Thursday, September 25, 2008

8- ¿Más de lo mismo?

Mi primera experiencia en charlas "para sobrevivir al choque cultural" fue cuando mis circunstancias me hicieron mudarme de la plastificada Miami al vertiginoso D.F. Empujado por la burocracia –y por eso del "escoge tus batallas" de mi padre–, participé de la "charla para expats" que una corporación organizó y tuve que soplarme los pobrísimos conocimientos de la historia mexicana e hispanoamericana de los que hizo gala la narcótica dama a cargo.

Lo único cierto es que en esas horas interminables me hicieron tantas advertencias y recomendaciones que –ahora comprendo la neurosis de algunos– empecé a preguntarme si iba a mudarme al Distrito Federal o a Kabul en pleno bombardeo. Cualquier latinoamericano medianamente pensante puede intuir la realidad mexicana asimilándola como parte de nuestro proceso histórico. Somos más o menos parecidos y por eso nos comprendemos y por eso –seguramente– también nos peleamos.

Cuando me dijeron, ya en Yakarta, "charla para expatriados", sonreí sospechoso. "Más de lo mismo", me dije y me senté a escuchar, escéptico, los "no-deben" y los "no-es-recomendable-que" con los que nos avisan o nos advierten del mundo que hallaremos –"hermoso pero peligroso"– al traspasar la protección dorada del hotel de cinco estrellas que nos alberga por tres días con sus guardias armados y sus detectores de metales en todas las puertas.

Algo había leído sobre Indonesia, su vida como colonia, la voracidad holandesa (que explotó las especias, el café y la azúcar por más de tres siglos), su independencia tardía (1945), su participación en "el milagro asiático" (el enorme crecimiento económico en los setentas), su desastrosa crisis económica (que a fines de los noventa precipitó la salida de Suharto, después de treinta y dos años en el poder), su recuperación (lenta pero sostenida, en la última década), y el golpe que significaron los atentados terroristas en Bali y Yakarta con su saldo de muertos y el deterioro de la imagen de paraíso asiático donde todos los "bulé" son recibidos amablemente. Sabía que es una nación formada por miles de islas (unas diecisiete mil quinientas con aproximadamente seis mil habitadas) y millones de seres humanos (entre doscientos veinte y doscientos cincuenta), donde el 85% de la población es musulmana. Pero esos datos, fríos como la pantalla donde los escribo, no dicen nada, no significan nada, no sirven en solitario y necesitan de la urgente inmersión en la realidad para comprender lo que en verdad representan.

Estereotipar a los indonesios a partir de lo que vemos en la isla de Java sería un atrevimiento reduccionista y peligroso, pretender entender la idiosincrasia de los pobladores de esta nación tomando en cuenta solo lo que ocurre en Yakarta (que con sus diez o doce millones no representa ni el 5% de la población) sería una muestra de feroz ignorancia. Sin embargo, resulta indispensable empezar por algún lado y allí estábamos escuchando las experiencias de un extranjero en estas tierras que, como primera impresión o dato aceptado "con beneficio de inventario", fue una reveladora reseña.

"No conocen el significado de la palabra puntualidad". Absolutamente cierto, al menos en lo que a mi limitadísima experiencia se refiere. Botón de muestra: Vivo en un hermoso departamento, en un edificio en construcción… El condominio (en el cual el colegio nos aloja) debió estar listo en mayo, estamos en setiembre y, nos informan que "probablemente" terminen con todos los trabajos para enero, mientras tanto un brigada infinita de obreros martilla sin piedad las paredes, rompe, repara, arregla y desarregla a un destiempo maravilloso.

"Nadie respeta las colas", nadie, absolutamente nadie, ninguna cola, ni la del cajero del supermercado, ni la del cine, ni la de los coches en la calle; cada espacio, cada partícula de espacio que queda libre, es una posibilidad para que, silenciosamente, sin aspavientos y sin violencia alguna, pero con un desparpajo digno del más envalentonado, se cuelen por entre la rendija de luz entre tu cuerpo y el siguiente y termines atrasado sin darte cuenta. Asumido como un sistema válido, nadie parece molestarse cuando ocurre.

"Nunca se sabe que hay debajo de su sonrisa", jamás. El tema de la sonrisa es digno de un análisis largo y mi teoría es que está ligada a los muchos años de coloniaje (un coloniaje diferente al nuestro, más sectario hasta donde entiendo, sin el mestizaje abrumador que caracteriza a los países latinoamericanos). Difícil definirlo en dos líneas pero me atrevo a decir que esa sonrisa no deja de ser un formalismo, tan formalismo como el "buenos días" con que nosotros saludamos al cretino del vecino bullanguero y pleitista al que solo le deseamos la peor de las jornadas.

"Son curiosos y conversadores", al grado sumo. Si uno, por amabilidad, se detiene un segundo más del indispensable para el "selamat sore" con el que se saluda al llegar en la tarde, ellos de inmediato toman la iniciativa y empiezan, "de dónde vienes, dónde trabajas, con quién vives" y todo lo que se les ocurra. Si no preguntan más es porque no saben más inglés y uno no tiene idea del indonesio (por ende, practicar bahasa, cuando se aprende, implica aceptar un constante e infinito interrogatorio). Otro botón: Hace unos días vinieron a instalarme Internet en el departamento, mientras yo conversaba con el encargado que me hacía llenar el contrato, la chica que lo acompañaba se puso a mirar unas fotografías que tengo expuestas en la sala y dio media vuelta y, sin mediar trámite, empezó a pedirme que le explicara quiénes eran las personas que allí aparecían.

"El personal de servicio siempre está en grupo, funciona como una red de información". Cierto, todos se conocen, hablan, chismean, intercambian datos, crean o confirman historias; el chofer es esposo de la cocinera y la cocinera es prima de la señora que lava la ropa y cuñada de la que cuida al niño y ellas, a su vez, tienen un parentesco lejano con el vigilante de la puerta del edificio o con el que cuida carros al frente. Cuando Ima, la señora que trabaja en mi departamento (que, dicho sea de paso cocina deliciosamente) vino a entrevistarse conmigo, llegó acompañada del antiguo chofer de Gerardo (quien me la recomendó), "porque habla mejor inglés" y resultó que trabaja ahora con otro profesor, aunque se ofreció a conducir el carro que no tengo "cuando lo compre". Ellos lo saben todo y lo ven todo; en un mundo donde el extranjero más infeliz gana en dólares (a casi nueve mil quinientas rupias por dólar) y puede alquilar una casa con chofer y cocinera, el sistema informal de monitoreo está garantizado.

¿Les suena parecido? La charla continuó y miraba cómo los norteamericanos se sorprendían con cada una de las explicaciones. Yo, que tenía a mi lado a una encantadora y rubicunda venezolana de veinticinco años que, como es previsible, es profesora de primaria, volteé y le dije, "pero, ¿te das cuenta?, nos están describiendo a nosotros".

El paso de los días me daría la razón y, claro, la rubia no.

Sunday, September 14, 2008

7- Más allá del aeropuerto

Pasar más allá de los controles de un aeropuerto es como abrir la puerta de un nuevo mundo, mientras uno es un “pasajero en tránsito” (bienvenido o no, maltratado o no, ignorado o no), uno solo percibe esa porción de realidad que los burócratas locales han decidido presentar como “la imagen” de un país. Aún el más sencillo puerto aéreo tiene algún afiche, alguna foto, alguna propaganda con alguna chica sonriente con la que las autoridades están decididas a mostrarnos las bondades del lugar que pisamos; una especie de “primera impresión” maravillosamente tendenciosa que pretende convencernos de los encantos locales. Pero todo se termina cuando uno traspasa las puertas de seguridad y entra a la vorágine de una ciudad –cualquiera– que ni detiene su ritmo ni se lava la cara para recibirnos.

El aeropuerto de Yakarta, con sus desórdenes, sus taxistas esperando y prometiendo tarifas insuperables, sus cargadores de maletas, sus casas de cambio, sus cientos de pasajeros yendo y viniendo, sus tiendas y sus formas, me pareció, en mucho, el Jorge Chávez de hace unos años; no el del desorden con olor a nuevo que caracteriza al remodelado aeropuerto peruano sino al otro, al desgastado, al gris y sombrío que guarda mi memoria, donde las bancas estaban incompletas, las paredes sucias y los baños hediendo como reclamando, a berridos, que reconecten, ¡por favor!, el servicio de agua. Esa fue mi impresión pero puede ser un espejismo o una injusticia, tres días de viaje le nublan la buena voluntad a cualquiera.

Yakarta de noche, al menos la Yakarta que recibe a los pasajeros que salen del aeropuerto, es triste. Unas avenidas largas y oscuras, en plena reparación en varios tramos, van dejando ver el rostro gris de la ciudad, grandes descampados, muros, rejas, construcciones que se divisan apenas detrás de las paredes y donde puedo imaginar fábricas que no se detienen y obreros que trabajan por esa nada que los gobiernos denominan con el eufemismo de “salario mínimo”. Me sentía en casa.

El chofer manejaba en silencio, no me mira a los ojos pero mantiene una sonrisa casi permanente. “En Indonesia el jefe es jefe y el empleado es empleado”, me explica alguien después, tautológicamente, como para hacerme comprender que no se debe confraternizar demasiado. En un “manual para expatriados” (de esos que aparecen en Internet) leo: “con los sirvientes hay que tener un trato amable pero distante para evitar sorpresas incómodas”, lo que supongo que significa “tú eres el jefe, él es el empleado y en esta parte del mundo jefes y empleados no son iguales y no son amigos”. Me sigo sintiendo en casa y la vergüenza es un gusano que comienza a treparme por la cara. La misma miseria pero en diferente idioma. Los casi dieciocho mil kilómetros que separan Lima de Yakarta son solo un accidente geográfico, no es difícil sospechar que, en nuestras sombras, somos parecidos. Yo me encuentro con lo mismo pero más grande, la misma gente pero más gente, la misma pobreza pero más pobres, las mismas ganas de largarse pero más silencio, la misma angustia pero –y el secreto, me dicen, se halla en sus creencias– una sonrisa, como la del chofer del taxi, que no cede ni a terremotos, ni a tsunamis.

Nada de esto lo entienden los “verdaderos occidentales”, pero yo sí, que vengo de una América Morena, tan morena como la piel de las muchachas que deambulan por esta ciudad que me recibe como si estuviera volviendo de un viaje largo del cual ya ni me acuerdo. Sin embargo, por ahora soy diferente, soy, a simple visto, otro expatriado con buena suerte y cuatro maletas que se dirige a un hotel de cinco estrellas donde encontraré el bar atestado de muchachas radiantes. ¿Cómo le explico a esas indonesias veinteañeras que ven en cada “bulé” –extranjero– una posibilidad y un pasaporte, que en mi país a ellas las llamarían “bricheras”, con un tono sarcástico y despectivo, y que yo, simple sudaca de eventual pellejo blanco, necesito tantas visas como ellas para visitar al Pato Donald o “hacer la América” limpiando baños en algún restaurante de comida rápida en algún suburbio norteamericano?

Abandono mis pensamientos y regreso a esta realidad donde la avenida, que no puedo llamar carretera, sigue avanzando. Mis impresiones son las de quien maneja (aunque el timón no esté en mis manos porque acá, como en Inglaterra y en un tercio de los países del planeta, el timón se encuentra a la derecha). Ocupo el sitio que es del piloto en los otros dos tercios de las naciones del globo y, al ser mi primera vez, me siento manejando en medio de la gris oscuridad de las calles mal iluminadas en uno de esos carros futuristas que avanzan guiados por sensores sin que yo tenga que preocuparme de esa minucia que es conducir. Solo cuando volteo, me encuentro de nuevo con el chofer cuya sonrisa parece que no se pudiera desdibujar con nada.

Estamos al norte de la ciudad y el recorrido nos llevará hasta el centro, a la zona comercial, moderna, occidentalizada, donde abundan los hoteles. El camino es largo y los minutos pasan y lo que empezó siendo una vía más o menos abandonada pronto se llena de coches y ómnibus que demoran nuestro avance (“y eso que llegaste de noche, de día el tráfico es insufrible”, me advertirá alguien después). Empezamos a recorrer algunas calles que, misteriosamente se van anchando y van convirtiéndose en modernas y anchas avenidas cada vez más congestionadas y sometidas a la tiranía de los semáforos. Nos detiene una luz roja.

A través de la ventana veo un número incontable de sombras que empiezan a rodear el taxi descaradamente y me siento, de pronto, como en la carreta aquella que va tranquila por el campo llevando a la doncella y que inesperadamente se ve obligada (la carreta, no la doncella) a atravesar el bosque huyendo de los bandidos a caballo que la persiguen (a la carreta) y pretenden abordarla (acá es donde empiezan los verdaderos problemas de la doncella). Incómodo por los malos pensamientos del fatalista que me habita, miro a mi derecha y hallo que el conductor se mantiene impávido, sonriendo, ignorando (o fingiendo ignorar) el peligro que mi imaginación ha construido. Entonces mi presión se agita, los pensamientos empiezan a ajustarme y me siento James Bond en la necesidad de tomar decisiones inmediatas después de haber sido embaucado por los encantos de la deliciosa mujer que resulta ser cómplice de sus enemigos (que, claro, son comunistas). ¿Será una celada?, ¿habré caído torpemente en una trampa para tontos?, ¿mis días en Indonesia serán tan breves que serán horas? Hago el repaso de los hechos. Llegué al aeropuerto, vi un letrero y me trepé a un taxi sin entender media palabra de lo que me dijo, entre sonrisas, el chofer. ¿Acaso le pedí que se identificara?, ¿acaso pregunté quién lo enviaba o cual era mi destino? Fueron instantes angustiosos en los que mi alucinada imaginación construyó un capítulo de las aventuras de un “doble-ou-ceben” tercermundista, distraído y con sobre peso que, y eso era lo que me indignaba, no iba a perder la vida en manos de la curvilínea enemiga ante cuyos embrujos había sucumbido sino frente a un sonriente, flaco y sudoroso taxista indonesio de cincuenta años que difícilmente llegaba al metro sesenta.

La tensión de disipó de pronto. La luz cambió a verde y los motociclistas (que eran las sombras que me rodeaban) avanzaron raudos ignorándome soberanamente. Vi un poco más allá y me di cuenta que esas decenas de luces que se movían agitadas a los lejos eran más y más motos que en Yakarta suman millones (literalmente, pero eso lo supe después cuando leí en el diario que son casi tres millones y medio de motocicletas que ocasionan casi el noventa por ciento de los accidentes de tránsito en la ciudad).

Me reí de buena gana de mi propia neurosis y en medio de mis carcajadas nos detuvimos en el control de seguridad del hotel. El taxista y los guardias reían conmigo (yo de mi idiotez, ellos de mi risa), se reían despacio, sin escándalo, casi discretamente, porque por estas partes todos sonríen pero jamás se escuchan carcajadas.

Sunday, September 7, 2008

6- Complain

La muchacha y su gélida belleza me detuvieron un instante, pero la Desesperación, madre de la Audacia, me impulsó de nuevo. Allí me encontraba otra vez, en el aeropuerto de esta encantadora isla, perdida en el Pacífico, contando –en mi imposible inglés– lo sucedido desde Lima.

A partir de ese instante, sobrevinieron los lugares acostumbrados: el golpeteo nervioso sobre el teclado, la revisión obsesiva de la pantalla, la llamada telefónica inevitable y el "espere un momento" de rigor, que me terminó enviando a la más cercana de las confortables bancas que me cercaban. Segundos, minutos, impaciencia, pasajeros que empiezan a llegar y a ocupar los vacíos espacios a mi alrededor, otros que se acercan al mostrador y salen –sonrientes– con su "bórdinpas" en la mano, el piloto canoso sonriente y copiloto bisoño con aires de pavo real, los encargados que ocupan el mostrador, maletas que van y vienen, y yo, esperando impaciente. El aburrimiento, el cansancio, el temor a no embarcarme, la gente a mi alrededor feliz y satisfecha, las familias que iban o venían de vacaciones, los ejecutivos, las ejecutivas (una, sobre todo, de largo abrigo negro y piernas interminables), los vendedores viajeros y los extraviados (entre ellos, un delicioso grupo de bolivianos que se dirigían a no sé qué olvidable isla de los alrededores "a trabajar en petróleo"), eran todos más o menos lo mismo hasta que, como quien es partícipe de una revelación, empezó el más extraño desfile que mis ojos han visto en una sala de embarque.

Llegaron despacio, como quien pasea; el moño y la sonrisa eran los mismos que tienen todas las aeromozas del mundo, pero no ellas ni la indumentaria. Ninguna medía menos de un metro setenta ni sobrepasaba los treinta años (miento, había una mayor que luego supe que era algo así como una supervisora), todas poseían rasgos orientales, ligeros y delicados, claros pero no profundos, con las líneas suavizadas que en todas las razas produce el mestizaje (luego lo comprobé, Rose, cuyo nombre asiático –que he extraviado en mi desmemoria– era algo así como "sol del amanecer", era hija de una dama de Singapur con un inmigrante inglés, la mezcla genética –eso que los histéricos y neuróticos racistas consideran una infamia– dio lugar –según lo comprobé in situ– a una mujer fabulosa, de rostro fino y exótico, cuyas proporciones –precisas y preciosas– hubieran sido aprobadas sin dilación por Buonarroti como modelo para sus famosos estudios sobre la anatomía humana). A todo esto agréguesele el uniforme, un vestido largo y ceñido de una sola pieza multicolor cuyo objetivo notorio –y notablemente alcanzado– era resaltar las formas amables de esas inolvidables mujeres.

Solo después de la tercera o cuarta vez que lo dijo, me di cuenta de que la rubia andaba pronunciando mi nombre. Regresé del éxtasis que esas mujeres ofrecían y me acerqué sonriente. Me dijo: "no hay problema, puede viajar en el vuelo del mediodía" y cuando mi sonrisa se iba a completar agregó: "solo hay un inconveniente". Me explicó que el cambio de ticket en Chile generaba "nuevas obligaciones" puesto que "la política de equipaje en esta empresa es diferente" y que "por el exceso de peso" debía hacer un pago adicional de "solamente setecientos cincuenta dólares". No voy a transcribir las palabras (castizas y amargas) que se me quedaron atracadas en la boca pero sí diré que la mirada azul de la muchacha se enturbió de pronto. No obstante, una vez más mis reflejos estuvieron a la altura de las circunstancias. Asumí una actitud serena, la miré respetuoso pero firme y le dije, mientras sacaba de mi bolsillo posterior derecho mi billetera, "no tengo ningún problema en realizar el pago, sin embargo, en Lima me cobraron ya por el exceso de equipaje, me dieron un recibo y me aseguraron que no tendría que realizar más desembolsos, solo le ruego que me diga a quién debo dirigirme para plantear una queja una vez que llegue a mi destino".

Es interesante cómo en algunos lugares la palabra "queja" tiene aún un poder mágico. La dama me dijo "espere un momento, por favor", yo sonreí, ella se dirigió a un hombre que tenía cara de supervisor y conversaron, él revisó los papeles, hizo una llamada y se me acercó. "Señor, no se preocupe, ha habido un error administrativo y le pedimos disculpas, usted no tiene que realizar ningún pago adicional por su equipaje".

Todo lo demás, hay que decirlo, fue divertido y agradable. Las más de diez horas de viaje entre Auckland y Singapur se pasaron con la velocidad del rayo en un avión que hacía honor a la frase "lujo oriental". Solo al subir, así como cuando se entra en un restaurante japonés, nos dieron toallitas húmedas y tibias para lavarnos las manos. Las comidas fueron deliciosas (el almuerzo hasta incluyó helado de postre), la atención de primera, los asientos espaciosos, el avión comodísimo y el viaje un placer. No pasé por "primera clase" (esa sección se hallaba lejos de mi radio de acción y estuvo cerrada permanentemente), pero "bísnez" era ya una encantadora exageración en esto de brindar un agradable vuelo a los clientes.

Llegar a Singapur fue otro descubrimiento. El aeropuerto –que luego supe que tiene varias secciones construidas sobre el mar– es inmenso y cómodo, se encuentra perfectamente señalizado y sobran personas. Los baños (tanto los del aeropuerto como los del avión que esta vez –como nunca antes– me atreví a visitar) se hallaban impecables, prístinos, con olor a limpio. Los grandes corredores eran amplios y hasta hallé (en el aeropuerto, que no en el avión) un servicio de "Internet gratis" donde pude avisar a mi gerente de Recursos Humanos del último cambio de horario que me permitía arribar a Yakarta cerca de la medianoche del viernes para poder asistir, desde el principio, a las charlas programadas sobre "cómo sobrevivir en Indonesia".

El vuelo entre Singapur y Yakarta fue breve (sin embargo, la atención no decayó y no faltaron las toallitas para lavarse las manos ni la cena ligera pero sabrosa) y todo transcurrió sin contratiempos. Ya en Indonesia, los oficiales de Migraciones fueron muy amables (los peruanos no necesitamos visa para visitar el país de las diecisiete mil islas), mis maletas llegaron completas, y en aduanas –sección de la cual me habían contado terribles cosas– no tuve ningún contratiempo. Busqué al que tenía actitudes de jefe y le dije "soy profesor y vengo a trabajar a Indonesia, en mis maletas hay ropa y libros". Parece ser que el medio centenar de docentes extranjeros que en las últimas horas me había antecedido hizo que mi camino fuera limpio y franco, bastó decir "profesor" para que mis maletas no pasaran por los "rayos X" (los días me han enseñado que por estas tierras la seguridad es más aparente que real) y me dijeran "bienvenido".

Salí y nadie me esperaba, al menos eso sentí. Un minuto después vi un letrero con el nombre de la institución para la cual trabajo, un taxista, uniformado y sonriente, venía a mi rescate.