Sunday, February 15, 2009

19.- En todas partes hay burdeles

Cuando en un apretadísimo resumen definí a Tailandia como “un inmenso burdel de mil sonrisas que esconden viejos resentimientos que se tapan pronto y mal con dólares de jubilados impotentes” cometí –como siempre que se generaliza– una injusticia. Una atenta lectora, que ha andado por esos lares trabajando en programas de desarrollo –no como yo que anduve de turista infame, distraído, quejoso y criticón– hizo bien en recordármelo. Cuando ella me dice “mi impresión es que son países con pueblos sufridos, pero optimistas y listos a trabajar duro para salir adelante”, solo puedo pensar que tiene razón, y cuando sostiene “si usted estuvo en Bangkok fascinado con PatPong no ha conocido nada... los tailandeses son mucho más que las masajistas y los travestis de PatPong”, no tengo argumento que contrarreste la sencilla pero aplastante verdad de sus palabras.

Así como el Perú no es “Las suites de Barranco” –ese burdel de ricos– o los travestis prostituidos del puente Quiñones –ese abrevadero de placeres al paso de clasemedieros decadentes–, ni México las muchachas minifalderas que se congelan durante el invierno en la avenida Sullivan, ni Japón los burdeles más o menos indiscretos de Shinjuku, Tailandia tampoco es el viejo barrio de tolerancia de PatPong ni “Soi Cowboy”, la calle de las “go-go dancers”, ni el malecón de Pattayá donde cientos de prostitutas se pasean al mediodía ofreciéndose a precio de ganga al primer septuagenario que se antoje. Sin embargo, y aunque sabemos que en todas partes hay burdeles, parroquianos, prostitutas y proxenetas, tampoco deja de ser verdad que el antiguo reino de Siam se ha convertido en uno de los destinos preferidos de los millones que se lanzan a ese moderno deporte del turismo sexual (en busca de ese viejo oficio que miles de mujeres –conscientes o engañadas, compelidas o voluntariosas– ejercen libérrimas, amparadas por la serena mirada de un rey cuyo venerado retrato se halla en todas partes).

Tailandia es el único país del sudeste asiático que ostenta el orgullo de no haber sido regido nunca por una potencia occidental, si bien franceses e ingleses fueron mutilando el reino a través de los años, los reyes de “la casa Chakri” se las arreglaron para adaptarse a las circunstancias y mantenerse independientes del poder colonial desde fines del siglo XVIII. Al menos formalmente, Tailanda jamás fue colonizada aunque ahora, premunidos ya no con arcabuces sino con tarjetas de crédito, vengan “los hombres blancos” (y los chinos enriquecidos, y los japoneses industrializados, y los rusos mafiosos) a comprárselo todo a precio de oferta que apesta a explotación y ronda la infamia.

El turismo es una de las fuentes más importantes de ingresos del país (5% del PBI), es el motor que mantiene andando la economía de la calle, el negocio pequeño, el restaurante diario, los mercadillos, los taxis, los talleres de artesanías y todos aquellos negocios que reciben centavo a centavo esos once millardos (once mil millones) de euros que entran cada año al presupuesto tailandés y que le dan trabajo directo a más de dos millones de personas.

Si Tailandia fue siempre un poco el paraíso, todo se aceleró en los sesenta. Los estadounidenses necesitaban de espacios seguros para que sus soldados (que morían por cientos y mataban por miles en las selvas de Vietnam) pudieran descansar y recuperarse (R&R, “rest and recuperation”, por sus siglas en inglés). Una base militar norteamericana fue el punto de partida para que germinara el gran negocio del turismo en Tailandia, un país que recibe casi catorce millones de visitantes cada año. Las playas paradisiacas, los dólares codiciados, la pobreza rampante y la oferta inmensa de mujeres (se estima que hay, al menos, 200,000 trabajadoras sexuales, sin contar a las otras tantas que no cobran porque sueñan con la pensión del jubilado al que le darán un hijo –indispensable– y el dudoso presente griego de un último y voraz matrimonio), produjeron una combinación que convirtió al ex reino de Siam en uno de los lugares preferidos de muchos turistas.

Si al comienzo fueron los norteamericanos, al paso de los años los tigres asiáticos se han convertido en una fuente inmensa de visitantes. Chinos, japoneses, singapurenses e indios forman parte substancial del contingente de millones en busca del sol y de los placeres de esa tierra de comida celebrada a nivel mundial y mujeres exóticas. Últimamente los rusos, que huyen en masa del feroz invierno, vienen a refugiarse en estas tierras cálidas donde no es raro verlos, sexagenarios y sudorosos, de la mano de muchachas que dudosamente pasan los veinte años.

Un país con una mayoría budista cuya visión de la existencia no carga con la aplastante piedra judeo-cristiana del pecado y de la culpa ha sido terreno fácil para desarrollar esa imagen de relax y sensualidad, comodidad y placer que entusiasma tanto al turista. Desde un reconfortante y profesional masaje (en un spa de lujo en un hotel de cinco estrellas), hasta los más sórdidos “soap business” (en los que se puede escoger mujeres como se eligen los chocolates en la vitrina o, más precisamente, el pedazo de carne para la parrilla), todo el espectro de posibilidades halla cabida en un país que a veces se me antoja demasiado amable.

Es verdad que uno halla esas “mil sonrisas” de las que habla la propaganda, pero –en muchos casos– son sonrisas impostadas, prefabricadas, aprendidas en la academia y practicadas incansablemente frente al espejo. Como todo exceso, esconde una mentira; algo turbio se camufla en esa amabilidad y es posible vislumbrarlo si uno se toma la molestia de prestar atención y mirar a los ojos.

Un lugar donde se escucha comúnmente el “kopunkap” (gracias) de los que prestan servicios y muy rara vez el “kaluna” (por favor) de los clientes, debe guardar un silencioso rencor, un recóndito desprecio, un odio jamás pronunciado hacia esos extranjeros ignorantes y soberbios –y muchos son así– que llegan a un país heredero de una cultura milenaria a apoderarse de sus playas, de sus paisajes y de sus mujeres.

No resulta extraño que el turista –merecidamente las más veces– sea visto como el cretino con dólares al que hay que sonreírle para que sea generoso con las propinas.