Monday, December 8, 2008

18- Idul Adha

Setenta días después del fin del Ramadán (el mes sagrado de los musulmanes) se celebra el Idul Adha o “la fiesta del sacrifico”, que conmemora la obediencia de Abraham (Ibrahim) quien, al recibir la orden divina de sacrificar a su único hijo, Isaac (Ishmael), no cuestionó el mandato sino que, aceptando la voluntad de su dios, procedió a ejecutar a su vástago (aunque su brazo homicida fue providencialmente sujetado por el creador cuando éste verificó la fidelidad de su siervo salvándose así el muchacho y la fe del patriarca). Según la tradición (que es verdad sagrada para los creyentes), una vez detenido el sacrificio de Isaac, Abraham procedió a ofrecerle a dios un cordero. Desde entonces, el décimo día del Dhu al-Hijjah (el último mes del año en el calendario islámico) todos los musulmanes del mundo recuerdan este gesto de “obediencia absoluta” ofreciéndole a dios el sacrificio de un animal.

La ceremonia varía según las particularidades de cada comunidad pero, esencialmente, se trata de ofrecer un cordero a dios (o una vaca o un chivo o un camello). El animal debe cumplir con ciertos requisitos (edad, salud, alimentación) para ser considerado “digno” para el sacrificio. Las festividades empiezan la noche anterior e incluyen rezos durante muchas horas (me acosté a la una de la mañana escuchando las letanías de las mezquitas y me levanté a las seis con los mismos sonidos). La ceremonia “en sí” empieza como a la siete de la mañana y termina varias horas después cuando, tras la oración, se sacrifica a los animales. Luego se divide la carne en tres partes, una para el dueño, una para sus familiares y la tercera para los pobres; todos comen, todos se reúnen, todos celebran porque ese día nadie debe quedarse sin recibir un plato de alimento. El significado de la festividad no es solo la sumisión absoluta a la voluntad divina sino, también, la renuncia a lo propio y la entrega, generosa y solidaria, de comida a los desamparados.

Claro, la realidad tiene siempre más colores que las formas aplanadas de lo que “se supone”.

El primer problema es determinar la fecha de la celebración. Ya el solo hecho tener que conciliar el calendario musulmán con el gregoriano es un dolor de cabeza. Sin embargo, lo más complicado es que todo el mundo islámico se ponga de acuerdo en la fecha. En Arabia Saudita, donde además la fecha coincide con el fin de la peregrinación a la ciudad santa de La Meca (peregrinación que todo musulmán en capacidad física y económica debe hacer siquiera una vez en su vida) y con el sermón que desde el monte Arafat se ofrece a todos los creyentes, la fijación de la fecha no es predecible con la sola lógica del calendario. Si bien debiera ser “el día diez del mes doce”, en la práctica (que siempre es la feroz embestida de la realidad), Arabia Saudita recibe por esos días a un millón setecientos mil musulmanes provenientes de todas partes del mundo y las autoridades siempre deciden variaciones en la fecha. Si bien la mayoría de los países islamitas respeta el calendario fijado por Riad, algunas comunidades se guían sus propios cálculos y así, por ejemplo, un grupo sufí en Sumatra decidió celebrar el Iduh Adha hace dos días.

En Indonesia se declara feriado religioso y la gente aprovecha para ir a visitar a sus familiares (este año coincidió con “la Inmaculada Concepción”, día que en muchos países de nuestro “secularizado” occidente sigue siendo feriado en nombre de una celebración católica –donde se conmemora que María fue concebida sin mácula, sin pecado original y no que “concibió sin pecado”, como me responden los desinformados creyentes cada vez que hago esa pregunta–).

Como en todas partes, hay indonesios que nacieron musulmanes pero que no practican la fe de sus antepasados, ya sea por flojera, por desidia o porque el tiempo los hizo descreídos (al nacer deben elegir una religión –la eligen los padres– entre las seis monoteístas que reconoce el Estado –islamismo, protestantismo, catolicismo, hinduismo, budismo y confucianismo–, la que figurará en la cédula de identidad; poner “ateo”, “agnóstico”, “judío”, “animista” o cualquier otra profesión de fe, no está permitido). Como es un país tolerante, más allá de la desaprobación social (la misma mala cara que las tías viejas y católicas ponían en Lima o en Santiago hace treinta años), nadie castiga la apatía religiosa.

En cuanto a los animales para el sacrificio la realidad también se ha encargado de enmarañar la tradición. En Yakarta, por ejemplo, una ciudad que tiene entre ocho y doce millones de habitantes (la población flotante es inmensa y nadie se pone de acuerdo) es imposible que la gente críe a sus propios animales siguiendo las reglas establecidas por las autoridades religiosas, entonces, los compra (se estima una venta de unas 50,000 cabras y unas 12,000 vacas para la festividad). Una semana antes de la fecha puede verse cómo la ciudad se va llenando de corrales informales; en cualquier lugar donde haya un espacio que pueda funcionar como tal se levanta una pequeña cerca y se ponen dentro vacas, chivos u ovejas (aún no he visto camellos) que gozan por unos días de abundante alimento hasta esta mañana de lunes en que pasaron por la bendición y el degüello. Si bien, en teoría, el cuadrúpedo debe haber pasado por una serie de cuidados antes de ser entregado en sacrificio, en la práctica es un negocio y ya el ministerio de agricultura (la “Agencia de ganadería y pesca”) ha advertido sobre posibles brotes de ántrax.

Al ser una fiesta religiosa, el Idul Adha supone una serie de restricciones y las autoridades han informado que, por respeto a la tradición musulmana, algunos locales deberán estar cerrados por dos días (la víspera y durante la fiesta). Los prohibidos de funcionar son clubes nocturnos (con sus “damas de compañía” por 40 dólares la hora), discotecas (con sus mujeres disponibles, las que cobran y las que no), centro de masajes (famosos por el “plas-plas” ofrecido a cambio de una propina que, según el lugar y el servicio “no declarado” puede ir de 10 a 100 dólares), saunas (idem), bares, locales de música en vivo, billares (cervezas, mujeres dispuestas, minifaldas) y karaoke (ambos, los “familiares”, que se anuncian así, explícitamente, y “los otros” donde por 250 dólares puede alquilarse un salón para que el cliente se desgañite cantando por una hora con una botella de güisqui y tres “acompañantes”, entusiasta, liberadas y liberales, dispuestas a pasar “al otro nivel” por, claro, otra tarifa que se acordará en su debido momento). La multa por desobedecer la orden de cierre temporal es ridícula (415 dólares), lo que encarece “el arreglo” son los tres meses de cárcel…

Los lugares más evidentes, los que atienden con puerta a la calle, estaban cerrados ayer y continúan cerrados hoy; algunos de los otros (“respetables” hoteles de cinco estrellas) hacen su agosto y, si bien no atienden sus discotecas, mantienen abiertos los “café/bar” encubierto en el híbrido nombre y (según escuché) permanece activo su discreto servicio de masajistas “en la habitación”…

Sunday, November 30, 2008

17- Formalismo

Cuando preparaba maletas para mudarme a Indonesia me advirtieron de los controles y me aconsejaron que estuviera preparado para soportarlos, porque “desde las bombas” (Bolsa de Valores 2000, Bali 2002, Marriot 2003, Embajada de Australia 2004) se habían multiplicado las medidas de seguridad. Así que, la noche que aterricé, me acerqué al control dispuesto a ver pasar por los Rayos X mis cuatro maletas repletas de ropa y libros. En ese momento me acordé del incidente en el aeropuerto de Lima:

Eso pasó cuando aún vivía en México y llevaba, de regreso de mi visita limeña donde había presentado un libro, copias suficientes para repartir entre mis amigos y tratar de convencer a algunas editoriales aztecas de las bondades de mis letras (no sé si mis amigos leyeron mi texto pero sí sé que no convencí a ninguna editorial y de México me marché –seis meses después– sin haber publicado ni siquiera un poema en el boletín parroquial de la iglesia del barrio de Loreto donde vivía y a la que, ahora que lo recuerdo, solo fui una noche angélica y navideña a decirle adiós a ese país y a esas circunstancias que abandoné y me abandonaron). Hacía horas había llegado al aeropuerto, mis maletas estarían ya en el depósito del avión y la tarjeta de abordaje se estropeaba entre mis manos impacientes, embarradas con los varios chocolates que (como ritual del “porsiacaso”) siempre como antes de treparme a un armatoste de varias toneladas de metal que por no sé qué secreto de la física se mantiene en el aire y desprecia olímpicamente la ley de la gravedad que a mí me tiene aprisionado en el suelo. Estaba por abordar y la señorita de seguridad me dijo circunspecta “hemos recibido una llamada de la policía, usted no puede abordar hasta que hable con ellos”. Media hora después de reclamos, quejas, “losientos”, malas caras, llamadas, mensajes ininteligibles de radio, coordinaciones y mal humor en aumento, aparecieron dos sujetos con cara de muy pocos amigos. “Señor, somos del Escuadrón Antinarcóticos y se han detectado elementos extraños en sus maletas, unos bloques cuadrados, blancos y sospechosos”, “¿unos bloques..?”, “sí, señor, y nos vemos en la obligación de pedirle que nos acompañe para aclarar el asunto…”, “¿unos bloques como estos?”, corté de mala manera al sujeto blandiendo una de las copias de mi libro, “soy escritor y, si se fija, acá, en la contratapa, está mi foto, los bloques son libros y lo blanco, son hojas, que lo revisen si quieren…”. Los dos policías se miraron confundidos, tomaron mi libro, lo hojearon, voltearon para conversar entre ellos, empezaron a hablar por radio, pronunciaron palabras que quisieron ser en clave, “sospechoso”, “libros”, “fotos”, “blanco”, “gordo” y, luego de un “comprendido”, me miraron de nuevo, me dijeron “ha habido un malentendido en la cadena de comando” y se marcharon.

Así que, advertido por la experiencia de los “libros-coca” y sabiendo que llevaba en la maleta suficientes como para que la neurosis policiaca pudiera exacerbarse, decidí ser “proactivo” (palabreja odiosa de los libros de autoayuda –que no leo– que no figura en el diccionario) y, arribado a Indonesia después de casi tres días de viaje, me armé con mi mejor humor y me acerqué al uniformado que tenía más galones en el hombro. Le expliqué que era profesor, que me estaba mudando a Yakarta y que, “como usted podrá suponer”, estaba trayendo un gran número de libros. Me miró con cara “otro más”, me dijo “ah, sí, los profesores” y me dejó pasar sin que el contenido infame de mis maletas (los calzoncillos, no los libros) fuera expuesto ante los ojos de sus subalternos. Ser el último de medio centenar de maestros que habrían llegado con igual cargamento de textos –eso lo supuse– me dio paso franco y me evitó un control del que no pudo librarse mi computadora, que exhibió descarada sus jóvenes circuitos integrados ante la aburrida indiferencia de los guardias de turno.

Cuando llegué al hotel, un inmenso y famoso hotel en el corazón comercial de la ciudad, me sorprendió toparme en la puerta con arco un detector de metales por el cual había que pasar y, sobre todo, con otra inmensa máquina de Rayos X dispuesta a intentar desnudar nuevamente el contenido de mi equipaje. Para mi sorpresa, decidieron no revisarlo y entramos (supuse que era tarde, que estábamos todos cansado o que yo no tenía cara de terrorista suicida por lo cual me dieron paso franco).

El transcurso de las semanas multiplicó mis visitas a hoteles y centros comerciales. Se trata de los dos grandes lugares de distracción en la ciudad; en los primeros hallan magníficos restaurantes y bares y discotecas repletos de amables muchachas liberales, amén de discretos salones de masajes (donde, según cuentan, “pasa lo que quieres que pase, pero depende de ti y del efectivo que estés dispuesto a gastar en servicios extras”); en los segundos, que son decenas y cada cual más fastuoso, se puede encontrar desde una peluquería hasta un cine con diez salas simultáneas y comodísimas (una, literalmente, ofrece camas para ver la película “como en tu casa”), pasando por cuanta tienda pueda imaginarse de ropa, artefactos, deportes, adornos o muebles. En estos establecimientos la seguridad es visible y –aparentemente– compleja.

Todo empieza en la puerta, allí uno es detenido, un guardia revisa, ayudado por un espejo que tiene un mango largo, que no haya nada sospecho debajo del coche que circunda mientras que otro agente da una mirada a la maletera verificando que todo se encuentre en orden. En algunos lugares, más previsores, abren la puerta trasera del automóvil y saludan a la persona que allí viaja (como en Yakarta es muy común tener chofer, generalmente atrás está el dueño del automóvil, que jamás va de copiloto). Una vez terminada esa revisión se levanta la pluma de metal que impide el tránsito y el vehículo puede ingresar. Cuando el pasajero baja y se dirige caminando a la puerta de entrada se encontrará, dependiendo de la importancia del establecimiento, con un guardia con un detector manual de metales, con un arco como los que hay en los aeropuertos o con una máquina de Rayos X por donde pasa todo lo que uno lleva. Terminada esa revisión, y si no suena ninguna de las alarmas, uno es libre de ingresar, si algo suena, un amable guardia buscará con su detector manual el origen de la señal de seguridad y, una vez verificado que era el manojo de llaves y no una pistola automática, se tendrá el paso franco.

Todo suena muy bien, muy profesional, llamativo e impresionante. Las primeras veces uno se siente intimidado por ese despliegue de seguridad y temeroso por las razones que le dieron origen. Varios atentados terroristas, decenas de muertos y un duro golpe a la industria turística indonesia (cinco millones y medio de personas en el 2007 con un promedio de nueve días de estadía en el país), hicieron que las medidas de seguridad se incrementaran con el fin de darle a los visitantes la tranquilidad necesaria y evitar la pérdida de los aproximadamente 4,600 millones de dólares que cada año genera esta “industria sin chimeneas”.

Ahora bien, y acá viene la “criollada” que emparenta estas tierras con las de nuestra Latinoamérica, todo “se ve” muy seguro pero, en la práctica, no deja de ser una magníficamente montada exhibición que, esencialmente, es inútil.

La revisión con los espejos debajo del carro es veloz –hay demasiados coches en la fila– y distraída, el guardia que abre la puerta trasera –cuando lo hace– se intimida pronto y pide disculpas, la revisión de la maletera es “a vuelo de ave” y si hay algún bulto, maleta o cualquier otra cosa ocupando el espacio, nadie se toma la molestia de averiguar qué es, los arcos de seguridad o están descalibrados o se encuentran desconectados –jamás suena la alarma–, y los pobres guardias –que ni están armados ni parecen preparados para detener ni siquiera a un vándalo adolescente en patines– se encuentran más preocupados en no indisponer más al cliente –al que ya le carga el hígado la bendita revisión– que en asegurarse que ningún loco vaya a meter una bomba en el local.

La explicación me la dio un guardia de seguridad en un pomposo hotel provinciano que circunstancialmente visité. Como al genio que diseñó el lugar no se le ocurrió construir un espacio adecuado para hacer las revisiones y como los coches entran y salen constantemente, el encargado decidió que las inspecciones de los automóviles se hicieran rápido y con la pluma de metal levantada, permitiendo el paso al vehículo que se está inspeccionando. Cuando le pregunté que porqué hacía eso me respondió “es un formalismo, señor” mientras dejaba pasar un coche y le sonreía amablemente a la pareja de turistas con sobrepeso que viajaban en él.

Sunday, November 23, 2008

16- Odio las motos

No son algunas, son todas y las odio. Lo invaden todo y están en todas partes, son una plaga y van en aumento. Se habla de tres a cinco millones y se especula que se suman unas quinientas mil cada año. No hay forma de detenerlas (ni ganas) y la policía no hace nada; son demasiadas y comenten demasiadas infracciones para que los uniformados se den abasto.

Las normas solo sirven cuando la mayoría las acata y la minoría las viola; al revés no funcionan, son letra muerta, papel mojado en tinta. Rota la magia de la obediencia social, las leyes son inútiles o estúpidas y, en cualquier caso, inviables. La serena, silenciosa y pertinaz desobediencia civil de los motociclistas indonesios me recuerda a la pacífica lucha de los indios por su liberación, una especia de “gandhismo” sin Gandhi y sin otra pretensión que poder movilizarse en una ciudad cuyo sistema de transporte público es ineficaz e insuficiente.

Los arrogantes automóviles y las aparatosas camionetas –todos con choferes a tiempo completo y trabajando por sumas mensuales a veces menores a cien dólares–, parecen lentos y torpes dinosaurios que van siendo barridos de la faz de la tierra por las motos, esos ágiles mamíferos que se adaptan mucho mejor al enmarañado cruce de avenidas, calles, callejuelas y pasajes, atravesando ligeros por espacios en los que los elefantiásicos coches se quedan atrapados malgastando tiempo, gasolina y paciencia.

Es casi una reivindicación del orgullo del simple habitante de Yakarta ver cómo las motocicletas empiezan a ahogar –como sucede en el ataque de una marabunta– a esos vehículos inmensos (consumidores groseros de combustible y cachetadas insensibles en la cara de los millones de pobres que malviven en esta ciudad). Cuando el mar de termitas copa, obstruye y rebasa las líneas de los altivos de carros del año, pareciera que se tratara de una silenciosa revolución triunfante.

Basta que los cielos empiecen a llorar para ver cómo se detienen las motos a un lado del camino o debajo de un puente. Si la lluvia es más que un chubasco itinerante y demora en escampar, entonces el número de los que buscan protección a la sombra del puente aumenta progresivamente y, poco a poco, como una mancha de sangre que se va esparciendo sobre la alfombra, las motos van tomándolo todo, van saturando la pista hasta que el tráfico de los automóviles (que se enreda más porque las paquidérmicas camionetas pretenden hacer las mismas maniobras zigzagueantes de las motocicletas) se hace lento, apelmazado y pantanoso. Por otro lado, si la lluvia es ligera y no se decide a ser el próximo diluvio, las motos se orillan, los conductores bajan raudos, se remangan los pantalones, levantan el asiento y de un minúsculo recinto sacan un bulto que repentinamente se convierte en un pantalón y una casaca impermeables con las que se enfundan y continúan su viaje, otras veces es un gran poncho, generalmente azul o amarillo fosforescente, bajo el cual se protegen mientras retan a la llovizna y se lanzan heroicos y salvajes por las calles resbaladizas.

Es verdad que –como dice Deden Rukmana, un especialista en el tema del problema del tráfico en Indonesia– “el uso de las motocicletas en Yakarta ha demostrado, también, los sacrificios que hace la clase trabajadora para llegar a sus centros de labores. Manejar una motocicleta requiere de más energía que viajar en el transporte público. Es todavía peor cuando hay mal tiempo. Deberíamos darle a los motociclistas crédito por sus sacrificios...”, es verdad, pero igual odio las motos.

Las odio porque hacen de la irresponsabilidad una forma de vida, porque el setenta y cinco por ciento de las muertes en las pistas tienen su origen en la forma imprudente –y a veces suicida– con la que los conductores se manejan, atravesando avenidas sin pensarlo demasiado, cruzándose en la ruta de los automóviles y levantando la mano como todo escudo, como si el gesto –estúpido antes que valiente– fuera a detener las dos toneladas de una camioneta. Sin embargo, las más de las veces –supongo que nadie quiere hacerse de un muerto– los vehículos de cuatro ruedas logran frenar, esquivar o evadir el choque. El hecho de que en más del noventa por ciento de los choques estén involucradas motos es una muestra contundente del arrojo kamikaze de los motociclistas.

Las odio porque en ellas se evidencia un desprecio absoluto por la mujer y por los hijos. Los conductores, hombres en su inmensa mayoría, viajan siempre premunidos de un casco pero las mujeres no tienen tanta suerte. Si hay dos cascos (la policía se pone odiosamente a trabajar a veces), hay tres o cuatro personas en la motocicleta. El niño más grande va adelante, tapándole la mitad del horizonte al padre que cree que el vástago está seguro en el cerco de sus brazos sosteniendo el timón y, el más pequeño, viaja abrazado por la madre y “protegido” por la espalda del padre. Por supuesto que los menores no llevan casco ni ningún otro tipo de protección.

Las odio porque sus conductores se transforman y pierden, escondidos tras las viseras polarizadas de sus cascos, esa sonrisa sencilla con la que –cuando son peatones– saludan amablemente a los extranjeros que pasean por las calles. El “jeloú míster” que siempre está en la boca de los hombres de a pie parece deshacer en un gesto agrio, en una mirada torva, en unos ojos hinchados de una vieja cólera colonial que ni se ha borrado ni se ha digerido, sino que sencillamente pareciera existir matizada, como en los tiempos del poder político de los holandeses, para hacer la vida más llevadera y guardar furia para “cuando llegue el día”.

Las odio porque en ellas los más pusilánimes se sienten valientes y arremeten y embisten contra los pocos ilusos que se atreven a andar por las calles; las odio porque no respetan señal alguna, límite alguno ni cartel alguno; las odio porque invaden las veredas con la impunidad de la hormiga que confía en su pequeñez para pasar desapercibida; las odio porque avanzan por las calles contra el tráfico como si no estuvieran sujetas a ninguna ley; las odio porque son, a fin de cuentas, el negocio grosero de unos cuantos que hacen del caos la empresa más lucrativa.

Monday, November 17, 2008

15- Hasta parece posible

Viernes, siete y treinta de la mañana. Mi salón se ve invadido por un austriaco vestido a la usanza de los tiroleses de su país, dos filipinos con las elegantes camisas que se reservan para fiestas, un indio con una ceremonial camisa sin cuello, tres muchachas luciendo hermosos vestidos indonesios y una coreana que nos sorprende con un traje ruso y una fresca y colorida corona de flores. Además entran, algo tarde, un norteamericano que trae la camiseta del equipo de fútbol de su Estado, una canadiense (de ascendencia coreana y plurilingüe) que arriba con una llamativa blusa asiática y un japonés (que no lo es, porque es coreano aunque yo me equivoque reiteradamente) que llega con un traje que me recuerda las viejas películas de artes marciales donde Bruce Lee (que no era japonés sino chino) hacía malabares inolvidables.

Salgo al patio y el espectáculo se multiplica por el número de alumnos de la escuela (que solo en la secundaria sobrepasa el millar). Hay hermosas holandesas como las fotos de las rubias rodeadas molinos, elegantes pakistaníes vestidos con trajes de gala, vistosas latinoamericanas con ropas alegres y coloridas, escoceses con faldas a cuadros y personalidad de hierro, africanos cubiertos con interminables mantas multicolores y hasta un joven confundido que cree que vestirse con uniforme de combate y pintarse la cara al estilo comando es la mejor forma de representar a su país (nadie es perfecto).

El “día de las Naciones Unidas” se celebra universalmente cada 24 de octubre, cuando se conmemora la entrada en vigor de la “Carta de las Naciones Unidas”, esa maravillosa declaración de principios que tan groseras y repetidas veces olvidamos. Sin embargo, en el colegio donde trabajo, y por temas más cercanos a su tradición, la fiesta se realiza en noviembre.

Por una jornada todas las actividades escolarizadas se detienen y se da paso a un programa que empiezan por un concurso (algo así como, “cuánto saben tus alumnos de mundo”, donde me sorprendo al ver cómo manejan datos para mí ignotos como la nacionalidad de una deportista de apellido impronunciable o el nombre de la ciudad dónde se realizarán las próximas olimpiadas de invierno). El juego es grupal y divertido, avanza con el entusiasmo de los chicos y sólo es interrumpido una vez, cuando dos muchachas, una asiática y otra europea, tocan mi puerta, entran, entregan tarjetas y dulces.

Luego pasamos a las conferencias. Un expositor (demasiado estadístico y estático para un grupo de adolescentes) trata de explicar los grandes cambios, el crecimiento de la población mundial, la contaminación, el calentamiento global, la escasez de agua potable y alimentos. Es una pena que un tema, tan apasionante, no cale en los jóvenes, no porque no les interese sino porque el montón de cifras y barras de colores que el experto coloca en la pantalla no logran romper la monotonía de una voz que sería escuchada respetuosamente entre expertos pero cuyo ritmo monocorde arrulla a más de una de las muchachas que madrugó más de lo acostumbrado para arreglarse el traje típico (y el peinado y el maquillaje).

Más tarde los estudiantes acuden a una “conferencia de prensa”, nos visitan decenas de alumnos de varios otras escuelas a lo largo de Asia y recrearán los debates que se desarrollan en la sede de las Naciones Unidas (claro, acá se ignorará ese prepotente “derecho al veto” que se arrogan cinco países por haber ganado una guerra que terminó hace más de sesenta años).

Mientras tanto, el patio principal ha estado en ebullición toda la mañana. Las madres de familia, agrupadas por sus nacionalidades de origen, han preparado las más exquisitas recetas que representan magníficamente la diversidad de la gastronomía mundial. Desde los inevitables “hot-dogs” norteamericanos hasta unas deliciosas empanadas ecuatorianas. Recuerdo haber probado o curioseado comida italiana, india, japonesa, coreana, alemana, holandesa, indonesia y australiana. Solo extrañé un ceviche (o una palta rellena o una causa o un ceviche o un lomo saltado o un helado de lúcuma).

Terminado el almuerzo, nos reunimos en el teatro del colegio y somos testigos de bailes y canciones, clásicas y modernas, que nos dan una visión de la infinidad de expresiones culturales a lo largo y ancho del mundo. El primer acto es un emotivo desfile de banderas, alumnos de más de medio centenar de nacionalidades pasan por el escenario, anuncian su país y agitan un instante el estandarte; el cortejo lo cierra la bandera de las Naciones Unidas.

Frente a nosotros desfilan franceses que combinan el minué con el “trans”, filipinos que muestran sus habilidades en un extraordinario baile con cocos pegados en el cuerpo que hacen sonar sincrónicamente, rusos que cantan en un coro espléndido, indonesios orgullosos que representan un día en una villa de las islas, japoneses que enseñan una mezcla de artes marciales y bailes modernos, norteamericanos con una sencilla canción de los años treinta, ingleses arremetiendo un “hiphop” eléctrico y, como fin fabuloso de una magnífica fiesta, un centenar de coreanos dando una lección de disciplina y coordinación en un concierto de tambores de distintas formas y tamaños, sin duda, los más espectacular de la jornada.

No soy adicto ni al fanatismo patriotero que enfrenta a unos contra otros ni a las banderitas que separan arbitrariamente dos trozos de tierra, los nacionalismo exacerbados me repugnan tanto como los chauvinismos trasnochados, se traten estos de los seguidores de un político, de un cantante o de un equipo de fútbol, pero la identidad, eso que nos señala como quienes somos, que nos imprime el sello individual, que nos forja desde la infancia con el acervo cultura de cientos de años y decenas de generaciones, es algo que celebro ver celebrado.

Cuando norteamericanos y rusos comparten un escenario, cuando coreanos y japoneses disfrutan de los mismos alimentos, cuando pakistaníes e indios celebran de la mano una fiesta, cuando chilenos y argentinos pueden beber de la misma agua y caminar por la misma calle sin mirar de reojo, desconfiar ni ponerse zancadillas, entonces ser profesor adquiere sentido de nuevo y hasta parece posible esa comunión de seres humanos, hijos de la misma tierra, en la que tantos tan apasionadamente han creído y por la que tantos, tan honradamente, han entregado la vida.

Monday, November 10, 2008

14- La cena

Iba a ser un día complicado, ya lo sabía, por eso tomó sus previsiones. A las siete de la mañana en la escuela, revisar papeles, responder correos, alistarse para la jornada. A las siete y treinta atender al grupo de adolescentes a su cargo, ver que todo anduviera bien, repasar con ellos las actividades de la jornada y desearles un buen fin de semana (“manténganse vivos”, suele decirles y ellos se ríen y responden “lo intentaremos”). En el cambio de hora coordinar las actividades que haría quien lo reemplazaría esa mañana. A las nueve, la pre-conferencia, intercambiar opiniones, decir cosas claras en su inglés oscuro, defender posiciones anticuadas (“nosotros manejamos la tecnología, no podemos permitir que la tecnología nos maneje a nosotros”) y dejar que el reloj hiciera el resto. A las doce huir del almuerzo (el de siempre, comida hindú picante, felizmente el “tengo clases después” era una excusa inapelable). A la una conversar dos horas con los más grandes sobre algunos pintores y ver cómo ha avanzado su español o cómo no. A las tres, salir sin distraerse, llegar a casa, bañarse, sacudirse los sudores y ponerse unas ropas más cómodas “y una buena camisa”. A las cuatro, la conferencia, las charlas magistrales y los sanguchitos a los que resistirá en nombre de la cena… ¡La cena!

Era viernes en la noche y había una cena en “La trattoría”, el restaurante italiano de “los previos”. Muchos extranjeros se reúnen allí, cenan, toman las primeras copas y parten luego, a las diez u once, a las discotecas o bares que infestan la ciudad (“¿o la redimen?”). Esta vez los comensales serían una portuguesa “con sus años”, una italiana (a la que ya conocía, aún en forma a sus treintaitantos y con unos ojos de antología), un español (“muy agradable”), “algún otro amigo o amiga” que aparecería y la rubia con la treintena recién estrenada cuya sangre gitana, aún fresca, vive despreciando la melancólica soledad de las mujeres occidentales que residen en este país. Todo lo coordinaron por mensajes telefónicos, “el medio más usado en el mundo actual”, según explicaría después uno de los conferencistas.

Fiel a los tiempos, hizo todo con la histérica puntualidad de los relojes suizos. Nada se interpuso entre él y sus planes, las charlas inaugurales de la conferencia no solo fueron amenas sino que, además, terminaron temprano. Los expositores, que venían de lugares tan exóticos como Hong Kong, Bangkok o Praga se encontraban –qué bueno– cansados y, si fueron divertidos, fueron más breves aún. Pocos minutos después de las cinco ya estaba libre.

Caminó acompañado por dos profesoras, una china y otra japonesa, ambas amables, ambas sonrientes, ambas felices de poder irse a casa. La lluvia lo había capturado todo, era “de esas lluvias”, un chaparrón inagotable con el que el cielo parecía descargar el llanto y la angustia de tantas injusticias de las que él –pensando únicamente en la cena, la italiana y la española– no podía, no quería ni debía percatarse en esta tarde de feliz egoísmo.

En la oficina, preámbulo de la puerta que conduce al estacionamiento que lleva al camino de asfalto que se topa con sucesivas rejas con guardias que hay que atravesar entes de llegar a la calle, la maestra de chino (que además domina el japonés, el indonesio y el inglés) le hizo el favor de hablar con el guardia y pedirle que llamara a un taxi. “Demorará veinte minutos, por la lluvia”, dijo el encargado de la seguridad y él respondió “no hay problema”, miró su reloj, “son las cinco y veinte, por más que sean treinta y no veinte los minutos de espera saldré antes de las seis para hacer un viaje que no debiera durar más de una hora”, pensó mientras les decía a sus compañeras –cuyas camionetas y choferes aguardaban a diez metros, desafiando la lluvia– que podía irse, que gracias, que esperaría “leyendo algo”, que no había problema.

¿Sería la italiana y sus ojos verdes o las costillas de cerdo a la parrilla? ¿Sería la española de acentos gitanos o el tiramisú “con mascalpone”? Nunca lo supo, pero su proverbial instinto no funcionó. Pensó que todo andaba bien y se dedicó, como distrayéndose, a repasar viejas fotos donde sus alumnos –ahora adolescentes y pensando en la universidad próxima– miraban con la inocencia propia de los diez años. Siempre disfruta manoseando libros viejos. Tal vez recordó sus propios tiempos, su primaria, su infancia, todo eso que hace tres décadas era verdad y ahora solo es un recuerdo. Dormitó un poco, siempre dormita, ¿serán los kilos o su manera de decirse que, en realidad, “como casi todo”, eso también le era indiferente? Pasaron los minutos.

Cuando se dio cuenta ya eran cinco para las seis y el taxi no llegaba. Reaccionó como picado por la electricidad de la tormenta que amainaba. Pidió al guardia que llamara de nuevo, llamó, “ya viene, pero la lluvia” y los minutos ahora avanzaron feroces. Sus neuronas empezaron a reconectarse y la desesperación –esa neurosis– se empezó a notar en el movimiento frenético y cíclico de sus pies. Nunca supo esperar con paciencia, ahora se acordaba. Se paraba, se sentaba, iba de acá para allá, miraba por la ventana. Finalmente, en lontananza, apareció un taxi azul (“el único taxi seguro”) y lo vio recorrer el camino que lo conduciría al frente de la oficina donde él se hallaba. Fueron segundos de alegría que –como toda alegría verdadera– duraron poco. El taxi pasó de largo. Miró al guardia que lo miraba, el hombre salió, fue hasta el automóvil que había estacionado diez metros más allá, habló con un encargado que apareció de entre los muros y volvió. Trató de explicarle algo que él ya no entendió porque la impaciencia, madre de las desgracias, le hablaba al oído.

Salió al patio, la lluvia había cedido, ya no era un aguacero, tan solo algo más que un rocío, un goteo suave que besó su cara y que a él no le importó. Caminó hasta donde el sujeto y éste le explicó que el taxi había sido pedido por otras profesoras (una flaca y tres caderonas) que enseguida abordaron el automóvil apretujadamente. Le preguntó su nombre, lo verificó en la lista que llevaba en las manos y le dijo “ya viene su taxi”.

De allí en adelante todo anduvo peor. Los minutos corrían y se dio cuenta de que media docena de personas aguardaban con él y mantenían con el encargado sonrientes conversaciones que les aseguraban un mejor puesto en la lista de espera. Las odió.

Eran las seis y diez y nada aparecía en el horizonte. Nada. El encargado se le acercó. “Parece que no hay taxis disponibles que vengan hasta acá, pero la movilidad del colegio va a llevar a un grupo de empleados hasta el centro comercial, allá puede hallar transporte con más facilidad”. No lo pensó dos veces, “huir hacia adelante”, esa frase siempre le gustó y más de una vez lo había hecho y había resultado, ¿por qué ahora no?

Trepó al mini bus. Eras cinco o seis personas, todas locales (“los bulé tienen camioneta y chofer”), que se limitaron al “buenas noches”. Alguien le abrió la puerta de adelante y se aisló o lo aislaron (¿timidez o desprecio?, “hoy no me importa”). El vehículo avanzó el kilómetro que lo separaba del último control y tomó la avenida. El tránsito era caótico, cientos de motocicletas se colaban por entre los carros que avanzaban a paso de procesión. En un día normal el viaje hubiera demorado dos o tres minutos, estos fueron veinte. El centro comercial quedaba “más al sur” y lo alejaba de la cena “no importa, a veces es mejor da un paso atrás para tomar impulso”. Fue la última mentira que se dijo; después todo fue cólera.

En el centro comercial los otros ocupantes del bus bajaron y se desvanecieron como sombras en las sombras (“transporte público” escuchó a lo lejos como excusa o despedida). Le dijeron “en el estacionamiento del supermercado, allí abundan los taxis”. Caminó. Llegó y allí donde habitualmente “abundan los taxis” no había nada. Como él, otras tres señoras (cargadas de bultos y de hijos), aguardaban.

Lo demás fue una agonía, los minutos que pasaban, el plan que se deshacía, la cena que se alejaba, la gitana, las costillas, la italiana, el tiramisú, la frustración, la impotencia, el idioma ajeno, la ciudad mojada, el tráfico aplastante, el silencio de quien no entiende nada de lo que se dice alrededor, los niños lloriqueando de aburridos, las señoras hablando por teléfono, la espera desesperante, la paciencia oriental de los otros, sus rostros sin emociones, su sangre cegándolo, sus ganas de estrangular al primero que se atreviera a saludarlo o de echarse a llorar al hombro de la primera que se ofreciera (aunque cobrara dólares y no en rupias devaluadas), todo y nada, como siempre.

A las siete y treinta, como una puntualísima ironía, pudo trepar a su taxi. Iba a llamar a la rubia, no lo hizo, le mandó un mensaje absurdo y le dijo al chofer “lléveme a casa” cuando comenzaba, otra vez, otra lluvia.

Sunday, November 2, 2008

13- Bajo ninguna circunstancia

Muerto el ángel –que, en cuestiones de fe, la muerte o el abandono son lo mismo– volví a la realidad de mis amigos que ya andaba muy avanzada. La rubia sobrealimentada seguía maltratando sus cuerdas vocales pero ahora un sujeto, mejor entonado y muy a la moda de “roncarrolero de los setentas”, hacía más llevadero el espectáculo. La gente aumentaba y mis compañeros, una mesa más adelante que yo (que me había refugiado detrás de una bebida sin alcohol y sin azúcar mientras observaba a la bella), andaban rodeados de mujeres.

La lucha por “con quién me quedo” era amable y silenciosa, todas jugueteaban con todos y, más o menos abiertamente, peleaban por la atención de los “bulé” que, sin hacer ningún esfuerzo –más allá de pagar las cervezas que ellas ya habían aceptado–, tenían aseguradas a varias muchachas. “Este país es de locos” –me diría días después uno de ellos– “el otro viernes salía del un bar donde me tomé unas copas con unos amigos, me iba solo porque estaba cansado y quería llegar a mi casa, en la puerta me encontré con media docena de chicas que estaban como esperando taxi y dije en voz alta que me iba a mi departamento y que aceptaba a la que quisiera acompañarme, se subieron dos…”. “Son prostitutas” –dice una occidental solterona y resentida– “en los bares y en las discotecas están allí esperando a los extranjeros…”. “No es tan cierto” –me aclara una española de pocos años y nobles proporciones– “es como en todas partes, algunas están allí porque buscan enamorarse, ¿acaso no tienen derecho a hacerlo como cualquiera de nosotras?”.

Uno de mis compañeros sabe el secreto, “hay que preguntárselo directamente”. “Sí” –insiste cuando ve mi cara de incredulidad– “así funciona. Cuando una de estas chicas se te acerca debes preguntarle directamente si está trabajando, como todas saben que unas sí y otras no, nadie se ofende…”. Su experiencia respalda sus palabras, cuatro de cada cinco veces que ha salido de bares o a una discoteca ha terminado durmiendo acompañado, ya sea en su departamento o en los de ellas (la borrachera y veintiocho años mezclan audacia e irresponsabilidad; la suerte, por ahora, no lo abandona y dice que de ahora en adelante va a escuchar a los experimentados, “nunca te vayas solo sin avisar, siempre acompáñate de alguien y, entre su departamento y el tuyo, prefiere el tuyo, solo allí estás en tu territorio, la ciudad es muy grande para dársela de valiente”, le dice uno de los que sabe de qué habla y que ha sobrevivido a bares y mujeres cazadoras de extranjeros en más de un continente.

“Además” –me explica alguien como tratando de cerrar el tema del comercio sexual que, sin embargo, parece cada vez más amplio– “la prostitución a toda regla se ejerce en otros lugares. Estos bares son lo más inocente del repertorio, cobren o no cobren, no son sino aventureras en busca de una buena noche o una buena temporada. Las verdaderas prostitutas, las de las mamis y los padrotes, están en otras partes, en las grandes discotecas, para empezar, cuánto más caro el hotel que la alberga, más costoso el servicio hecho a la medida de un país que convive hace ya demasiado tiempo con estos extranjeros que llegan con sus montones de dólares y su soledad a comprarlo todo. ¿Qué puede esperarse?, una prostituta de mediana calidad puede hacer en una noche tanto dinero como el que gana en un mes una chica igual que ella pero que se dedique a ser empleada, vendedora o camarera…”.

El asunto es mucho más complicado y habría que hablar –ya habrá tiempo– de la infinita industria sexual que, en su inmensidad, confunde a unas con las otras, “basta que me vean contigo caminando en la calle para que crean que soy la típica indonesia regalándose al extranjero por una copa”, me explica una de las pocas mujeres con las que he podido mantener una larga conversación al respecto. “Muchos extranjeros creen que las indonesias solo servimos para la cama y pretenden tratarnos a todas como si fuéramos chicas del bar”, concluye.

Lo cierto es que la noche sigue y, de los cuatro que éramos, solo quedamos tres, uno se fue discretamente “a dormir, porque estoy cansado” aunque la chica que lo siguió no fue tan discreta y vimos por la ventana cómo compartían el taxi, “es que vivía por el departamento”, dijo días después cuando nos burlábamos de su cansancio porque, en realidad, su precaución fue insuficiente y los guardias del edificio de departamentos que todos compartimos no saben de discreciones y, en cambio, les encanta practicar su elemental inglés con algún chisme que pueda interesarnos (ese es otro tema inmenso, “la servidumbre” –el término “sirviente”, que arde como un latigazo, es el que los angloparlantes usa para hablar de quienes trabajan para los extranjeros, ya sean cocineras, choferes, niñeras o guardias– lleva una existencia paralela a la de los “boss”, están relacionados por lazos de sangre, amistad, compadrazgo o amorío y se saben la vida, milagros y miserias, de todos los bulé).

La noche avanza y ahora somos dos porque el tercero ya decidió escaparse con una que le dijo sin demasiados preámbulos “hoy quiero pasar la noche contigo”; él, ni corto ni perezoso, reforzó la declaración con algunas cervezas que soliviantaron más el ánimo, ya bastante alegrón, de la muchacha.

El asunto se tornó matemáticamente perfecto pero ajeno a mis planes de frío observador de la realidad circundante. Mi compañero –el de los veintiocho años que ha decidido “vivir mi juventud sin miedos y hasta un poco irresponsablemente”– está asediado por dos mujeres, la paciente y la del traje morado. No sé cómo pero ya estamos en un rincón, cerca de la barra de la taberna, uno de esos espacios medio aislados donde nadie quiere estar porque te ponen “fuera de circulación” pero que a nosotros, que ya estamos acompañados, no nos importa. Hubo hasta una tercera muchacha que nos acompañaba pero no le dio la gana de pelear su espacio y se fue; nadie la extraña.

En este espacio la música cede un poco, los parlantes no apuntan hacia acá y pueden conversarse algunas palabras más. La de morado se mueve siguiendo el ritmo que todavía llega hasta nosotros, está evidentemente pasada de copas, todo le parece “maravilloso”, que mi amigo hable inglés y que yo hable español, ama la literatura (como ama el fútbol, la filosofía, el arte, la moda y las diferentes posibilidades de la escatología) porque ama todo y todo es “perfecto” y “maravilloso” y su juventud se desborda en ese vestido de algodón que no resiste los embates de un cuerpo que no se contiene en sí mismo, que se sacude rítmicamente y cuya sangre se halla en plena ebullición por el calor, por la lluvia –se ha desatado la tormenta–, por los menjunjes dionisíacos y los ardores propios de una libido post adolescente.

La paciente inicia su función. A mi amigo –rendido ante el poder de Eros y Dionisios– le interesa cuatro rábanos que la de morado sepa quién era Nietzsche o qué cosa es la lógica aristotélica, la paciente lo sabe –ella viene por la segunda función y conoce perfectamente la rutina– y le bastan cuatro gestos atrevidos para que mi compañero le diga el “¿nos vamos?” que es más una orden que una pregunta.

Todos salimos. Llueve a cántaros, no importa, siempre hay alguien que por unas monedas se empapa por ti y te consigue un taxi. Mi amigo está feliz (aunque después me enteraré que no se acordaba de nada de lo que conversamos en el carro), la paciente está feliz, y su mutua y calurosa felicidad transgrede algunos límites en el coche. No me interesa.

Yo pienso en la de morado y la de morado –en el taxi que la lleva a su casa– seguro que ya no piensa y no sabrá jamás que yo –idiota redomado– sigo creyendo que nunca –bajo ninguna circunstancia– un caballero debe aprovecharse de la ligera debilidad de una muchacha embriagada...

Saturday, October 25, 2008

12- La cadena alimenticia

“Las mujeres blancas somos el último eslabón de la cadena alimenticia” –me dice alguna– “con la cantidad de asiáticas que se acuestan con un extranjero por un trago, por veinte dólares o por una promesa, nadie quiere darse el trabajo de enamorarnos”. ¿Hay resentimiento en sus palabras? “Las que vienen solteras y buscan una pareja terminan yéndose a los dos o tres años, ningún hombre se va a enganchar en una relación seria cuando pueden tener sus esclavas sexuales”, me dice una mujer, extranjera, solitaria y ligeramente amargada, por supuesto. “Eso que todavía no fuiste al “retescuer”, ahí te vas a hartar de ver especímenes bellísimos que hacen que las pobres bulés como yo suframos más de la cuenta en Yakarta”, me comenta más deportivamente otra a la que le faltan años y le sobran lo que se necesita como para andar acomplejándose a pesar de la feroz competencia.

Las mujeres occidentales que llegan a Indonesia vienen generalmente en dos condiciones, o esposas de sus maridos (que suelen ser los que arriban al país con los jugosos contratos de expatriados) o solteras (profesionales animosas y aventureras o profesoras de colegios internacionales). Unas y otras se enfrentan a la dura realidad de un país con millones de muchachitas jóvenes y atractivas que, en muchas casos (toda generalización, ya lo sé, es asquerosa), no tienen el menor escrúpulo en darle curso al marido ajeno o enamorar, con más libertad y menos exigencias, a los solteros que se dejan seducir por las complacientes féminas que piden poco o no piden nada (hasta que empiezan a pedir, pero esa ya es otra historia).

El ángel estaba en la barra, esperaba que le entregaran lo que había pedido. No escuchaba la música, no miraba a nadie, parecía no estar allí o, peor, parecía que no sabía o no entendía cómo diablos había terminado allí. Cuando le entregaron el jugo (los ángeles no toman licor) se dirigió hacia la mesa más cercana al escenario donde la rubicunda con sobrepeso seguía cantando o creyendo que lo hacía.

Eran doce o quince mujeres. Las había de todas las edades. La mitad pasaban largamente la cincuentena y sus carnes, animadas por el alcohol, habían perdido momentáneamente la serenidad de su estrenada senectud para sacudirse al golpe del rocanrol sesentero que coreaban felices. Se me hicieron simpáticas, llenas de vida, divirtiéndose entre ellas con ese entusiasmo de quien ya no tiene que llegar a casa para darle de cenar a los hijos o para acostarse de mala gana con el marido que hace mucho se olvidó de cómo era que realmente ella gozaba. Estas mujeres tienen la dolorosa libertad de la soledad, de la cama vacía, de la casa habitada de gatos, recuerdos, fantasmas y empleados que caminan sin hacer ruido. Cantan y bailan como seguro lo hicieron en esa juventud que les queda ahora tan lejos del cuerpo y tan cerca del entusiasmo, llevan en sus manos vasos llenos de cerveza y cocteles de todos los colores.

Las otras eran jóvenes y, a ojo de buen cubero, agradables a la vista. No pasarían los veinticinco años y bailaban también, animadas, felices, con la libertad de sus líneas firmes y dóciles, de sus vestidos ligeros, de sus muslos ágiles, con esas sonrisas que lo iluminan todo, esas miradas brillantes aún, esos labios sedientos y esas almas nuevas. Mujeres con una frescura que en cualquier parte sería razón suficiente para tener que andar escabulléndose de las hordas de varones entusiastas que las rodearían –como es justo– con sus pretensiones, pidiéndoles bailar la siguiente canción, invitándoles una copa de vino o tratando de hilar una conversación más o menos inteligente que los destaque de los otros en la pelea.

Pero nada de eso sucedía. Bailaban solas y ningún hombre se les acercaba. No era ausencia, era desinterés. Había hombres, hombres jóvenes con pinta de modernos ejecutivos, recién graduados de universidades de postín que vienen “al fin del mundo” para pagar piso, hacerse un espacio y ganarse, “en la cancha”, el derecho a seguir progresando en sus corporaciones. Estaban allí, pero no miraban a las jovencitas que bailaban solas junto a la mesa cercana a la banda porque sencillamente tenían los ojos vendados de morenas pieles que serpenteaban a sus lados.

“¿Quién se va a tomar la molestia de abordar a una mujer occidental cuando las indonesias se les meten por los ojos, se ofrecen por nada y se van a la cama con ellos a veces solo por el gusto de acostarse con un hombre blanco?”. Cierto, las mujeres extranjeras hablan por la herida, pero alguna razón tienen. “Claro que si quieres, igual puedes tener sexo, tampoco es que no se pueda, basta con comportarse como las locales, tomarse un trago, seducir al sujeto, hacérsela fácil, no pedir compromisos, acostarse con él la primera noche y no esperar que haya una nueva llamada” –me dice una que se niega a vivir así– “porque no me da la gana, porque no quiero andar peleándome por un hombre como si fuera el último macho reproductor del planeta, porque no lo necesito”, se reafirma. “Ni bien llegan y se enteran de lo fácil que es todo, a los bulé se les trepa el ego, pero después las pagan” –sentencia otra que lanza la maldición–; “no se dan cuenta de que nueve de cada diez lo único que quieren es su dinero. Después de la primera noche empiezan a adueñarse del cándido que termina vencido por las hormonas y por esa necesidad, tan machista, de sentirse los fuertes, los que todo lo pueden, los protectores. Luego es solo cuestión de tiempo y, cuando ya los tienen en el bolsillo, comienza la sangría con la mamá enferma, la operación del hermano o la abuela hospitalizada…”.

En medio de tanto ajetreo, el ángel se aburre en la mesa. Alguien le habla y ella sonríe, sin ganas, alguien le presenta a un chico –uno de los pocos que se ha desmarcado de las indonesias que a todos atrapan– y habla con él con nerviosismo, sin fijar la mirada, sin saber realmente cómo comportarse frente a este varón que hace inútiles intentos de avanzar sobre ella. El pobre tipo, que hace esfuerzos grandes por hacerse escuchar a través del estruendo, no consigue arrebatarle más que la cumplidora sonrisa de estatua de cera que no dice nada y que nada anuncia ni promete. Pero él no se rinde, entusiasta, dueño del mundo, consigue convencerla y la saca a bailar (“saca” es un decir, se pone a bailar con ella allí mismo, parados junto a la mesa y en medio del bullicio del alocado grupo de mujeres). Ella se mueve modosa, decentita, midiendo los pasos y meditando los gestos, sin aspaviento, sin que la falda, que no llega a ser mini, alce demasiado vuelo, sin entregarse al ritmo, sin realizarse, sin perder el control.

Bailar no es lo suyo y él se aburre, en la siguiente canción le dice algo y se retira junto a la barra donde un grupo de amigos suyos departe cómoda y cálidamente con unas indonesias que se acercaron hace un rato. Pronto las cervezas campean, las risas aumentan el tono, la convulsión de los cuerpos se acelera y los brazos de ellos empiezan a enredarse en las cinturas de ellas como llevados por el ritmo de la música.

El ángel se queda allí, sin compañía. Está rodeada de sus amigas pero no importa, está tan sola que me conmueve.

Me tienta acompañarla, pero yo, que ya sé que los ángeles no existen, la dejo abandonada…

Monday, October 20, 2008

11- Falsa alarma

No soy yo ni mi pinta de “bulé” aún sorprendido en medio de esta marea de mujeres que se va apoderando del ambiente, quien llama la atención de la minifaldera que se acerca a pasos agigantados, es uno de mis compañeros. Es hacia él –cuyo anonimato me permito– que se acerca la muchacha aquella; no tiene 25, tiene 28. Detrás de ella aparece –menos agraciada pero más decidida– otra amiga. ¿Sus nombres? Los supe, pero ya no me acuerdo. Reales o ficticios, tenían esas “i griegas” precedidas de doble consonante que resumen en “quiero ser” inconfundible. ¿Fanny, Jenny, Sussy?, no importa, lo único cierto es una de ellas había salido la semana anterior con mi amigo (es decir, “salido” de la discoteca donde la conoció y “entrado” a su departamento).

En la conversación que sobrevino, los lugares comunes se sucedieron uno tras otro, como las motocicletas en las calles de Indonesia. Que el clima (que en Yakarta siempre es el mismo, calor, con lluvia y sin ella –y esa noche llovió a cántaros–), que el ambiente, que la música, que la gente, “qué te tomas” y un decente jugo de naranja para empezar la noche, y “¿pero, ni una cerveza conmigo?”, y risitas y más frases comunes, “qué linda”, “me encanta tu falda”, “qué bonita está tu amiga”, “qué bien te queda el rojo” y la música martillando y los hombros moviéndose o tratando para seguir ritmo y “sí” y “no” y la repetición hueca de los “cómo estás”, “¿qué te parece el lugar?” y “¿habías venido antes?”.

Me aburro. Ellas ríen tontamente, como supongo que debe ser la risa forzada por estas situaciones. Beben el jugo de naranja, se muestran sorprendidas ante los avances de mi amigo y al mismo tiempo se le contonean a diestra y siniestra. Otro de nuestro grupo se ha ido “por más cerveza” y se ha detenido a conversar con una muchacha de ropa apretada con la que ya había cruzado largas miradas. Regresa riéndose, pero riéndose de verdad. “¿Vieron a ese tipo?”, nos pregunta a viva voz tratando de hacerse escuchar en medio de la música ensordecedora. Lo vemos, es un armario de casi dos metros de alto, espaldas anchas y cráneo angular, de esos que revelan pocas neuronas, no sabemos cómo es su cara pero la imaginamos perfectamente imbécil mientras la muchacha lo abraza y vuelve a regalar miradas cómplices a nuestro amigo. “Estaba en plena conversación, diciéndole lo linda que era y preguntándole si quería bailar conmigo, cuando sentí una presencia incómoda a mi lado, volteé y lo vi, me miraba molesto y me dijo que ella era su novia, así que sonreí, lo felicité y me fui…”. “Seguro que la tiene reservada toda la noche…”, intervino el cuarto de nosotros, tablista cuarentón con más de cuatro años visitando estas tierras, “ésa ya está pagada, búscate otra”, sentenció.

En el salón de al lado hay una mesa de billar. Juegan tres mujeres y dos hombres. Ellas, las tres, están de negro, labios rojos, cigarrillo en la boca, ligeros vestidos de algodón o apretados pantalones, escotes pronunciados, tacos altos; parecen uniformadas. Todos miran –miramos– cómo se agachan provocadoras cada vez que les toca jugar, se estiran por sobre la mesa como gatas perezosas, se ponen en puntas de pies, levantan las caderas y se sonríen entre ellas mientras los sujetos –simplones, descamisados, con el gesto estúpido que sobreviene después de la quinta cerveza, con sus relojes recargados, sus cadenas de oro y sus seis décadas encima– las miran babeantes, desesperados porque ese jueguito termine de una vez por todas en la habitación del hotel donde se alojan.

No son los únicos; el ambiente está lleno de estos extranjeros, los hay de todas las edades pero hay dos grupos grandes y fácilmente diferenciables: el primero lo conforman los que deambulan entre los veintimuchos y los treintaipocos (muchachos afortunados a los que la distancia y los sueldos de expatriados les ofrecen libertad y seguridad, conversan, ríen, fuman y beben cerveza mientras esperan –con la segura calma de saberse jóvenes– “a la de esta noche”); y, el segundo, el de los tipos que deben andar acabándose los cincuenta o jugándose ya buena parte de la sesentena (peinan canas –si tiene pelo–, cargan vientres abultados, no guardan ni modales ni formas y lo toman todo como sintiéndose con derecho, son prepotentes y salivosos, y miran a las mujeres con los ojos vidriosos y febriles de los que tienen poco tiempo).

Junto a la mesa de billar hay otro grupo de chicas conversando bajo el fuego de las miradas de los sexagenarios que pululan con sus “güisquis” en las manos. Una de ellas, inmensa, morena, de ojos y labios grandes, es la que más llama la atención. Lleva un vestido morado cuyo algodón muestra sin vergüenza alguna un cuerpo que aún no necesita de sujetadores que sostengan lo que dentro de algunas primaveras cederá al omnívoro poder de la gravedad. Uno de nosotros –el de la escena del novio celoso– decide que “ya es tiempo”, y se lanza directamente al pozo mientras desoye los consejos del otro –el tablista– que le dice “tiene demasiados hombres alrededor”. Al final, los dos se van juntos mientras la de morado se ríe de buena gana con un tipo canoso que seguramente no conoce. Los pierdo entre la multitud.

Quedamos los cuatro, y mi amigo –el de la amiga de la salida– se multiplica en bromas, gestos e insinuaciones, tratando de convencer a las dos muchachas para que se beban una cerveza (“sin alcohol, siempre se ponen más difíciles”), pero nada; ellas juegan otro partido. En la segunda cita las reglas empiezan a cambiar, no mucho, pero cambian. Ellas no están allí para un nuevo “choque y fuga”, ya no son “como las otras”, hablan con más familiaridad y buscan un reconocimiento, un gesto, una actitud, que las haga, si no oficiales, al menos oficiosas.

Yo me aburro de escuchar frases hechas y mi amigo de decirlas, así que él, que tiene menos paciencia y más movilidad que yo –que estoy sentado en uno de esos bancos odiosamente altos que tienen las cantinas y mantengo el precario equilibrio apoyado simultáneamente contra la pared y la mesa–, decide irse “a rescatar a los otros”. Me quedo allí con las dos mujeres, rodeado, emboscado en mi incapacidad absoluta por mantener una farsa en la que no tengo ningún interés. Lamentablemente, la idiotez no es afrodisíaca.

Una de ellas es sencillamente estúpida; tratar de conversar el más trivial de los temas es como pretender explicarle física cuántica a una foca, decido ignorarla, ella decide lo mismo y se pone a buscar medio desesperada el rastro de mi compañero. La otra, en cambio, tiene, además de la minifalda, una historia que contar y ganas de hacerlo, habla con calma, como quien sabe que posee a su favor el tiempo. Su vida empezó temprano, “a los diecisiete”, cuando conoció a un australiano en la oficina donde fungía de secretaria. “Fui su novia por diez años”, me dice. “Estaba casado” –me aclara cuando le pregunto por qué pelearon– “yo era su mujer en Indonesia, él tenía esposa e hijos en Australia, viajaba a verla cada dos semanas, y a mí no me importaba, me mudé con él y vivimos juntos por casi diez años”. El último alarido del rock que casi me revienta los oídos no me deja entender la razón de la pelea, pero escucho “viajé hasta a Sydney para aclarar las cosas y volví sola, ya no confío en los hombres”. No hay cólera en sus palabras, ni siquiera decepción o tristeza, solo indiferencia, la misma indiferencia con la que ve a su amiga –la mono neural aspaventosa que se aburre como un hongo al lado suyo– tratando de devorarse a nuestro amigo que regresa sonriendo.

“Yo que fui a salvarlos de la vergüenza de ser ignorados por la del vestido morado y ellos que ya no estaban”, “¿no estaban?”, “no, resulta que se metieron sin pedir permiso en la conversación y el viejo salió perdiendo”, “¿y, a dónde están ahora?”, “al fondo”, “¿al fondo?”, “sí, al fondo hemos descubierto un ambiente al aire libre donde están dando un concierto, ¡hay un montón de mujeres!, ¡vamos!”. Y fuimos (la elemental renegaba como niña con berrinche, “yo he venido para estar con otras mujeres”, pero igual partió abrazada de mi amigo).

Pasando el comedor, que está en el centro del local, se llega a una zona al aire libre donde una rubicunda añosa, desentonada y con sobrepeso atronaba lo que sospeché que era una canción en una especie de escenario que se alzaba al fondo. La fauna allí era (lo fue por un rato más) diferente.

En la barra, donde un andrógino sujeto lleno de aretes servía cervezas, vi lo imposible. Era un ángel cuyas alas, perdidas tras algún combate contra el mal, la habían condenado a esa Sodoma postmoderna. Era bella, con esa belleza extraña que combina la armonía de las formas, la inteligencia del rostro y la serenidad de la mirada…

Monday, October 13, 2008

10- Saigón en Yakarta

Viernes, nueve de la noche. El bar, cuyo nombre no recuerdo (algo de unas “promesas”, que refleja bien su esencia), queda en Kemang, “la zona de los bulé”. Los extranjeros han hecho de ese barrio, más al sur que al centro de Yakarta, su dominio, su lugar de estar, su calle favorita, su fortín y su elemento (el otro paraíso para los expatriados es Kuningan y su triángulo dorado donde se intersecan tres grandes avenidas y en cuyo interior se levantan los más fabulosos hoteles y centros comerciales, pero esa es otra historia). Kemang es la calle de los bares y los restaurantes, lugares para todos los bolsillos (bolsillos con más o menos dólares, claro) donde puede hallarse desde una hamburguesa colesterona y aderezada hasta un “foie gras” hipertrofiado y carísimo, pasando por el pollo al curry, el “apple strudel” (con helado de vainilla), los nachos con guacamole y la infaltable pizza. Abunda la cerveza en todas sus marcas y famosas nacionalidades y tampoco es raro encontrarse con un buen ron caribeño o un tequila, ese buque insignia de los alcoholes mexicanos (chilenos y peruanos, que somos cuatro gatos en estas islas, podemos llevar en paz la fiesta; el pisco tiene aún el terreno libre para una nueva guerra de inútiles arrogancias patrioteras cuando alguien se anime a importarlo).

Mis tres compañeros de aventura me han dicho “vamos a jugar billas”, yo no juego pero no me gusta ser aguafiestas, así que partimos del edificio donde vivimos en busca de ese lugar que nadie conoce “donde hay mesas de billar, para pasar una noche tranquila divirtiéndonos y tomándonos unas cervezas”.

El taxista se da cuenta de que no tenemos idea de a dónde vamos y decide pasearnos media hora por la ciudad en la desesperada pretensión de hacer avanzar más el taxímetro (“pájaro azul” es la única empresa de taxis que la neurosis recomienda para los extranjeros, “son los más confiables” dicen todos). El abuso del pobre hombre nos ha costado cuarenta mil rupias (un dólar a cada uno) y llegamos al lugar que se descubre como uno más de los muchos que abundan por estas partes.

Es un bar regentado por algún extranjero que vio la posibilidad de un buen negocio recreando el ambiente de las cantinas norteamericanas en donde sólo atienden mujeres en ropas ligeras (aunque acá no llevan uniforme). Mi imaginación, que no es poca, comienza a andar, solo falta el segundo piso repleto de habitaciones “en uso” y el piano donde algún virtuoso borrachín alegre a la multitud. No sé si quedarme con esa imagen de la cantina del viejo oeste (donde el “sherif” y los cuatreros se emborrachan juntos) o con la más moderna visión que se me cruza al ver el número de rubios “acosados” por las muchachas locales, la de un bar en el corazón de Saigón en mitad de la guerra de Vietnam donde los “marines” y las prostitutas se relajaban mientras afuera estallaban los bombazos. Me quedo con Saigón.

El lugar tiene varios ambientes. La puerta de la izquierda lleva de la calle al comedor pasando antes por un recibidor elemental donde dos o tres mujeres jóvenes y sonrientes nos dan la bienvenida. Como todas las indonesias (o casi todas) son bajitas, delgadas, de ojos vivos y sonrisa perenne (sigo preguntándome, sin hallar respuesta que me satisfaga, qué tan veraces son esas inmensas sonrisas con las que las muchachas nos regalan).

Sonríen y sonreímos, todos jugamos a lo mismo. Una minifalda negra nos conduce a un gran comedor; es el típico restaurante donde decenas de personas (en su inmensa mayoría extranjeros) están “comiendo algo”. “Comida occidental”, le dicen, y chorrean grasa las frituras que me llaman desde esos platos repletos de hamburguesas, papas fritas, alas de pollo a la parrilla, pedazos de carme jugosa y algún postre de esos con mucha leche, azúcar y su correspondiente montón de calorías. Ignoro el llamado del vientre, veo y no consumo, no es falta de ganas, sino de tiempo. La atención de mis compañeros, que ya me abandonan, se centra en el bar que se halla al lado, los sigo. ¿Billar?, ¿quién dijo que jugaríamos billar?

Una puerta a la derecha, en la que no reparé al llegar, ofrecía la entrada directa de la avenida hacia la cantina. El lugar está repleto, para transitar tienes que amablemente esquivar cuerpos o rozarlos (depende de los gustos y a nadie parece importarle mucho), atravesar pidiendo disculpas “por-si-acaso”, aunque, con la música atronando y el alcohol embruteciendo los sentidos, nadie escucha.

Lo primero es ir a la barra y pedir una cerveza. Una jarra inmensa, exagerada, que llena una muchacha de unos veintitantos años cuyos brazos –que observo porque están desnudos– se han endurecido a fuerza de cargar el licor de los demás. Es diferente a todas, es simple y sencilla, tiene el pelo lacio, oscuro y libre, usa pantalones sueltos y sandalias que dejan ver sus pies minúsculos, lleva –sin coquetería pero sin vergüenza– una blusa de esas que dejan ver los hombros, es sensual, pero no lo sabe (al menos, eso quiero creer). Los anteojos que lleva puestos denuncian una miopía redimida y le dan un aire intelectual que la descontextualiza de todo lo que ocurre a su alrededor; su mirada, serena detrás de esos lentes dignamente corrientes, no refleja la avidez ni la apetencia que, solo unos centímetros a la izquierda, se adueña de su compañera –más baja, menos agraciada pero más escotada y con una minifalda que deja ver esos muslos sólidos a fuerza de tacones– cuando cualquiera de los parroquianos le habla para pedirle un trago o un encendedor. Esta muchacha parece ignorar dónde trabaja, parece no pensar o no mirar o no darse el lujo de meditar un poco o abrir los ojos o ver cómo a su alrededor se desenvuelven todos. Tiene el rostro sereno pero no regala risas, en realidad cualquiera que la observe se daría cuenta de que ella no está allí, pero nadie la mira. Demasiados escotes, demasiadas minifaldas, demasiadas miradas descaradas, demasiados roces y provocaciones como para fijarse en ella. A las camareras así no se les deja propina ni se le escriben historias, solo se les olvida.

La música es estruendosa, porque siempre es mejor mucho ruido. Avanzamos hasta el fondo, “cerca al baño” (unisex, dicho sea de paso) y logramos apoderarnos de una esquina. Hay un abandonado blanco donde duermen olvidados cuatro dardos con los que juego un rato mientras veo a mis compañeros hacerse parte de un ritual que, a lo largo de la noche, se multiplicará y se hará más evidente.

Ya son las diez y las mujeres empiezan a fluir como los pájaros vuelven tras el invierno al llamado de la primavera. Son muchas. Todas están “producidas”, poco o bastante, pero empeñadas en ser más atractivas –“menos indonesias”, según sus propios parámetros de belleza (esa es otra historia)– y convocar más miradas y más necesidades.

Una tras otra pasan por la puerta. No vienen con nadie en especial, llegan, de a dos o solas, sin embargo, parecen conocer a todos. Con las mujeres que encuentran en el bar se saludan como viejas amigas, como viejas compañeras de jornada, de sueño, ¿de trabajo? Con los hombres se saludan más amables, más cercanas, más al alcance del abrazo, más próximas a la carcajada alcohólica o al aliento ácido del que está a punto de pasar del mucho al demasiado.

Por esa misma puerta, batiente como en cualquier bar que se respete, ingresa una chica que debe tener unos veinticinco años, es delgada, tiene el pelo corto, la cara con rasgos finos, los tacos altos, la blusa roja, la falda corta y la cartera falsa. Entra definitiva como una promesa y cruzamos miradas…

Friday, October 3, 2008

9- Idul Fitri

La celebración del Idul Fitri es la conclusión de Ramadán, el mes sagrado durante el cual los musulmanes disciplinan su organismo con ayuno (puasa) y abstinencia, y es, también, el tiempo en el que la gente vuelve a sus hogares y se reúne con la familia. Como el día se establece en base al calendario lunar islámico, varía todos los años en nuestro calendario gregoriano.

En Indonesia, la fiesta da lugar al desplazamiento de una multitud de seres humanos a lo largo de sus casi dos millones de metros cuadrados de tierra, distribuidos en sus más de seis mil islas habitadas. Este año se estima que se han trasladado unos veintiséis millones de personas (poco menos que la población del Perú). Las carreteras se saturan, la gente viaja en los techos de los trenes, los transbordadores (no los espaciales sino los muy sencillos "ferris") colapsan con cientos de miles de automóviles y no hay un solo boleto de avión disponible para viajes de último minuto. Las motocicletas (esa moderna maldición que se ha adueñado de las calles de Yakarta), despreciando prohibiciones, limitaciones y advertencias, toman las autopistas y lo inundan todo con su carga ahorradora e irresponsable de dos, tres y hasta cuatro pasajeros que viajan por la décima parte del costo de un pasaje en tren. La policía ha renunciado a detener y multar a los infractores, hace rato ha sido sobrepasada en su capacidad operativa y nada puede contra ese mar de motos (entre dos y tres millones) que esta semana recorre las islas.

Si bien Indonesia es el mayor país musulmán (85% de sus 240 millones), es una nación tolerante. Gobernada por el principio "Bhinneka Tunggal lka" ("unidad en diversidad"), permite que templos budistas, hinduistas, confusionistas, católicos y cristianos abran sus puertas a los fieles de distintos credos. El caso de Aceh (léase Achej) es particular, sus normas están ligadas a la sharía (ley islámica) gracias a un acuerdo de paz firmado el 2005 entre el gobierno central y las fuerzas del Movimiento de Liberación de Aceh (GAM, por sus siglas en achenés) que hizo del norte de la isla de Sumatra un "territorio especial" donde se encuentran los más conservadores y ortodoxos dentro de los musulmanes.

El Idul Fitri me sorprende en Yogyakarta. Éste es el nombre de una provincia de la isla de Java gobernada por un sultán, un territorio famoso por la variedad de templos budistas e hindúes que concentra (donde "la joya de la corona" es Borobudur, el más grande templo budista que existe) y porque en su capital (del mismo nombre) se alberga gran variedad de universidades y centros de estudio que le otorgan un gran prestigio cultural e intelectual. A esta "ciudad universitaria", a una hora de vuelo de la capital de Indonesia (más las tres horas que me tomó ir, en taxi, hasta el aeropuerto de Yakarta), llegué aprovechando un "bréik" en mi trabajo e intentando (inútilmente, una vez más) aprender un nuevo idioma (pero esa es otra historia).

Yogyakarta es amable y acogedora, como su gente. Vive en mitad del camino entre la modernidad (representada en las motos que detesto y un número infinito de pequeñas tiendas donde venden teléfonos celulares) y su pasado (milenario en sus templos y las carretas jaladas por silenciosos y tristes caballos en Malioboro, su calle más famosa). Tiene tintes cosmopolitas, ancestrales y globalizados (delicioso mazacote que describe –mal que bien– la realidad de Indonesia).

En Yogyakarta el Idul Fitri es una fiesta de reencuentro y reconciliación, de amor y perdón. Vencidos los impulsos del cuerpo tras un mes de ayuno diurno, los musulmanes llegan al "takbirán" (tarde del último día del Ramadán) llenos de alegría. Tras la oración que anuncia el último ocaso del mes de ayuno, la gente come con libertad, sale a la calle y celebra. Las calles aparecen atestadas. El tráfico se hace pesado y miles de hombres, mujeres y niños, se apoderan de los costados de las avenidas, expectantes, como aguardando algo.

El desfile comienza y va, por barrios y por calles, llevando la comparsa que abunda, sí, de mujeres cubiertas de pies a cabeza como en los más ortodoxos países musulmanes pero que, sin embargo, se contonean con alegría carioca, al ritmo de los tambores (que tocan entusiastas jóvenes que más parecen rocanroleros con sus anteojos negros y su pelo largo) y de los cantos que van identificando a cada grupo. Lo más sorprendente son los motivos y temas. Se pueden ver, entremezclados con las más tradicionales antorchas o vestimentas, elementos tan ajenos al mundo musulmán como soldados romanos, serpientes chinas, hanumanes (Hanumán es el leal mono blanco del Ramayana hindú) y hasta un despistado "Bob Esponja" (ese odioso, fronterizo y afeminado personaje de unos dibujos animados televisivos). Súmese al jolgorio callejero el estruendo de los fuegos artificiales y se tendrá una idea de la primera noche.

Lo demás, lo que sucede en los dos días siguientes, lo supe por el maravilloso testimonio de Eni, la única musulmana de las cuatro profesoras que se empeñaron en la imposible idea de hacerme aprender indonesio:

"Al día siguiente nos levantamos en la mañana, nos vestimos con el traje para rezar, que es blanco, porque representa la pureza, y vamos a la plaza. Allí nos reunimos todos los del barrio (o de la aldea, si es en el campo) y oramos. Eso dura como media hora. Luego empieza a hablar el Imán de la zona, él habla como media hora más y todos lo escuchamos. Luego de eso vamos a la casa, nos quitamos el vestido para el rezo y empezamos el "silaturahmi", que es la visita del Idul Fitri. Es por eso que todo el mundo viaja, todos van a visitar a sus parientes, los mayores se quedan en sus hogares y los más jóvenes se pasean por todas las casas de parientes y amigos, saludándose, encontrándose, reconciliándose. Una vez que llegan a la casa se juntan todos en la sala y se pide perdón con una frase ritual que dice "Salamat Idul Fitri, mohon maaf lahir dan batin" ("Feliz día sagrado, te pido que me disculpes por mis pecados, tanto los de acto como los de pensamiento"). Cuando todos se han perdonado empieza lo mejor, se comparten los bocadillos que han puesto en el comedor. La comida abunda, hay comida en todas partes, todo el día comes. Primero vas a la casa de tus padres y después pasas por donde tus tíos, tus primos o gente mayor a la que respetas y honras, en todas las casas se repite la misma ceremonia, como al medio día se para, en donde estés, para rezar. En mi caso visité más de quince casas. Es agotador, terminas el día como a las seis o siete y solo piensas en irte a descansar. Al día siguiente, que también es feriado, muchos buscan refugio en los hoteles porque estar en casa cansa, hay que recibir quince o veinte grupos de visitas y no hay nadie que ayude. En Indonesia todo el que tiene un poco de dinero tiene una "pembantu", una (o varias) ayudantes en la casa, pero en esas fechas nadie puede retener a nadie y todas las empleadas se van a sus villas y como las señoras no quieren trabajar el segundo día, los hoteles se llenan y, claro, están más caros porque todo sube de precio, no solo el alojamiento, los pasajes, las cosas en las tiendas y hasta la comida…".

Eni sigue con su relato pero yo ya estoy pensando cómo esta muchacha, entrando a la treintena, que defiende su independencia, que anda en motocicleta, que estudia y trabaja incansable, que ama la cultura, que es emprendedora y atrevida y que está llena de vida, representa tan bien a esos millones de musulmanes tolerantes, abiertos, sinceros y honestos, que aman sus tradiciones, critican los excesos y conviven (en sincera paz, no en paz armada) con católicos, cristianos, hindúes, budistas y confusionistas (claro, alguien dirá "pero el estado indonesio no reconoce otras religiones, empezando por los judíos o los ancestrales animistas" y eso es tan cierto como que este día tendrá su noche, sin embargo, en un mundo plagados de intolerancias aceptar las creencias del setenta por ciento de la humanidad creo que ya es un avance).

"Es más –agrega Eni y me regresa de mis divagaciones, tan vez inexactas, tal vez demasiado entusiastas–, hace unos años el Idul Fitri cayó a fines de diciembre y el gobierno temió que la coincidencia con la Navidad causara enfrentamientos. Sucedió todo lo contrario, musulmanes y cristianos se visitaron y saludaron mutuamente y nadie se peleó…".

¡Selamat Idul Fitri, Indonesia! y que todos nos perdonemos algún día…

Thursday, September 25, 2008

8- ¿Más de lo mismo?

Mi primera experiencia en charlas "para sobrevivir al choque cultural" fue cuando mis circunstancias me hicieron mudarme de la plastificada Miami al vertiginoso D.F. Empujado por la burocracia –y por eso del "escoge tus batallas" de mi padre–, participé de la "charla para expats" que una corporación organizó y tuve que soplarme los pobrísimos conocimientos de la historia mexicana e hispanoamericana de los que hizo gala la narcótica dama a cargo.

Lo único cierto es que en esas horas interminables me hicieron tantas advertencias y recomendaciones que –ahora comprendo la neurosis de algunos– empecé a preguntarme si iba a mudarme al Distrito Federal o a Kabul en pleno bombardeo. Cualquier latinoamericano medianamente pensante puede intuir la realidad mexicana asimilándola como parte de nuestro proceso histórico. Somos más o menos parecidos y por eso nos comprendemos y por eso –seguramente– también nos peleamos.

Cuando me dijeron, ya en Yakarta, "charla para expatriados", sonreí sospechoso. "Más de lo mismo", me dije y me senté a escuchar, escéptico, los "no-deben" y los "no-es-recomendable-que" con los que nos avisan o nos advierten del mundo que hallaremos –"hermoso pero peligroso"– al traspasar la protección dorada del hotel de cinco estrellas que nos alberga por tres días con sus guardias armados y sus detectores de metales en todas las puertas.

Algo había leído sobre Indonesia, su vida como colonia, la voracidad holandesa (que explotó las especias, el café y la azúcar por más de tres siglos), su independencia tardía (1945), su participación en "el milagro asiático" (el enorme crecimiento económico en los setentas), su desastrosa crisis económica (que a fines de los noventa precipitó la salida de Suharto, después de treinta y dos años en el poder), su recuperación (lenta pero sostenida, en la última década), y el golpe que significaron los atentados terroristas en Bali y Yakarta con su saldo de muertos y el deterioro de la imagen de paraíso asiático donde todos los "bulé" son recibidos amablemente. Sabía que es una nación formada por miles de islas (unas diecisiete mil quinientas con aproximadamente seis mil habitadas) y millones de seres humanos (entre doscientos veinte y doscientos cincuenta), donde el 85% de la población es musulmana. Pero esos datos, fríos como la pantalla donde los escribo, no dicen nada, no significan nada, no sirven en solitario y necesitan de la urgente inmersión en la realidad para comprender lo que en verdad representan.

Estereotipar a los indonesios a partir de lo que vemos en la isla de Java sería un atrevimiento reduccionista y peligroso, pretender entender la idiosincrasia de los pobladores de esta nación tomando en cuenta solo lo que ocurre en Yakarta (que con sus diez o doce millones no representa ni el 5% de la población) sería una muestra de feroz ignorancia. Sin embargo, resulta indispensable empezar por algún lado y allí estábamos escuchando las experiencias de un extranjero en estas tierras que, como primera impresión o dato aceptado "con beneficio de inventario", fue una reveladora reseña.

"No conocen el significado de la palabra puntualidad". Absolutamente cierto, al menos en lo que a mi limitadísima experiencia se refiere. Botón de muestra: Vivo en un hermoso departamento, en un edificio en construcción… El condominio (en el cual el colegio nos aloja) debió estar listo en mayo, estamos en setiembre y, nos informan que "probablemente" terminen con todos los trabajos para enero, mientras tanto un brigada infinita de obreros martilla sin piedad las paredes, rompe, repara, arregla y desarregla a un destiempo maravilloso.

"Nadie respeta las colas", nadie, absolutamente nadie, ninguna cola, ni la del cajero del supermercado, ni la del cine, ni la de los coches en la calle; cada espacio, cada partícula de espacio que queda libre, es una posibilidad para que, silenciosamente, sin aspavientos y sin violencia alguna, pero con un desparpajo digno del más envalentonado, se cuelen por entre la rendija de luz entre tu cuerpo y el siguiente y termines atrasado sin darte cuenta. Asumido como un sistema válido, nadie parece molestarse cuando ocurre.

"Nunca se sabe que hay debajo de su sonrisa", jamás. El tema de la sonrisa es digno de un análisis largo y mi teoría es que está ligada a los muchos años de coloniaje (un coloniaje diferente al nuestro, más sectario hasta donde entiendo, sin el mestizaje abrumador que caracteriza a los países latinoamericanos). Difícil definirlo en dos líneas pero me atrevo a decir que esa sonrisa no deja de ser un formalismo, tan formalismo como el "buenos días" con que nosotros saludamos al cretino del vecino bullanguero y pleitista al que solo le deseamos la peor de las jornadas.

"Son curiosos y conversadores", al grado sumo. Si uno, por amabilidad, se detiene un segundo más del indispensable para el "selamat sore" con el que se saluda al llegar en la tarde, ellos de inmediato toman la iniciativa y empiezan, "de dónde vienes, dónde trabajas, con quién vives" y todo lo que se les ocurra. Si no preguntan más es porque no saben más inglés y uno no tiene idea del indonesio (por ende, practicar bahasa, cuando se aprende, implica aceptar un constante e infinito interrogatorio). Otro botón: Hace unos días vinieron a instalarme Internet en el departamento, mientras yo conversaba con el encargado que me hacía llenar el contrato, la chica que lo acompañaba se puso a mirar unas fotografías que tengo expuestas en la sala y dio media vuelta y, sin mediar trámite, empezó a pedirme que le explicara quiénes eran las personas que allí aparecían.

"El personal de servicio siempre está en grupo, funciona como una red de información". Cierto, todos se conocen, hablan, chismean, intercambian datos, crean o confirman historias; el chofer es esposo de la cocinera y la cocinera es prima de la señora que lava la ropa y cuñada de la que cuida al niño y ellas, a su vez, tienen un parentesco lejano con el vigilante de la puerta del edificio o con el que cuida carros al frente. Cuando Ima, la señora que trabaja en mi departamento (que, dicho sea de paso cocina deliciosamente) vino a entrevistarse conmigo, llegó acompañada del antiguo chofer de Gerardo (quien me la recomendó), "porque habla mejor inglés" y resultó que trabaja ahora con otro profesor, aunque se ofreció a conducir el carro que no tengo "cuando lo compre". Ellos lo saben todo y lo ven todo; en un mundo donde el extranjero más infeliz gana en dólares (a casi nueve mil quinientas rupias por dólar) y puede alquilar una casa con chofer y cocinera, el sistema informal de monitoreo está garantizado.

¿Les suena parecido? La charla continuó y miraba cómo los norteamericanos se sorprendían con cada una de las explicaciones. Yo, que tenía a mi lado a una encantadora y rubicunda venezolana de veinticinco años que, como es previsible, es profesora de primaria, volteé y le dije, "pero, ¿te das cuenta?, nos están describiendo a nosotros".

El paso de los días me daría la razón y, claro, la rubia no.

Sunday, September 14, 2008

7- Más allá del aeropuerto

Pasar más allá de los controles de un aeropuerto es como abrir la puerta de un nuevo mundo, mientras uno es un “pasajero en tránsito” (bienvenido o no, maltratado o no, ignorado o no), uno solo percibe esa porción de realidad que los burócratas locales han decidido presentar como “la imagen” de un país. Aún el más sencillo puerto aéreo tiene algún afiche, alguna foto, alguna propaganda con alguna chica sonriente con la que las autoridades están decididas a mostrarnos las bondades del lugar que pisamos; una especie de “primera impresión” maravillosamente tendenciosa que pretende convencernos de los encantos locales. Pero todo se termina cuando uno traspasa las puertas de seguridad y entra a la vorágine de una ciudad –cualquiera– que ni detiene su ritmo ni se lava la cara para recibirnos.

El aeropuerto de Yakarta, con sus desórdenes, sus taxistas esperando y prometiendo tarifas insuperables, sus cargadores de maletas, sus casas de cambio, sus cientos de pasajeros yendo y viniendo, sus tiendas y sus formas, me pareció, en mucho, el Jorge Chávez de hace unos años; no el del desorden con olor a nuevo que caracteriza al remodelado aeropuerto peruano sino al otro, al desgastado, al gris y sombrío que guarda mi memoria, donde las bancas estaban incompletas, las paredes sucias y los baños hediendo como reclamando, a berridos, que reconecten, ¡por favor!, el servicio de agua. Esa fue mi impresión pero puede ser un espejismo o una injusticia, tres días de viaje le nublan la buena voluntad a cualquiera.

Yakarta de noche, al menos la Yakarta que recibe a los pasajeros que salen del aeropuerto, es triste. Unas avenidas largas y oscuras, en plena reparación en varios tramos, van dejando ver el rostro gris de la ciudad, grandes descampados, muros, rejas, construcciones que se divisan apenas detrás de las paredes y donde puedo imaginar fábricas que no se detienen y obreros que trabajan por esa nada que los gobiernos denominan con el eufemismo de “salario mínimo”. Me sentía en casa.

El chofer manejaba en silencio, no me mira a los ojos pero mantiene una sonrisa casi permanente. “En Indonesia el jefe es jefe y el empleado es empleado”, me explica alguien después, tautológicamente, como para hacerme comprender que no se debe confraternizar demasiado. En un “manual para expatriados” (de esos que aparecen en Internet) leo: “con los sirvientes hay que tener un trato amable pero distante para evitar sorpresas incómodas”, lo que supongo que significa “tú eres el jefe, él es el empleado y en esta parte del mundo jefes y empleados no son iguales y no son amigos”. Me sigo sintiendo en casa y la vergüenza es un gusano que comienza a treparme por la cara. La misma miseria pero en diferente idioma. Los casi dieciocho mil kilómetros que separan Lima de Yakarta son solo un accidente geográfico, no es difícil sospechar que, en nuestras sombras, somos parecidos. Yo me encuentro con lo mismo pero más grande, la misma gente pero más gente, la misma pobreza pero más pobres, las mismas ganas de largarse pero más silencio, la misma angustia pero –y el secreto, me dicen, se halla en sus creencias– una sonrisa, como la del chofer del taxi, que no cede ni a terremotos, ni a tsunamis.

Nada de esto lo entienden los “verdaderos occidentales”, pero yo sí, que vengo de una América Morena, tan morena como la piel de las muchachas que deambulan por esta ciudad que me recibe como si estuviera volviendo de un viaje largo del cual ya ni me acuerdo. Sin embargo, por ahora soy diferente, soy, a simple visto, otro expatriado con buena suerte y cuatro maletas que se dirige a un hotel de cinco estrellas donde encontraré el bar atestado de muchachas radiantes. ¿Cómo le explico a esas indonesias veinteañeras que ven en cada “bulé” –extranjero– una posibilidad y un pasaporte, que en mi país a ellas las llamarían “bricheras”, con un tono sarcástico y despectivo, y que yo, simple sudaca de eventual pellejo blanco, necesito tantas visas como ellas para visitar al Pato Donald o “hacer la América” limpiando baños en algún restaurante de comida rápida en algún suburbio norteamericano?

Abandono mis pensamientos y regreso a esta realidad donde la avenida, que no puedo llamar carretera, sigue avanzando. Mis impresiones son las de quien maneja (aunque el timón no esté en mis manos porque acá, como en Inglaterra y en un tercio de los países del planeta, el timón se encuentra a la derecha). Ocupo el sitio que es del piloto en los otros dos tercios de las naciones del globo y, al ser mi primera vez, me siento manejando en medio de la gris oscuridad de las calles mal iluminadas en uno de esos carros futuristas que avanzan guiados por sensores sin que yo tenga que preocuparme de esa minucia que es conducir. Solo cuando volteo, me encuentro de nuevo con el chofer cuya sonrisa parece que no se pudiera desdibujar con nada.

Estamos al norte de la ciudad y el recorrido nos llevará hasta el centro, a la zona comercial, moderna, occidentalizada, donde abundan los hoteles. El camino es largo y los minutos pasan y lo que empezó siendo una vía más o menos abandonada pronto se llena de coches y ómnibus que demoran nuestro avance (“y eso que llegaste de noche, de día el tráfico es insufrible”, me advertirá alguien después). Empezamos a recorrer algunas calles que, misteriosamente se van anchando y van convirtiéndose en modernas y anchas avenidas cada vez más congestionadas y sometidas a la tiranía de los semáforos. Nos detiene una luz roja.

A través de la ventana veo un número incontable de sombras que empiezan a rodear el taxi descaradamente y me siento, de pronto, como en la carreta aquella que va tranquila por el campo llevando a la doncella y que inesperadamente se ve obligada (la carreta, no la doncella) a atravesar el bosque huyendo de los bandidos a caballo que la persiguen (a la carreta) y pretenden abordarla (acá es donde empiezan los verdaderos problemas de la doncella). Incómodo por los malos pensamientos del fatalista que me habita, miro a mi derecha y hallo que el conductor se mantiene impávido, sonriendo, ignorando (o fingiendo ignorar) el peligro que mi imaginación ha construido. Entonces mi presión se agita, los pensamientos empiezan a ajustarme y me siento James Bond en la necesidad de tomar decisiones inmediatas después de haber sido embaucado por los encantos de la deliciosa mujer que resulta ser cómplice de sus enemigos (que, claro, son comunistas). ¿Será una celada?, ¿habré caído torpemente en una trampa para tontos?, ¿mis días en Indonesia serán tan breves que serán horas? Hago el repaso de los hechos. Llegué al aeropuerto, vi un letrero y me trepé a un taxi sin entender media palabra de lo que me dijo, entre sonrisas, el chofer. ¿Acaso le pedí que se identificara?, ¿acaso pregunté quién lo enviaba o cual era mi destino? Fueron instantes angustiosos en los que mi alucinada imaginación construyó un capítulo de las aventuras de un “doble-ou-ceben” tercermundista, distraído y con sobre peso que, y eso era lo que me indignaba, no iba a perder la vida en manos de la curvilínea enemiga ante cuyos embrujos había sucumbido sino frente a un sonriente, flaco y sudoroso taxista indonesio de cincuenta años que difícilmente llegaba al metro sesenta.

La tensión de disipó de pronto. La luz cambió a verde y los motociclistas (que eran las sombras que me rodeaban) avanzaron raudos ignorándome soberanamente. Vi un poco más allá y me di cuenta que esas decenas de luces que se movían agitadas a los lejos eran más y más motos que en Yakarta suman millones (literalmente, pero eso lo supe después cuando leí en el diario que son casi tres millones y medio de motocicletas que ocasionan casi el noventa por ciento de los accidentes de tránsito en la ciudad).

Me reí de buena gana de mi propia neurosis y en medio de mis carcajadas nos detuvimos en el control de seguridad del hotel. El taxista y los guardias reían conmigo (yo de mi idiotez, ellos de mi risa), se reían despacio, sin escándalo, casi discretamente, porque por estas partes todos sonríen pero jamás se escuchan carcajadas.

Sunday, September 7, 2008

6- Complain

La muchacha y su gélida belleza me detuvieron un instante, pero la Desesperación, madre de la Audacia, me impulsó de nuevo. Allí me encontraba otra vez, en el aeropuerto de esta encantadora isla, perdida en el Pacífico, contando –en mi imposible inglés– lo sucedido desde Lima.

A partir de ese instante, sobrevinieron los lugares acostumbrados: el golpeteo nervioso sobre el teclado, la revisión obsesiva de la pantalla, la llamada telefónica inevitable y el "espere un momento" de rigor, que me terminó enviando a la más cercana de las confortables bancas que me cercaban. Segundos, minutos, impaciencia, pasajeros que empiezan a llegar y a ocupar los vacíos espacios a mi alrededor, otros que se acercan al mostrador y salen –sonrientes– con su "bórdinpas" en la mano, el piloto canoso sonriente y copiloto bisoño con aires de pavo real, los encargados que ocupan el mostrador, maletas que van y vienen, y yo, esperando impaciente. El aburrimiento, el cansancio, el temor a no embarcarme, la gente a mi alrededor feliz y satisfecha, las familias que iban o venían de vacaciones, los ejecutivos, las ejecutivas (una, sobre todo, de largo abrigo negro y piernas interminables), los vendedores viajeros y los extraviados (entre ellos, un delicioso grupo de bolivianos que se dirigían a no sé qué olvidable isla de los alrededores "a trabajar en petróleo"), eran todos más o menos lo mismo hasta que, como quien es partícipe de una revelación, empezó el más extraño desfile que mis ojos han visto en una sala de embarque.

Llegaron despacio, como quien pasea; el moño y la sonrisa eran los mismos que tienen todas las aeromozas del mundo, pero no ellas ni la indumentaria. Ninguna medía menos de un metro setenta ni sobrepasaba los treinta años (miento, había una mayor que luego supe que era algo así como una supervisora), todas poseían rasgos orientales, ligeros y delicados, claros pero no profundos, con las líneas suavizadas que en todas las razas produce el mestizaje (luego lo comprobé, Rose, cuyo nombre asiático –que he extraviado en mi desmemoria– era algo así como "sol del amanecer", era hija de una dama de Singapur con un inmigrante inglés, la mezcla genética –eso que los histéricos y neuróticos racistas consideran una infamia– dio lugar –según lo comprobé in situ– a una mujer fabulosa, de rostro fino y exótico, cuyas proporciones –precisas y preciosas– hubieran sido aprobadas sin dilación por Buonarroti como modelo para sus famosos estudios sobre la anatomía humana). A todo esto agréguesele el uniforme, un vestido largo y ceñido de una sola pieza multicolor cuyo objetivo notorio –y notablemente alcanzado– era resaltar las formas amables de esas inolvidables mujeres.

Solo después de la tercera o cuarta vez que lo dijo, me di cuenta de que la rubia andaba pronunciando mi nombre. Regresé del éxtasis que esas mujeres ofrecían y me acerqué sonriente. Me dijo: "no hay problema, puede viajar en el vuelo del mediodía" y cuando mi sonrisa se iba a completar agregó: "solo hay un inconveniente". Me explicó que el cambio de ticket en Chile generaba "nuevas obligaciones" puesto que "la política de equipaje en esta empresa es diferente" y que "por el exceso de peso" debía hacer un pago adicional de "solamente setecientos cincuenta dólares". No voy a transcribir las palabras (castizas y amargas) que se me quedaron atracadas en la boca pero sí diré que la mirada azul de la muchacha se enturbió de pronto. No obstante, una vez más mis reflejos estuvieron a la altura de las circunstancias. Asumí una actitud serena, la miré respetuoso pero firme y le dije, mientras sacaba de mi bolsillo posterior derecho mi billetera, "no tengo ningún problema en realizar el pago, sin embargo, en Lima me cobraron ya por el exceso de equipaje, me dieron un recibo y me aseguraron que no tendría que realizar más desembolsos, solo le ruego que me diga a quién debo dirigirme para plantear una queja una vez que llegue a mi destino".

Es interesante cómo en algunos lugares la palabra "queja" tiene aún un poder mágico. La dama me dijo "espere un momento, por favor", yo sonreí, ella se dirigió a un hombre que tenía cara de supervisor y conversaron, él revisó los papeles, hizo una llamada y se me acercó. "Señor, no se preocupe, ha habido un error administrativo y le pedimos disculpas, usted no tiene que realizar ningún pago adicional por su equipaje".

Todo lo demás, hay que decirlo, fue divertido y agradable. Las más de diez horas de viaje entre Auckland y Singapur se pasaron con la velocidad del rayo en un avión que hacía honor a la frase "lujo oriental". Solo al subir, así como cuando se entra en un restaurante japonés, nos dieron toallitas húmedas y tibias para lavarnos las manos. Las comidas fueron deliciosas (el almuerzo hasta incluyó helado de postre), la atención de primera, los asientos espaciosos, el avión comodísimo y el viaje un placer. No pasé por "primera clase" (esa sección se hallaba lejos de mi radio de acción y estuvo cerrada permanentemente), pero "bísnez" era ya una encantadora exageración en esto de brindar un agradable vuelo a los clientes.

Llegar a Singapur fue otro descubrimiento. El aeropuerto –que luego supe que tiene varias secciones construidas sobre el mar– es inmenso y cómodo, se encuentra perfectamente señalizado y sobran personas. Los baños (tanto los del aeropuerto como los del avión que esta vez –como nunca antes– me atreví a visitar) se hallaban impecables, prístinos, con olor a limpio. Los grandes corredores eran amplios y hasta hallé (en el aeropuerto, que no en el avión) un servicio de "Internet gratis" donde pude avisar a mi gerente de Recursos Humanos del último cambio de horario que me permitía arribar a Yakarta cerca de la medianoche del viernes para poder asistir, desde el principio, a las charlas programadas sobre "cómo sobrevivir en Indonesia".

El vuelo entre Singapur y Yakarta fue breve (sin embargo, la atención no decayó y no faltaron las toallitas para lavarse las manos ni la cena ligera pero sabrosa) y todo transcurrió sin contratiempos. Ya en Indonesia, los oficiales de Migraciones fueron muy amables (los peruanos no necesitamos visa para visitar el país de las diecisiete mil islas), mis maletas llegaron completas, y en aduanas –sección de la cual me habían contado terribles cosas– no tuve ningún contratiempo. Busqué al que tenía actitudes de jefe y le dije "soy profesor y vengo a trabajar a Indonesia, en mis maletas hay ropa y libros". Parece ser que el medio centenar de docentes extranjeros que en las últimas horas me había antecedido hizo que mi camino fuera limpio y franco, bastó decir "profesor" para que mis maletas no pasaran por los "rayos X" (los días me han enseñado que por estas tierras la seguridad es más aparente que real) y me dijeran "bienvenido".

Salí y nadie me esperaba, al menos eso sentí. Un minuto después vi un letrero con el nombre de la institución para la cual trabajo, un taxista, uniformado y sonriente, venía a mi rescate.