la contaminación, y en los ríos envenenados y repletos de basura que lo inunda todo en las épocas de lluvia? <br /><br />Pero ponerme ecológico, metafísico y esdrújulo, era –que me perdonen los “grin pis” y todos esos muchachos y muchachas verdes, idealistas y maravillosos– lo menos recomendable en aquella isla, con aquella muchacha y bajo un sol que aún prometía esperanzas. <br /><br />Así que, abandonado el barco-submarino, tras comprobar que nada podíamos hacer por esos agónicos corales sino tributarles el homenaje de esta denuncia literaria, decidimos que ya estábamos bien de aventuras ecológicas y, ya que el efecto tranquilizador de los chocolates estaba desvaneciéndose, resultaba saludable aprovechar la cercanía del comedor y hacer uso de los boletos aquellos que por algún lugar de mis bolsillos andaban y que nos garantizaban almuerzo gratis.<br /><br />La caminata fue breve, un centenar de metros separaba el muelle donde recalaba el transporte y la entrada principal de un restaurante que de tal solo tenía las mesas.<br /><br />Cuando llegamos, y con nosotros los que habían estado en el navío, cuyas tripas hambrientas les habían sugerido la misma idea, nos recibió un inmenso local con mesas interminables, como los grandes comederos que tiene la tropa para “pasar rancho”. El ambiente se encontraba, como todo en la isla, tomado por ese aire polvoriento de lo venido a menos. Los muebles eran viejos y los manteles, donde los había, de plástico. A un lado, unos empleados apilaban platos y llenaban bateas metálicas con esa comida tan poco atractiva de los restaurantes locales (¿por qué la comida indonesia que muchos –yo no, perdónenme– encuentran sabrosa, es tan poco agradable a la vista?; si “la comida entra por los ojos”, la culinaria javanesa tiene mucho trecho que andar).<br /><br />Las moscas, que no eran pocas, los cocineros, que no eran un dechado de limpieza y los empleados, que no destacaban precisamente por su prolijidad, nos hicieron dudar; el refrigerador lleno de “cocacolas-dayet”, heladas, nos decidieron. Un par de latas, pedirlas, pagarlas (que esas no estaban incluidas en el “almuerzo gratis”) y salir de allí en busca del sol prometido, de la paz prometida, de esa ilusión de playa encantadora que empezaba a desvanecerse en medio de tanto desorden, caos, polvo y decadencia.<br /><br />La rubia, cuya sonrisa se nubla pocas veces (y entonces sí que se ennegrece el mundo), no le dio importancia al asunto, sacó cuentas mentales, me dijo que aún sobraban dulces en la mochila (“sobre todo esas cascaritas de naranja bañadas en chocolate amargo, que le gustaban tanto a tus padres”) y yo me olvidé de todo mientras avanzaba buscando un poco de sombra donde abrazarla.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1394369470598759213.post-30621594782655778412010-09-11T04:11:00.001-07:002010-09-12T02:52:55.805-07:0044- Las mil islas, 4 (Pulau Seribu, empat)Bueno, tan espantosa no era, solo decepcionante. Estaba medio abandonada y solo correteaban por allí un par de chiquillos bulliciosos y dos o tres parejas que no se animaban a ir a buscar el sol en la playa. La piscina era grande, como en el encarte, y podía figurarse uno que había vivido días de gloria (en los que, seguramente, se enseñorearon los bikinis que ahora se me negaban), pero ahora aparecía descuidada, a maltraer, como todo en la isla. Asemejando un viejo león marino que agonizaba en la arena, lucía abandonada, derrotada por el tiempo y víctima de la desidia de quienes, más mal que bien, le daban mantenimiento. Decir que era impresentable sería una maliciosa exageración, no, ni siquiera tenía la redención de lo insalvable.<br /><br />Era una piscina “venida a menos”, decadente, como esas familias que viven de las glorias idas y han congelado su existencia en el momento en que todo fue esplendor y no se dan cuenta de las telarañas que se han adueñado de todo. Una enorme y triste piscina en la que se descubría el mazazo de los años en las mayólicas cuarteadas, en el moho que va apoderándose con paciencia de los espacios y en el agua que empieza a verdear sospechosamente. Agréguesele a esto que las poltronas de alrededor (que eran pocas) seguían la pauta descendente de las que estaban distribuidas por la isla, que las sombrillas eran de plástico desteñido y que el encargado de limpieza no parecía ser muy eficiente en su trabajo. Por no ser menos (perdóneseme la ironía) el “cambiador” era un cuarto infame cerca de un baño más infame aún donde, una vez más, se clavaba en el cerebro el olor proveniente de los líquidos indescifrables que inundaban el suelo.<br /><br />No, no nos quedamos allí. La rubia, que como ya está dicho tiene una voluntad a prueba de balas y un optimismo que siempre acaba por entusiasmarme, me recomendó que mejor siguiéramos caminando en busca de las otras actividades prometidas. Como bien me lo recordó, el reloj avanzaba y ya estaba cerca la hora del paseo submarino que nos permitiría apreciar la belleza de los corales en aquellas islas paradisíacas…<br /><br />Sabido es que andar a pie es saludable y ayuda a mejorar la circulación, será por eso que caminamos (o porque las extremidades inferiores eran el único medio de transporte en la raquítica isla aquella). La mochila, ya liberada de la carga de las bebidas y con algunos chocolates y galletas menos, no resultaba tan dolorosa, aunque el sol, animado por la cercanía del medio día, quemaba como el infierno (ese del que mi padre, librepensador hasta donde pudo, dudaba, y del que yo, condenado a él si me equivoco, no creo ni en mis noches más febriles).<br /><br />Volvimos a la recepción del hotel/isla/“risort” que, como en un cuento fantástico, era el comienzo y el fin de todo en aquel lugar. Preguntamos por el paseo submarino y nos dijeron “allá”, con esa precisión imposible de todos los que por acá no saben decir no sé y responden cualquier cosa con tal de no quedarse callados. <br /><br />Seré justo, el encargado esta vez sí acertó. El “allá” al que nos dirigimos siguiendo la línea imaginaria trazada por su brazo, era el muelle. Un segundo muelle, más pequeño, al lado del que nos había recibido a la llegada. Tras unos cuantos pasos en la madera se descubría una especie de construcción metálica sumergida en el mar, una “celda” de unos 30 ó 40 metros cuadrados en la que, de repente, vi la aleta inconfundible de un tiburón. Un camino, más o menos enclenque formado por los mismos bordes de la jaula llevaba hasta el centro de los laterales y, allí, una escalera dudosa bajaba hasta lo que descubrí que era el una especie de callejón hecho de fibra de vidrio que iba de un lado al otro de la celda y desde donde, lo supuse por las fotos del encarte, veríamos “peces fascinantes en su estado natural”, a semejanza de los corredores transparentes bajo el agua que existen en muchos inmensos acuarios alrededor del mundo.<br /><br />Nada personal tengo contra esas construcciones pero digamos que el estado general del mantenimiento de todas las instalaciones de la isla (sin ir más lejos, el óxido reinaba orgulloso en los fierros de la jaula aquella) me detuvo en seco. “Ni hablar”, dije en español (que la rubia aún no sabe pero que, inteligente ella y conocedora de mis expresiones, comprendió al instante), “nou güey, mai dier”, expliqué en la lengua de Shakespeare como para que la cosa quedara clarita; yo no me metería a esa trampa ni por todo el oro del mundo. Ella, con esa sonrisa que aún no estoy seguro si es ingenua o provocadora, me respondió, “nou José, dat is not da submarín”, al mismo tiempo que señalaba un desvío a la mano izquierda por el que yo, sin saber cómo ni por qué, ya estaba avanzando. <br /><br />Detrás de nosotros venían una familia y una pareja, así que, empujado por la gente y debido a la estrechez del espacio, no me quedó más remedio que continuar. A los pocos pasos se abría la boca de una escalera como la que da a los refugios antiaéreos, ¿cómo decirle a la rubia entusiasmada que arriesgaba no solo mi vida sino la de todos en unos escalones tan breves y reducidos que mi humanidad se exponía a quedar atascada entre las tablas? ¿Cómo le explicaba que mi dominada claustrofobia podía renacer de repente como regresan los pensamientos pecaminosos en las personas castas? Otra vez su sonrisa de súplica y mandato me llevaba hacia la posible desgracia. Y yo, idiotizado, avanzaba dócil.<br /><br />Bajé las escalinatas con el cuidado enfermizo que los ancianos ponen en cada uno de sus movimientos porque saben que un mal paso a sus años deja de ser la metáfora de una vida licenciosa para convertirse en un fémur roto o una cadera dislocada que, en la vejez, son sinónimos de largas convalecencias y súbitas defunciones. Contra todos mis pronósticos (que es muy latinoamericano eso de apostar contra uno mismo) llegué hasta el fondo y me encontré en una especie de barcaza sumergida cuyas lunas plásticas (y aparentemente resistentes) permitían ver lo que ocurría un par de metros bajo el nivel del mar.<br /><br />Para mi sorpresa (y pánico silencioso –y silenciado–, que esto de hacerse el valiente se convirtió en una maldición de la que solo sería redimido semanas después con un amoroso “yu ar not tu breif, nou?” que me dijo cuando no me animaba a cruzar un riachuelo al lado de otra playa), había otra puerta en la proa del aparato aquel y por allí habían entrado también otros tantos que, a manera de trampa –movimiento envolvente o de pinzas, que le dicen los milicos–, me cerraban el paso por ambos extremos del buque semi-sumergido. Con lo cual, la única víctima posible de cualquier atascadero en mitad de un accidente sería yo. Bien por ellos.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1394369470598759213.post-36380961986360308512010-09-06T09:12:00.001-07:002010-09-06T20:12:33.277-07:0043.- Las mil islas, 3 (Pulau Seribu, tiga)A la distancia se veía un pequeño embarcadero, un par de yates y unas construcciones que parecían las oficinas del “resort”. Cuando ya estuvimos a tiro de piedra nos sorprendió una especie de fuente en medio del mar, cuatro sirenas a las que el tiempo y el viento salino habían arrebatado la natural belleza de su desnudez, nos recibían impávidas, encaramadas sobre una base envejecida, en la redundante tarea de regar agua en el mar. El estado de conservación de las estatuas fue una alerta que nosotros, distraídos en el mar que acariciaba la arena, ignoramos.<br /><br />Como nadie supo indicarnos qué hacer, anduvimos a lo largo del muelle hacia donde había más personas. Unos locales conversaban y fumaban animadamente, nos ignoraron. Sería porque, al lado, alguien nos señalaba ya la construcción más grande que, cuando nos acercamos, mostró su cara de recepción de hotel. Tras el mostrador, una muchacha se extraviaba en unos papeles. Un joven apareció y nos pidió los boletos. Al verificar que éramos “solo por el día”, nos dio un encarte y un brevísimo y acelerado resumen de las actividades: el paseo submarino para maravillarnos con la vista de los corales, la pecera donde veríamos asombrosos animales en su estado natural, los botes para divertidos paseos familiares, la inmensa piscina para relajarse mirando al mar, las caminatas por los paisaje naturales y las playas paradisíacas y , claro, el amplio comedor donde “a las doce” se serviría el almuerzo, “un buffet con lo mejor de la comida indonesia que está incluido en el precio, solo tienen que presentar este papel”, dijo señalando uno de nuestros billetes.<br /><br />Nos decidimos a buscar la piscina, la foto la mostraba grande, limpia, amable, tentadora, una piscina así estaría llena de bikinis que nos (bueno, me) harían dejar en el olvido ese sospechoso aire de dejadez que se respiraba. Preguntamos, nos señalaron la izquierda y hacia la izquierda anduvimos.<br /><br />Cerca, se levantaban algunas cabañas donde los turistas se preparaban para ir a la playa, unos chiquillos correteaban y otros adultos dormitaban aburridamente en unas poltronas de metal con tiras blancas de plástico. Envejecidas, abandonadas a los rigores del clima, con la cobertura plastificada manchada ya del color broncíneo del óxido, las poltronas aquellas ofrecían (después lo confirmamos) la única posibilidad de descanso frente al mar. Los metros empezaban a pesar pero, entusiastas, seguimos andando. Un poco más allá las construcciones desaparecían, dando paso al “bosque”, un famélico paisaje natural que se limitaba a unos cuantos cientos de metros cuadrados de un bosquecillo a maltraer en el que los árboles envejecidos se confundían en medio de la maleza y los matorrales.<br /><br />Un camino más o menos transitable hizo posible que nuestra aventura prosiguiera bajo el sol (ahora feroz) de las diez de la mañana. Entonces ni la ilusión de la piscina repleta de sirenas pudo sustraerme de sentir arrepentimiento por la mochila con mudas, galletas, chocolates y bebidas que habíamos traído y que, evidentemente, paseaba impunemente por la isla aquella, encaramada en mis espaldas. Sin embargo, la Coca-cola, que aún no estaba lo suficientemente caliente como para ser repulsiva, refrescó nuestra garganta y nos hizo sonreír de nuevo.<br /><br />Por fin, a través de la sosa muralla de árboles pudimos ver el mar. Ante la arena se levantaban algunas otras casas, pequeñas, playeras, que, vistas desde la espalda improbable (porque los turistas suelen estar expuestos “al frente” y no al “qué hay atrás”), mostraban la desidia, la falta de cuidado, el “eso no lo ve nadie”, el polvo escondido bajo la alfombra que tantas veces me hace sentir en el mismo y peruanísimo “así no más” en el que solemos vivir. A veces creo que a indonesios y peruanos solo nos separan los kilómetros, el idioma y el nombre de dios; en todo lo demás (lo bueno y lo malo, la calidez y el descuido, lo fraterno y lo mediocre, la jovialidad y la corrupción) nos parecemos; demasiado.<br /><br />¿Derecha o izquierda? ¿Dónde andaría la prometida piscina redentora? No a la derecha, por donde avanzamos hasta que nos detuvo la maleza; ¿a la izquierda? Podría ser, pero no. Así que, como los pobres extraviados en medio del desierto que corren desesperados hacia lo que creen que es horizonte, nos encontramos de nuevo en el punto de partida.<br /><br />La segunda vez en la oficina éramos menos los recién arribados y entusiasta turistas y más los acalorados y sudorosos individuos urgidos de hallar la prometida frescura de la piscina marinera. Preguntamos de nuevo. Esta vez fue la derecha lo que nos señalaron... Empezamos a andar pero, felizmente, otro empleado que nos había escuchado nos detuvo y nos dijo “no, por allá”, señalándonos un camino que iba por detrás del edificio a la izquierda de la recepción y a la derecha de la puerta...<br /><br />Allí estábamos, caminando detrás del comedor, por la retaguardia de la cocina, viendo cómo iban y llegaban los que, supusimos, preparaban el “típico almuerzo javanés” que nos esperaba al mediodía. No quisimos seguir observando (no se visite, jamás, la cocina de ningún restaurante en el que se esté próximo a comer) y continuamos.<br /><br />La rubia se preguntó, con el derecho que le daba la Coca-cola que nos acabábamos de terminar, si habría algún baño cerca donde pudiéramos (además) cambiarnos como para disfrutar debidamente de la piscina soñada que estábamos por hallar. Un letrero a pocos metros nos dio la respuesta.<br /><br />Cuando sientes que debes hacer de guardia en la puerta del baño que la dama ocupa, algo anda mal. Los baños eran viejos, los lavatorios desvencijados, el piso inundado quién sabe de qué líquidos olorosos y el inodoro sucio. Los planes de “cambiarse en el baño” quedaron frustrados, sin tener ni un clavo donde colocar sus cosas y desanimada (desanimados) por las condiciones del lugar, la rubia me dijo que mejor siguiéramos, que seguramente (que lo que le sobra es entusiasmo) en la piscina tendríamos allí donde ponernos cómodos.<br /><br />Caminamos y caminamos. Dimos dos o tres vueltas, nos extraviamos un par de veces más, pasamos por media docena de cabañas que siempre nos parecieron la misma, nos cruzamos con gente sonriente que se iba a alguna parte (y que odiamos, humanamente, un poco). Después de preguntar tres veces, llegamos a la piscina.<br /><br />Sí, era como ustedes se la han imaginado…Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1394369470598759213.post-10015731982948532602010-08-29T05:39:00.000-07:002010-08-29T18:25:35.879-07:0042.- Las mil islas, 2 (Pulau Seribu, dua)Felizmente que a los ingenieros que hacen este tipo de yates se les ocurre poner agarraderas por todos lados; no hay duda de que es preferible hacerlas de chimpancé con sobrepeso (decir “hacerlas de Tarzán” sería un abuso) a caerse estrepitosamente a las aguas mugrientas del embarcadero y morirse allí ahogado –o envenenado– en medio de los residuos –orgánicos e inorgánicos– de la ciudad. <br /><br />El “plan B” hubiera sido negarse a abordar la nave aduciendo algún pretexto metafísico lo suficientemente enredado como para que pareciera creíble y como para que la chica no nos abandonara desilusionada por tanta ausencia de coraje. Pero desistí; la situación requería más temple joliwudense que retórica versallesca, así que hubo que enfrentar dignamente al destino: El rostro sereno, el gesto arrogante, el silencio misterioso, los ojos cortando el aire hasta la infinita mirada de la rubia expectante y las manos, que nadie ve (porque la cámara enfoca el cruce de miradas en cámara lenta), sujetándose fuerte, muy fuerte, como tenazas con las que nos jugamos la vida, y el corazón, ¡valiente músculo!, saliéndose aterrado del pecho, y la mente, tan pretenciosa cuando juega con las palabras, idiotizada y en blanco, pidiéndole encarecidamente, implorándole, al torpe cuerpo sobredimensionado, que se agarre, que no dude, que avance rápido y que por ningún motivo se le ocurra resbalarse, porque es sabido que ni la imaginación galopante, ni la buena voluntad, ni todos los dioses paganos, son suficientes para sostener humanidades como la mía cuando se les da por derrumbarse y experimentan la gravedad en caída libre.<br /><br />Es cierto que los músculos me quedaron maltrechos, agarrotados y resentidos, pero la honra se mantuvo firme, como la bandera a tope, flamante, en el asta sobreviviente de un castillo en ruinas.<br /> <br />Casi dueño de mí, y mientras buscaba estabilidad en la cubierta de un metro cuadrado, respondí “por supuesto” cuando el “ar yu okei?” llegó con la suavidad de una caricia. El barquito estaba vacío, ni el capitán ni nadie. Nos sentamos en la primera fila, “para ver el mar”, y celebramos que los asientos fueran para dos y sin brazos incómodos cortando el paso de ella, que quería abrazarme, y el peso de mis formas, que buscaban acomodarse en esas sillas hechas para liliputienses.<br /><br />Transcurrió media hora y ya pensábamos que el viaje lo haríamos solos cuando empezaron a embarcar los demás. Los primeros fueron dos españoles que hablaban con la impunidad de quienes saben (o creen saber) que nadie los entiende. Eran unos veinteañeros que celebraban con palabras irreproducibles sus hazañas sexuales con las chicas que conocieron en la discoteca, los variados y personales servicios de las muchachas de “relaciones públicas” en los karaokes y su descubrimiento acalorado de la cordialidad femenina en los salones de masajes “solo para hombres” que abundan en Yakarta.<br /><br />Luego llegaron un par de familias de gringos con sus mil mochilas, su felicidad “tecnicolor”, sus viajes “mástercar” y su optimismo “miquimaus”, armados con sus “aipods” y sus botellas de agua, coloridas y reciclables. Después, una pareja más interesada en su soledad y, luego, otros más, seis o siete, que ya no miré porque el cuello me dolía de tanto voltear.<br /><br />Tarde, que la puntualidad no es una de las virtudes indonesias, la nave partió. Al comienzo la velocidad fue moderada, como para hacernos al vaivén. En ese rato, el ayudante del piloto (que eso de capitán empezaba a sonar exagerado en el bote aquel) se metió, por una puerta pequeña, a la misma punta del barco (proa que le dicen) y de allí salió con una vasija llena de bolsas de papel que, a su vez, contenían panes bastantes secos y sin relleno alguno que, según entendimos, eran el “esnak” o tentempié prometido como parte del servicio “todo incluido”. En una segunda vuelta, el entusiasta muchacho nos entregó sendas botellas de agua cuyos trescientos cincuenta mililitros debían ser suficientes para evitar que nos deshidratemos en mitad del mar sin que la vejiga nos traicione.<br /><br />Durante los primeros minutos el paisaje de Anchol lo dominaba todo. Pero cuanto mayor se hacía la distancia entre la playa y el yate, la arena sucia parecía limpiarse, las aguas contaminadas brillaban bajo un sol entusiasmado, y la bahía alcanzaba la categoría de estampa o foto promocional y retocada. Al poco rato, ya con la velocidad en aumento, empezaron a aparecer las islas. Así como “de noche, todos los gatos son pardos”, de lejos, todas las islas son paradisíacas. <br /><br />La situación no podía ser mejor, el yate rompía el horizonte y el mar le daba paso con la gentileza que solo tiene cuando se le antoja (“las olas son femeninas”, me había dicho un amigo sudafricano, machista y salvavidas, “uno tiene que aprender a descubrir su humor y jamás contradecirlas; luchar contra la marea es una batalla perdida, como cualquier pelea con una mujer, es inútil”). A derecha e izquierda iban asomando islas e islotes, en todos abundaba la vegetación, y las palmeras al borde de la playa anunciaban lugares majestuosos. Algunas tenían construcciones y se presentaban, por acá y por allá, casas, embarcaderos y yates. Alguien dijo que todas esas islas eran privadas, “de los ricos”, mientras nuestro barquito seguía su rumbo conducido por el piloto que estaba más interesado en conversar con el ayudante que ver el rumbo por donde navegábamos.<br /><br />Después de veinte minutos el más idílico paisaje aburre y yo, mea culpa, sufro de narcosis aguda causada por el bamboleo de los vehículos en movimiento. O sea, me dormí.<br /><br />Parece que con cierto estilo lo hice (los ronquidos no me habrán traicionado esta vez) porque la rubia, amorosamente, me despertó una hora después con una sonrisa iluminada y con un “güi ar gier” tan prometedor como la isla de rincones abandonados, palmeras y corales (algo así ofrecía la propaganda) a la que estábamos llegando…Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1394369470598759213.post-20470253057354884132010-08-17T18:52:00.000-07:002010-08-18T17:45:57.225-07:0041.- Las mil islas (Pulau Seribu)Cuando la rubia encantadora me dijo con su voz de música, “vamos a las mil islas”, supe de inmediato que no se refería a esa salsa –fea de ver, aunque sabrosa– que mis alumnos mexicanos le echaban a la comida sino que me invitaba a acompañarnos en una visita marinera a esas porciones de tierra rodeadas por agua que se encuentran más allá del puerto de Anchol. <br /><br />Claro, las mil islas no son mil, son solo un poco más de cien. Lo único que las emparenta con las otras cadenas de islotes o rocas, bautizados con el mismo nombre, que se hallan en mares, lagos y ríos de Canadá, Estados Unidos, Noruega y China, es su pedestre y común condición de islas. Las “Pulau Seribu” (que así se dice en indonesio) se encuentran al norte de la isla de Java, al frente de Yakarta, la capital de Indonesia.<br /><br />Las “mil islas” es uno de los lugares más cercanos para “huir” de Yakarta, para escapar el fin de semana de esta inmensa y caótica ciudad que, con cerca de diez millones de habitantes, se ahoga en su propia contaminación y se desespera en sus casi colapsados sistemas de calles y alcantarillados. Sus más próximas competidoras son las playas javanesas de Palabuhanratu, Anyer o Sumur; la promesa del clima fresco en las montañas de Bandung o Punchak; o la (radical y más costosa) opción de tomarse un avión a las islas de Bali o Lombok, a una hora u hora y media de distancia.<br /><br />Como del centenar de islas solo un puñado de ellas se destina al turismo (que las otras o están abandonadas o son propiedad privada de ricachones) y como Yakarta es inmensa y su población demasiada, no es raro que los espacios se agoten. Al menos eso fue lo que nos informaron; así que, previsores, fuimos a la agencia y Ester, que ha demostrado tener una paciencia de santa, nos dio a escoger entre las pocas islas abiertas al público. Como quedarse a dormir era imposible, improbable e impensable entonces (larga historia que omito porque no cabe en este párrafo), optamos por “pasar el día”.<br /><br />Los precios varían según la isla que se escoja. Si es “solo por el día”, el costo oscila entre los treinta y los setenta dólares; si el asunto es con sábanas incluidas, la factura puede andar entre los ochenta y los doscientos dólares, por persona. El monto está directamente vinculado a la mucha o poca la distancia que haya del puerto a la isla seleccionada. Como los servicios ofrecidos son tipo “todo incluido”, el pago es por el transporte, el ingreso a la isla, el uso de las instalaciones y, dado el caso, la noche en la cabaña (o “coutaish”, como dicen los huachafos).<br /><br />Había que estar en el puerto de Anchol a las siete y treinta de la mañana (y yo soy un maniático incurable que detesta llegar tarde), así que salimos del sur de la ciudad –en donde pernoctamos– antes de dar las seis, con las primeras luces del día. Como es común en Yakarta, llegamos a las seis y media. Es que si quieres ser puntual y, por ejemplo, tienes una reunión a las siete de la noche, debes salir de tu casa antes de la cinco -y llegarás a las cinco y media y tendrás que esperar noventa minutos–, porque si sales a las seis, es muy probable que arribes a las ocho, junto con todos los tardones –que acá son mayoría–, y de muy mal humor.<br /><br />Una banca de plástico a tres metros de una entrada dudosa llevaba a un “muelle” (es un decir) donde había tres barcos (otro decir, que eran tres lanchas, bueno, tres yates o “botes rápidos” como acá los llaman), uno contra el otro, como esperándonos. Algunos marineros conversaban en los alrededores mientras cargaban cajas, acomodaban amarras y dejaban que los minutos avanzaran con la calma con la que los indonesios (no es crítica ni elogio) se toman la vida. Al poco rato, una muchacha medio aburrida se apareció por el malecón y se colocó, gorrita distintiva en la cabeza, delante de nosotros. Le dimos los boletos y ella los canjeó por otros boletos, unos para al transporte y otros para la comida y luego del “y-no-los-pierdan” de rigor, decidió ignorarnos.<br /><br />Los minutos pasaban y aún nadie más arribaba al embarcadero, eso de “los botes siempre van llenos” empezó a parecernos mentira (aunque solo supimos que no lo era por completo a la hora del regreso). Intrigados, volvimos a preguntar si ese era el lugar donde se tomaban los botes para ir a la “pulau Putri” (la “isla hija”, aunque nadie supo explicarnos hija de quién…). La muchacha, que ahora conversaba con otra joven que también pretendía hacernos creer que estaba trabajando, nos dijo que “sí”. Por segunda vez afirmó con su desentendido “sí” cuando indagamos si podíamos ir subiendo.<br /><br />“¿Cuál es el bote?”, fue mi ingenua pregunta y, como cualquiera debiera suponerlo en estas circunstancias, la encargada señaló mi peor pesadilla. Era el último, el que no estaba pegado al muelle y al cual solo podía accederse balanceándose como chimpancé entre las otras dos embarcaciones que allí nos cerraban el paso. “¿No se va a acercar para que podamos abordarlo?”, fue mi tercera infeliz pregunta y ya no hubo un “sí” como respuesta.<br /><br />¿Qué se hace cuando uno se encuentra acompañado de una ágil, joven y voluntariosa muchacha que, como gamo que lleva el viento, salta, sube, se acomoda y atraviesa la barricada de naves y se queda esperándonos, traspasada la barrera, con una sonrisa que más que una tentación resulta una amenaza? Armarse de valor o mentirse valiente, que es lo mismo. <br /><br />Entonces, me encomendé a los viejos Apus y esperé, sin demasiada fe, que los últimos dos años madrugando a las cinco de la mañana, desafiando el frío del alba, desoyendo los cánticos tentadores de Morfeo, y lanzándome a la piscina mordiendo la misma injuria mientras el agua me despierta de un mazazo, hubieran servido para algo. Aguardé, sin mucha ilusión, que los magros kilos arrebatados a duras penas a la necedad de la balanza, fueran suficientes como para que la aventura no concluyera con mi humanidad ahogada o machucada irreparablemente, dando que hablar en el noticiero de las seis de la tarde…Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1394369470598759213.post-10469999786013555782010-03-14T06:16:00.000-07:002010-06-01T00:55:19.655-07:0040.- Londres (y Tesco y Portobello)Me dijeron que Tesco era el supermercado más conocido, así que me fui allí a ver qué ofrecían sus estantes. Me pareció un lugar sin alegría. Muy bien ordenado, bastante funcional, adecuadamente abastecido, pero sin gracia, frío, lejano. Lo caminé por completo, me tenté con algunos dulces, me distraje con la variedad de yogurts y observé a los londinenses, tan aburridos como su supermercado, hacer las compras sin demasiada pasión, como quien cumple un rito que, de repetido, ha perdido significado.<br /><br />Solo me llamó la atención la sección de las revistas. Se hallaba al lado de unas refrigeradoras inmensas que contenían decenas de sánguches empaquetados y listos para ser consumidos. Había revistas de todo tipo, abundaban las de fútbol y las de chismes, aunque la variedad alcanzaba para mil gustos. Lo gracioso fue hallar que las dedicadas a la decoración se encontraban especialmente protegidas de las manos de los curiosos dentro de bolsas plásticas transparentes. Todas las demás, inclusive las que mostraban mujeres en ropa de Eva y en acrobáticas posiciones (junto a avisos de nobles damas ofreciendo solidariamente sus servicios de compañía), se hallaban exoneradas de tan odiosas limitaciones plásticas y podían ser manoseadas libremente por los entusiastas que por allí transitaran con la excusa de comprarse un emparedado de jamón. <br /><br />Después de pagar los dulces que escogí, traté de hallar un taxi y un empleado me dijo que allí no había pero que podía llamar a la empresa “desde ese teléfono” que me señaló y que “demoran media hora en llegar”. Yo, que en tres días ya me sentía local en Londres, respondí que mejor lo buscaba en la calle “porque estoy apurado”. Salí envalentonado. La calle que pasaba al frente del edificio era una autopista y la otra hacía una curva extraña que empujaba a los taxistas a la derecha cuando yo los esperaba, impaciente y en el paradero, a la izquierda. Sesenta minutos después, capturé uno. <br /><br />“A la calle Portobello”, dije en mi inglés tortuoso mientras acomodaba mi humanidad en esos inmensos asientos traseros que hacen algo menos infames las libras esterlinas que se van sumando a una velocidad trepidante en el taxímetro.<br /><br />El mercado de Portobello es una calle de una docena de cuadras que bajan y suben por lo que alguna vez fue una verde colina. La primera impresión que me dio fue la de hallarme frente a un “mercado de pulgas”, esos lugares donde es posible hallar de todo un poco y en los que las curiosidades son más frecuentes que los productos convencionales.<br /><br />Empezando en la parte más elevada uno puede encontrar una variedad infinita de cosas. Desde una tienda de viejas máquinas de coser hasta otra donde venden planos y mapas antiguos y, entre una y otra, relojes viejos, máquinas de escribir, instrumentos musicales usados, muñecos, juguetes, implementos antiguos de golf o boxeo, miniaturas, cuadros y pinturas, ropa de pieles sintéticas y reales, alfombras, vestidos, bisutería de todas las formas y colores, zapatos, zapatillas, muebles, libros, adornos de todos los tamaños y cuanto quepa en la imaginación.<br /><br />El lugar es eminentemente turístico. A diferencia del delicioso mercado dominguero que visité en Bruselas, donde el único turista era yo y en donde todos los que allí estaban eran residentes que iban a comprar lo que necesitaban para la semana, Portobello se hallaba inundado de extranjeros que colmaban las calles como una marea humana que entraba y salía de las tiendas desordenadamente. La pista estaba cerrada al tráfico de automóviles y por allí se movía la gente. Las veredas habían sido tomadas por vendedores ambulantes, muchos de los cuales, hasta donde entendí, eran parte de las tiendas formales que sacaban la mercadería con la finalidad de atraer la atención de la gente.<br /><br />La experiencia fue interesante. La calle era un sitio animado, uno de los espacios más animados que hallé en Londres. La gente deambulaba arrastrada por la multitud. Visitaban una tienda, curioseaban en otra, compraban algo aquí, regateaban por algo allá, se tomaban un café o disfrutaban de una cerveza en los restaurantes y bares que aparecían cada tanto como para darles un descanso a los andantes. Se escuchaban todos los idiomas. Franceses, españoles, alemanes e italianos (y japoneses y rusos y de todas partes) llenaban esas veredas y lo hacían con un entusiasmo que le daba energía al lugar. Músicos callejeros hacían más ligero el ambiente y el público los rodeaba y ellos tocaban y se ganaban unas libras y avanzaban un poco más allá a buscar más clientes. <br /><br />Portobello es bastante más desorganizado que el famoso Covent Garden (que, dicho sea de paso, me pareció demasiado preparado, demasiado “a la medida”, demasiado copia hipertrofiada de lo que fue el viejo mercado de frutas y verduras, demasiado estilizado, demasiado hecho para atraer turistas dispuestos a gastar sin andar haciendo cuentas), sin embargo, Portobello tiene más variedad, más vida y más cara de verdad.<br /><br />Si uno se anima y sigue caminando, entonces uno se encuentra con el mercado propiamente dicho, con los vendedores de verduras y de frutas, con manzanas chilenas, con plátanos centroamericanos, con aceitunas mediterráneas, con quesos de todas partes y con gente de verdad que está con su canasta haciendo las compras del día. También se topa uno con los puestos de comida al paso, callejera y olorosa, una paella española, unos chorizos alemanes, unos sánguches inmensos de atún o de pollo, unos panes calentitos que atrapan, unos bizcochos que provocan, unos pasteles que seducen y unos “braunis” colosales en los que el chocolate se derrite pecaminoso al contacto con los labios.<br /><br />Y eso no es todo, si uno es más animoso aún y la emprende por la misma calle, pero un poco más allá, donde las multitudes languidecen y donde los turistas no ingresan, es posible hallar otro mercado, que es el mismo pero es distinto, localísimo, de cosas más viejas y de ropas más usadas. Las tiendas se tornan oscuras, los bares pierden a los bulliciosos visitantes y el ambiente se hace más pesado, más barrio pobre, más lugar común, más policías, más zona marginal inglesa, con cantinas destartaladas que huelen a rancio, donde esa cerveza prolongada a voluntad es, seguramente, la última que podrán tomarse ese día, y con una casa de apuestas, bastante descuidada, donde la gente, barbuda y desordenada, pone, en las patas de los caballos, sus ilusiones y sus pocas libras...Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1394369470598759213.post-73760022541650571422010-03-06T02:38:00.000-08:002010-03-07T03:28:03.868-08:0039.- Londres (y fish and chips)Todo lo que yo quería era comerme un plato de “fish and chips”. Luego de tres días en Londres y medio harto del pantagruélico “English breakfast” (que el hotel incluía en su infame costo por noche), le dije a Martín, el jefe de botones, muy español y muy agradable, “no puedo irme sin comerme un pescado con papas fritas…” y él, como quien sabe, me dijo, “el mejor lugar es Simpson, por Picadilly Circus, cerca del Támesis”.<br /><br />Arrastrado por la ignorancia de mi propia fantasía, me imaginé “el mejor pescado de Londres” debían venderlo en una taberna vieja con sillas desvencijadas, mesas cuarteadas, una barra llena de borrachines, humo por todas partes y baños hirientes. Creí estar yendo al Londres ciego de neblina que aparece en las películas y en donde, en cualquier esquina, puede esperarte algún heredero distraído de Jack, el destripador.<br /><br />“Puesto que me voy a un lugar infame donde a lo mejor me asaltan, lo haré con clase…”, pensé idiotizado por mis delirios novelescos. Así que tomé un taxi porque me daba mucha flojera caminar los saludables (y helados) quince minutos que me separaban de la estación de “Baker street”. Como sufro de una narcolepsia antojadiza que me hace dormir profundamente cada vez que subo al bus, al tren, al avión o a un automóvil cualquiera, no vi las veinte libras de calles que me separaban del lugar y reaccioné con el “hemos llegado”, seco y malhumorado del taxista.<br /><br />Por afuera el lugar engañaba, es decir, una puerta amplia, un edificio antiguo, una entrada que anunciaba un lugar entrado en decadencia hacía décadas. Me equivoqué.<br /><br />Yo, que saliendo del hotel me había encontrado con una bodega donde hallé los dulces que me habían encargado, entré al lugar vestido de turista, con mi “jean”, mis zapatillas gastadas, una inmensa casaca color amarillo eléctrico, una abrigadora y olorosa bufanda de lana de alpaca arropándome el cuello y, siniestra en la siniestra, la bolsa de plástico contaminante que me dieron en la bodega con el montón de dulces adentro.<br /><br />A unos diez metros, después de un amplio recibidor donde se lucía la foto del chef principal, me encontré con un señor de esos que tienen pinta de nobles empobrecidos que terminan de anfitriones de restaurantes aristocráticos y que, si han extraviado la fortuna, no han perdido ni un milímetro de su soberbia. No me miró, me inspeccionó. Un gesto extraño cruzó su rostro mientras me invitaba, con la mayor amabilidad que le era posible, a dejar “su saco” en el guardarropa, donde un encargado me esperaba con cara de “otro más”.<br /><br />Cuando me disponía a entrar al salón, el anfitrión me preguntó si no deseaba lavarme las manos con ese tono condescendiente que empezaba a darme urticaria. Fui al baño, en el segundo piso. Vi, al pasar, un hermoso bar que, en ese momento, estaba vacío. Me lavé las manos y arreglé un poco las pocas mechas que me quedan todavía en la cabeza. Bajé dubitativo, mirando los cuadros donde estaban los planos del lugar, las remodelaciones, las fotos de más gente, preguntándome qué diablos había entendido Martín cuando le pregunté por “el mejor lugar para comer pescado con papas fritas”. <br /><br />Otra vez llegué hasta la puerta del salón. El anfitrión la abrió amable y displicente, y me encontré con un gran comedor lleno de gente muy bien puesta en el cual un sinnúmero de mozos elegantemente uniformados deambulaban atendiendo a los comensales. Me recibieron los acordes que salían de un viejo y majestuoso piano que un pianista (más viejo y menos majestuoso) tocaba sin gracia pero con talento.<br /><br />Me sentaron en una de esas odiosas mesas para dos que quedan entre dos mesas grandes. A mi derecha había una familia más o menos joven y a mi izquierda dos parejas, una de ancianos y otra de personas entradas en la cuarentena. Todos tenían un cierto aire aristocrático, sus ropas eran bastante formales y los gestos y las joyas eran suficientes como para entender que las lámparas de cristales, las mamparas talladas y el enchapado de cedro o caoba estaban para ellos y no para mí. La gente me miraba, con desconfianza y curiosidad. Me acomodé con sigilo, tanto como pueden acomodarse ciento veinticinco kilos en una de esas delicadas sillas sin desbaratarlas ni golpear al vecino, y coloqué discretamente mi bolsa de plástico a mi siniestra. La amable septuagenaria, que había estado siguiendo mis movimientos por el rabillo del ojo, bajó discretamente su brazo derecho, buscó su cartera y la alejó cautelosamente de mí…<br /><br />Mientras tanto, el mozo ya se había acercado y me había ofrecido vino y dije que no, me ofreció luego agua mineral y dije que no, después insistió con un jugo natural y dije que no mientras cortaba su lista de frutas de la estación con un “coca-cola-diet-con-hielo-plis” que, por la cara que puso, debió causarle calambre en algún músculo facial. Se marchó medio ofendido, abandonándome con el menú en la mano donde me topé con una serie de nombres que de haber estado escritos en sánscrito hubieran sido igual de crípticos para mí. Agoté varias veces las letras del menú buscando ansioso el “fish and chips” que me había llevado hasta allá, ¡no había!<br /><br />Lo demás lo pueden imaginar. Almorcé un “roast beef” demasiado sangrante porque mi idea de “midium” no tenía nada que hacer con la que tenía el señor que lo servía (en un encantador carrito de metal y con todos los malabares del caso). La atención dejaba mucho que desear, la comida demoró y, si bien mi ánimo no era el más favorable para hacer juicios, en general hallé que el servicio era bastante mediocre para tanto postín.<br /><br />Cuando terminé con la carne cruda (al menos con toda aquella parte que no había mancillada por una agria y odiosa salsa que el sujeto no entendió que la quería “a un lado”), las verduras –que abandoné casi invictas– y un pan seco e inflado, una luz de esperanza llenó el lugar. Una muchacha, joven y hermosa, la única en medio de ese mar de mozos viejos o envejecidos, se me acercó sonriente con la carta de los postres. Miré la lista y cuando, un instante después, alcé los ojos, la mujer (y con ella mi esperanza), había desaparecido. Luego la vi andar por otras mesas pero a mí no me sonrió más.<br /><br />Finalmente, después de unos helados que redimieron en parte todo un almuerzo que andaba camino al desastre, pedí un capuchino, y me trajeron un expreso. Lo bebí amargo y en silencio. Solo fueron expeditivos al cobrarme. Cuando me trajeron la cuenta ni siquiera la miré, ofrecí mi tarjeta con un gesto displicente y agradecí enormemente que el plástico resistiera el embate sin hacerme pasar vergüenzas. Me levanté con la prudencia que ordenan mis kilos y, aunque la mesa dudó, se mantuvo firme. Recogí mi casaca y me fui, sin dar propina, prometiéndome no volver. <br /><br />La calle me recibió con sus vientos fríos pero con su gente común andando despreocupada y desprevenida. Entonces caminé y caminé por avenidas inundadas de seres humanos y llegué, como el náufrago que pisa la arena, a los callejones turbios y a las escaleras estrechas del Soho donde la vida no es elegante, no es glamorosa, no es segura ni es santa, pero, definitivamente, es vida.Unknownnoreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-1394369470598759213.post-54930746934243196512010-02-27T03:12:00.000-08:002010-02-27T03:17:09.169-08:0038.- Londres (y el teatro)Si tuviera que elegir una razón para volver a Londres no sería por la majestuosidad de sus monumentos y palacios, ni por sus museos interminables, ni por sus bibliotecas infinitas, ni siquiera por las minifaldas agresivas de sus mujeres arrogantes y hermosas (aunque más de un amigo prefiera cabelleras californianas, caderas brasileñas, ojos italianos, o delicadas y firmes manos asiáticas). Si tuviera que dar una sola razón para volver a Londres, sería por sus teatros.<br /><br />Caminar por el “West End” es una delicia, a cada paso aparecen teatros en los que, si bien abundan los musicales, también pueden verse obras de Shakespeare o Moliere, de Beckett o de Pinter. Entre los teatros abundan los cafés, los bares, los restaurantes donde, antes o después de la función, puede uno calentarse con un capuchino o entusiasmarse con una cerveza o engañar el hambre con un muy británico “fish and chips”.<br /><br />Lo primero que debe hacerse es tomar una decisión y entonces Hamlet llega con todos sus ímpetus y el “ser o no ser” se apodera de uno inmisericorde. ¿“Noche de reyes” o “El fantasma de la ópera”? ¿“Stomp” o “Chicago”? ¿“Esperando a Godot” o “Los miserables”? Cuando se tiene tanta variedad el asunto se pone complicado. Es como enfrentarse a uno de esos “buffets” inmensos (en uno en esos hoteles de plástico en Las Vegas) o a una carta interminable de vinos (que no tomo). Felizmente, como la zona atiende a más de un millón de espectadores cada mes y como no todos los teatros tienen funciones todos los días, la decisión se aliviana entre los “ya no quedan entradas” y los “hoy no hay función”. Resuelto aquello hay que proceder a comprar.<br /><br />Adquirir una entrada para una obra de teatro es un rito, no un trámite. Por esa razón, si bien en las calles abundan las tiendas y los quioscos que venden boletos rebajados y “llamadores” que ofrecen “los mejores sitios” y “los mejores precios”; desprecié esa opción. Comprar en esos puestos es como hacerse de una novela en un supermercado. Algo parecido me pasa con la adquisición de entradas “on line”, eso que los precavidos realizan con meses de anticipación, la misma noche que separan el boleto de avión o reservan la habitación del hotel; cierto, son compras reales, simples y prácticas, pero sin alma, sin linaje, espurias como los libros digitales, el café descafeinado y el sexo con preservativo (y no nos pongamos melodramáticos que en cien años, anticuados y postmodernos, cardiacos y deportistas, precavidos e irresponsables, estaremos amable y definitivamente muertos). <br /><br />Para comprar un boleto de teatro hay que caminar, ir a la puerta misma, pasar por los carteles, respirar el aire del lugar y acercarse con incertidumbre. ¡Si hasta resulta placentero es encontrarse con los letreros de “entradas agotadas”! (no porque sufra de algún “masoquismo esquizofrénico” –si eso existe-, sino porque anima ver cómo la gente llena las salas). Por supuesto que es mucho más emocionante aún acercarse a la ventanilla de los teatros que no tienen los avisos de “todas las localidades vendidas” y preguntar qué sitios quedan para la función de la noche y escoger ese lugar que no es el mejor (porque los mejores, o ya fueron tomados o, si alguno nos coquetea, es impagable) pero que, como alguien dijo, “no importa, porque esos teatros están bien construidos y en un buen teatro todos los sitios son buenos”. O, es todavía más hermoso, decirse por “esa” obra, no dejarse amilanar por las malas nuevas y atreverse a hacer una paciente fila en la calle del al lado (cerca de la puerta por donde entran los actores), a dos grados sobre cero, para ver si es posible capturar las devoluciones de alguno que perdió el vuelo o el tren o la paciencia y no llegará a tiempo a recoger sus entradas.<br /><br />La primera noche en Londres debe ser para Shakespeare. “Noche de reyes” es una deliciosa comedia de identidades equivocadas que, con una actualidad permanente (en estos tiempos de mil falsas personalidades en Internet), hace reír al público y lo solidariza con unos personajes, lo enemista con otros, lo conmueve con las penas de amor y lo emociona con los amores realizados. Los actores impecables, el vestuario preciso, las luces adecuadas, todo contribuyendo a un ambiente que ilumina hasta los adentros de uno y nos envuelve en esa magia invencible y milenaria del buen teatro.<br /><br />No escuché un solo teléfono interrumpir los monólogos de Shakespeare, no oí los cuchicheos irritantes de los idiotas que creen que es inteligente contestar para decir “estoy-en-el-teatro-no-puedo-hablar” (y repetirlo tres veces porque el cretino del otro lado del auricular no entiende nada), no hubo ninguna indiscreta luz de celular deslumbrándome mientras alguna subnormal cree responder discretamente el mensaje que el pretendiente de turno le envía, no me perturbó el ruido de ningún troglodita atragantándose en medio de la obra y nadie salió ni entró de la sala cuando la función había comenzado. Una delicia.<br /><br />La noche siguiente fue “Los Miserables”, el musical basado en la obra de Víctor Hugo. El protagonismo de Jean Valjean es impecable y la cándida belleza de Cosette resulta inolvidable, sin embargo, el espectáculo se lo roban los Thénardier, esos odiosos, sucios y repudiables, taberneros provincianos que hacen de su actuación un fluir de emociones que van desde el desprecio más profundo hasta la más espantosa –pero paradójicamente cómica– familiaridad. La música es extraordinaria, las voces limpias y apasionadas, la obra, como un todo, completa. De todas las escenas, tres son impagables, la de las obreras que condenan a Fantine por cuidar cobarde y egoístamente de sus miserias, la de la cantina de los Thénardier donde el mesonero se muestra en su más simpática y despreciable realidad y, la mejor de todas, la del llamado que realizan los jóvenes idealistas al pueblo de Francia para que respalde la rebelión y alce las barricadas “de los que se niegan a ser esclavos nuevamente”. <br /><br />Por no ser (o hacer) menos, la última noche elegí a Beckett y esa obra maestra del absurdo en la que Vladimir y Estragón esperan inútilmente a aquel que jamás llega. Previsor, fui al teatro al promediar la tarde y compré el boleto. Tenía tres o cuatro horas y me lancé por las calles del Soho a curiosear. <br /><br />Anduve por callejuelas y pasajes poco transitados, subí y bajé escaleras estrechas y empinadas, abrí y cerré puertas, vi gente, mucha gente, gente de todas partes, buscando la felicidad o el momento (que me empiezan a parecer lo mismo), reí y rieron, conversé y me conversaron, y el tiempo (ese canalla) se me escapó sin darme cuenta. Y así, sin demasiado remordimiento, está vez fui yo el que dejó a Godot esperando…Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1394369470598759213.post-23647975801333611952010-02-20T01:58:00.000-08:002010-02-23T19:27:42.346-08:0037.- Londres (antes Múnich y Praga)Múnich y Praga serán, en mi memoria, dos amables ciudades cubiertas de nieve. En menos de veinticuatro horas es difícil hacerse una idea clara de las cimas y simas de los pueblos. Pero siempre puede decirse algo. <br /><br />Algo frío hay en los alemanes. Aún al final del viaje, cuando empezaba a escribir estas líneas en el aeropuerto de Frankfurt, esperando el avión que me regresó a los calores indonesios (y de sus indonesias), resentía mis espaldas un vientecillo frío que no tenía relación con la nieve que empezaba a caer, modosa, sin demasiadas ganas de arruinarme el vuelo. No era, como quise creerlo, alguna imperfección en las selladas ventanas del imponente aeropuerto, era, más bien (o “más mal”), la amabilidad eficiente pero congelada de las encargadas de la aerolínea. Personas correctas, educadas, pero con una sonrisa fallida que fracasa al querer transmitir esa sensación de “realmente me importa” que los latinos, por ejemplo, podemos contagiar con tanta facilidad (y, a veces, falsedad). En todo caso, los alemanes pueden no tener ninguna posibilidad en un concurso de simpatía pero son eficientes y mi paso –fugaz por Múnich y efímero por Frankfurt– me dejó la idea de una sociedad que, sin demasiadas delicadezas, funciona y funciona bien.<br /><br />De Praga conocí literalmente el aeropuerto, el colegio que visité, el hotel y las avenidas que me llevaron de uno a otro lugar. Sin embargo, habiendo visto tan poco, Praga se me antoja caótica, mucho más “como nosotros”, mucho más tirada al “así está bien” o al “como salga” que me devuelven a mi país y a nuestros propios desórdenes. De todo el viaje, en el único hotel donde las reservas no existían (aunque luego aparecieron cuando intervino el gerente) fue en Praga. El único lugar donde registrarnos nos tomó más de una hora, donde la llave electrónica no funcionaba, donde la atención se aproximaba a lo lamentable, fue en Praga (“y eso que estamos en uno de los mejores hoteles del país”, dijo alguna, “y eso que en Alemania y en Bélgica nos alojamos en hotelitos mucho más modestos pero largamente mejor organizados”, pensé yo). Lo paradójico es que, aunque el poco orden visible amenazaba con desbaratarse en cualquier momento, la gente hizo la diferencia. El praguense (que así se dice) se me dio más humano, y las praguenses más calurosas y más preocupadas porque nos sintiéramos bien (aunque hicieran todo tan amablemente mal). No vi el centro, que dicen que es maravilloso e inolvidable, pero me quedaron ganas de volver y eso dice mucho de un país. Algo más a su favor. En el aeropuerto hallé libros fundamentales para ellos (como el de las “Leyendas judías de Praga” o algunas obras de Kafka) traducidos en varios idiomas (francés, inglés, español) y pude leer, en la lengua de Cervantes, la leyenda de “El Golem” que tantas veces había disfrutado antes en el poema homónimo de Borges. <br /> <br />Hay que decir que en ambas ciudades la belleza de sus mujeres es sorprendente, no obstante, las diferencias de carácter crean abismos. Por ejemplo, entre la joven que estaba a cargo del comedor en Múnich y la muchacha que me atendió en el restaurante del hotel en Praga, había varios mundos de distancia. La eficiente frialdad de la alemana, que hizo todo perfecto y sin una sonrisa, palideció frente a la joven que se demoró en atenderme, se equivocó en el pedido, se le enredaron las cuentas y, sin embargo, me hizo creer, con la magia de sus gestos y con esos ojos que brillaban como espejismos, que esas papas refritas y ese “clud sanduish” graciosa (y grasosamente) mal acomodado, eran algo así como la máxima expresión de la culinaria checa.<br /><br />Contemplando a las mujeres europeas (con el descaro y la libertad que dan los años), no pude dejar de recordar esos versos de Chocano –el malamente olvidado poeta peruano– que hablan de “la tristeza del Inca” enamorado de esa mujer que “tiene añil en las venas, un trigal en los bucles y en la boca un coral”. Sospechaba, sentado en el restaurante del aeropuerto de Múnich, viendo pasar a las muchachas de piernas interminables, caderas fuertes, pechos ágiles, rostros imposibles y ojos luminosos, lo que incas y aztecas, nuestros tatarabuelos, habrían sentido al enfrentar esa belleza tan extraña a los que eran sus propios modelos de hermosura. Intuí también cómo, de la misma manera y en exacta e inversa proporción, los rubios conquistadores que se lanzaron por el mundo a engordar sus imperios, sucumbieron ante lo exótico de estas muchachas de pies breves como un sueño, de formas ligeras como el viento, de piel bronceada como la caoba, de ojos concentrados como la noche, que transformaron el ideal grecolatino de la belleza por algo, para ellos, mucho más fresco, cálido y natural. <br /><br />“Queremos lo que no tenemos” dice el dicho y eso de la bíblica prohibición de desear “a la mujer de tu prójimo” no es sino el límite civilizatorio que quiere ponérsele a nuestra natural tentación por lo ajeno. Sin embargo, en el caso de las razas, el hombre que desea a la mujer de rasgos diferentes o la muchacha que suspira ante los colores distintos del varón de la otra tribu, hacen bien, porque nos ofrecen un mestizaje que no es solo estéticamente hermoso sino que es, sobre todo, humanamente indispensable. Será por eso que los adoradores de esa estupidez llamada “pureza racial” se me antojan no solo idiotas sino enemigos de la naturaleza que tan deliciosamente hace atractivo lo distinto y permite una mezcla que es hasta genéticamente saludable.<br /> <br />Así, distraído por la belleza de sus mujeres y pensando, sin haberme ido, en regresar a Europa, llegué a Londres. <br /><br />Marisol y Manuel, dos queridos y cosmopolitas amigos míos, me hablaron maravillas de la capital de Inglaterra. Para Marisol (que tiene un alma argentinísima que la pone en esa paradójica situación de amar lo inglés a pesar de las Malvinas), Londres es “la ciudad” y Picadilly Circus “el lugar”. Para Manuel, más “niuyorquino” y más crítico, Londres es la capital de un viejo imperio que, majestuosa aún, está llena de lugares famosos y estatuas y monumentos dignos de verse. <br /><br />Armado de sus recomendaciones encaré a la “Rubia Albión”, tomándola por asalto desde el aeropuerto de Heathrow, que es inmenso, o me lo pareció, y donde uno tiene la sensación de que aún no ha pisado Londres pero que, inevitablemente, va a perderse...Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1394369470598759213.post-65294927916760641222010-02-07T14:50:00.000-08:002010-02-07T14:54:11.369-08:0036.- BruselasPisar por primera vez Europa y hacerlo por Bélgica, es lo más acertado. Solo el viaje inicial en el taxi es toda una bienvenida. Amanecer un domingo en una ciudad sosegada, amable y acogedora, hace que las casi quince horas de vuelo que separan Yakarta de Bruselas se desvanezcan.<br /><br />Cuando supe que iba a pasar por Bruselas le escribí a mi amigo Luc. “Tengo medio día, ¿qué hago?”, pregunté. Eficiente, respondió con tal cantidad de buenos lugares que, conocerlos, demandaría de unas largas vacaciones y no este paso fugaz y laboralmente obligado. “Luc –le dije– en tan poco tiempo solo tengo dos propósitos, comprar chocolates y comer papas fritas”. <br /><br />El hotel es casi un albergue, pequeño y suficiente, a veinte minutos del centro. Es muy temprano y la habitación aún no está libre así que hay que caminar un poco. Los casi cero grados de temperatura no son excusa suficiente y a quince minutos andando me aguarda (como si hubiera estado toda la vida esperándome) un mercado dominguero. <br /><br />Es un descubrimiento delicioso. Todo está limpio y todo es fresco; los mangos peruanos, las manzanas españolas, las mandarinas ecuatorianas y los plátanos caribeños. Veo aceitunas en todos sus colores, quesos en todas sus texturas, embutidos en toda su gama de grasas, ¡y panes! Inmensos, olorosos, calentitos, recién salidos de un horno que no puede andar muy lejos. Y pollos sabrosísimos y dulces que no empalagan y verduras nuevas y tulipanes ansiosos. Es un mercadillo dominical donde la gente parece conocerse desde siempre. Una anciana le entrega la bolsa al vendedor y en la bolsa está la billetera y en la billetera el dinero y el vendedor cobra y guarda el vuelto en la cartera y devuelve la bolsa, con lo comprado, con la naturalidad del nieto frente a la abuela que siempre hace el mismo pedido. Solo ese mercado sería razón suficiente para vivir en Bélgica.<br /><br />Antes de abandonarlo, me cruzo con dos muchachas hermosas (dos más, porque esa ciudad está sobre poblada de belleza) que, sonrientes, me ofrecen pan relleno de chocolate. La tentación es grande (y es doble) y no pienso y pago y me confundo entre los ojos verdes de la morena y los azules de la rubia que me miran entre agradecidos y condescendientes.<br /><br />“Anda a la Gran Plaza y allí puedes caminar hasta que te aburras” –me había aconsejado Luc– “allí encontrarás las papas y los chocolates”. La plaza, como dice su nombre, es grande, y está llena de gente. Hay una iglesia. Camino. Me encuentro con una figura de una diosa femenina empotrada en una pared. Parece famosa porque todos se toman foto con ella. “Es que trae buena suerte en el amor”, me dice alguien en un delicioso francés que no entiendo. “Lo más representativo de Bruselas son la plaza y el niño que orina”, aclara alguien más (en un piadoso y mordido inglés) y me acuerdo de la decepción que se llevó mi madre hace cuarenta años “con esa estatua pequeñita y perdida en una esquina”. <br /><br />No sé si es porque es domingo pero todas esas calles están cerradas para los vehículos y la caminata por el empedrado me recuerda a los viejos pueblos de las provincias peruanas. Pasan a mi lado familias, grupos de jóvenes, chicas inolvidables y perros, muchos perros, con sus dueños y sus cadenas y paseando orondos y casi civilizados.<br /><br />Sí, es verdad. El niño que orina es una estatua minúscula casi extraviada en una calle repleta de tiendas y de turistas que lo andan buscando. Tomo una foto sin mucho entusiasmo y, liberado, entro en varias de las innumerables tiendas de chocolates. <br /><br />“Los Leonidas son los que más me gustan”, me había dicho Luc. Una muchacha muy simpática me atiende. Compro una cantidad infame y le digo a la chica que necesito que estén en latas “porque el viaje hasta Yakarta es muy largo”. Diez minutos después ella comprende que soy peruano, que vivo en Indonesia, que Java es una isla y que queda en Asia; y hasta promete sonriente que algún día me visitará. Aprovechando la sonrisa, disparo una pregunta odiosa: “sé que estos son los mejores chocolates belgas” –adulo–, “pero, ¿cuáles son los más caros?”. Me mira extrañada, sostengo la mirada, tonto pero firme, y ella, que no sabe si seguir sonriendo, responde en automático: “los Marcolini”. No la dejo pensar más y huyo atarantándola con una catarata de “gracias”. Es que me resulta demasiado embarazoso explicarle que todo esto es por una muchacha de ojos inmensos (que me dijo graciosamente, “de dos tipos, los más sabrosos y los más caros”, cuando le pregunté “qué chocolates belgas quieres”).<br /><br />La tienda no está cerca, pero está. Es elegante, las cajas negras y sólidas, y los chocolates un asalto. Pierre Marcolini levanta no uno sino dos grandes locales en la Plaza de Sablón. Allí también está Godiva y cerca Neuhaus, Leónidas, Cote D'Or, Guylian y un montón de otras marcas famosas de “verdaderos chocolates belgas” (en Bélgica, donde jamás ha crecido una planta de cacao) que compiten con otras tantas tiendas de chocolates artesanales. Rodeado de chocolaterías, huyo por las calles, estrechas, sucias a veces, cálidas siempre, con pasajes abandonados que no dan miedo y con paredes repletas de grafitis que regalan sus colores.<br /><br />Huyo de los chocolates y me encuentro con “friterías”. Basta caminar un poco para hallar las papas fritas y los cucuruchos de papel y las toneladas de mayonesa y el sabor, áspero y generoso, pero que, sin embargo, no se aproxima al de las inolvidables papas que Luc prepara en Yakarta con su vieja freidora y que tan bien adereza con amistad y afecto.<br /><br />Si Europa es Bélgica y si Bélgica es Bruselas, yo quiero mudarme.<br /><br />Quiero visitar la biblioteca y los teatros y el museo que presenta una muestra de Frida Kahlo. Quiero pasear por esas calles donde los pájaros no se asustan con los transeúntes, donde los cafés cortan amablemente el paso con sus sillas, donde un cine ofrece películas francesas e iraníes, donde se puede andar en bicicleta, donde venden crepas al paso, donde las gitanas quieren leerme la eterna suerte y donde las estatuas Quijote y Sancho cuidan el sueño de Aída, la ecuatoriana –ilegal– que vende artesanías mientras espera, como tantos, que esto, que este sueño que amenaza terminarse en cualquier rato, se haga realidad.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1394369470598759213.post-79212325192066689662010-01-31T16:22:00.000-08:002010-01-31T16:24:09.699-08:0035.- En contra de la esperanzaCuando Pandora cerró el ánfora y logró retener a la Esperanza dejándonos a los mortales con los bienes en estampida y los males infestando el mundo a su antojo, ¿nos hizo un favor o cumplió –total, los griegos eran predeterministas– con un macabro plan que el incontinente Zeus había trazado, rencoroso y enfurecido con la generosidad de Prometeo para con los humanos? Eso no está claro, pero muchos siglos después de que esa creencia se hiciera mitología, José Zorrilla escribió “la esperanza es de los cielos / precioso y funesto don” y bien pueden esos versos servir de respuesta.<br /><br />Recuerdo que en mi casa había, cuando éramos chicos, un hermoso libro cuyas tapas estaban forradas en pan de oro. Alguien, ya no sé quién, se lo regaló a mi hermano. El libro, que no era tal sino un montón de hojas en blanco bellamente empastadas, contenía, escritas a mano, una serie de frases y refranes. “El que vive de esperanza, muere desesperanzado”, decía una de sus páginas y siempre me he preguntado qué tan cierto es aquello.<br /><br />En Haití, por ejemplo, y esto me lo contaba Giori que se ha ido allí a ayudar de verdad a los que lo necesitan y no se queda, como nosotros –en nuestras cómodas casas– o como los periodistas mercenarios –atrincherados cobardemente en los hoteles–, veinte mil personas han quedado mutiladas después del terremoto, y otros miles de niños, también, se han quedado sin padre sin madre o sin ambos, mutilados de familia. ¿Debieran ellos tener esperanza?<br /><br />Las generalidades no ayudan; el sufrimiento de muchos no es el sufrimiento de nadie en concreto y bien podemos soslayarlo distrayéndonos con el ruido ensordecedor de las ciudades. Pongámosles cara y nombre y lugar y espacio y preguntémonos, entonces, si esas personas deben abrigar esperanzas o si hacerlo solo prolonga su sufrimiento.<br /><br />Cindy, la chiquilla filipina que dejó los estudios y emigró y terminó vendiendo helados en Macao para tener un permiso legal de residencia. Cindy, que se la pasa parada todo el día soportando los avances de todos los chinos corruptos y nuevos ricos que van allí a gastarse lo que no pueden gastarse en Pekin o Shangai. Cindy, que después de su jornada se queda hasta la una o dos de la mañana limpiando casas –ilegalmente– para tener un poco más de efectivo para enviárselo a su madre que cría a la hija que tuvo con ese novio flamígero que desapareció apenas escuchó la palabra embarazo. ¿Debe Cindy tener esperanza?<br /><br />Obdulia, la provinciana peruana que limpia casas de ricachones en Miami y vive en un cuarto con sus dos hijos. Obdulia, la del marido al que ella ayudó, con sus ahorros, a llegar hasta “el sueño americano” y que luego, porque él no regresaba, fue a buscarlo para tener a toda la familia junta y lo encontró con la querida. Obdulia, cuyo marido ya tiene la residencia porque se casó con una cubana para sacar los papeles y que, divorciado ya, no le da la gana de casarse con ella (porque era su marido y no su esposo) y más bien la amenaza, cada vez que se atreve a reclamarle lo de la amante, con que la va a denunciar para que la deporten y le va a quitar a los hijos (que sí tienen residencia porque llevan el apellido del padre). ¿Debe Obdulia tener esperanza?<br /><br />Lucy o Susy o Wendy o como se llame en realidad la prostituta tailandesa que emigró a Singapur y que espera a sus clientes solo a dos cuadras del centro de Orchard Road. Lucy, que vive lejos de su aldea y que solo aguarda ahorrar un poco para regresar. Lucy que debe, antes, pagarle al que tramita las visas, al agiotista que le prestó para el pasaje, al dueño del cuarto en donde duerme con otras tantas Lucys en las mismas condiciones. Lucy, que sabe que será prostituta toda la vida o, al menos, hasta que el cuerpo alcance o la mate el sida o vengan otras, mismas Lucys pero más jóvenes, a quitarle el sitio. ¿Debe Lucy tener esperanza?<br /><br />Josefina, la mujer que limpia las habitaciones en ese hotel barato para largas estadías en La Condesa, en México. Josefina, que trabaja todo el día, todos los días, que descansa una vez a la semana y dedica ese domingo a ordenar su casa para que no se venga abajo. Josefina, a quien el marido engaña con otra y no quiere irse y no paga nada y vive de ella y más de una vez le ha levantado la mano. Josefina la de la hija quinceañera que, abotargada por la propaganda, la imbecilidad reinante y los líos entre sus padres, cree que está gorda y ha practicado tanto la bulimia que su cuerpo ha convertido el vomitar en una costumbre que ahora es automática y ya no retiene alimentos y la desnutrición la está matando. Josefina, que no tiene el dinero para la operación indispensable y que sabe que la hija se le muere en cualquier rato. ¿Debe Josefina tener esperanza?<br /><br />Nacemos solos y morimos solos. A veces, muchas veces, vivimos solos. Hagamos lo que hagamos allí está el fin, la muerte, la última soledad, vigilando –acechando– nuestra existencia como la espada de Damocles. ¿Deberíamos tener esperanza?<br /><br />¿No es la esperanza –como la fe– ese “opio del pueblo” tantas veces denunciado? ¿No nos adormece la esperanza? Dante colocó un letrero en las puertas del infierno, “el que entre aquí abandone toda esperanza” y a veces dan ganas de creer que eso habría que escribir en los portales de todas las maternidades. Sin embargo, quiero creer que los que se tientan a pensar como yo se equivocan, quiero creer que –una vez más– estoy equivocado.<br /><br />Giori, aquel que dejó la comodidad de su oficina para irse a cargar sacos de harina y repartirlos entre los desamparados de Haití, me envía, desde ese infierno, donde ciento cincuenta mil cadáveres se pudren y un millón de personas lo han perdido todo, unas fotos maravillosas de unos niños sonriendo, con los ojos de luna llena, como diciéndole el “no pasarán” a la desesperanza y a la muerte que los cercan.<br /><br />Quizá allí esté el secreto, en la alegría de esos niños, en su sonrisa, en eso tan humano. Esa misma sonrisa que, por instantes –luminosos instantes– he visto aparecer en los rostros de las Cindys, las Lucys, las Obdulias y las Josefinas que han cruzado por mi vida.<br /><br />Quién sabe si la alegría sea la verdadera cara de la esperanza.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1394369470598759213.post-65629582730371411572010-01-23T03:32:00.000-08:002010-01-23T03:33:27.474-08:0034.- Yapanisonli¿Cuál es la diferencia entre la represión y el autocontrol? En ambos casos se trata de dominar los naturales impulsos a los que, animales al fin, estamos inclinados. Desde las más antiguas sociedades, la fuerza –o la amenaza de su uso–, ha sido un persuasivo efectivo. Nadie se metía con la mujer del jefe de la tribu porque nadie quería terminar con la cabeza partida de un mazazo. A su vez, y por más hambre que tuviera, nadie se comía las ofrendas de los dioses porque nadie quería que le achacasen las próximas calamidades, ni soportaba la idea de sufrir el desprecio social, algo peor que la celosa maza abriéndonos el cráneo.<br /><br />El miedo nos controla hasta donde puede controlarnos. Enmarcamos nuestras actuaciones públicas dentro de los límites que imponen los códigos, ya sean los legales o los sociales, pero no más. Dueños de nuestra intimidad, donde ni el Estado ni la sociedad pueden ingresar, damos allí rienda suelta a nuestros arranques y a nuestra fantasía. Eso me pareció entender en Japón.<br /><br />La formalidad rige la vida de la gente. El silencio –ese que a nuestra latinidad se le antoja un monstruo– es una norma; se respeta escrupulosamente en los buses, en el metro, en el supermercado. Aún en una sala de juegos, donde los aparatos chillan anunciando ganancias, la gente se mantiene callada, sin grandes expresiones de frustración o de alegría, como si solo el ruido metálico de las máquinas estuviera permitido.<br /><br />Se respetan las normas “porque hay que respetarlas” y, como le contestaron a mi amigo Eddie cuando le preguntó a un japonés por qué no cruzaba la pista, aún con el semáforo peatonal en rojo, si era obvio que no venían automóviles por la calle, “porque no soy estúpido”.<br /><br />No hay policías. En una semana, paseando de noche y buscando, como siempre, zonas complicadas (toléreseme el eufemismo) solo vi un patrullero en Shinjuku. En pleno mediodía un auto policial había detenido un coche y estaba interviniendo al conductor. Nadie parecía fijarse en el hecho, el “si no es tu asunto, no te metas” es una norma no escrita.<br /><br />Sin embargo, como Hamlet sospechaba, “algo se pudre en Dinamarca”. Algo sucede que no sabemos pero que vislumbramos, algo “diferente” subyace bajo tanta civilización. Tanta rigidez, tanto acartonamiento, tanto deber y tanta tradición, no son indefinidamente soportables. Una olla a presión estallaría si no tuviera un “desahogo” (curiosa palabra utilizada en el México de las masajistas extrovertidas) que liberara –discretamente– el vapor acumulado.<br /><br />Entonces es cuestión, como sentenció Yuki, de echarse a andar y hallar, por ejemplo, a la salida del metro de Yokohama, una tienda donde venden revistas de manga (la famosa historieta o cómic). Si resulta interesante saber que allí no hay ni un solo muchacho leyendo al odioso ratón “Miqui”, más llamativo resulta confirmar que la inmensa mayoría de los miles de ejemplares que allí se ofrecen contienen las más variadas, malabáricas y lascivas fantasías. En esas publicaciones despunta la presencia protagónica de célibes muchachitas adolescentes vestidas casi invariablemente de escolares. Es el paraíso de las Lolitas libinidosas que, a veces consintiendo desde el principio y otras forzadas por algún depravado al que luego miman, se someten a las más alucinantes variaciones sexuales. Los primeros planos y la proliferación de fluidos esparcidos por todas páginas terminan siendo tan hastiantes y empalagosos como una de esas películas pornográficas donde hasta el camarógrafo interviene entusiasta.<br /><br />Esa fascinación por la “inocencia” se halla también en tiendas de lencería que, en vez de complicados encajes negros o escarlatas o en vez de sedas y transparencias, abundan en prendas casi infantiles, de algodón, blancas o en todas las tonalidades del rosado, con mariposas y florecillas, absolutamente castas, tanto como las púberes imaginadas que aparecen inmortalizadas en los libros de manga.<br /><br />El área de Shinjuku es toda una experiencia. Junto a tiendas de electrodomésticos y cafés, se levantan, por ejemplo, cinco pisos que contienen la más grande tienda de películas pornográficas con la que me he cruzado en la vida (más grande aún que esas inacabables “sex shops” de Miami que tienen toda una sección dedicada a lo más variado del cine de la triple X). Cinco pisos de videos donde las diferencias se hallan en los colores de las portadas pero que –según se observaba en las pantallas que exhibían los “priviús”– dan vueltas, con uno que otro giro, al eterno tema de la mujer –casi siempre con cara inocente y falda minúscula– enfrentada a los instintos más o menos rampantes de media docena de actores.<br /><br />Poco más allá, protegido por la discreción de lo subterráneo, se puede encontrar un cine en el sótano de un edificio donde se proyectan películas “para adultos”. En lo que me recordó a las tardes más decadentes de los cines Colón o Brasil de mi adolescencia, hallé allí, en una sala a media luz, un par de docenas de ancianos que trataban de robarle a la proyección algo de calor que los protegiera del viento invernal y penetrante que afuera corría. <br /><br />Para los más tímidos –que los japoneses piensan en todo– se encuentran, cuadras más, cuadras menos, varias tiendas de alquiler de películas. La única diferencia es que el cliente no se lleva el video sino que lo renta para verlo allí, en unos cubículos por los que se paga por hora. No vi a nadie entrar emparejado, así que supongo que se trataba, como en todos los casos anteriores, de otro reino del onanismo más o menos público, más o menos supuesto, más o menos aceptado. Reino de abandonados y solitarios en un Tokio donde nadie conversa con nadie, donde nadie mira a nadie y donde los seres humanos son mutuamente transparentes e ignorados.<br /><br />Finalmente vienen los famosos clubes, los “water business”, los “soap lands”, los “host club”, los “fuzoku”, las casas de masaje tailandés, los burdeles clandestinos y todos esos lugares de los cuales Yuki me habló. Poco o nada puedo decir de ellos; en cada entrada recibí un “no”, en cada puerta me detuvieron haciendo una cruz con los brazos, en cada umbral uno o varios tipos con cómico aspecto de criminales de película (lentes oscuros, terno negro, pelo corto y pintado) repitieron el “yapanísonli” que impidió a este gris cronista de callejones y lupanares entrevistar a alguna amable señorita para tener algo más que compartir con sus curiosos lectores.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1394369470598759213.post-17988408897659436942010-01-16T02:15:00.000-08:002010-01-16T02:25:59.483-08:0033.- YukiYuki tiene veinticinco años y trabaja en un “cabakura”, una especie de club. El local está bajo la protección de la “yakuza” (los chicos malos de Japón) y ella puede hacer un promedio de cinco mil dólares al mes en una jornada de cinco horas diarias, seis días a la semana. Todo esto sucede cerca de la estación Yokohama, en el puerto del mismo nombre.<br /><br />Yuki puede atender visitas de extranjeros porque estudió en los Estados Unidos “hasta los veintiún años” y habla inglés, algo que sus compañeras no pueden hacer pero que tampoco necesitan, casi todos los clientes, salvo algún cronista curioso o extraviado, son japoneses. Le pagan como veinticinco dólares por cada hora y recibe comisiones por todos los vasos de alcohol que consigue que le inviten.<br /><br />Yuki se ufana de sus muchos “clientes fijos”, esos que en Latinoamérica serían “parroquianos”, visitantes consuetudinarios que se sienten perdidamente atraídos por ella y que gastan cientos y miles de dólares por gozar de algunas horas de su compañía. Cuatro de cada diez repite el plato y se convierte en reincidente. Esos gastan más porque se empeñan en complacer los gustos de la redondeada muchacha (algo extraño en un Japón sintético y despótico, si se comprende aún ese juego de palabras pasado de moda, como yo).<br /><br />Yuki, que primero dice que no tiene angustias económicas porque el papá es arquitecto y la madre “importadora de cosméticos”, le paga la universidad a su hermano. La mamá de Yuki, antes de dedicarse al comercio exterior era “maiko”, aprendiz de geisha, y se enamoró del padre de Yuki, un cliente persistente con el que finalmente se casó.<br /> <br />Yuki sueña con tener el dinero suficiente para hacer un cabakura para mujeres, dice que de eso no hay en Japón, que es una sociedad machista. Cuando lo piensa un poco más confiesa que no sabe lo que quiere pero que un bar así “sería un buen negocio”. Su “vida útil” en este trabajo es corta, podrá permanecer cinco año más, hasta los treinta. <br /><br />Yuki cuenta que para empezar en uno de estos clubes es necesario que alguien te reclute, hay sujetos que andan buscando jovencitas hermosas y medianamente preparadas para este empleo. Por cada chica que llevan, los dueños de los cabakuras les dan una comisión.<br /><br />Yuki tiene que invertir en su apariencia, las uñas sobredimensionadas y pintadas de forma estrambótica “están de moda” y son una obligación. “Si no me pinto las uñas o si no me hago un peinado cada día, me multan”, es decir, se lo descuentan de su salario.<br /><br />Yuki se ríe, “¿japoneses reprimidos?, de alguna manera, pero no”, lo que abunda en Japón son los lugares “de tolerancia”. “Las prostitutas están en Ginza”, allí empezaron a acudir las jovencitas japonesas que se alquilaban para regocijo de las tropas vencedoras norteamericanas después de las bombas atómicas. También producto de la necesidad de “relajar” a las tropas democráticas del tío Sam surgieron plazas de tolerancia en Tailandia (Pattaya) y en Hong Kong (Wan Chai), y solo son ejemplos.<br /><br />Yuki dice que los “water business”, los “soap lands”, los “host club”, los “fuzoku” están en Ginza y en Shinjyuku, si vas por Tokio, “pero también acá cerca, en Kannai, encontrarás esos lugares” donde el sexo se vende (se alquila) más o menos explícitamente.<br /><br />Yuki me explica que “la gente viene para hablar” y parece cierto. Hay varias chicas que acompañan, en otras mesas, a una serie de clientes. Al contrario de cualquier otro espacio público en Japón, allí las personas hablan desenvueltas, levantan el tono de voz, se ríen a carcajadas, escandalosamente, como sucedería en cualquier país de Latinoamérica. Los japoneses parecen relajados por primera vez. “Vienen directamente del trabajo, salen de la oficina y se vienen para acá, por eso la actividad comienza como a las seis de la tarde”, no se trata de gente de bajos recursos, “para venir acá hay que ser ejecutivo, hay gente que gasta cientos de dólares en una noche, vienen, se sientan con nosotras, nos miran, juegan a enamorarse y, sobre todo, conversan, conversan de todo, del trabajo, de los problemas de la oficina, de la casa, de la mujer que también es ejecutiva y con la cual no puede comunicarse porque esta es una sociedad muy competitiva”. <br /><br />Yuki señala que “por eso no entran extranjeros, porque no entienden cómo funciona este lugar, no comprenden que se pueden gastar muchos de dólares y, en el mejor de los casos, si la chica quiere, podrán agarrarle la mano o acariciarla”. <br /><br />Yuki dice que tiene una vida propia y un novio. Vive tranquila, sus padres saben en qué trabaja porque “no hago nada malo” y, además, “acá aprendo mucho porque toda esta gente es educada, acá vienen banqueros y economistas y me hablan de todas sus cosas”.<br /><br />Yuki cree que trabaja en “en un lugar decente” y, de alguna manera, es verdad. Cada media hora (porque, como en un estacionamiento para automóviles o un karaoke, cobran por tiempo) se acerca uno de los encargados y muy amablemente informa que cargarán treinta minutos más (y sus respectivos yenes) a la cuenta. <br /><br />Yuki también es decente (como sus jefes) y generosa (como su escote). Parece que le caigo en gracia, que eso de “voy a escribir un artículo” la entusiasma. Solo ha bebido un whisky, “porque tengo que pedir algo para estar contigo”, y es el trago más barato del lugar. Se lo agradezco. <br /><br />Yuki no sabe quién es pero no tiene tiempo para esas preguntas. “En Japón todos somos ateos, porque si hubiera dios este mundo sería mejor”, dice sonriendo con amargura mientras yo me despido sin contar el vuelto que dejo sobre la mesa, en el mismo sobre blanco y elegante en el que me lo han dado.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1394369470598759213.post-81962838791434890402009-05-25T10:33:00.000-07:002009-05-25T16:49:34.972-07:0032.- Tokio, metro y puertas cerradasCada estación del metro de Tokio (telaraña que pareciera interminable y que funciona con la precisión de un reloj suizo) tiene una personalidad especial. El turista que tuviera el tiempo necesario podría dedicarse a bajar en cada uno de los paraderos, subir a la superficie y recorrer las calles de los alrededores para descubrir los muchos “japones” que alberga la ciudad (se dice que “Japón es mucho más que Tokio”; habría que agregar que “no hay un solo Tokio” sino que la capital es de una diversidad sorprendente).<br /><br />Como pasar por todas las estaciones requeriría media vida, visitar cuatro o cinco permite al turista darse una idea de lo que sucede “allá arriba”, en las diferentes partes de esa inmensa metrópoli. Shibuya, por ejemplo, es una estación “normal”, con gente común y silvestre andando por las calles atestadas e invadiendo comercios de todo tipo. Ginza es la “fashion”, una estación donde se congregan los más grandes locales de las tiendas “de marca” y donde todo parece brillar un poco más. Shinjuku es la de los jóvenes, tiene un aire provocador y rebelde, abundan las tiendas “para adultos” y no es raro que, haciéndose el distraído, algún sujeto te ofrezca mujeres (dicho sea de paso, fue el único lugar en donde había un patrullero). Kannai quiere parecerse a Shinjuku pero con menos pretensiones (será porque queda a las afueras de Tokio y aún conserva, si es posible, un aire algo más provinciano). Por último, la estación central de Yokohama (una ciudad que ha sido absorbida por el crecimiento urbano de Tokio) es un poco de todo, con centros comerciales, tiendas, restaurantes, cines, supermercados, karaokes, bares y especímenes humanos de todo tipo.<br /><br />Alrededor de la estación de Yokohama se levanta un sinnúmero de edificios de 5 ó 6 pisos en una especie de maraña interminable que incluye pasajes estrechos, callejuelas oscuras, trastiendas con botaderos y todo lo que podría poblar la imaginación postmodernista y urbana de cualquier autor de novelas de suspenso policial protagonizadas por mujeres libérrimas y atractivas, guardias de mirada torva, sujetos de evidente malvivir, jóvenes drogadictos y, claro, la Yakuza, la “Cosa Nostra” japonesa.<br /><br />Un tipo de negocio llamó mi atención. Se trataba de discretas puertas cerradas, con uno o varios matones vestidos de escrupuloso traje negro que controlaban la entrada. Un letrero anunciaba algo en japonés y había fotos de chicas y precios en yenes. Lo primero que podría uno pensar es que se trataba de un bar de mujeres dispuestas (tipo los “gogo bar” de Tailandia) pero los montos anunciados (entre 30 y 70 dólares) eran muy tímidos para una de la ciudades más caras del mundo.<br /><br />Intenté entrar en varios de ellos; en todos me di con el sujeto inmenso que cruzaba los brazos en forma de equis sobre el pecho (lo que significa “no”) y repetía “onli yápanis” que, después lo comprobé, era la única frase en inglés que se habían aprendido. Recorrí las calles y hallé muchos de estos establecimientos y fui rechazado en todos, en algunos casos ni siquiera podía acceder al edificio que anunciaba varios locales porque el “onli yápanis” y los brazos cerrados me impedían el paso de inmediato. <br /><br />No sé cuántas puertas toqué ni en cuántas ocasiones volví sobre mis pasos, lo cierto es que, por una sola vez, comprendí y me sentí solidario con el vendedor que va de casa en casa sin perder la sonrisa tras sucesivos rechazos.<br /><br />Finalmente, la terquedad, un letrero en cristiano (“Bambina”), una puerta entreabierta, un guardia distraído, un administrador al teléfono y un salón vacío jugaron a mi favor. La ausencia del guardia permitió que avanzara más allá de la puerta y que me encontrara cara a cara con quien (eso lo supe después) se hallaba encargado del local. El gerente intentó decirme “no” pero, supongo que obligado por la cortesía de su posición, trató de explicarme la negativa, en su inglés elemental. Aprovechando la confusión que en él causaba su manejo inútil de la lengua de Shakespeare, pasé a la ofensiva. Le respondí que no comprendía su explicación pero que lo único que quería saber era de qué se trataba el negocio “porque soy escritor” (frase mágica que abre puertas tanto como el “soy poeta” solivianta voluntades…).<br /><br />Cuando ya nos encontrábamos, agotado –él– de intentar ordenar su inglés y preocupado –yo– de que fuera a echarme, pareció suceder algo mágico. Se le iluminó el rostro, dijo “un momento” y se marchó dejando al hombre de negro (que ya había aparecido) “cuidándome” y esperando la orden para expulsarme.<br /><br />A los cinco minutos apareció una muchacha alta, cuyas formas, desproporcionadamente generosas para el común de las japonesas, resaltaban debajo del ceñidísimo vestido de seda cuyas costuras resistían –indómitas– la presión de las notables curvas.<br /><br />Mirándome a los ojos, sin pestañar, me extendió la mano y –suave y segura y en perfecto inglés– me dijo: “Hola, me llamo Yuki y te voy a explicar de qué se trata esto”. En ese mismo instante una gota –traidora y perversa– resbalaba por mi mejilla ensuciando para siempre mi segura y estúpida sonrisa...Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1394369470598759213.post-43362951281470505002009-05-19T05:40:00.000-07:002009-05-19T20:11:06.832-07:0031.- Minifaldas y taconesSegún una amiga chilena (cuyos escotes –es necesario confesarlo– me han distraído repetidamente en las últimas lunas), las mujeres orientales lucen las piernas porque no pueden mostrar lo que Natura (tan generosa con ella) les negó a las hijas de Asia. La verdad es que ya no sé si fue ella o fui yo quien hizo la afirmación, es más, recuerdo que en la misma noche y en la misma charla, una hermosa china participaba explicándonos algo que ahora me es imposible recordar con claridad y que bien pudo ser lo que arbitrariamente le acabo de atribuir a la santiaguina. Sucede que –sigamos con las confesiones– la minifalda negra de la amable descendiente de Confucio me distrajo, sin contemplaciones, de los botones agobiados de la blusa de encajes de la compatriota de Neruda, y sus extremidades –caprichosamente entrelazadas– se impusieron, haciendo del norte sur, consiguiendo que mi concentración –ya de natural limitada y vaga– se dispersara sin reparo en paraísos que la palabra –por desgracia y felizmente– no puede reproducir.<br /><br />No será difícil, entonces, imaginar cómo anduvo congestionado mi raciocinio paseando por las calles de Tokio y Yokohama en las que turbas desenfrenadas de jóvenes japonesas ponían en tela de juicio mi ya improbable serenidad.<br /><br />Yo no sé por qué, si será porque es lo que mejor pueden lucir o si será por tradición, por vanidad, por necesidad, por el alma calurosa o por alguna razón que se pierde en la noche de los tiempos (pienso en posibilidades que van desde alguna costumbre arrastrada desde los días de los samuráis hasta la consecuencia directa de la ocupación norteamericana después de esas aberraciones que fueron Hiroshima y Nagasaki), lo cierto es que las mujeres japonesas, despreciando el frío feroz de diciembre, lucían las piernas con minifaldas que en algunas sociedades serían poco menos que escandalosas (ni qué decir del Irán de los ayatolas, donde acabarían en la cárcel, o del Afganistán de los talibanes, donde las lapidarían; sin olvidar, claro, a los fanáticos cristianos y católicos que –como ya no pueden quemar a nadie con el pretexto de la brujería– se santiguarían espantados y encenderían hogueras morales donde piadosamente las achicharrarían a todas, junto con los que no piensen o actúen como ellos).<br /><br />No se trata de la minifalda que lucen muchas mujeres en nuestras tierras cuando –coquetas ellas– van a una fiesta, a una discoteca o a una reunión más o menos importante en la que desean impresionar a alguno o algunos de los invitados. No. Se trata de un uso absolutamente generalizado, masivo, común, multitudinario, tanto así que ver a una mujer con faldas largas o pantalones resulta, de alguna manera, provocador.<br /><br />Claro que ni todas las piernas son conmovedoras ni todos los andares dignos de la pasarela, sin embargo, ninguna se desanima. Llama la atención que no sean pocas las que tienen un transitar “patichueco” que a un occidental le parecería bastante desagradable pero que en Japón no incomoda y hasta gusta. Una japonesa me dijo que había las de “piernas abiertas” y las de “piernas cerradas”, según la dirección, hacia adentro o hacia fuera, a la que apuntaran sus piernas al avanzar libérrima y gloriosamente por las calles.<br /><br />Las minifaldas van siempre acompañadas de tacos feroces, inmensos y reveladores, que encumbran a las féminas hasta alturas que hacen de una sencilla caminata una exhibición punzante pero arrulladora. Todo ejecutado con sobriedad y sin dudas, como quien sabe lo que hace y por qué lo hace.<br /><br />Es de celebrar que no exista ningún remilgo puritano en estas mujeres que deambulan dueñas de su mundo, sin reparar en nadie. Y es que en Japón todos parecen ser mutua y correspondientemente invisibles, por eso del “espacio del otro” y la “privacidad” nadie hace contacto visual, las miradas no se intersecan y la gente ha desarrollado un talento atroz para mirar a través del otro como si verdaderamente no interrumpiera su campo visual –algo que, dicho sea al pasar, un obeso irrecuperable pudiera encontrar deliciosamente novedoso–. Sin duda en ese ignorarse (llámese indiferencia o respeto) reside mucha de la libertad de las bisnietas posmodernas de la Eva desnuda y trasgresora de nuestras culposas y púberes lecturas bíblicas. <br /><br />En estas chicas no hay sonrojos, no hay melindres ni gazmoñerías, avanzan confiadas en sí mismas. Si tienen que sentarse, lo hacen, sin aspavientos; cruzan generosamente las piernas y siguen su rutina, sin vergüenzas ni mojigaterías. No vi a ninguna que anduviera (como sí lo hacen nuestras latinas asustadas por eso de la culpa y del pecado, del “qué dirán” y de “lo debido”) jalándose la falda hacia abajo, doblando incómodamente las piernas, pretendiendo esconder en el pequeño continente de la tela el contenido desbordante de los muslos, como si a último momento, en la hora undécima, se arrepintieran de sus minúsculas prendas. <br /><br />Ni en Tokio ni en Yokohama –habrá que agradecerlo–, caminan las muchachas pidiendo disculpas; saben lo que hacen o, al menos, parecen saberlo. Deambulan, ni escandalosas ni acomplejadas, mostrando libremente lo que se les antoja mostrar y por esa maravillosa emancipación del “porque me da la gana”.Unknownnoreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-1394369470598759213.post-24241196189177397972009-05-09T21:05:00.000-07:002009-05-10T05:17:49.486-07:0030.- MadreEs difícil hablar de la madre sin caer en la cursilería o en la exageración grandilocuente. Tendemos a convertirlas en íconos de lo venerable y hasta nos las arreglamos para ponerle una madre a Dios, humanizándolo y haciéndolo nacer de una mujer “inmaculada”. <br /><br />La madre enciende pasiones y con ella nadie puede competir (“todito te lo consiento / menos faltarle a mi madre”, dice el poema). Ella está sobre todas las cosas y se debe mantener fuera de cualquier disputa. Su sola mención en la boca del enemigo (“con mi madre no te metas”), abre las puertas de la furia y anuncia la tragedia (porque “la madre es sagrada”).<br /><br />Juramos en su nombre como se jura ante la divinidad (“por mi madre”) y el más descastado de los criminales puede emocionarse frente a la anciana de mirada extraviada en la vejez que, si pudiera hablar (y si se diera cuenta y si fuera honrada), le diría lo arrepentida que está de no haberlo abortado. Porque todos tuvimos madre y muchas de ellas deben haberse preguntado “qué hice tan mal” cuando vieron las fieras en las que se convirtieron sus hijos.<br /><br />Hay buenas madres y hay madres perversas, madres que se prostituyen por sus hijos y madres que prostituyen a sus hijas, madres que son capaces de tolerar la peor humillación porque sus hijos no tengan que sufrirla y madres que lanzan a sus hijos a la infamia porque son ambiciosas. Hay madres que dan alas y crean seres humanos libres y madres que castran y crían acomplejados. Madres que enseñan dignidad con el ejemplo y madres que hacen de sus hijos lobos para disfrutar –ellas– de sus presas. Hay para todos los gustos y, generosas o avarientas, ejemplares o viles, dedicadas o egoístas, monógamas o promiscuas, todas son madres.<br /><br />La maternidad es un hecho biológico que se repite incansablemente sobre la tierra; nos reproducimos por la necesidad de seguir existiendo y el sexo (y el goce de la sexualidad, eso que tanto condenan –o envidian– algunos tonsurados) no es sino el mecanismo con el que la naturaleza nos convence amablemente de seguir embarazándonos y pariéndonos.<br /><br />Las fiestas sirven para celebrar, pero también justifican nuestros olvidos. Podemos tener postergada a la madre todo el año pero si la llamamos en “su día”, nos sentimos bien. Pasa con ella, pero también pasa con el padre, los hermanos o los amigos. No olvidarse de “la fecha” suele interpretarse como una virtud y hacerlo, aunque del mejor hijo se trate, coloca al desmemoriado en la vergüenza (la culpa es religiosa pero la alimentan muy bien los comerciantes).<br /><br />La celebración del “día de la madre” se remonta a los tiempos de los griegos y probablemente ya se festejaba antes. La primera madre es la tierra, la madre de todos, y la tierra siempre se identificó con lo femenino, con la fertilidad y la reproducción, esas cualidades sin las cuales esta vida no existiría y este planeta azul sería nada más que un páramo yermo como tantos miles.<br /><br />Cada país escoge la fecha que mejor le acomoda; muchos celebran el segundo domingo de mayo porque los mercaderes se pusieron de acuerdo en prostituir el día que la norteamericana Ana Jarvis quiso (en recuerdo de la muerte de su propia madre) que estuviese dedicado a cada una de las progenitoras que en el mundo son o han sido; otros escogieron el primer domingo y otros se decidieron por el 10 de mayo (que fue la fecha original sugerida por Jarvis aunque luego se cambió –supongo que por razones prácticas– al domingo más próximo). Muchas naciones prefieren que coincida con alguna celebración “femenina”, ya sea civil, como el día de la mujer (8 de marzo) o la primavera boreal (21 de marzo), o religiosa, como la Asunción (15 de agosto) o la Inmaculada Concepción (8 de diciembre). Y no faltan los que aprovechan alguna festividad nacional, el recuerdo de alguna sacrificada heroína o el nacimiento de la reina para conmemorar a todas las progenitoras del reino, del sultanato o de la república.<br /><br />En Indonesia, hoy, amanece otro domingo más (acá el día de la madre es el 22 de diciembre) y a nadie le importa que en Lima –y en muchas grandes ciudades “del otro lado”– miles de hijos olvidadizos o poco previsores estén buscando desesperados un regalo (descubriendo, una vez más, que no saben qué regalarle a sus madres porque ignoran sus gustos y porque jamás conversan con ellas). <br /><br />Yo, de alguna forma estaré allá (cuando acá sea la noche y allá amanezca), acompañando a mis hermanas y a mi hermano, al pie del acantilado donde hace nueve años arrojamos las cenizas de nuestra madre, cinco años después de las de nuestro padre. Nosotros, que no vivimos una sola jornada sin pensarlos, estaremos allí (donde jamás he vuelto y donde acabaré mis pasos), con las rojas rosas de siempre, celebrándolos.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1394369470598759213.post-67479678422948093052009-05-03T04:22:00.000-07:002009-05-03T17:51:02.127-07:0029.- Japón o el silencioLlegar a Japón es llegar al silencio. La conversación bullanguera, esa que en muchos pueblos es indispensable (y que a los latinos nos acompaña desde la sala de partos hasta el velatorio), parece haber sido erradicada como si de un estigma se tratara.<br /> <br />El respeto por la paz de los demás (que, en buen romance, es la otra cara de la moneda de la obsesión nipona por la propia tranquilidad) llega a niveles casi esquizofrénicos para quienes hallamos en el bullicio un compañero de jornada que simboliza que estamos rodeados de seres humanos y que seguimos vinculados al mundo de los vivos. El silencio es la ley de los cementerios (y solo cuando ha concluido el funeral y todos se han marchado).<br /> <br />Ni bien se baja del avión en el aeropuerto de Narita, amables damas de sonrisa fabricada y rostro pétreo te indican por dónde ir. Una vez en Migraciones, el encargado de aceptarte o no en el Imperio del Sol Naciente revisa los pasaportes con empeño detallista pero sin emitir palabra; al comprobar la veracidad de las visas, pone el sello y con la misma gélida amabilidad concede el paso. Recoger el equipaje es el mismo silencioso procedimiento y, si nada hay que declarar, la salida será guiada por más corteses, fríos y callados uniformados. Al atravesar la puerta que lleva a la sala donde en los aeropuertos latinoamericanos esperan decenas de familiares y taxistas peleándose por llevarnos (o llevarse nuestra maleta), en el aeropuerto de Tokio no hay nadie, o casi nadie. <br /> <br />Comprar el boleto para bus que se dirige a Yokohama o esperarlo bajo el frío del invierno implica estar rodeado del mismo mutismo. Viajar en el trasporte público, sea en el metro –esa maravillosa, eficiente, limpia y funcional telaraña– o en los buses –que pasan a la hora establecida y en los cuales a nadie se le ocurre sentarse en los asientos reservados para las embarazadas o los ancianos– es una experiencia traumática para cualquiera que relacione el bullicio con el hecho elemental de saberse vivo.<br /> <br />Pregunté a algunos japoneses (con los que pude comunicarme que, contrariamente a lo que uno pudiera suponer, la inmensa mayoría o no sabe o no quiere hablar en inglés) por las razones de su conducta, por los motivos de ese obsesivo deseo de no interrumpir la paz ajena, de no violar, con palabras de más, con ruidos molestos o con intervenciones en voz alta, esa pública intimidad de quienes caminan por las calles como aislados por cápsulas invisibles e impenetrables. Pocos pudieron explicarlo, alguno dijo “educación”, alguno pronunció “respeto”, pero varios aceptaron –sobre todo los más jóvenes y después de las insidiosas preguntas de rigor– que la razón pasaba, sí, de alguna manera, por la cortesía con el vecino pero que, en el fondo y en realidad, había una gran presión social, un temor reverencial a la censura, “al que dirán” de esos mayores que miran –siempre en silencio– con ojos de desaprobación. No sentí que era por el “es bueno respetar a los demás” sino que, más bien, era por el “no quiero que los demás se metan conmigo” que la gran mayoría se comportaba así.<br /> <br />Un ejemplo claro de esa consciencia de “hacerlo así porque es así como se hace” se encuentra en la respuesta que un japonés le dio a mi amigo Eddie. Estaban ambos por cruzar la pista, en una esquina, frente a un semáforo, por la línea de cebra, era tarde y, a pesar de que no había un automóvil alrededor ni a lo lejos, el nipón no movía ni un músculo esperando, inconmovible, que la luz pasara del rojo prohibitivo al verde permisivo para atravesar la calle. Curioso y temiendo violar alguna norma, mi amigo argentino le preguntó “¿hay alguna multa por cruzar cuando el semáforo está en rojo?”, a lo que el súbdito de Akihito contestó parco, “no creo”; “¿entonces, si no viene ningún carro y no hay multa, por qué no cruza”, “porque sería estúpido”, respondió el japonés amable y seco. <br /> <br />Al contrario de Singapur, no se trata de que exista (como en la isla-estado) el punitivo rigor de las multas feroces (por ejemplo, los 350 dólares que cuesta ser sorprendido comiendo en el metro), es que existe el rigor, más feroz, más poderoso, más disuasivo, de la censura pública, de avergonzarse y avergonzar a la familia siendo el “estúpido” que no hace lo que “se tiene que hacer” y rompe las reglas.<br /> <br />Los jóvenes (que suelen ser los que andan dinamitando normas y costumbres por esa saludable necesidad de ir contra la corriente) tampoco transgreden las fórmulas establecidas por el tiempo, y van callados. Sin embargo, se han atrincherado en la modernidad (esa arma que manejan con una habilidad que horroriza a los mayores), rompen el claustro (acá se entiende lo de “claustrofóbico”) y escapan del silencio por las rendijas digitales de sus celulares (que todos tienen), agarrándose feroces de los millones de mensajes de texto que lanzan al mundo desde esos teléfonos (con los timbres callados y los vibradores como única y sensual advertencia). Como modernos robinsones, arrojan miles de botellas al mar del ciberespacio para decirle a quien quiera escucharlos (o, más bien, leerlos) que están vivos, que tienen palabras y que la comunicación –que todos sabemos que corre el riesgo, sí, de hacerse tan ruidosa que nadie escuche– es mejor, siempre es mucho mejor, que ese silencio que convierte el cuerpo en una isla y el alma en un cementerio.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1394369470598759213.post-24363638849850291582009-04-27T02:44:00.000-07:002009-04-27T02:45:14.993-07:0028.- Papa Noel en bikiniEl gringo es mi amigo y tiene en Bangkok tanto tiempo como yo tengo en Yakarta; es diciembre y esos cinco meses han sido para él toda una vida, toda una nueva vida. Ha descubierto este mundo desbordado de mujeres entusiasmadas (por la paga o por la visa) y se encuentra encantado. <br /><br />Hemos quedado en reunirnos en un centro comercial (uno de las decenas de centros comerciales superpoblados que tiene la capital de Tailandia); es 24 de diciembre y eso no significa nada para los budistas. Pero los comerciantes, que son budistas pero no son tontos, saben complacer a los clientes en un país con tantos turistas occidentales. Abundan los adornos alusivos a la fecha (los que no tienen contenido religioso), así, campean los árboles con nieve artificial, los renos de plástico y el sobrealimentado Papa Noel con sus incomprensibles y coloradas ropas polares en medio de calor tropical. <br /><br />El gringo que me va a presentar a su chica. La conoció en un lugar de nombre extraño para un país oriental, “Soi Cowboy”, “ella trabaja allí, luego te explico”, me había dicho por teléfono. Tomamos el metro aéreo que, después de estar peleándonos con las explicaciones, no nos parece tan complicado (no por la abundancia de líneas, que son pocas, sino por lo caótico del lugar). Bajamos en algún punto que él ya conocía (“aunque salgo pocas veces de la zona en donde vivo”) y caminamos.<br /><br />Pasamos, primero, por un restaurante irlandés. La cerveza dura poco porque de tanto conversar la hora nos ha traicionado. “Debemos ir antes de que alguien más se la lleve”, “¿antes de que otro se la lleve?, ¿acaso no trabaja allí?”, “ya vas a entender”, replica mientras paga la cerveza y salimos como apurados. Es caminar unas cuantas cuadras, atravesar una pista amplia y congestionada, y llegamos. <br /><br />Hay una especie de portal que se abre ante una calle colorida, bulliciosa, carnavalesca, llena de luces titilantes (“normalmente hay muchas luces, pero hoy hay un poco más, ¿será por la Nochebuena?”). En la entrada hay un gran aviso como de bienvenida que reza “Soi Cowboy”. Atravesamos la puerta imaginaria y entramos a una calle muy parecida a las que abundan en Pattayá. Muchos locales, uno tras el otro, con decenas de chicas en la puerta que, moviendo al aire sus ropas ligeras (muchas veces disfraces de enfermeras o de escolares) nos invitan a pasar a los “go-go dancers”.<br /><br />Yo me ahogo en ese mar de mujeres pero el gringo no se distrae. Eso que las hay de todo tipo. En su mayoría, son más jóvenes y más atractivas que las de la playa. “Acá están las mejores chicas”, afirma mi amigo, “están controladas por el gobierno que hace inspecciones regulares y todas pasan por exámenes médicos; además estas chicas son absolutamente confiables, están registradas y nunca se van a arriesgar a perder el trabajo engañándote o robándote”. <br /><br />El lugar lo había conocido a las pocas semanas de haber arribado a Bangkok. Fue arrastrado por unos compañeros de trabajo que intentaban matar el estrés semanal “con algunas cervezas y buena compañía”. <br /><br />“Llegamos y, como ahora lo estamos haciendo tú y yo, vinimos directamente a este local, que dicen que es el mejor. Éramos media docena de extranjeros y tomamos muchísimo alcohol, así que todos estaban contentos. Las chicas nos rodeaban y nos bailaban; en la barra, en algún punto de la noche, que fue larga, todas estaban desnudas. Ese día nadie hizo nada, no pasamos de jugar un poco con ellas y nos fuimos. Yo regresé, solo, una semana después. A mi chica la había visto desde ese viernes y volví por ella. Se sentó conmigo y me explicó –con su inglés elemental– cómo era que funcionaba exactamente el sistema. Antes, me pidió que le comprara un trago, porque esa es parte de sus obligaciones, hacer que nosotros, los clientes, tomemos mucho y que, además, les invitemos todas las bebidas que nos pidan, cuanto más, mejor. Uno puede pasarse toda la noche con la chica, como si fuera tu novia, solo tienes que comprarle cada cierto tiempo otra bebida. Las chicas sonríen mucho y se ponen cada vez más amables, la idea, claro, es entusiasmarte lo suficiente como para que quieras irte con ellas y eso tiene sus procedimientos. Una vez que has decidido pasar la noche acompañado, tienes que hablar con la mama-san, la madame del lugar. Con ella negocias el precio de la salida –que suele estar entre los 20 y 30 dólares, aunque esa noche, en nombre del nacimiento del dios de los cristianos, le había recargado un treinta por ciento– y, una vez que pagas, la chica es tuya. Claro, es tuya, quiere decir que puede salir contigo, pero allí tienes que iniciar una segunda rueda de negociaciones, ahora con la susodicha elegida, para determinar cuánto le pagarás por irse contigo a tu casa. Generalmente cobran entre 70 y 80 dólares por toda una noche, con todos los servicios incluidos. Una vez terminado el trámite ella se convierte en tu novia y actúa como tal, puedes irte a cenar primero o a tomarte un café y después puedes irte a la casa y ella se comporta como si realmente fuera tu pareja. No hay riesgo alguno, porque, como te he dicho, todo está muy controlado…”. <br /><br />En esa calle curva hay unos veinte establecimientos, además de unos diez restaurantes donde también las chicas esperan clientes. Entramos al local preferido de mi amigo y me presenta a su novia (“a ella le encanta decir que es mi novia, he pasado con ella como tres fines de semana; vengo los viernes, la saco, pago para liberarla de ir al bar por dos noches y me la llevo hasta el domingo; salimos al cine, vamos a comprar al centro comercial, hacemos vida de pareja hasta el domingo en la tarde que la pongo en su taxi y se va a su casa”). La joven es muy atractiva (y muy joven). El gringo no tiene clara su edad pero no puede tener más de veintiuno o veintidós años (lo que explica mucho mejor el encandilamiento de mi muy cincuentón amigo norteamericano). <br /><br />Nos sentamos los tres y yo hago las veces del violinista voyeur. Ella, rápidamente y después de los saludos y sonrisas de rigor, pasa a los mimos y a los gestos coquetos; el gringo no resiste ni cinco minutos. Me dice, “anda viendo cuál te gusta” y se va donde la mama-san “a negociar, porque esta noche es más cara la salida”. <br /><br />En la barra bailan, con pretensiones sensuales y a un metro de altura, seis muchachas (des)cubiertas con mínimos bikinis de llamativos colores. Ninguna es fea; una o dos son tan jóvenes y tan atractivas como “Suni” (que creo que así se llama la chiquilla de mi amigo). En el lugar habemos una docena de parroquianos y, según veo, los que se entusiasman con alguna la llaman y ella deja la barra y se dedica a embriagar al cliente y alegrarlo lo suficiente como para que se sienta compelido a llevársela a algún espacio más privado (si bien me han explicado que allí uno tiene que “ser formal” en el trato con las muchachas, pronto veo a un par de borrachines cuyas manos entusiastas van bastante más allá de lo que se pudiera considerar “formal” aún en estas particulares condiciones). Cuando una de las bailarinas abandona la barra, aparece, de no sé dónde, otra que completa el “cuerpo de baile” mientras otras muchas deambulan alrededor de lugar tratando de pescar a algún cliente.<br /><br />Hay una, con un rostro particularmente bello y unas curvas acentuadas, que me descubre mirándola. La música suena y, entre todas, es la más sensual en esos movimientos ondulatorios. Nunca he creído en la hipnosis pero se me hace difícil desprenderme de su mirada. Yo bebo, como siempre, agua (que cuesta lo mismo que un güisqui) y creo que una gota escapa estúpidamente de mis labios. Parpadeo, por fin, y la muchacha, que esa noche trae –además del bikini– un gorrito rojo de Papa Noel, ya está a mi costado. <br /><br />Nunca la frase “feliz navidad” había sido dicha tan irreverentemente perfecta…Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1394369470598759213.post-89990493439120201842009-04-19T03:41:00.001-07:002009-04-19T04:20:09.262-07:0027.- El mercado flotanteEl mercado flotante es uno de los atractivos de Tailandia que se halla en las antípodas de esa idea de “paraíso de turismo sexual” que (no sin razón) le ha dado tanta fama al antiguo reino de Siam. <br /><br />Si bien Joe –el taxista– estaba más interesado en las expediciones nocturnas a bares y cabarets, tampoco desaprovechaba la ocasión de ofrecerme sus servicios diurnos, aunque me hubiera dejado en el hotel a las dos o tres de la mañana. Estando en Asia uno tiene la impresión de que los choferes no duermen porque están disponibles a cualquier hora (como sus ingresos son miserables –Joe me cobraba 15 dólares por todo un día y a eso hay que descontarle el alquiler del carro, que no era suyo, y la gasolina–, ellos se multiplican y completan la jornada con las comisiones que restaurantes, tiendas, servicios turísticos, fondas, cantinas y salones de masajes ofrecen por cada turista “capturado”).<br /><br />“Por la mañana toca el mercado flotante”, me había señalado cuando regresábamos de una de esas salidas noctívagas y no supe decirle que no. “Vengo a las ocho”, “…pero, Joe, ¡eso es dentro de cinco horas!”, “no hay problema, duermes en el camino, porque es más de una hora de viaje y hay que evitar el tráfico”, zanjó decidido. Antes de las ocho ya me estaba esperando.<br /><br />Del camino no tengo mucho que contar; carreteras, fábricas, edificios y casas para todos los gustos, nuevos, viejos, grandes, chicos, ostentosos y miserables. Al menos eso fue lo que vi los primeros minutos mientras trataba –angustiosamente– de colocarme el cinturón de seguridad y Joe aceleraba como si una estampida de elefantes estuviera por alcanzarnos. Después vino la noche, mi noche, y me quedé absolutamente dormido. Desperté solo cuando abandonamos la carretera y el camino de tierra me indicó que ya habíamos llegado.<br /><br />Un gran estacionamiento sin asfaltar, unos baños públicos endebles, una construcción de madera con dudoso techo de paja, una mesa y, en ella, el encargado de cobrar a los turistas por el servicio, era todo el paisaje. “El servicio” no era otra cosa que un viaje de unos noventa minutos a través de una serie de canales en una especie de Venecia tropical en unos botes semejantes a los “peque-peque” (esas viejas embarcaciones cuya madera el agua del río Amazonas no termina de descomponer), con un motor “fuera de borda” que impulsaba, no sin esfuerzo, el barco que mi sobrepeso asentaba con firmeza sobre las aguas ennegrecidas de lo que debió ser alguna vez un conjunto de mansos y escuálidos ríos azules.<br /><br />El asunto es sencillo, el “capitán” maneja su bote a través de una telaraña de canales y riachuelos; con la habilidad que dan los años, esquiva a los que vienen en sentido contrario y avanza silencioso. Cada tantos metros se detiene en una especie de tienda “al paso” en la cual los turistas pueden comprar recuerdos y chucherías. <br /><br />Al comienzo las tiendas están distanciadas y los precios, para apurados que quieren comprarlo todo de una vez o para arrepentidos que por andar regateando demasiado no compraron aún lo que tanto querían, son altos y las señoras que allí venden están menos dispuestas a rebajarlos. Esas pequeñas tiendas, que solo pueden recibir una embarcación por vez, son menos especializadas, son una especie de resumen de lo que uno verá más adelante. <br /><br />Después el canal empieza a ancharse y la navegación se hace más sencilla, el barco recorre el lugar, para, sobre para o sigue de largo siguiendo las indicaciones de quien ha pagado por el viaje. Si por ellos fuera se detendrían en cada lugar diez minutos hasta que la insistencia de las vendedoras convenciera al comprador de llevarse eso que está en oferta, por eso hay que ser firme en las instrucciones.<br /><br />Al rato se llega “al mercado”, al verdadero y original mercado que, como todo mercado, tiene de todo en puestos especializados. Allí el tránsito se complica y las barcas se multiplican. A los puestos “anclados” en la ribera hay que agregarle las tiendas ambulantes, embarcaciones como las que llevan a los turistas pero que, en lugar de seres humanos, transportan frutas, verduras, jugos y una variedad infinita de alimentos. Allí uno puede quedarse detenido por el “tráfico” varios minutos, así que lo mejor es comprarse una botella de agua, acomodarse y distraerse tratando de comprar a un precio razonable alguna de las infinitas cosas que allí se ofertan. <br /><br />El turista puede hallar de todo en estas “avenidas de agua”, desde fotografías enmarcadas (del mercado, de la selva, de amaneceres, de estatuas de Buda, de niños monjes durmiéndose en medio de los tediosos rezos) hasta carteras coloridas de las más variadas formas y tamaños. Hay “de todo, como en botica” y para todos los gustos; los nostálgicos de los tiempos coloniales pueden comprar “especias” con las cuales preparar exquisiteces asiáticas en sus casas (y los más sibaritas pueden agregar a la especias algunos de los tantos menjunjes artesanales y embotellados que allí se ofrecen); los turistas compulsivos pueden hacerse de infinidad de baratijas (llaveros, monederos, imanes, marcadores de libros, postales) que llevan convenientemente impresas las palabras “floating market” y “Thailand” como indudable “valor agregado”; los amantes de los objetos de madera hallarán suficientes miniaturas talladas y pequeñas estatuas como para pagar un considerable sobrepeso en el vuelo de regreso a casa; las amas de casa compulsivas se sentirán tentadas por los manteles, las servilletas y los adornos para la mesa; las más vanidosas podrán adquirir telas para hacerse vestidos o blusas o pañuelos; las que aman la ropa de cama encontrarán sábanas y almohadones bellamente estampados; y hasta los que tienen complejo de guerrero arcaico se sentirán satisfechos con la oferta de arcos, flechas, cuchillos y hasta espadas samuráis que allí hallarán.<br /><br />También se puede ver, a lo largo de todo el recorrido, varios carteles que anuncian tres de las grandes atracciones turísticas tailandesas que la falta de tiempo (o de ganas) me hizo postergar para un próximo viaje –o para siempre–; el paseo por la selva en elefante, el enfrentamiento entre cobras y seres humanos, y los combates de Muay Thai o “box tailandés”, tan antiguo y venerado en el país como tan popular y cinematográfico en occidente (versión “jóliwud”, claro). <br /><br />En el mercado flotante hay precios para todos los bolsillos y el regateo es indispensable. El mismo producto puede costar diez acá y dos más allá, todo es cuestión del “¿cuánto cuesta?” y el “por qué tan caro” de rigor. El “precio real”, ese que paga el valor del objeto (los materiales, el costo de su producción, el transporte, etc.) y le permite una justa ganancia al comerciante, es un misterio. Es una tentación afirmar, como dicen muchos, “si pueden bajar tantos los precios es que en realidad te cobran exageradamente para que le pidas descuento, ellos siempre ganan”; por otro lado, pensar que “si no venden, no almuerzan” pareciera más acertado cuando se ven las condiciones precarias en las que viven los comerciantes. En todo caso, quien no quiera sentirse ni estafado ni asaltante, que regatee un poco, pero no tanto.<br /><br />El tiempo pasa veloz y quienes sufren las urgencias de una vejiga muy pequeña bien pueden detenerse a mitad del recorrido en un restaurante construido entre la tierra y el río donde es posible, además de gorrear el baño, almorzar una comida típica tailandesa o tomarse una cerveza observando por la ventana el paisaje de una selva –jamás sometida completamente por la brutal mano humana– en la cual los barquitos parecen de juguete. Es entonces cuando se comprende lo vano, pasajero e inútil de la vanidad del hombre que quiere –y no podrá nunca, porque desaparecerá en el intento– apoderarse de los reinos milenarios de la flora tropical y sus aguas maravillosas e infinitas.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1394369470598759213.post-9323323154951202282009-04-08T21:39:00.000-07:002009-04-08T21:51:18.651-07:0026.- La inocencia del culpableTodos los políticos son culpables, o casi todos. Si los juzgara un tribunal formado por hombres “en el buen sentido de la palabra” buenos –como decía Machado–, nueve de cada diez darían con sus huesos y sus delitos en la cárcel. El poder corrompe y pocos pasan por la Casa de Gobierno sin ensuciarse, con dinero o con sangre, las manos; por eso crean leyes con puertas falsas, dictan normas especiales y tejen un entramado jurídico que garantiza su impunidad. <br /><br />En el Perú, un tribunal civil ha condenado al ex presidente Alberto Fujimori a veinticinco años de prisión como “autor mediato” de una serie de crímenes que incluyen el secuestro, la tortura y el asesinato. ¿Somos acaso una excepción? ¿El poder judicial peruano, donde los jueces honrados son las honradas excepciones y en el que la justicia “es una subasta”, ha sabido alzarse sobre sus propias miserias para dictar un fallo histórico, o Fujimori –el primer presidente democrático condenado por crímenes contra la humanidad en Latino América– ha sido vencido por las mismas circunstancias que lo encumbraron?<br /><br />¿Es Fujimori culpable? Un tribunal formado por tres jueces dice que sí y no le faltan razones de hecho ni de derecho para justificar su sentencia en más de setecientas páginas. Mañana, los juristas discutirán sobre la legalidad del fallo y el veredicto se caerá por sus incongruencias o permanecerá por su solidez; pero hoy, al menos hoy, Fujimori es culpable. ¿Es el único culpable?<br /> <br />El año 1990, en las postrimerías del primer gobierno de Alan García, el Perú andaba al borde del abismo, empujado al barranco por la inflación desbordada a niveles africanos, la corrupción voraz y descarada, y la violencia asesina y salvaje de Sendero Luminoso (amén de los secuestros y bombazos del MRTA y de la impunidad mafiosa del paramilitar Comando Rodrigo Franco). Entonces, la esperanza era una mala palabra y pensar que los jóvenes pudieran rehacerse y rehacer un país desolado era tanta ficción como pretender una noche entera sin apagones, sin coches bomba, sin asesinatos selectivos o masivos, sin la sangre chorreándose por todos los costados de la república.<br /><br />Fujimori se convirtió en presidente de un país en medio del caos. Llegó al poder porque las circunstancias se lo permitieron; venció a Vargas Llosa merced a una campaña de terror (sembrando más miedo en el miedo) financiada por el aprismo y dirigida por el mismo García (según él mismo ha confesado hace poco). Fujimori llegó al poder y combatió y derrotó al terrorismo y a la inflación, esos dos monstruos que lo devoraban todo. Pero para hacerlo convocó a sus propios monstruos: la autocracia criminal y la corrupción rebobinada. <br /><br />Nadie nos va a contar qué es salir a la calle sin saber si nos va a reventar una bomba a media cuadra o si mañana alguien que conocemos va a ser asesinado. Nadie va a contarles, tampoco, a las decenas de comunidades campesinas, lo que es vivir entre dos fuegos, entre el horror del terrorismo en nombre de la revolución y la bestialidad del terrorismo en nombre de la democracia; ellos, que no sabían si los iba a matar un comando de Sendero Luminoso o una patrulla del Ejército, recuerdan también.<br /><br />Verdad es que Fujimori rescató al Perú cuando el país se deshacía en medio del pánico inútil de la derecha egoísta y de la inutilidad política de la izquierda pasmada, verdad es que hubo gente honrada –y sí que la hubo– que durante el fujimorismo trabajó desinteresadamente por salvar al Perú; pero también son verdades los crímenes, la corrupción, los asesinatos, la captura del poder, la desfachatez de quienes se sentían intocables, la perversión de la sociedad, la arrogancia de los que tenían las botas y las armas, y la soberbia de un vencedor que no tuvo la grandeza –ni el valor ni la decencia– de irse a su casa. <br /><br />Fujimori nos devolvió el país para quitárnoslo; eso es lo que se condena más allá de la jurisdicción de los jueces. No se puede combatir el terror con el terror ni la miseria con acciones miserables, no se puede salvar a un país para convertirlo, por complicidad o por miedo, en el botín de una banda de ladrones.<br /> <br />Fujimori es víctima de su soberbia. Regresó de su exilio japonés creyéndose invencible y la correlación de fuerzas, el ajedrez político, esas circunstancias que hace diecinueve años le dieron la victoria, ahora lo condenan. <br /><br />La política generalmente es un asco y la peruana, tan plagada de ignorantes, ladrones y traidores, no es una excepción. A Fujimori le debemos haber recuperado el país pero, también, nos debe él muchos crímenes que podrán o no demostrarse ante un tribunal. ¿Tenemos, acaso, que olvidar la corrupción, los asesinatos y el envilecimiento de la política, tenemos que “dejar hacer, dejar pasar”, tenemos que aceptar que fue “el mal menor” y decirle “gracias”, tenemos que voltear la página en nombre de la reconciliación nacional, tenemos que tragarnos el asco y decir que “sí”, que “se la debemos”? Esa es la gran pregunta que cada quien responderá ante el tribunal de su propia conciencia, si la tiene. <br /><br />Más allá de los tecnicismos, la condena es justa porque quien combate el mal ajeno para implantar su mal, no tiene nada de inocente. ¿Sus enemigos son peores? A lo mejor. Habrá que pelear porque ellos también vayan presos y porque a la gente buena alguna vez se le haga justicia.<br /><br />Fujimori es culpable y ya está escrito; tal vez su única, su irreversible inocencia, fue creer que sus enemigos iban a tener con él menos ferocidad que la que él tuvo con ellos cuando las circunstancias lo apañaban.Unknownnoreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-1394369470598759213.post-27961539800111812112009-04-05T06:19:00.000-07:002009-04-05T16:53:35.927-07:0025.- PattayáPara escribir sobre Pattayá necesito estar, como estoy, en un bar, rodeado de gringos viejos y barrigones que, después de su habitual paseo dominical en Harley, se han reunido a ver las carreras de Fórmula 1 que se corren en Kuala Lumpur. El ruido es insoportable, se escucha el silbar de los motores y en los cinco televisores de cuarenta pulgadas se ve lo mismo, una pista de asfalto cuya monotonía se rompe cada tanto con los carros de colores que, desde la altura de la toma, parecen de juguete. No somos demasiados esta tarde de domingo en el “Una más”, el bar del hotel que me queda a doscientos metros de la cama. Una docena de viejos nostálgicos disfrazados de motociclistas adolescentes, seis o siete empresarios solitarios calentando una cerveza mientras matan silenciosamente el fin de semana, las camareras de blusas amarillas y largas faldas negras con emocionantes aberturas, y solo tres de las habituales damas de compañía que hacen infinito un vaso de agua mientras sueñan con el extranjero enamorado y su pasaporte (pero que, cuando llegue y avance la noche, se conformarán con los cuarenta o cincuenta dólares que cobran por matarle la soledad a alguien por una noche). <br /><br />Alguien fuma un puro y yo, para no ser menos, me como una hamburguesa. El vaso en el que tomo la gaseosa dietética huele mal, las papas fritas no están crocantes, la mayonesa es simplona y una botella de Baileys me mira como si fuera la única capaz de convencerme de abandonar, de una vez por todas, estos casi cuarenta años de abstemio; pero resisto, sigo creyendo que el infarto tiene más dignidad que la cirrosis.<br /><br />Cuando era un adolescente y vi por primera vez “Lo que el viento se llevó” no solo me enamoré de los ojos maravillosos de esa cretina indomable que es Scarlett O´Hara sino que, queriendo imitar en algo al capitán Rhett Butler, imaginaba ser parroquiano habitual de ese burdel donde él iba –más en plan amical que carnal– a saciar su necesidad de ser humano antes que las urgencias de su libido. <br /><br />Creí hallar eso –o la posibilidad de eso– en Yakarta, donde cada hotel, cada bar, cada discoteca, cada spa (y habrán sus excepciones, para que nadie me denuncie) alberga una población de féminas esperando al extranjero designado por los dioses para aliviar sus miserias; me equivoqué.<br /><br />Había que ir a Tailandia y había que visitar Pattayá. Pattayá no es una ciudad, es un burdel; un inmenso burdel donde las prostitutas (mujeres y “lady boys”) se pasean por el malecón las veinticuatro horas del día, donde los bares no cierran, donde puedes pasar la noche con una mujer por diez dólares o una buena cena.<br /><br />Pattayá está frente al mar aunque el mar de Pattayá esté sucio de tantos barcos, de tantos yates, de tantas naves para pasear por las islas, de tantas motos acuáticas, de tanta modernidad oxidada y contaminante. Hay hoteluchos y hoteles de lujo. Al lado de un hotel cinco estrellas recién estrenado se ve la parte de atrás de un edificio de apartamentos miserables, la ropa recién lavada se seca asomándose por la ventana, las rejas se caen de oxidadas y las ratas y las cucarachas pasean por los restos de basura sin hacerles caso a los homosexuales que, en la trastienda de los bares más baratos, comen un “nasi goreng” o cualquiera otra de las fritangas que abundan en unas parrillas portátiles que deben ser –sospecho– la “cocina” del lugar.<br /><br />En Pattayá la mendicidad y el lujo andan de la mano, como los cientos de septuagenarios soldados norteamericanos retirados de alguna guerra asiática ya olvidada (¿Corea, Vietnam?) que pasean con el torso desnudo –mostrando el pecho y la espalda bordados de cicatrices y de tatuajes– de la mano de muchachas que parecen aún demasiado jóvenes para ser sus nietas. Las mujeres, si no tienen el atenuante de sus poquísimos años, se encuentran desgastadas prematuramente por la miseria; dientes cariados o amarillentos de tanto cigarrillo, vientres abultados o gelatinosos de tanto parto, piel ajada y endurecida de tanto sol.<br /><br />De día es la playa la que acapara la acción. En ella no es difícil toparse con miles de extranjeros –los que viven allí y los que estamos de paso– acompañados de alguna muchacha local o haciendo uso de los servicios públicos que abundan. Así a uno le hacen un masaje de espalda, a otro lo liberan de los calambres en las piernas, a este le cortan el pelo y a aquel le realizan una “pedicure” bajo el sol radiante de la mañana. Todo esto sucede en la playa, donde cientos de sillas plegables se distribuyen en zonas de exclusión en las que los comerciantes se han repartido la arena. En el mismo lugar es posible tomarse una cerveza o manosear a la mujer que se encuentre más a mano, todo es cuestión de un poco de entusiasmo y unos pocos dólares. <br /><br />Hay mucha gente acompañada y hay mucha gente sola. A lo largo del malecón deambulan los clientes como decidiéndose, como sin saber a qué chica escoger, como si aún no apareciera en el mar de mujeres esa que ellos han estado buscando toda la vida. Ellas rara vez están solas, generalmente andan en grupo y solo se desmarcan si algún paseante hace el suficiente contacto visual como para que se entienda que hay una posibilidad de negocio. No hay desesperación en estas mujeres, como si no les importara realmente ser contratadas o como si supieran que, al fin y al cabo, la soledad es demasiado grande como para dejarlas sin parroquianos. Pasan el día sentadas en el muro que separa la arena del asfalto o en el piso, allí comen, allí beben, allí conversan, allí ven cómo sus hombres –sus verdaderos– juegan ajedrez o damas o fuman, indiferentes a los otros –los extranjeros– que circundan a sus mujeres como gavilanes a su presa. No hay miradas torvas, no hay molestia, no hay incomodidad ni vergüenza, muy lejos del dios juzgador de las religiones monoteístas y muy cerca de un budismo particular, más liberal y laxo, con altares y ofrendas por todas partes, nada parece esconderse y las prostitutas en la calle venden su cuerpo con la misma naturalidad y libertad con la que otros, en la misma vereda, venden cervezas heladas o baratijas para los turistas.<br /><br />Como en una especie de Naciones Unidas posmoderna, se confunden en la calle los veteranos norteamericanos de viejas guerras que viven de sus pensiones con los jóvenes rusos que en manadas huyen del invierno feroz de su patria a estas playas donde sus rublos no están tan devaluados y donde el alcohol y las hembras son más baratas. O sea, un Caribe latinoamericano sin sacerdotes condenando a los lujuriosos a las llamas del infierno donde todo ocurre tan abiertamente que uno llega a preocuparse “de lo que no se ve” (la pederastia y la esclavitud llenan más que la imaginación de los millones de turistas sexuales que cada año vienen a Asia).<br /><br />Si de día las playas concentran la mayor cantidad de público, en la tarde –y toda la noche– las calles toman el control. Tres son los tipos más notables de locales que abundan. Uno es el sencillo “salón de masajes” a cuya puerta infinitas mujeres ofrecen sus servicios (donde el “plas-plas” –o “desahogo”, como le decían en México– es parte substancial del servicio y no algo que se consiga tras la negociación indispensable en los “espás” de lujo de los hoteles respetables…); otro es el bar a puerta cerrada (muy parecido a los “go-go bar” que abundan en Bangkok y, sobre todo, en “Soi Cowboy” –esa calle que conocería días después gracias a Marc, mi amigo, el viejo hippie canoso de la cola de caballo–); y, el tercero, son los bares bulliciosos, escandalosos y abiertos que colman todas las calles con sus miles de jovencitas tratando de atraer a los clientes con sus sonrisas, sus minifaldas y su coquetería que –según me dijeron– puede atreverse a más si la noche avanza y el consumo de alcohol lo justifica.<br /><br />Pattayá es un burdel y todos tienen su parte en el negocio. <br /><br />Seis horas en un bar son demasiadas, ya Scarlett O´Hara ha muerto y hasta el momento ignoro si el capitán Rhett Butler hubiera sido feliz en Pattayá, donde la fiesta es interminable y donde la soledad –femenina y celosa– nunca descansa porque anda empeñada en recordarnos a todos que no hay cuerpo alquilado –por joven– que la convenza, ni orgasmo –por espasmódico– que la derrote.Unknownnoreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-1394369470598759213.post-42437937120222591872009-04-01T01:07:00.000-07:002009-04-01T16:51:51.142-07:0024.- Ping pong (dos)“No le invites nada a nadie, solo mira el show” fueron las indicaciones de Joe y yo las seguí al pie de la letra. El lugar estaba deliberadamente mal iluminado pero alcanzaba la poca luz para poder darse una idea del territorio. Una barra a la izquierda estaba atendida por una mujer que superaría la cuarentena (aunque es muy difícil calcularle la edad a una mujer asiática que bien puede “comerse” diez o quince años sin ningún problema). <br /><br />A la derecha se levantaba una especie de escenario sin paredes, como la pista de un circo donde desde todos los lados se puede ver lo que sucede. Al centro había un tablado a un metro del suelo. Alrededor se habían acomodado sillas como si de una platea se tratase y, más allá, en otro alrededor más alejado, se distribuían tablas largas que, a modo de mesas, contenían las botellas y los vasos de los muchos que allí se hallaban sentados en bancos más elevados. <br /><br />En el lugar habría un centenar de personas. Entre los asistentes vi dos tipos bastante diferenciados; por un lado los “turistas”, los curiosos que, acompañados de sus parejas, se hallaban allí porque la guía de viajeros recomienda no perderse el espectáculo; y, por el otro, los “clientes”, también turistas, también extranjeros, también atraídos por las noticias, pero –además– ávidos, sedientos, interesados en hacer de ese momento solo el comienzo de una larga jornada de aventura.<br /><br />El “solo agua” fue suficiente congelante como para desanimar el primer avance de las que a mi alrededor pululaban. Alguien que un bar pide agua es sospechoso en cualquier parte del mundo, allí no fue una excepción. Sin embargo, dos o tres mujeres, entusiastas, distraídas o desesperadas, se me acercaron, me sonrieron y me dijeron algo que supuse que era un “¿te acompaño?” al que, cada vez –fiel a los consejos de Joe–, respondí con el “no, gracias” mata-pasiones. Al poco rato se desanimaron por completo y pude apreciar el espectáculo sin distracciones.<br /><br />En el centro del escenario había una muchacha que se movía –con poca sensualidad y menos ritmo– mientras se iba desprendiendo de la escasa ropa que la cubría. Un detalle interesante fue que, al quitarse la breve tanga no la puso en el suelo, previsora y profiláctica la amarró a uno de sus muslos y siguió con el espectáculo. Después de unos cuantos movimientos pélvicos comenzó a hurgar entre sus piernas y sacó de entre ellas la primera porción de una cuerda que me pareció interminable. Era de esos materiales que brillan frente a la poca luz, como los collares o brazaletes que usan los jóvenes en las discotecas cuando se ponen a realizar esos frenéticos movimientos del “trans”. El espectáculo duró unos cinco minutos, el movimiento era más o menos reiterativo y la artista iba girando sobre sí misma para que todos, desde todos los ángulos, pudiéramos observar su desempeño. Los grupos de turistas se reían entre animados y nerviosos; los hombres aplaudían y pedía “más” y las mujeres se decían cosas entre ellas que generaban más comentarios y más risas. <br /><br />Todo lo que siguió fueron variaciones de lo mismo. Entendí que la idea era demostrar todo lo que estas mujeres eran capaces de almacenar en el útero al mismo tiempo que realizaban algunas proezas pélvicas. Ignoro si había algún truco, la luz era poca y los actos lindaban con los artificios circenses de un mago.<br /><br />Después de la muchacha de la interminable cuerda sicodélica, pasaron por el escenario media docena más de chicas con diferentes “especialidades útero-vaginales”. El espectáculo era –al comienzo– más o menos el mismo; un par de minutos de contorsiones que pretendían ser sensuales al mismo tiempo que se quitaban las ropas y amarraban la pieza inferior del bikini en uno de sus muslos, como si de una especie de cábala o amuleto se tratase. Luego venían las variaciones y cada una se empeñaba en realizar un acto más complicado. Así, una se sacó unos muñequitos de papel, otra pañuelos de colores, otra apagó una vela con el aire que –no sé cómo– acumuló en la matriz, otra se introdujo un plumón en salva sea la parte que de inmediato utilizó (la parte sosteniendo el plumón) como si de una mano diestra se tratara y fue capaz de dibujar en un papel una especie de diablo que decía “bienvenidos” en inglés.<br /><br />Dos de los actos más aplaudidos fueron el de la que destapó una botella a fuerza de contracciones pélvicas para después introducirse en el útero el contenido de una célebre gaseosa y expulsarlo delicadamente –y sin derramar–, dentro de otra botella transparente; y el de la más audaz –o imprudente– de todas, que retiró de entre sus piernas unas tres docenas de cuchillas de afeitar atadas sucesivamente a una cuerda delgada que iba sacando con más cuidado que gracia mientras los turistas miraban pasmados y las otras chicas la ignoraban más preocupadas en conseguirse un cliente que en ver esa presentación de la que son parte cinco o seis veces cada noche.<br /><br />El penúltimo acto fue el de las pelotas de ping-pong (y es de allí de donde toma el espectáculo su popular nombre). Una joven, que cumplió con todo el ritual previo, despidió, sacó, expelió y desalojó de su cuerpo media docena de pelotas de ping-pong. Pero ese solo fue el comienzo, luego se dedicó a jugar a “mete la bolita en el vaso” (introduciéndolas nuevamente y expulsándolas del susodicho espacio corporal) y anduvo un buen rato afinando la puntería hasta que logró llenar el bendito vaso con las seis esferas blancas.<br /><br />La última presentación fue el “sexo en vivo” y acá ocurrió algo digno de ser mencionado. Cuando la chica de las bolas de ping-pong había terminado, dos jóvenes pasaron al escenario y se dedicaron, por algunos minutos, a realizar lo que debía ser un lujurioso, sensual y excitante baile lésbico. Al rato, como dejando a la clientela con la miel en los labios, una de ellas se retiró entre miradas matadoras y cedió el terreno al único hombre que se apareció el tabladillo. Estaba como su madre lo parió, absolutamente desnudo, mostrando, arrogante, su virilidad a tope cubierta solamente con un transparente preservativo de plástico (dicho sea de paso, Tailandia es uno de los países donde la prevención y control del SIDA a través de la distribución masiva de condones ha permitido la disminución significativa de esa y otras enfermedades de transmisión sexual).<br /><br />Lo que siguió fue el más aburrido espectáculo de sexo en vivo que se pueda imaginar y, sin embargo, a pesar de su nulo erotismo, fue una demostración espectacular de malabarismo y control muscular. El sujeto y la mujer se acoplaron y, así, como si de un solo cuerpo se tratara, empezaron a realizar una serie de movimientos que casi nada tenían de sexual y sí mucho de equilibrismo, colocándose en cuanta posición pudiera uno imaginarse con el detalle de que en ningún momento separaron las respectivas pelvis.<br /><br />Lo singular para mí no estuvo en el desempeño de esta pareja sino en las que se hallaban entre los espectadores. Todas las mujeres occidentales reaccionaron con risas nerviosas cuando el individuo en traje de Adán entusiasmado se paró exhibicionista en medio del escenario, luego, cuando el acto comenzó se fueron haciendo comentarios, volteaban donde sus novios (maridos o amantes, vaya uno a saber) y rápidamente abandonaban el lugar. Al final de los diez minutos de la presentación solo quedábamos en la sala los solteros y las muchachas solícitas y de faldas diminutas.<br /><br />Al parecer a las turistas que allí se divertían viendo a las muchachas tailandesas introducirse y sacarse a través de la vagina cuanto objeto estrambótico se les pudiera ocurrir, les afectó o les ofendió ver al hombre desnudo y el sexo acrobático que desarrolló con su pareja de turno. Encontré cierta majadería, mucho de doble moral y algo de cinismo en esa actitud ambivalente que se divierte frente a la mujer y su sexualidad convertidas en espectáculo circense pero que rechaza con cierto mohín de dignidad ofendida al hombre orgulloso y erecto que se les pasea por la cara.<br /><br />Cinco minutos después terminaba el espectáculo y entraban nuevos clientes, algunos solos, otros en pareja, se sentaban alrededor del escenario y volvían las mismas chicas a repetir, una vez más, la misma rutina. <br /><br />Debo confesar que el asunto –después de la sorpresa inicial– se hizo monótono y empalagoso, que el vaso de agua –a precio infame– se me terminó, que estaba cansado y que me fui a comer una hamburguesa porque tenía hambre y al día siguiente debía levantarme temprano porque nos íbamos, con Eddie y Julieta, de viaje a Pattayá…Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1394369470598759213.post-48381558308719747362009-03-20T19:58:00.000-07:002009-03-20T20:02:44.754-07:0023.- Ping pong“No hables con nadie, no le hagas caso a nadie, no le invites nada a nadie, tú solo entra y mira y cuando te aburres sales”. Las instrucciones eran claras y precisas. Esa noche estábamos Joe y yo en el viejo Volvo devorando kilómetros.<br /><br />No supe dónde íbamos pero luego me enteré de que andábamos por Pat-Pong, el viejo barrio de tolerancia de Bangkok, hoy venido a menos. Es un lugar que quiere ser recuperado por nuevos negocios que intentan devolverle el aire de simpática y amigable zona rosa que tuvo antes y cuya primacía se robó, hace ya un tiempo, “Soi-cow-boy” y sus chicas “más jóvenes, más hermosas y más limpias”, según me asegura un amigo, gringo y hippie, que hace un tiempo es parroquiano leal de los fines de semana en la calle de los vaqueros.<br /><br />La zona era oscura, las calles andaban medio abandonadas, los autos empezaban a escasear y, de no ser por esa idea elemental de “Joe trabaja para el hotel y es improbable que me lleve a una trampa porque su negocio son los turistas y no los asaltos”, me hubiera sentido algo más nervioso. Algunos consejos de otros “Joes” que en mi mundo han sido, me hacían sentir más aliviado. “Dejar los documentos en el hotel, no llevar jamás tarjetas, no cargar con las llaves y con nada de valor, solo el efectivo que se tiene planeado gastar o perder, si hay un asalto; nada de cámaras, nada de mapas, nada de guías de calles, nada que te delate como turista; no dudes, no pienses dos veces, pon cara de malo y actúa siempre como si tuvieras la certeza absoluta de lo que estás haciendo; no bajes la mirada, no mires como asustado y pisa firme, sin embargo, trata siempre de evitar un enfrentamiento, los buscapleitos y asaltantes nunca vienen solos, siempre traen compinches y aquí-corrió siempre es mejor que el aquí-murió”. Así que solo cargaba el efectivo y el pellejo (bueno, y los kilos) y avanzábamos por las avenidas que se hacían calles y por las calles que se volvieron callejones y llegamos.<br /><br />“Ya sabes, pagas, son como veinte dólares, entras y ves el show”, así que, “sí mi capitán”, y entré. Antes de la puerta, en unas sillas viejas, se hallaba una docena de choferes aburridos. Imaginé que, como Joe, habían traído clientes al “ping-pong” y mataban el tiempo fumando y conversando. En la puerta había un tipo cobrando y otros “acompañándolo”, no lo sé pero tenían cara de esos que “conversan” contigo si a la hora de pagar la cuenta no te alcanza. Di el dinero que me pidieron, más de mala gana que gentiles, y entré.<br /><br />Lo que se observa no deja de ser sorprendente. A primera vista es como cualquier otro centro nocturno con chicas con pocas ropas en el escenario y gente alrededor idiotizada. Fue imposible para mí evitar esa imagen del pasado que llegó de repente como un latigazo. Un lejano recuerdo –el más lejano que de estos lugares guardo en mí– llegó como llegan las tormentas en el Pacífico, sin avisar.<br /><br />Tendría diecisiete, había empezado a “practicar” (en mi primer año en la Facultad de Derecho) y “mi tío Manuel” me había abierto las puertas de su notaría donde era “el baby”, porque era el menor entre la tropa de practicantes veinteañeros en el último año de la carrera y porque, es verdad, era “el recomendado”. <br /><br />Entusiasta e ignorante (¿quién a los diecisiete no lo es?), me dejé arrastrar por los avisos de “show caliente en vivo” (y por el entusiasmo de las hormonas que, cuando bullen, dejan inútiles a esas aguafiestas de las neuronas) e ingresé a uno de esos sótanos infames mal iluminados que abundaban en la avenida Colmena, en el centro. Bajo el influjo de unas indigestas luces sicodélicas, una mujer, con más grasa que gracia, se contoneaba aparatosamente al ritmo de esa famosa melodía de puticlub francés venido a menos. <br /><br />Como a los diecisiete se hace complicado ver mujeres desasiéndose de sus ropas y como, en esas circunstancias –y a esa edad– nadie es tan exigente, me senté. Como a los diecisiete todos somos idiotas –o eso quiero creer para no sentirme tan mal–, acepté más que complacido la compañía de otra damisela apretada cuyo escote privó a mis últimas neuronas de cualquier capacidad de discernimiento. Involuntariamente dije que “sí”, como un poseído cuyo cerebro ha sido succionado por los zombis, cuando me pregunto si le invitaba “un trago”. Cuando su mano atrevida tocó mi muslo (que entonces era joven, y más entusiasta amén de menos expandido) y me dijo “allá adentro hay un show privado”, mi babeante humanidad solo atino a decir “ya” y anduvimos los pocos metros que nos colocaron –después de superar el olor húmedo y a vinagrillo de una vieja y sucia cortina fucsia– en una especie de cabina telefónica que dejaba ver, a través de un vidrio ahumado por el calor corporal de las visitas previas, un podio donde una mujer, algo más beneficiada que la anterior en la proporciones que del reparto de carnes le tocó, moviéndose, con la gracia de una tortuga de mar en el desierto, mientras se iba desprendiendo torpemente de sus pocas ropas.<br /><br />A estas alturas de más está declarar mi entonces nula experiencia en estas lides. Muchos de mis amigos del colegio me llevaban larga ventaja en estos juegos del “toma y qué me das” gracias a sus visitas constantes a célebres lugares repletos de mujeres “de otro nivel” (como me explicaba alguno) ansiosas de ligarse a algún clasemediero entusiasmado. Sus aventuras en “La Herradura” –bebedero nocturno al borde del mar–, en la avenida de la Marina –y sus sangucherías inolvidables y posmodernas– o en el “Swing”–discoteca de dudosísima reputación–, les habían otorgado una maestría que –en esos lamentables años de mi adolescencia– me hacía una alarmante falta.<br /><br />Así, mal preparado, pésimo conquistador de barrio, rimador inútil, romántico de cantina (y, para colmo, abstemio), fui víctima de mi poca capacidad para razonar a esas alturas de la taquicardia evidente. Sin tener en cuenta la limitada capacidad de mis escasos recursos de practicante universitario, le dije “sí” al segundo trago de la noche que la sujeta me pidió y bebió en el acto con la misma avidez del árbol, bajo la única lluvia de verano, en mitad del desierto.<br /><br />Lo demás es predecible. Algún trago más, pero no tanto, una mano audaz, pero no tanto, la nudista tras el vidrio desnudándose, pero no tanto, las palabras atrevidas, pero no tanto, y la cuenta inmensa, ¡y sí que tanto! El “pero, ¿cómo es posible?, con eso podría tomarme veinte cervezas…” inútil del jovenzuelo airado y la calentura enfriándose en los diez segundos que se demoraron tres negros inmensos en rodearme. La billetera entregando exánime hasta sus últimos centavos, la cuenta que no se saldaba, los matones cercándome y el billete, ese, el ahorrado “para las emergencias”, saliendo del rincón donde se hallaba doblado para salvarme el pellejo. <br /><br />Mis últimos recuerdos son los sujetos mirándome con esa cara de “pobre idiota” y alguno de ellos, el más humano, diciéndoles “ya dejen ir al chico” que partía (partí) con la indignación en la garganta, el miedo en el estómago, la vergüenza en los pómulos y las lágrimas –infames, cobardes y traidoras– resbalándose por la mejilla ardiente y colorada.<br /><br />Pero eso fue hace veintidós años; esa noche, en Tailandia, yo ya sabía…Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1394369470598759213.post-75677108868234297962009-03-15T03:41:00.001-07:002009-03-15T08:50:19.139-07:0022.- El palacio del reyEl palacio del rey es muy hermoso. El mundo admira el palacio del rey. El palacio del rey es un palacio y todos somos súbditos en él.<br /><br />Un rey, uno de esos que no somos nosotros, uno de esos que gobierna en nombre de dios o de sí mismo (porque a veces el rey es dios o, cuando eso es demasiado, se conforma con ser hijo suyo o conspicuo camarada que lo representa –en esas vulgaridades odiosas de presidir ceremonias, cobrar impuestos y eructar langostas–), un rey decidió un día, cuando agonizaba el siglo XVIII, que había que construir una nueva capital “al otro lado del río” y se lanzó (bueno, lanzó generosamente a sus súbditos) a la noble tarea de angostar sus días y anchar la gloria del reino edificando un conjunto de templos, residencias y oficinas administrativas que hoy son una de las mayores atracciones turísticas de Bangkok.<br /><br />Los trabajos al oeste del río Chao Phraya (en cuyo detalle irrelevante de costos, en vidas y fortuna, nadie debiera reparar –y, de hecho, nadie lo hace–), dieron origen al desarrollo de lo que hoy es la moderna capital del antiguo reino de Siam, cuya joya máxima es el palacio. Un cúmulo de edificios brillantes y deliciosamente construidos se alza en un terreno de poco más de doscientos mil metros cuadrados para memoria de la imperecedera trascendencia de la monarquía (que esto de los reyes, en oriente u occidente, es más o menos la misma –sagrada– historia; monarcas inmortales que admiten –generosos y nobles– pasar una temporada en la efímera tierra para aliviar –con su presencia– la pesada carga de esta piedra –tan simplona– que es morirse). <br /><br />El “río de los reyes” –que así se traduce “Chao Phraya”– es el medio de comunicación fluvial más importante de Tailandia y parte en dos la actual Bangkok. El turista curioso y entusiasta puede recorrer sus aguas a bordo de uno de esos cruceros nocturnos, bulliciosos y felices, en los que grupos de extranjeros –sobre todo árabes y rusos– no se dan cuenta –distraídos en la honesta tarea de pelearse un trozo de carne del bufet– del paisaje iluminado donde los templos destacan soberbios en medio de ese río surcado por pequeños y grandes botes. La travesía dura lo que demoran doscientas almas en devorar la comida, tomarse todo lo tomable y cantar, dirigidos por la voz noble de una escotada animadora que sabe canciones de todos los rincones del mundo y que nos –¿regala?– con “living la vida loca” cuando se entera de que somos latinoamericanos.<br /><br />De día (y de cerca) el palacio es aún más glamoroso. Las paredes doradas impresionan a los turistas que toman (tomamos) cien mil fotos con nuestra intrascendente presencia entre la cámara y las paredes hermosamente adornadas con figuras fantásticas de dioses o demonios que amparan o asustan y ante los cuales los devotos pasan con respeto y los demás (con sus mochilas, sus botellas de agua, sus anteojos oscuros) pasan sorprendidos de la magnificencia pero sin preguntarse nada más allá del “dónde está el baño” o “qué almorzaremos esta tarde”.<br /><br />Joe, mientras nos conducía al palacio, nos ha adiestrado, “vayan directamente a la boletería, no escuchen a los que quieren abordarlos en la calle, no les den dinero ni les hagan caso, ustedes caminen a la puerta de entrada y allí los atenderán las personas encargadas”. Por que Joe es generoso con sus consejos y avaro con su negocio. En la puerta del palacio, como en todas las puertas de todos los lugares concurridos por turistas, hay mil Joes esperando al siguiente pasante, al próximo viajero al cual ofrecerle alguna visita guiada, alguna vuelta por el museo, algún internarse por la ciudad de día y sus atracciones o algún perderse por la ciudad de noche y sus infinitas mujeres.<br /><br />Hemos decidido ser fieles a Joe (algunas fidelidades son indispensables cuando se es turista) y seguimos sus indicaciones. Avanzamos por entre el mar de personas que pretenden convencernos de los mejores restaurantes y de los más exóticos paseos por la ciudad, y llegamos a la entrada. Como se trata de ingresar a un palacio –y como los palacios son lugares importantes–, no se admiten pantalones cortos (esos con los que todos los turistas deambulan por la ciudad –menos yo, que soy alérgico a los mosquitos y que algo de pudor guardo ante el exceso de mis muslos–), así que hay que pasar por el “vestidor” donde –para ser digno de la majestad de tan noble edificación– te proveen de unos pantalones deportivos de poliéster que –amén de ridículos– queman feroces las piernas de los pobres infelices que no tuvieron la precaución de ir con una ropa más afín a tan noble espacio que alberga –o albergó– a la célebre casta de los Chakri.<br /><br />Lo demás es lo mismo; maravilloso, impresionante, sorprendente, pero lo mismo. Espacios amplios, construcciones suntuosas, templos revestidos de oro, paredes con maderas talladas al milímetro, altares enormes y opulentos, ornamentos fantásticos e inolvidables, fuentes, techos, puertas y avenidas por donde paseamos admirando la capacidad del hombre de producir belleza.<br /><br />Claro, todo lo visto evoca de inmediato la imagen de los reyes, su liderazgo sabio, la forma en que hicieron de un pequeño reino un país que progresa. Todo hace pensar en esta monarquía indispensable para entender Tailandia, la monarquía que construyó el palacio donde se siente aún la presencia de tan iluminadas personas y en donde más de una vez se habrán desarrollado magnos eventos que fueron –sin duda– asombro de los reinos amigos y envidia de los enemigos.<br /><br />Solo unos cuantos aguafiestas miramos con otros ojos y vemos en cada una de estas maravillas, las cientos, las miles de vidas entregadas, el trabajo de sol a sol, los capataces, las exigencias y los látigos, los plazos y los tiempos, los músculos cansados, los cuerpos alienados por el sudor, las mentes embrutecidas por el esfuerzo, los seres humanos sometidos o engañados –que engañar es someter al otro a nuestra mentira– ofreciendo sus días y sus noches, sus fuerzas y sus ganas, su fe, sus ilusiones y sus esperanzas, para construir la gloria ajena. <br /><br />Solo unos cuantos pensamos en las miles de existencias donadas a la tarea de levantar la pirámide donde otro dormirá el sueño eterno –rodeado de tesoros que los miserables jamás verán ni en cien vidas–; a la labor de erigir el zigurat donde otro hablará –como él solo sabe y como él solo puede– con ese dios o esos dioses que no pierden su tiempo con la gente simple; a la faena de construir la muralla impenetrable para que los bárbaros de afuera no entren –y no reemplacen a los bárbaros de adentro–; a la actividad febril –trascendente o inútil, según se mire– de darle forma al panteón, al templo, al palacio, a la construcción imperecedera que sobrevivirá a los siglos, a las arenas y a las dinastías para recordarnos –a nosotros, tristes turistas armados de cámaras y tarjetas de crédito– que los hombres somos polvo, que la gloria del reino es lo importante y que todo lo demás –incluyéndonos– es solo la anécdota pasajera que le da el marco temporal a lo eterno de la estupidez humana.Unknownnoreply@blogger.com0