Friday, October 1, 2010

45.- Las mil islas, 5 (Pulau Seribu, lima)

45- Las mil islas, 5 (Pulau Seribu, lima)

De hundirse, el barco semi-sumergible, no se hundió. Se mantuvo firme y a flote, aunque las paredes crujieran y la fibra de vidrio de las ventanas situadas debajo de la línea de flotación dejara ver sospechosas marcas, arañones y rajaduras. Felizmente, después de que el pánico diera paso a esa gris resignación que nos permite pensar con claridad, descubrí que la claustrofobia bien puede paliarse distrayéndose en los ojos ilusionados de la compañera de encierro, cuyas mentiras (¿qué ojos verdes no mienten?) me infundieron (y me infunden todavía) ese coraje espartano del que naturalmente carezco.

La única verdad como una montaña era que estábamos allí; una docena de incautos que nos creímos eso del “paseo submarino” cuyo “inolvidable espectáculo” de peces y corales estaba garantizado. Atrapados en medio de las aguas poco profundas y a menos de cincuenta metros de la orilla (¡uno –que si ha de morirse ahogado– sueña con hundirse como capitán de trasatlántico desafiante herido en medio de una feroz tormenta!). La sola idea de perecer a dos palmos de la superficie y a tiro de piedra de la playa, hizo el asunto tan patético y melodramático que solo supimos reírnos.

Como todo lo que teníamos al frente era agua y corales y peces, nos pusimos a observar lo que la aventura nos ofrecía. Lo primero que quedó evidenciado fue que lo único que no se ha detenido en esta isla –que, según me cuenta Maite, surgió hace un par de décadas como la alternativa cercana y moderna para alejarse los fines de semana de los ajetreos de la ciudad–, es el deterioro. De inmediato fue tomando cuerpo la sensación de que nos encontrábamos de espectadores de uno de esos programas televisivos cuya única intención es denunciar el avance de la contaminación y la destrucción de los mares. Así, fuimos avanzando por unas aguas que conservaban aún luz suficiente como para hacer pública la destrucción, lenta pero sostenida, de la flora y la fauna del lugar.

Si se nos hubiera anunciado un paseo por un cementerio de corales el asunto se hubiera entendido mejor. Al comienzo creímos que se trataba solo de los primeros metros, que un poco más allá ese universo acuático se llenaba de vida y que los animales marinos lo iluminaban todo paseando, fugaces y coloridos, por las aguas transparentes.

Pero no. Andar por esta muralla gris de corales muertos fue como visitar un campo de batalla en el cual solo quedan los restos que los buitres devoran. Algunos peces, distraídos o indiferentes, rondaban como los asaltantes que buscan cualquier cosa de valor entre los cadáveres de los soldados.

Sería injusto decir que todo fue igual de fúnebre, hubo atisbos de naturaleza viva, hubo instantes en que los corales parecían tener color (aunque no tanto, ni tan encendido ni tan brillante) y en los que la masa de peces se hacía más compacta y menos extraña y más variada y menos ajena a ese paisaje. Pero fueron momentos.

El paseo duró lo que demoraba rodear esa isla enana a la velocidad de un paralítico entusiasta. La vista, tan lejos de lo que uno pudiera suponer, nos sorprendió tanto que nos distrajo y olvidamos un rato esa cárcel de madera y metal. Desde la ventana pudimos observar, pasmados, la decadencia absoluta de lo que debió ser un verdadero paraíso. ¿Cómo no pensar entonces en los bosques de este archipiélago que han sido arrasados por la codicia, en las ciudades atrapadas entre el tráfico monstruoso y la contaminación, y en los ríos envenenados y repletos de basura que lo inunda todo en las épocas de lluvia?

Pero ponerme ecológico, metafísico y esdrújulo, era –que me perdonen los “grin pis” y todos esos muchachos y muchachas verdes, idealistas y maravillosos– lo menos recomendable en aquella isla, con aquella muchacha y bajo un sol que aún prometía esperanzas.

Así que, abandonado el barco-submarino, tras comprobar que nada podíamos hacer por esos agónicos corales sino tributarles el homenaje de esta denuncia literaria, decidimos que ya estábamos bien de aventuras ecológicas y, ya que el efecto tranquilizador de los chocolates estaba desvaneciéndose, resultaba saludable aprovechar la cercanía del comedor y hacer uso de los boletos aquellos que por algún lugar de mis bolsillos andaban y que nos garantizaban almuerzo gratis.

La caminata fue breve, un centenar de metros separaba el muelle donde recalaba el transporte y la entrada principal de un restaurante que de tal solo tenía las mesas.

Cuando llegamos, y con nosotros los que habían estado en el navío, cuyas tripas hambrientas les habían sugerido la misma idea, nos recibió un inmenso local con mesas interminables, como los grandes comederos que tiene la tropa para “pasar rancho”. El ambiente se encontraba, como todo en la isla, tomado por ese aire polvoriento de lo venido a menos. Los muebles eran viejos y los manteles, donde los había, de plástico. A un lado, unos empleados apilaban platos y llenaban bateas metálicas con esa comida tan poco atractiva de los restaurantes locales (¿por qué la comida indonesia que muchos –yo no, perdónenme– encuentran sabrosa, es tan poco agradable a la vista?; si “la comida entra por los ojos”, la culinaria javanesa tiene mucho trecho que andar).

Las moscas, que no eran pocas, los cocineros, que no eran un dechado de limpieza y los empleados, que no destacaban precisamente por su prolijidad, nos hicieron dudar; el refrigerador lleno de “cocacolas-dayet”, heladas, nos decidieron. Un par de latas, pedirlas, pagarlas (que esas no estaban incluidas en el “almuerzo gratis”) y salir de allí en busca del sol prometido, de la paz prometida, de esa ilusión de playa encantadora que empezaba a desvanecerse en medio de tanto desorden, caos, polvo y decadencia.

La rubia, cuya sonrisa se nubla pocas veces (y entonces sí que se ennegrece el mundo), no le dio importancia al asunto, sacó cuentas mentales, me dijo que aún sobraban dulces en la mochila (“sobre todo esas cascaritas de naranja bañadas en chocolate amargo, que le gustaban tanto a tus padres”) y yo me olvidé de todo mientras avanzaba buscando un poco de sombra donde abrazarla.

Saturday, September 11, 2010

44- Las mil islas, 4 (Pulau Seribu, empat)

Bueno, tan espantosa no era, solo decepcionante. Estaba medio abandonada y solo correteaban por allí un par de chiquillos bulliciosos y dos o tres parejas que no se animaban a ir a buscar el sol en la playa. La piscina era grande, como en el encarte, y podía figurarse uno que había vivido días de gloria (en los que, seguramente, se enseñorearon los bikinis que ahora se me negaban), pero ahora aparecía descuidada, a maltraer, como todo en la isla. Asemejando un viejo león marino que agonizaba en la arena, lucía abandonada, derrotada por el tiempo y víctima de la desidia de quienes, más mal que bien, le daban mantenimiento. Decir que era impresentable sería una maliciosa exageración, no, ni siquiera tenía la redención de lo insalvable.

Era una piscina “venida a menos”, decadente, como esas familias que viven de las glorias idas y han congelado su existencia en el momento en que todo fue esplendor y no se dan cuenta de las telarañas que se han adueñado de todo. Una enorme y triste piscina en la que se descubría el mazazo de los años en las mayólicas cuarteadas, en el moho que va apoderándose con paciencia de los espacios y en el agua que empieza a verdear sospechosamente. Agréguesele a esto que las poltronas de alrededor (que eran pocas) seguían la pauta descendente de las que estaban distribuidas por la isla, que las sombrillas eran de plástico desteñido y que el encargado de limpieza no parecía ser muy eficiente en su trabajo. Por no ser menos (perdóneseme la ironía) el “cambiador” era un cuarto infame cerca de un baño más infame aún donde, una vez más, se clavaba en el cerebro el olor proveniente de los líquidos indescifrables que inundaban el suelo.

No, no nos quedamos allí. La rubia, que como ya está dicho tiene una voluntad a prueba de balas y un optimismo que siempre acaba por entusiasmarme, me recomendó que mejor siguiéramos caminando en busca de las otras actividades prometidas. Como bien me lo recordó, el reloj avanzaba y ya estaba cerca la hora del paseo submarino que nos permitiría apreciar la belleza de los corales en aquellas islas paradisíacas…

Sabido es que andar a pie es saludable y ayuda a mejorar la circulación, será por eso que caminamos (o porque las extremidades inferiores eran el único medio de transporte en la raquítica isla aquella). La mochila, ya liberada de la carga de las bebidas y con algunos chocolates y galletas menos, no resultaba tan dolorosa, aunque el sol, animado por la cercanía del medio día, quemaba como el infierno (ese del que mi padre, librepensador hasta donde pudo, dudaba, y del que yo, condenado a él si me equivoco, no creo ni en mis noches más febriles).

Volvimos a la recepción del hotel/isla/“risort” que, como en un cuento fantástico, era el comienzo y el fin de todo en aquel lugar. Preguntamos por el paseo submarino y nos dijeron “allá”, con esa precisión imposible de todos los que por acá no saben decir no sé y responden cualquier cosa con tal de no quedarse callados.

Seré justo, el encargado esta vez sí acertó. El “allá” al que nos dirigimos siguiendo la línea imaginaria trazada por su brazo, era el muelle. Un segundo muelle, más pequeño, al lado del que nos había recibido a la llegada. Tras unos cuantos pasos en la madera se descubría una especie de construcción metálica sumergida en el mar, una “celda” de unos 30 ó 40 metros cuadrados en la que, de repente, vi la aleta inconfundible de un tiburón. Un camino, más o menos enclenque formado por los mismos bordes de la jaula llevaba hasta el centro de los laterales y, allí, una escalera dudosa bajaba hasta lo que descubrí que era el una especie de callejón hecho de fibra de vidrio que iba de un lado al otro de la celda y desde donde, lo supuse por las fotos del encarte, veríamos “peces fascinantes en su estado natural”, a semejanza de los corredores transparentes bajo el agua que existen en muchos inmensos acuarios alrededor del mundo.

Nada personal tengo contra esas construcciones pero digamos que el estado general del mantenimiento de todas las instalaciones de la isla (sin ir más lejos, el óxido reinaba orgulloso en los fierros de la jaula aquella) me detuvo en seco. “Ni hablar”, dije en español (que la rubia aún no sabe pero que, inteligente ella y conocedora de mis expresiones, comprendió al instante), “nou güey, mai dier”, expliqué en la lengua de Shakespeare como para que la cosa quedara clarita; yo no me metería a esa trampa ni por todo el oro del mundo. Ella, con esa sonrisa que aún no estoy seguro si es ingenua o provocadora, me respondió, “nou José, dat is not da submarín”, al mismo tiempo que señalaba un desvío a la mano izquierda por el que yo, sin saber cómo ni por qué, ya estaba avanzando.

Detrás de nosotros venían una familia y una pareja, así que, empujado por la gente y debido a la estrechez del espacio, no me quedó más remedio que continuar. A los pocos pasos se abría la boca de una escalera como la que da a los refugios antiaéreos, ¿cómo decirle a la rubia entusiasmada que arriesgaba no solo mi vida sino la de todos en unos escalones tan breves y reducidos que mi humanidad se exponía a quedar atascada entre las tablas? ¿Cómo le explicaba que mi dominada claustrofobia podía renacer de repente como regresan los pensamientos pecaminosos en las personas castas? Otra vez su sonrisa de súplica y mandato me llevaba hacia la posible desgracia. Y yo, idiotizado, avanzaba dócil.

Bajé las escalinatas con el cuidado enfermizo que los ancianos ponen en cada uno de sus movimientos porque saben que un mal paso a sus años deja de ser la metáfora de una vida licenciosa para convertirse en un fémur roto o una cadera dislocada que, en la vejez, son sinónimos de largas convalecencias y súbitas defunciones. Contra todos mis pronósticos (que es muy latinoamericano eso de apostar contra uno mismo) llegué hasta el fondo y me encontré en una especie de barcaza sumergida cuyas lunas plásticas (y aparentemente resistentes) permitían ver lo que ocurría un par de metros bajo el nivel del mar.

Para mi sorpresa (y pánico silencioso –y silenciado–, que esto de hacerse el valiente se convirtió en una maldición de la que solo sería redimido semanas después con un amoroso “yu ar not tu breif, nou?” que me dijo cuando no me animaba a cruzar un riachuelo al lado de otra playa), había otra puerta en la proa del aparato aquel y por allí habían entrado también otros tantos que, a manera de trampa –movimiento envolvente o de pinzas, que le dicen los milicos–, me cerraban el paso por ambos extremos del buque semi-sumergido. Con lo cual, la única víctima posible de cualquier atascadero en mitad de un accidente sería yo. Bien por ellos.

Monday, September 6, 2010

43.- Las mil islas, 3 (Pulau Seribu, tiga)

A la distancia se veía un pequeño embarcadero, un par de yates y unas construcciones que parecían las oficinas del “resort”. Cuando ya estuvimos a tiro de piedra nos sorprendió una especie de fuente en medio del mar, cuatro sirenas a las que el tiempo y el viento salino habían arrebatado la natural belleza de su desnudez, nos recibían impávidas, encaramadas sobre una base envejecida, en la redundante tarea de regar agua en el mar. El estado de conservación de las estatuas fue una alerta que nosotros, distraídos en el mar que acariciaba la arena, ignoramos.

Como nadie supo indicarnos qué hacer, anduvimos a lo largo del muelle hacia donde había más personas. Unos locales conversaban y fumaban animadamente, nos ignoraron. Sería porque, al lado, alguien nos señalaba ya la construcción más grande que, cuando nos acercamos, mostró su cara de recepción de hotel. Tras el mostrador, una muchacha se extraviaba en unos papeles. Un joven apareció y nos pidió los boletos. Al verificar que éramos “solo por el día”, nos dio un encarte y un brevísimo y acelerado resumen de las actividades: el paseo submarino para maravillarnos con la vista de los corales, la pecera donde veríamos asombrosos animales en su estado natural, los botes para divertidos paseos familiares, la inmensa piscina para relajarse mirando al mar, las caminatas por los paisaje naturales y las playas paradisíacas y , claro, el amplio comedor donde “a las doce” se serviría el almuerzo, “un buffet con lo mejor de la comida indonesia que está incluido en el precio, solo tienen que presentar este papel”, dijo señalando uno de nuestros billetes.

Nos decidimos a buscar la piscina, la foto la mostraba grande, limpia, amable, tentadora, una piscina así estaría llena de bikinis que nos (bueno, me) harían dejar en el olvido ese sospechoso aire de dejadez que se respiraba. Preguntamos, nos señalaron la izquierda y hacia la izquierda anduvimos.

Cerca, se levantaban algunas cabañas donde los turistas se preparaban para ir a la playa, unos chiquillos correteaban y otros adultos dormitaban aburridamente en unas poltronas de metal con tiras blancas de plástico. Envejecidas, abandonadas a los rigores del clima, con la cobertura plastificada manchada ya del color broncíneo del óxido, las poltronas aquellas ofrecían (después lo confirmamos) la única posibilidad de descanso frente al mar. Los metros empezaban a pesar pero, entusiastas, seguimos andando. Un poco más allá las construcciones desaparecían, dando paso al “bosque”, un famélico paisaje natural que se limitaba a unos cuantos cientos de metros cuadrados de un bosquecillo a maltraer en el que los árboles envejecidos se confundían en medio de la maleza y los matorrales.

Un camino más o menos transitable hizo posible que nuestra aventura prosiguiera bajo el sol (ahora feroz) de las diez de la mañana. Entonces ni la ilusión de la piscina repleta de sirenas pudo sustraerme de sentir arrepentimiento por la mochila con mudas, galletas, chocolates y bebidas que habíamos traído y que, evidentemente, paseaba impunemente por la isla aquella, encaramada en mis espaldas. Sin embargo, la Coca-cola, que aún no estaba lo suficientemente caliente como para ser repulsiva, refrescó nuestra garganta y nos hizo sonreír de nuevo.

Por fin, a través de la sosa muralla de árboles pudimos ver el mar. Ante la arena se levantaban algunas otras casas, pequeñas, playeras, que, vistas desde la espalda improbable (porque los turistas suelen estar expuestos “al frente” y no al “qué hay atrás”), mostraban la desidia, la falta de cuidado, el “eso no lo ve nadie”, el polvo escondido bajo la alfombra que tantas veces me hace sentir en el mismo y peruanísimo “así no más” en el que solemos vivir. A veces creo que a indonesios y peruanos solo nos separan los kilómetros, el idioma y el nombre de dios; en todo lo demás (lo bueno y lo malo, la calidez y el descuido, lo fraterno y lo mediocre, la jovialidad y la corrupción) nos parecemos; demasiado.

¿Derecha o izquierda? ¿Dónde andaría la prometida piscina redentora? No a la derecha, por donde avanzamos hasta que nos detuvo la maleza; ¿a la izquierda? Podría ser, pero no. Así que, como los pobres extraviados en medio del desierto que corren desesperados hacia lo que creen que es horizonte, nos encontramos de nuevo en el punto de partida.

La segunda vez en la oficina éramos menos los recién arribados y entusiasta turistas y más los acalorados y sudorosos individuos urgidos de hallar la prometida frescura de la piscina marinera. Preguntamos de nuevo. Esta vez fue la derecha lo que nos señalaron... Empezamos a andar pero, felizmente, otro empleado que nos había escuchado nos detuvo y nos dijo “no, por allá”, señalándonos un camino que iba por detrás del edificio a la izquierda de la recepción y a la derecha de la puerta...

Allí estábamos, caminando detrás del comedor, por la retaguardia de la cocina, viendo cómo iban y llegaban los que, supusimos, preparaban el “típico almuerzo javanés” que nos esperaba al mediodía. No quisimos seguir observando (no se visite, jamás, la cocina de ningún restaurante en el que se esté próximo a comer) y continuamos.

La rubia se preguntó, con el derecho que le daba la Coca-cola que nos acabábamos de terminar, si habría algún baño cerca donde pudiéramos (además) cambiarnos como para disfrutar debidamente de la piscina soñada que estábamos por hallar. Un letrero a pocos metros nos dio la respuesta.

Cuando sientes que debes hacer de guardia en la puerta del baño que la dama ocupa, algo anda mal. Los baños eran viejos, los lavatorios desvencijados, el piso inundado quién sabe de qué líquidos olorosos y el inodoro sucio. Los planes de “cambiarse en el baño” quedaron frustrados, sin tener ni un clavo donde colocar sus cosas y desanimada (desanimados) por las condiciones del lugar, la rubia me dijo que mejor siguiéramos, que seguramente (que lo que le sobra es entusiasmo) en la piscina tendríamos allí donde ponernos cómodos.

Caminamos y caminamos. Dimos dos o tres vueltas, nos extraviamos un par de veces más, pasamos por media docena de cabañas que siempre nos parecieron la misma, nos cruzamos con gente sonriente que se iba a alguna parte (y que odiamos, humanamente, un poco). Después de preguntar tres veces, llegamos a la piscina.

Sí, era como ustedes se la han imaginado…

Sunday, August 29, 2010

42.- Las mil islas, 2 (Pulau Seribu, dua)

Felizmente que a los ingenieros que hacen este tipo de yates se les ocurre poner agarraderas por todos lados; no hay duda de que es preferible hacerlas de chimpancé con sobrepeso (decir “hacerlas de Tarzán” sería un abuso) a caerse estrepitosamente a las aguas mugrientas del embarcadero y morirse allí ahogado –o envenenado– en medio de los residuos –orgánicos e inorgánicos– de la ciudad.

El “plan B” hubiera sido negarse a abordar la nave aduciendo algún pretexto metafísico lo suficientemente enredado como para que pareciera creíble y como para que la chica no nos abandonara desilusionada por tanta ausencia de coraje. Pero desistí; la situación requería más temple joliwudense que retórica versallesca, así que hubo que enfrentar dignamente al destino: El rostro sereno, el gesto arrogante, el silencio misterioso, los ojos cortando el aire hasta la infinita mirada de la rubia expectante y las manos, que nadie ve (porque la cámara enfoca el cruce de miradas en cámara lenta), sujetándose fuerte, muy fuerte, como tenazas con las que nos jugamos la vida, y el corazón, ¡valiente músculo!, saliéndose aterrado del pecho, y la mente, tan pretenciosa cuando juega con las palabras, idiotizada y en blanco, pidiéndole encarecidamente, implorándole, al torpe cuerpo sobredimensionado, que se agarre, que no dude, que avance rápido y que por ningún motivo se le ocurra resbalarse, porque es sabido que ni la imaginación galopante, ni la buena voluntad, ni todos los dioses paganos, son suficientes para sostener humanidades como la mía cuando se les da por derrumbarse y experimentan la gravedad en caída libre.

Es cierto que los músculos me quedaron maltrechos, agarrotados y resentidos, pero la honra se mantuvo firme, como la bandera a tope, flamante, en el asta sobreviviente de un castillo en ruinas.

Casi dueño de mí, y mientras buscaba estabilidad en la cubierta de un metro cuadrado, respondí “por supuesto” cuando el “ar yu okei?” llegó con la suavidad de una caricia. El barquito estaba vacío, ni el capitán ni nadie. Nos sentamos en la primera fila, “para ver el mar”, y celebramos que los asientos fueran para dos y sin brazos incómodos cortando el paso de ella, que quería abrazarme, y el peso de mis formas, que buscaban acomodarse en esas sillas hechas para liliputienses.

Transcurrió media hora y ya pensábamos que el viaje lo haríamos solos cuando empezaron a embarcar los demás. Los primeros fueron dos españoles que hablaban con la impunidad de quienes saben (o creen saber) que nadie los entiende. Eran unos veinteañeros que celebraban con palabras irreproducibles sus hazañas sexuales con las chicas que conocieron en la discoteca, los variados y personales servicios de las muchachas de “relaciones públicas” en los karaokes y su descubrimiento acalorado de la cordialidad femenina en los salones de masajes “solo para hombres” que abundan en Yakarta.

Luego llegaron un par de familias de gringos con sus mil mochilas, su felicidad “tecnicolor”, sus viajes “mástercar” y su optimismo “miquimaus”, armados con sus “aipods” y sus botellas de agua, coloridas y reciclables. Después, una pareja más interesada en su soledad y, luego, otros más, seis o siete, que ya no miré porque el cuello me dolía de tanto voltear.

Tarde, que la puntualidad no es una de las virtudes indonesias, la nave partió. Al comienzo la velocidad fue moderada, como para hacernos al vaivén. En ese rato, el ayudante del piloto (que eso de capitán empezaba a sonar exagerado en el bote aquel) se metió, por una puerta pequeña, a la misma punta del barco (proa que le dicen) y de allí salió con una vasija llena de bolsas de papel que, a su vez, contenían panes bastantes secos y sin relleno alguno que, según entendimos, eran el “esnak” o tentempié prometido como parte del servicio “todo incluido”. En una segunda vuelta, el entusiasta muchacho nos entregó sendas botellas de agua cuyos trescientos cincuenta mililitros debían ser suficientes para evitar que nos deshidratemos en mitad del mar sin que la vejiga nos traicione.

Durante los primeros minutos el paisaje de Anchol lo dominaba todo. Pero cuanto mayor se hacía la distancia entre la playa y el yate, la arena sucia parecía limpiarse, las aguas contaminadas brillaban bajo un sol entusiasmado, y la bahía alcanzaba la categoría de estampa o foto promocional y retocada. Al poco rato, ya con la velocidad en aumento, empezaron a aparecer las islas. Así como “de noche, todos los gatos son pardos”, de lejos, todas las islas son paradisíacas.

La situación no podía ser mejor, el yate rompía el horizonte y el mar le daba paso con la gentileza que solo tiene cuando se le antoja (“las olas son femeninas”, me había dicho un amigo sudafricano, machista y salvavidas, “uno tiene que aprender a descubrir su humor y jamás contradecirlas; luchar contra la marea es una batalla perdida, como cualquier pelea con una mujer, es inútil”). A derecha e izquierda iban asomando islas e islotes, en todos abundaba la vegetación, y las palmeras al borde de la playa anunciaban lugares majestuosos. Algunas tenían construcciones y se presentaban, por acá y por allá, casas, embarcaderos y yates. Alguien dijo que todas esas islas eran privadas, “de los ricos”, mientras nuestro barquito seguía su rumbo conducido por el piloto que estaba más interesado en conversar con el ayudante que ver el rumbo por donde navegábamos.

Después de veinte minutos el más idílico paisaje aburre y yo, mea culpa, sufro de narcosis aguda causada por el bamboleo de los vehículos en movimiento. O sea, me dormí.

Parece que con cierto estilo lo hice (los ronquidos no me habrán traicionado esta vez) porque la rubia, amorosamente, me despertó una hora después con una sonrisa iluminada y con un “güi ar gier” tan prometedor como la isla de rincones abandonados, palmeras y corales (algo así ofrecía la propaganda) a la que estábamos llegando…

Tuesday, August 17, 2010

41.- Las mil islas (Pulau Seribu)

Cuando la rubia encantadora me dijo con su voz de música, “vamos a las mil islas”, supe de inmediato que no se refería a esa salsa –fea de ver, aunque sabrosa– que mis alumnos mexicanos le echaban a la comida sino que me invitaba a acompañarnos en una visita marinera a esas porciones de tierra rodeadas por agua que se encuentran más allá del puerto de Anchol.

Claro, las mil islas no son mil, son solo un poco más de cien. Lo único que las emparenta con las otras cadenas de islotes o rocas, bautizados con el mismo nombre, que se hallan en mares, lagos y ríos de Canadá, Estados Unidos, Noruega y China, es su pedestre y común condición de islas. Las “Pulau Seribu” (que así se dice en indonesio) se encuentran al norte de la isla de Java, al frente de Yakarta, la capital de Indonesia.

Las “mil islas” es uno de los lugares más cercanos para “huir” de Yakarta, para escapar el fin de semana de esta inmensa y caótica ciudad que, con cerca de diez millones de habitantes, se ahoga en su propia contaminación y se desespera en sus casi colapsados sistemas de calles y alcantarillados. Sus más próximas competidoras son las playas javanesas de Palabuhanratu, Anyer o Sumur; la promesa del clima fresco en las montañas de Bandung o Punchak; o la (radical y más costosa) opción de tomarse un avión a las islas de Bali o Lombok, a una hora u hora y media de distancia.

Como del centenar de islas solo un puñado de ellas se destina al turismo (que las otras o están abandonadas o son propiedad privada de ricachones) y como Yakarta es inmensa y su población demasiada, no es raro que los espacios se agoten. Al menos eso fue lo que nos informaron; así que, previsores, fuimos a la agencia y Ester, que ha demostrado tener una paciencia de santa, nos dio a escoger entre las pocas islas abiertas al público. Como quedarse a dormir era imposible, improbable e impensable entonces (larga historia que omito porque no cabe en este párrafo), optamos por “pasar el día”.

Los precios varían según la isla que se escoja. Si es “solo por el día”, el costo oscila entre los treinta y los setenta dólares; si el asunto es con sábanas incluidas, la factura puede andar entre los ochenta y los doscientos dólares, por persona. El monto está directamente vinculado a la mucha o poca la distancia que haya del puerto a la isla seleccionada. Como los servicios ofrecidos son tipo “todo incluido”, el pago es por el transporte, el ingreso a la isla, el uso de las instalaciones y, dado el caso, la noche en la cabaña (o “coutaish”, como dicen los huachafos).

Había que estar en el puerto de Anchol a las siete y treinta de la mañana (y yo soy un maniático incurable que detesta llegar tarde), así que salimos del sur de la ciudad –en donde pernoctamos– antes de dar las seis, con las primeras luces del día. Como es común en Yakarta, llegamos a las seis y media. Es que si quieres ser puntual y, por ejemplo, tienes una reunión a las siete de la noche, debes salir de tu casa antes de la cinco -y llegarás a las cinco y media y tendrás que esperar noventa minutos–, porque si sales a las seis, es muy probable que arribes a las ocho, junto con todos los tardones –que acá son mayoría–, y de muy mal humor.

Una banca de plástico a tres metros de una entrada dudosa llevaba a un “muelle” (es un decir) donde había tres barcos (otro decir, que eran tres lanchas, bueno, tres yates o “botes rápidos” como acá los llaman), uno contra el otro, como esperándonos. Algunos marineros conversaban en los alrededores mientras cargaban cajas, acomodaban amarras y dejaban que los minutos avanzaran con la calma con la que los indonesios (no es crítica ni elogio) se toman la vida. Al poco rato, una muchacha medio aburrida se apareció por el malecón y se colocó, gorrita distintiva en la cabeza, delante de nosotros. Le dimos los boletos y ella los canjeó por otros boletos, unos para al transporte y otros para la comida y luego del “y-no-los-pierdan” de rigor, decidió ignorarnos.

Los minutos pasaban y aún nadie más arribaba al embarcadero, eso de “los botes siempre van llenos” empezó a parecernos mentira (aunque solo supimos que no lo era por completo a la hora del regreso). Intrigados, volvimos a preguntar si ese era el lugar donde se tomaban los botes para ir a la “pulau Putri” (la “isla hija”, aunque nadie supo explicarnos hija de quién…). La muchacha, que ahora conversaba con otra joven que también pretendía hacernos creer que estaba trabajando, nos dijo que “sí”. Por segunda vez afirmó con su desentendido “sí” cuando indagamos si podíamos ir subiendo.

“¿Cuál es el bote?”, fue mi ingenua pregunta y, como cualquiera debiera suponerlo en estas circunstancias, la encargada señaló mi peor pesadilla. Era el último, el que no estaba pegado al muelle y al cual solo podía accederse balanceándose como chimpancé entre las otras dos embarcaciones que allí nos cerraban el paso. “¿No se va a acercar para que podamos abordarlo?”, fue mi tercera infeliz pregunta y ya no hubo un “sí” como respuesta.

¿Qué se hace cuando uno se encuentra acompañado de una ágil, joven y voluntariosa muchacha que, como gamo que lleva el viento, salta, sube, se acomoda y atraviesa la barricada de naves y se queda esperándonos, traspasada la barrera, con una sonrisa que más que una tentación resulta una amenaza? Armarse de valor o mentirse valiente, que es lo mismo.

Entonces, me encomendé a los viejos Apus y esperé, sin demasiada fe, que los últimos dos años madrugando a las cinco de la mañana, desafiando el frío del alba, desoyendo los cánticos tentadores de Morfeo, y lanzándome a la piscina mordiendo la misma injuria mientras el agua me despierta de un mazazo, hubieran servido para algo. Aguardé, sin mucha ilusión, que los magros kilos arrebatados a duras penas a la necedad de la balanza, fueran suficientes como para que la aventura no concluyera con mi humanidad ahogada o machucada irreparablemente, dando que hablar en el noticiero de las seis de la tarde…

Sunday, March 14, 2010

40.- Londres (y Tesco y Portobello)

Me dijeron que Tesco era el supermercado más conocido, así que me fui allí a ver qué ofrecían sus estantes. Me pareció un lugar sin alegría. Muy bien ordenado, bastante funcional, adecuadamente abastecido, pero sin gracia, frío, lejano. Lo caminé por completo, me tenté con algunos dulces, me distraje con la variedad de yogurts y observé a los londinenses, tan aburridos como su supermercado, hacer las compras sin demasiada pasión, como quien cumple un rito que, de repetido, ha perdido significado.

Solo me llamó la atención la sección de las revistas. Se hallaba al lado de unas refrigeradoras inmensas que contenían decenas de sánguches empaquetados y listos para ser consumidos. Había revistas de todo tipo, abundaban las de fútbol y las de chismes, aunque la variedad alcanzaba para mil gustos. Lo gracioso fue hallar que las dedicadas a la decoración se encontraban especialmente protegidas de las manos de los curiosos dentro de bolsas plásticas transparentes. Todas las demás, inclusive las que mostraban mujeres en ropa de Eva y en acrobáticas posiciones (junto a avisos de nobles damas ofreciendo solidariamente sus servicios de compañía), se hallaban exoneradas de tan odiosas limitaciones plásticas y podían ser manoseadas libremente por los entusiastas que por allí transitaran con la excusa de comprarse un emparedado de jamón.

Después de pagar los dulces que escogí, traté de hallar un taxi y un empleado me dijo que allí no había pero que podía llamar a la empresa “desde ese teléfono” que me señaló y que “demoran media hora en llegar”. Yo, que en tres días ya me sentía local en Londres, respondí que mejor lo buscaba en la calle “porque estoy apurado”. Salí envalentonado. La calle que pasaba al frente del edificio era una autopista y la otra hacía una curva extraña que empujaba a los taxistas a la derecha cuando yo los esperaba, impaciente y en el paradero, a la izquierda. Sesenta minutos después, capturé uno.

“A la calle Portobello”, dije en mi inglés tortuoso mientras acomodaba mi humanidad en esos inmensos asientos traseros que hacen algo menos infames las libras esterlinas que se van sumando a una velocidad trepidante en el taxímetro.

El mercado de Portobello es una calle de una docena de cuadras que bajan y suben por lo que alguna vez fue una verde colina. La primera impresión que me dio fue la de hallarme frente a un “mercado de pulgas”, esos lugares donde es posible hallar de todo un poco y en los que las curiosidades son más frecuentes que los productos convencionales.

Empezando en la parte más elevada uno puede encontrar una variedad infinita de cosas. Desde una tienda de viejas máquinas de coser hasta otra donde venden planos y mapas antiguos y, entre una y otra, relojes viejos, máquinas de escribir, instrumentos musicales usados, muñecos, juguetes, implementos antiguos de golf o boxeo, miniaturas, cuadros y pinturas, ropa de pieles sintéticas y reales, alfombras, vestidos, bisutería de todas las formas y colores, zapatos, zapatillas, muebles, libros, adornos de todos los tamaños y cuanto quepa en la imaginación.

El lugar es eminentemente turístico. A diferencia del delicioso mercado dominguero que visité en Bruselas, donde el único turista era yo y en donde todos los que allí estaban eran residentes que iban a comprar lo que necesitaban para la semana, Portobello se hallaba inundado de extranjeros que colmaban las calles como una marea humana que entraba y salía de las tiendas desordenadamente. La pista estaba cerrada al tráfico de automóviles y por allí se movía la gente. Las veredas habían sido tomadas por vendedores ambulantes, muchos de los cuales, hasta donde entendí, eran parte de las tiendas formales que sacaban la mercadería con la finalidad de atraer la atención de la gente.

La experiencia fue interesante. La calle era un sitio animado, uno de los espacios más animados que hallé en Londres. La gente deambulaba arrastrada por la multitud. Visitaban una tienda, curioseaban en otra, compraban algo aquí, regateaban por algo allá, se tomaban un café o disfrutaban de una cerveza en los restaurantes y bares que aparecían cada tanto como para darles un descanso a los andantes. Se escuchaban todos los idiomas. Franceses, españoles, alemanes e italianos (y japoneses y rusos y de todas partes) llenaban esas veredas y lo hacían con un entusiasmo que le daba energía al lugar. Músicos callejeros hacían más ligero el ambiente y el público los rodeaba y ellos tocaban y se ganaban unas libras y avanzaban un poco más allá a buscar más clientes.

Portobello es bastante más desorganizado que el famoso Covent Garden (que, dicho sea de paso, me pareció demasiado preparado, demasiado “a la medida”, demasiado copia hipertrofiada de lo que fue el viejo mercado de frutas y verduras, demasiado estilizado, demasiado hecho para atraer turistas dispuestos a gastar sin andar haciendo cuentas), sin embargo, Portobello tiene más variedad, más vida y más cara de verdad.

Si uno se anima y sigue caminando, entonces uno se encuentra con el mercado propiamente dicho, con los vendedores de verduras y de frutas, con manzanas chilenas, con plátanos centroamericanos, con aceitunas mediterráneas, con quesos de todas partes y con gente de verdad que está con su canasta haciendo las compras del día. También se topa uno con los puestos de comida al paso, callejera y olorosa, una paella española, unos chorizos alemanes, unos sánguches inmensos de atún o de pollo, unos panes calentitos que atrapan, unos bizcochos que provocan, unos pasteles que seducen y unos “braunis” colosales en los que el chocolate se derrite pecaminoso al contacto con los labios.

Y eso no es todo, si uno es más animoso aún y la emprende por la misma calle, pero un poco más allá, donde las multitudes languidecen y donde los turistas no ingresan, es posible hallar otro mercado, que es el mismo pero es distinto, localísimo, de cosas más viejas y de ropas más usadas. Las tiendas se tornan oscuras, los bares pierden a los bulliciosos visitantes y el ambiente se hace más pesado, más barrio pobre, más lugar común, más policías, más zona marginal inglesa, con cantinas destartaladas que huelen a rancio, donde esa cerveza prolongada a voluntad es, seguramente, la última que podrán tomarse ese día, y con una casa de apuestas, bastante descuidada, donde la gente, barbuda y desordenada, pone, en las patas de los caballos, sus ilusiones y sus pocas libras...

Saturday, March 6, 2010

39.- Londres (y fish and chips)

Todo lo que yo quería era comerme un plato de “fish and chips”. Luego de tres días en Londres y medio harto del pantagruélico “English breakfast” (que el hotel incluía en su infame costo por noche), le dije a Martín, el jefe de botones, muy español y muy agradable, “no puedo irme sin comerme un pescado con papas fritas…” y él, como quien sabe, me dijo, “el mejor lugar es Simpson, por Picadilly Circus, cerca del Támesis”.

Arrastrado por la ignorancia de mi propia fantasía, me imaginé “el mejor pescado de Londres” debían venderlo en una taberna vieja con sillas desvencijadas, mesas cuarteadas, una barra llena de borrachines, humo por todas partes y baños hirientes. Creí estar yendo al Londres ciego de neblina que aparece en las películas y en donde, en cualquier esquina, puede esperarte algún heredero distraído de Jack, el destripador.

“Puesto que me voy a un lugar infame donde a lo mejor me asaltan, lo haré con clase…”, pensé idiotizado por mis delirios novelescos. Así que tomé un taxi porque me daba mucha flojera caminar los saludables (y helados) quince minutos que me separaban de la estación de “Baker street”. Como sufro de una narcolepsia antojadiza que me hace dormir profundamente cada vez que subo al bus, al tren, al avión o a un automóvil cualquiera, no vi las veinte libras de calles que me separaban del lugar y reaccioné con el “hemos llegado”, seco y malhumorado del taxista.

Por afuera el lugar engañaba, es decir, una puerta amplia, un edificio antiguo, una entrada que anunciaba un lugar entrado en decadencia hacía décadas. Me equivoqué.

Yo, que saliendo del hotel me había encontrado con una bodega donde hallé los dulces que me habían encargado, entré al lugar vestido de turista, con mi “jean”, mis zapatillas gastadas, una inmensa casaca color amarillo eléctrico, una abrigadora y olorosa bufanda de lana de alpaca arropándome el cuello y, siniestra en la siniestra, la bolsa de plástico contaminante que me dieron en la bodega con el montón de dulces adentro.

A unos diez metros, después de un amplio recibidor donde se lucía la foto del chef principal, me encontré con un señor de esos que tienen pinta de nobles empobrecidos que terminan de anfitriones de restaurantes aristocráticos y que, si han extraviado la fortuna, no han perdido ni un milímetro de su soberbia. No me miró, me inspeccionó. Un gesto extraño cruzó su rostro mientras me invitaba, con la mayor amabilidad que le era posible, a dejar “su saco” en el guardarropa, donde un encargado me esperaba con cara de “otro más”.

Cuando me disponía a entrar al salón, el anfitrión me preguntó si no deseaba lavarme las manos con ese tono condescendiente que empezaba a darme urticaria. Fui al baño, en el segundo piso. Vi, al pasar, un hermoso bar que, en ese momento, estaba vacío. Me lavé las manos y arreglé un poco las pocas mechas que me quedan todavía en la cabeza. Bajé dubitativo, mirando los cuadros donde estaban los planos del lugar, las remodelaciones, las fotos de más gente, preguntándome qué diablos había entendido Martín cuando le pregunté por “el mejor lugar para comer pescado con papas fritas”.

Otra vez llegué hasta la puerta del salón. El anfitrión la abrió amable y displicente, y me encontré con un gran comedor lleno de gente muy bien puesta en el cual un sinnúmero de mozos elegantemente uniformados deambulaban atendiendo a los comensales. Me recibieron los acordes que salían de un viejo y majestuoso piano que un pianista (más viejo y menos majestuoso) tocaba sin gracia pero con talento.

Me sentaron en una de esas odiosas mesas para dos que quedan entre dos mesas grandes. A mi derecha había una familia más o menos joven y a mi izquierda dos parejas, una de ancianos y otra de personas entradas en la cuarentena. Todos tenían un cierto aire aristocrático, sus ropas eran bastante formales y los gestos y las joyas eran suficientes como para entender que las lámparas de cristales, las mamparas talladas y el enchapado de cedro o caoba estaban para ellos y no para mí. La gente me miraba, con desconfianza y curiosidad. Me acomodé con sigilo, tanto como pueden acomodarse ciento veinticinco kilos en una de esas delicadas sillas sin desbaratarlas ni golpear al vecino, y coloqué discretamente mi bolsa de plástico a mi siniestra. La amable septuagenaria, que había estado siguiendo mis movimientos por el rabillo del ojo, bajó discretamente su brazo derecho, buscó su cartera y la alejó cautelosamente de mí…

Mientras tanto, el mozo ya se había acercado y me había ofrecido vino y dije que no, me ofreció luego agua mineral y dije que no, después insistió con un jugo natural y dije que no mientras cortaba su lista de frutas de la estación con un “coca-cola-diet-con-hielo-plis” que, por la cara que puso, debió causarle calambre en algún músculo facial. Se marchó medio ofendido, abandonándome con el menú en la mano donde me topé con una serie de nombres que de haber estado escritos en sánscrito hubieran sido igual de crípticos para mí. Agoté varias veces las letras del menú buscando ansioso el “fish and chips” que me había llevado hasta allá, ¡no había!

Lo demás lo pueden imaginar. Almorcé un “roast beef” demasiado sangrante porque mi idea de “midium” no tenía nada que hacer con la que tenía el señor que lo servía (en un encantador carrito de metal y con todos los malabares del caso). La atención dejaba mucho que desear, la comida demoró y, si bien mi ánimo no era el más favorable para hacer juicios, en general hallé que el servicio era bastante mediocre para tanto postín.

Cuando terminé con la carne cruda (al menos con toda aquella parte que no había mancillada por una agria y odiosa salsa que el sujeto no entendió que la quería “a un lado”), las verduras –que abandoné casi invictas– y un pan seco e inflado, una luz de esperanza llenó el lugar. Una muchacha, joven y hermosa, la única en medio de ese mar de mozos viejos o envejecidos, se me acercó sonriente con la carta de los postres. Miré la lista y cuando, un instante después, alcé los ojos, la mujer (y con ella mi esperanza), había desaparecido. Luego la vi andar por otras mesas pero a mí no me sonrió más.

Finalmente, después de unos helados que redimieron en parte todo un almuerzo que andaba camino al desastre, pedí un capuchino, y me trajeron un expreso. Lo bebí amargo y en silencio. Solo fueron expeditivos al cobrarme. Cuando me trajeron la cuenta ni siquiera la miré, ofrecí mi tarjeta con un gesto displicente y agradecí enormemente que el plástico resistiera el embate sin hacerme pasar vergüenzas. Me levanté con la prudencia que ordenan mis kilos y, aunque la mesa dudó, se mantuvo firme. Recogí mi casaca y me fui, sin dar propina, prometiéndome no volver.

La calle me recibió con sus vientos fríos pero con su gente común andando despreocupada y desprevenida. Entonces caminé y caminé por avenidas inundadas de seres humanos y llegué, como el náufrago que pisa la arena, a los callejones turbios y a las escaleras estrechas del Soho donde la vida no es elegante, no es glamorosa, no es segura ni es santa, pero, definitivamente, es vida.

Saturday, February 27, 2010

38.- Londres (y el teatro)

Si tuviera que elegir una razón para volver a Londres no sería por la majestuosidad de sus monumentos y palacios, ni por sus museos interminables, ni por sus bibliotecas infinitas, ni siquiera por las minifaldas agresivas de sus mujeres arrogantes y hermosas (aunque más de un amigo prefiera cabelleras californianas, caderas brasileñas, ojos italianos, o delicadas y firmes manos asiáticas). Si tuviera que dar una sola razón para volver a Londres, sería por sus teatros.

Caminar por el “West End” es una delicia, a cada paso aparecen teatros en los que, si bien abundan los musicales, también pueden verse obras de Shakespeare o Moliere, de Beckett o de Pinter. Entre los teatros abundan los cafés, los bares, los restaurantes donde, antes o después de la función, puede uno calentarse con un capuchino o entusiasmarse con una cerveza o engañar el hambre con un muy británico “fish and chips”.

Lo primero que debe hacerse es tomar una decisión y entonces Hamlet llega con todos sus ímpetus y el “ser o no ser” se apodera de uno inmisericorde. ¿“Noche de reyes” o “El fantasma de la ópera”? ¿“Stomp” o “Chicago”? ¿“Esperando a Godot” o “Los miserables”? Cuando se tiene tanta variedad el asunto se pone complicado. Es como enfrentarse a uno de esos “buffets” inmensos (en uno en esos hoteles de plástico en Las Vegas) o a una carta interminable de vinos (que no tomo). Felizmente, como la zona atiende a más de un millón de espectadores cada mes y como no todos los teatros tienen funciones todos los días, la decisión se aliviana entre los “ya no quedan entradas” y los “hoy no hay función”. Resuelto aquello hay que proceder a comprar.

Adquirir una entrada para una obra de teatro es un rito, no un trámite. Por esa razón, si bien en las calles abundan las tiendas y los quioscos que venden boletos rebajados y “llamadores” que ofrecen “los mejores sitios” y “los mejores precios”; desprecié esa opción. Comprar en esos puestos es como hacerse de una novela en un supermercado. Algo parecido me pasa con la adquisición de entradas “on line”, eso que los precavidos realizan con meses de anticipación, la misma noche que separan el boleto de avión o reservan la habitación del hotel; cierto, son compras reales, simples y prácticas, pero sin alma, sin linaje, espurias como los libros digitales, el café descafeinado y el sexo con preservativo (y no nos pongamos melodramáticos que en cien años, anticuados y postmodernos, cardiacos y deportistas, precavidos e irresponsables, estaremos amable y definitivamente muertos).

Para comprar un boleto de teatro hay que caminar, ir a la puerta misma, pasar por los carteles, respirar el aire del lugar y acercarse con incertidumbre. ¡Si hasta resulta placentero es encontrarse con los letreros de “entradas agotadas”! (no porque sufra de algún “masoquismo esquizofrénico” –si eso existe-, sino porque anima ver cómo la gente llena las salas). Por supuesto que es mucho más emocionante aún acercarse a la ventanilla de los teatros que no tienen los avisos de “todas las localidades vendidas” y preguntar qué sitios quedan para la función de la noche y escoger ese lugar que no es el mejor (porque los mejores, o ya fueron tomados o, si alguno nos coquetea, es impagable) pero que, como alguien dijo, “no importa, porque esos teatros están bien construidos y en un buen teatro todos los sitios son buenos”. O, es todavía más hermoso, decirse por “esa” obra, no dejarse amilanar por las malas nuevas y atreverse a hacer una paciente fila en la calle del al lado (cerca de la puerta por donde entran los actores), a dos grados sobre cero, para ver si es posible capturar las devoluciones de alguno que perdió el vuelo o el tren o la paciencia y no llegará a tiempo a recoger sus entradas.

La primera noche en Londres debe ser para Shakespeare. “Noche de reyes” es una deliciosa comedia de identidades equivocadas que, con una actualidad permanente (en estos tiempos de mil falsas personalidades en Internet), hace reír al público y lo solidariza con unos personajes, lo enemista con otros, lo conmueve con las penas de amor y lo emociona con los amores realizados. Los actores impecables, el vestuario preciso, las luces adecuadas, todo contribuyendo a un ambiente que ilumina hasta los adentros de uno y nos envuelve en esa magia invencible y milenaria del buen teatro.

No escuché un solo teléfono interrumpir los monólogos de Shakespeare, no oí los cuchicheos irritantes de los idiotas que creen que es inteligente contestar para decir “estoy-en-el-teatro-no-puedo-hablar” (y repetirlo tres veces porque el cretino del otro lado del auricular no entiende nada), no hubo ninguna indiscreta luz de celular deslumbrándome mientras alguna subnormal cree responder discretamente el mensaje que el pretendiente de turno le envía, no me perturbó el ruido de ningún troglodita atragantándose en medio de la obra y nadie salió ni entró de la sala cuando la función había comenzado. Una delicia.

La noche siguiente fue “Los Miserables”, el musical basado en la obra de Víctor Hugo. El protagonismo de Jean Valjean es impecable y la cándida belleza de Cosette resulta inolvidable, sin embargo, el espectáculo se lo roban los Thénardier, esos odiosos, sucios y repudiables, taberneros provincianos que hacen de su actuación un fluir de emociones que van desde el desprecio más profundo hasta la más espantosa –pero paradójicamente cómica– familiaridad. La música es extraordinaria, las voces limpias y apasionadas, la obra, como un todo, completa. De todas las escenas, tres son impagables, la de las obreras que condenan a Fantine por cuidar cobarde y egoístamente de sus miserias, la de la cantina de los Thénardier donde el mesonero se muestra en su más simpática y despreciable realidad y, la mejor de todas, la del llamado que realizan los jóvenes idealistas al pueblo de Francia para que respalde la rebelión y alce las barricadas “de los que se niegan a ser esclavos nuevamente”.

Por no ser (o hacer) menos, la última noche elegí a Beckett y esa obra maestra del absurdo en la que Vladimir y Estragón esperan inútilmente a aquel que jamás llega. Previsor, fui al teatro al promediar la tarde y compré el boleto. Tenía tres o cuatro horas y me lancé por las calles del Soho a curiosear.

Anduve por callejuelas y pasajes poco transitados, subí y bajé escaleras estrechas y empinadas, abrí y cerré puertas, vi gente, mucha gente, gente de todas partes, buscando la felicidad o el momento (que me empiezan a parecer lo mismo), reí y rieron, conversé y me conversaron, y el tiempo (ese canalla) se me escapó sin darme cuenta. Y así, sin demasiado remordimiento, está vez fui yo el que dejó a Godot esperando…

Saturday, February 20, 2010

37.- Londres (antes Múnich y Praga)

Múnich y Praga serán, en mi memoria, dos amables ciudades cubiertas de nieve. En menos de veinticuatro horas es difícil hacerse una idea clara de las cimas y simas de los pueblos. Pero siempre puede decirse algo.

Algo frío hay en los alemanes. Aún al final del viaje, cuando empezaba a escribir estas líneas en el aeropuerto de Frankfurt, esperando el avión que me regresó a los calores indonesios (y de sus indonesias), resentía mis espaldas un vientecillo frío que no tenía relación con la nieve que empezaba a caer, modosa, sin demasiadas ganas de arruinarme el vuelo. No era, como quise creerlo, alguna imperfección en las selladas ventanas del imponente aeropuerto, era, más bien (o “más mal”), la amabilidad eficiente pero congelada de las encargadas de la aerolínea. Personas correctas, educadas, pero con una sonrisa fallida que fracasa al querer transmitir esa sensación de “realmente me importa” que los latinos, por ejemplo, podemos contagiar con tanta facilidad (y, a veces, falsedad). En todo caso, los alemanes pueden no tener ninguna posibilidad en un concurso de simpatía pero son eficientes y mi paso –fugaz por Múnich y efímero por Frankfurt– me dejó la idea de una sociedad que, sin demasiadas delicadezas, funciona y funciona bien.

De Praga conocí literalmente el aeropuerto, el colegio que visité, el hotel y las avenidas que me llevaron de uno a otro lugar. Sin embargo, habiendo visto tan poco, Praga se me antoja caótica, mucho más “como nosotros”, mucho más tirada al “así está bien” o al “como salga” que me devuelven a mi país y a nuestros propios desórdenes. De todo el viaje, en el único hotel donde las reservas no existían (aunque luego aparecieron cuando intervino el gerente) fue en Praga. El único lugar donde registrarnos nos tomó más de una hora, donde la llave electrónica no funcionaba, donde la atención se aproximaba a lo lamentable, fue en Praga (“y eso que estamos en uno de los mejores hoteles del país”, dijo alguna, “y eso que en Alemania y en Bélgica nos alojamos en hotelitos mucho más modestos pero largamente mejor organizados”, pensé yo). Lo paradójico es que, aunque el poco orden visible amenazaba con desbaratarse en cualquier momento, la gente hizo la diferencia. El praguense (que así se dice) se me dio más humano, y las praguenses más calurosas y más preocupadas porque nos sintiéramos bien (aunque hicieran todo tan amablemente mal). No vi el centro, que dicen que es maravilloso e inolvidable, pero me quedaron ganas de volver y eso dice mucho de un país. Algo más a su favor. En el aeropuerto hallé libros fundamentales para ellos (como el de las “Leyendas judías de Praga” o algunas obras de Kafka) traducidos en varios idiomas (francés, inglés, español) y pude leer, en la lengua de Cervantes, la leyenda de “El Golem” que tantas veces había disfrutado antes en el poema homónimo de Borges.

Hay que decir que en ambas ciudades la belleza de sus mujeres es sorprendente, no obstante, las diferencias de carácter crean abismos. Por ejemplo, entre la joven que estaba a cargo del comedor en Múnich y la muchacha que me atendió en el restaurante del hotel en Praga, había varios mundos de distancia. La eficiente frialdad de la alemana, que hizo todo perfecto y sin una sonrisa, palideció frente a la joven que se demoró en atenderme, se equivocó en el pedido, se le enredaron las cuentas y, sin embargo, me hizo creer, con la magia de sus gestos y con esos ojos que brillaban como espejismos, que esas papas refritas y ese “clud sanduish” graciosa (y grasosamente) mal acomodado, eran algo así como la máxima expresión de la culinaria checa.

Contemplando a las mujeres europeas (con el descaro y la libertad que dan los años), no pude dejar de recordar esos versos de Chocano –el malamente olvidado poeta peruano– que hablan de “la tristeza del Inca” enamorado de esa mujer que “tiene añil en las venas, un trigal en los bucles y en la boca un coral”. Sospechaba, sentado en el restaurante del aeropuerto de Múnich, viendo pasar a las muchachas de piernas interminables, caderas fuertes, pechos ágiles, rostros imposibles y ojos luminosos, lo que incas y aztecas, nuestros tatarabuelos, habrían sentido al enfrentar esa belleza tan extraña a los que eran sus propios modelos de hermosura. Intuí también cómo, de la misma manera y en exacta e inversa proporción, los rubios conquistadores que se lanzaron por el mundo a engordar sus imperios, sucumbieron ante lo exótico de estas muchachas de pies breves como un sueño, de formas ligeras como el viento, de piel bronceada como la caoba, de ojos concentrados como la noche, que transformaron el ideal grecolatino de la belleza por algo, para ellos, mucho más fresco, cálido y natural.

“Queremos lo que no tenemos” dice el dicho y eso de la bíblica prohibición de desear “a la mujer de tu prójimo” no es sino el límite civilizatorio que quiere ponérsele a nuestra natural tentación por lo ajeno. Sin embargo, en el caso de las razas, el hombre que desea a la mujer de rasgos diferentes o la muchacha que suspira ante los colores distintos del varón de la otra tribu, hacen bien, porque nos ofrecen un mestizaje que no es solo estéticamente hermoso sino que es, sobre todo, humanamente indispensable. Será por eso que los adoradores de esa estupidez llamada “pureza racial” se me antojan no solo idiotas sino enemigos de la naturaleza que tan deliciosamente hace atractivo lo distinto y permite una mezcla que es hasta genéticamente saludable.

Así, distraído por la belleza de sus mujeres y pensando, sin haberme ido, en regresar a Europa, llegué a Londres.

Marisol y Manuel, dos queridos y cosmopolitas amigos míos, me hablaron maravillas de la capital de Inglaterra. Para Marisol (que tiene un alma argentinísima que la pone en esa paradójica situación de amar lo inglés a pesar de las Malvinas), Londres es “la ciudad” y Picadilly Circus “el lugar”. Para Manuel, más “niuyorquino” y más crítico, Londres es la capital de un viejo imperio que, majestuosa aún, está llena de lugares famosos y estatuas y monumentos dignos de verse.

Armado de sus recomendaciones encaré a la “Rubia Albión”, tomándola por asalto desde el aeropuerto de Heathrow, que es inmenso, o me lo pareció, y donde uno tiene la sensación de que aún no ha pisado Londres pero que, inevitablemente, va a perderse...

Sunday, February 7, 2010

36.- Bruselas

Pisar por primera vez Europa y hacerlo por Bélgica, es lo más acertado. Solo el viaje inicial en el taxi es toda una bienvenida. Amanecer un domingo en una ciudad sosegada, amable y acogedora, hace que las casi quince horas de vuelo que separan Yakarta de Bruselas se desvanezcan.

Cuando supe que iba a pasar por Bruselas le escribí a mi amigo Luc. “Tengo medio día, ¿qué hago?”, pregunté. Eficiente, respondió con tal cantidad de buenos lugares que, conocerlos, demandaría de unas largas vacaciones y no este paso fugaz y laboralmente obligado. “Luc –le dije– en tan poco tiempo solo tengo dos propósitos, comprar chocolates y comer papas fritas”.

El hotel es casi un albergue, pequeño y suficiente, a veinte minutos del centro. Es muy temprano y la habitación aún no está libre así que hay que caminar un poco. Los casi cero grados de temperatura no son excusa suficiente y a quince minutos andando me aguarda (como si hubiera estado toda la vida esperándome) un mercado dominguero.

Es un descubrimiento delicioso. Todo está limpio y todo es fresco; los mangos peruanos, las manzanas españolas, las mandarinas ecuatorianas y los plátanos caribeños. Veo aceitunas en todos sus colores, quesos en todas sus texturas, embutidos en toda su gama de grasas, ¡y panes! Inmensos, olorosos, calentitos, recién salidos de un horno que no puede andar muy lejos. Y pollos sabrosísimos y dulces que no empalagan y verduras nuevas y tulipanes ansiosos. Es un mercadillo dominical donde la gente parece conocerse desde siempre. Una anciana le entrega la bolsa al vendedor y en la bolsa está la billetera y en la billetera el dinero y el vendedor cobra y guarda el vuelto en la cartera y devuelve la bolsa, con lo comprado, con la naturalidad del nieto frente a la abuela que siempre hace el mismo pedido. Solo ese mercado sería razón suficiente para vivir en Bélgica.

Antes de abandonarlo, me cruzo con dos muchachas hermosas (dos más, porque esa ciudad está sobre poblada de belleza) que, sonrientes, me ofrecen pan relleno de chocolate. La tentación es grande (y es doble) y no pienso y pago y me confundo entre los ojos verdes de la morena y los azules de la rubia que me miran entre agradecidos y condescendientes.

“Anda a la Gran Plaza y allí puedes caminar hasta que te aburras” –me había aconsejado Luc– “allí encontrarás las papas y los chocolates”. La plaza, como dice su nombre, es grande, y está llena de gente. Hay una iglesia. Camino. Me encuentro con una figura de una diosa femenina empotrada en una pared. Parece famosa porque todos se toman foto con ella. “Es que trae buena suerte en el amor”, me dice alguien en un delicioso francés que no entiendo. “Lo más representativo de Bruselas son la plaza y el niño que orina”, aclara alguien más (en un piadoso y mordido inglés) y me acuerdo de la decepción que se llevó mi madre hace cuarenta años “con esa estatua pequeñita y perdida en una esquina”.

No sé si es porque es domingo pero todas esas calles están cerradas para los vehículos y la caminata por el empedrado me recuerda a los viejos pueblos de las provincias peruanas. Pasan a mi lado familias, grupos de jóvenes, chicas inolvidables y perros, muchos perros, con sus dueños y sus cadenas y paseando orondos y casi civilizados.

Sí, es verdad. El niño que orina es una estatua minúscula casi extraviada en una calle repleta de tiendas y de turistas que lo andan buscando. Tomo una foto sin mucho entusiasmo y, liberado, entro en varias de las innumerables tiendas de chocolates.

“Los Leonidas son los que más me gustan”, me había dicho Luc. Una muchacha muy simpática me atiende. Compro una cantidad infame y le digo a la chica que necesito que estén en latas “porque el viaje hasta Yakarta es muy largo”. Diez minutos después ella comprende que soy peruano, que vivo en Indonesia, que Java es una isla y que queda en Asia; y hasta promete sonriente que algún día me visitará. Aprovechando la sonrisa, disparo una pregunta odiosa: “sé que estos son los mejores chocolates belgas” –adulo–, “pero, ¿cuáles son los más caros?”. Me mira extrañada, sostengo la mirada, tonto pero firme, y ella, que no sabe si seguir sonriendo, responde en automático: “los Marcolini”. No la dejo pensar más y huyo atarantándola con una catarata de “gracias”. Es que me resulta demasiado embarazoso explicarle que todo esto es por una muchacha de ojos inmensos (que me dijo graciosamente, “de dos tipos, los más sabrosos y los más caros”, cuando le pregunté “qué chocolates belgas quieres”).

La tienda no está cerca, pero está. Es elegante, las cajas negras y sólidas, y los chocolates un asalto. Pierre Marcolini levanta no uno sino dos grandes locales en la Plaza de Sablón. Allí también está Godiva y cerca Neuhaus, Leónidas, Cote D'Or, Guylian y un montón de otras marcas famosas de “verdaderos chocolates belgas” (en Bélgica, donde jamás ha crecido una planta de cacao) que compiten con otras tantas tiendas de chocolates artesanales. Rodeado de chocolaterías, huyo por las calles, estrechas, sucias a veces, cálidas siempre, con pasajes abandonados que no dan miedo y con paredes repletas de grafitis que regalan sus colores.

Huyo de los chocolates y me encuentro con “friterías”. Basta caminar un poco para hallar las papas fritas y los cucuruchos de papel y las toneladas de mayonesa y el sabor, áspero y generoso, pero que, sin embargo, no se aproxima al de las inolvidables papas que Luc prepara en Yakarta con su vieja freidora y que tan bien adereza con amistad y afecto.

Si Europa es Bélgica y si Bélgica es Bruselas, yo quiero mudarme.

Quiero visitar la biblioteca y los teatros y el museo que presenta una muestra de Frida Kahlo. Quiero pasear por esas calles donde los pájaros no se asustan con los transeúntes, donde los cafés cortan amablemente el paso con sus sillas, donde un cine ofrece películas francesas e iraníes, donde se puede andar en bicicleta, donde venden crepas al paso, donde las gitanas quieren leerme la eterna suerte y donde las estatuas Quijote y Sancho cuidan el sueño de Aída, la ecuatoriana –ilegal– que vende artesanías mientras espera, como tantos, que esto, que este sueño que amenaza terminarse en cualquier rato, se haga realidad.

Sunday, January 31, 2010

35.- En contra de la esperanza

Cuando Pandora cerró el ánfora y logró retener a la Esperanza dejándonos a los mortales con los bienes en estampida y los males infestando el mundo a su antojo, ¿nos hizo un favor o cumplió –total, los griegos eran predeterministas– con un macabro plan que el incontinente Zeus había trazado, rencoroso y enfurecido con la generosidad de Prometeo para con los humanos? Eso no está claro, pero muchos siglos después de que esa creencia se hiciera mitología, José Zorrilla escribió “la esperanza es de los cielos / precioso y funesto don” y bien pueden esos versos servir de respuesta.

Recuerdo que en mi casa había, cuando éramos chicos, un hermoso libro cuyas tapas estaban forradas en pan de oro. Alguien, ya no sé quién, se lo regaló a mi hermano. El libro, que no era tal sino un montón de hojas en blanco bellamente empastadas, contenía, escritas a mano, una serie de frases y refranes. “El que vive de esperanza, muere desesperanzado”, decía una de sus páginas y siempre me he preguntado qué tan cierto es aquello.

En Haití, por ejemplo, y esto me lo contaba Giori que se ha ido allí a ayudar de verdad a los que lo necesitan y no se queda, como nosotros –en nuestras cómodas casas– o como los periodistas mercenarios –atrincherados cobardemente en los hoteles–, veinte mil personas han quedado mutiladas después del terremoto, y otros miles de niños, también, se han quedado sin padre sin madre o sin ambos, mutilados de familia. ¿Debieran ellos tener esperanza?

Las generalidades no ayudan; el sufrimiento de muchos no es el sufrimiento de nadie en concreto y bien podemos soslayarlo distrayéndonos con el ruido ensordecedor de las ciudades. Pongámosles cara y nombre y lugar y espacio y preguntémonos, entonces, si esas personas deben abrigar esperanzas o si hacerlo solo prolonga su sufrimiento.

Cindy, la chiquilla filipina que dejó los estudios y emigró y terminó vendiendo helados en Macao para tener un permiso legal de residencia. Cindy, que se la pasa parada todo el día soportando los avances de todos los chinos corruptos y nuevos ricos que van allí a gastarse lo que no pueden gastarse en Pekin o Shangai. Cindy, que después de su jornada se queda hasta la una o dos de la mañana limpiando casas –ilegalmente– para tener un poco más de efectivo para enviárselo a su madre que cría a la hija que tuvo con ese novio flamígero que desapareció apenas escuchó la palabra embarazo. ¿Debe Cindy tener esperanza?

Obdulia, la provinciana peruana que limpia casas de ricachones en Miami y vive en un cuarto con sus dos hijos. Obdulia, la del marido al que ella ayudó, con sus ahorros, a llegar hasta “el sueño americano” y que luego, porque él no regresaba, fue a buscarlo para tener a toda la familia junta y lo encontró con la querida. Obdulia, cuyo marido ya tiene la residencia porque se casó con una cubana para sacar los papeles y que, divorciado ya, no le da la gana de casarse con ella (porque era su marido y no su esposo) y más bien la amenaza, cada vez que se atreve a reclamarle lo de la amante, con que la va a denunciar para que la deporten y le va a quitar a los hijos (que sí tienen residencia porque llevan el apellido del padre). ¿Debe Obdulia tener esperanza?

Lucy o Susy o Wendy o como se llame en realidad la prostituta tailandesa que emigró a Singapur y que espera a sus clientes solo a dos cuadras del centro de Orchard Road. Lucy, que vive lejos de su aldea y que solo aguarda ahorrar un poco para regresar. Lucy que debe, antes, pagarle al que tramita las visas, al agiotista que le prestó para el pasaje, al dueño del cuarto en donde duerme con otras tantas Lucys en las mismas condiciones. Lucy, que sabe que será prostituta toda la vida o, al menos, hasta que el cuerpo alcance o la mate el sida o vengan otras, mismas Lucys pero más jóvenes, a quitarle el sitio. ¿Debe Lucy tener esperanza?

Josefina, la mujer que limpia las habitaciones en ese hotel barato para largas estadías en La Condesa, en México. Josefina, que trabaja todo el día, todos los días, que descansa una vez a la semana y dedica ese domingo a ordenar su casa para que no se venga abajo. Josefina, a quien el marido engaña con otra y no quiere irse y no paga nada y vive de ella y más de una vez le ha levantado la mano. Josefina la de la hija quinceañera que, abotargada por la propaganda, la imbecilidad reinante y los líos entre sus padres, cree que está gorda y ha practicado tanto la bulimia que su cuerpo ha convertido el vomitar en una costumbre que ahora es automática y ya no retiene alimentos y la desnutrición la está matando. Josefina, que no tiene el dinero para la operación indispensable y que sabe que la hija se le muere en cualquier rato. ¿Debe Josefina tener esperanza?

Nacemos solos y morimos solos. A veces, muchas veces, vivimos solos. Hagamos lo que hagamos allí está el fin, la muerte, la última soledad, vigilando –acechando– nuestra existencia como la espada de Damocles. ¿Deberíamos tener esperanza?

¿No es la esperanza –como la fe– ese “opio del pueblo” tantas veces denunciado? ¿No nos adormece la esperanza? Dante colocó un letrero en las puertas del infierno, “el que entre aquí abandone toda esperanza” y a veces dan ganas de creer que eso habría que escribir en los portales de todas las maternidades. Sin embargo, quiero creer que los que se tientan a pensar como yo se equivocan, quiero creer que –una vez más– estoy equivocado.

Giori, aquel que dejó la comodidad de su oficina para irse a cargar sacos de harina y repartirlos entre los desamparados de Haití, me envía, desde ese infierno, donde ciento cincuenta mil cadáveres se pudren y un millón de personas lo han perdido todo, unas fotos maravillosas de unos niños sonriendo, con los ojos de luna llena, como diciéndole el “no pasarán” a la desesperanza y a la muerte que los cercan.

Quizá allí esté el secreto, en la alegría de esos niños, en su sonrisa, en eso tan humano. Esa misma sonrisa que, por instantes –luminosos instantes– he visto aparecer en los rostros de las Cindys, las Lucys, las Obdulias y las Josefinas que han cruzado por mi vida.

Quién sabe si la alegría sea la verdadera cara de la esperanza.

Saturday, January 23, 2010

34.- Yapanisonli

¿Cuál es la diferencia entre la represión y el autocontrol? En ambos casos se trata de dominar los naturales impulsos a los que, animales al fin, estamos inclinados. Desde las más antiguas sociedades, la fuerza –o la amenaza de su uso–, ha sido un persuasivo efectivo. Nadie se metía con la mujer del jefe de la tribu porque nadie quería terminar con la cabeza partida de un mazazo. A su vez, y por más hambre que tuviera, nadie se comía las ofrendas de los dioses porque nadie quería que le achacasen las próximas calamidades, ni soportaba la idea de sufrir el desprecio social, algo peor que la celosa maza abriéndonos el cráneo.

El miedo nos controla hasta donde puede controlarnos. Enmarcamos nuestras actuaciones públicas dentro de los límites que imponen los códigos, ya sean los legales o los sociales, pero no más. Dueños de nuestra intimidad, donde ni el Estado ni la sociedad pueden ingresar, damos allí rienda suelta a nuestros arranques y a nuestra fantasía. Eso me pareció entender en Japón.

La formalidad rige la vida de la gente. El silencio –ese que a nuestra latinidad se le antoja un monstruo– es una norma; se respeta escrupulosamente en los buses, en el metro, en el supermercado. Aún en una sala de juegos, donde los aparatos chillan anunciando ganancias, la gente se mantiene callada, sin grandes expresiones de frustración o de alegría, como si solo el ruido metálico de las máquinas estuviera permitido.

Se respetan las normas “porque hay que respetarlas” y, como le contestaron a mi amigo Eddie cuando le preguntó a un japonés por qué no cruzaba la pista, aún con el semáforo peatonal en rojo, si era obvio que no venían automóviles por la calle, “porque no soy estúpido”.

No hay policías. En una semana, paseando de noche y buscando, como siempre, zonas complicadas (toléreseme el eufemismo) solo vi un patrullero en Shinjuku. En pleno mediodía un auto policial había detenido un coche y estaba interviniendo al conductor. Nadie parecía fijarse en el hecho, el “si no es tu asunto, no te metas” es una norma no escrita.

Sin embargo, como Hamlet sospechaba, “algo se pudre en Dinamarca”. Algo sucede que no sabemos pero que vislumbramos, algo “diferente” subyace bajo tanta civilización. Tanta rigidez, tanto acartonamiento, tanto deber y tanta tradición, no son indefinidamente soportables. Una olla a presión estallaría si no tuviera un “desahogo” (curiosa palabra utilizada en el México de las masajistas extrovertidas) que liberara –discretamente– el vapor acumulado.

Entonces es cuestión, como sentenció Yuki, de echarse a andar y hallar, por ejemplo, a la salida del metro de Yokohama, una tienda donde venden revistas de manga (la famosa historieta o cómic). Si resulta interesante saber que allí no hay ni un solo muchacho leyendo al odioso ratón “Miqui”, más llamativo resulta confirmar que la inmensa mayoría de los miles de ejemplares que allí se ofrecen contienen las más variadas, malabáricas y lascivas fantasías. En esas publicaciones despunta la presencia protagónica de célibes muchachitas adolescentes vestidas casi invariablemente de escolares. Es el paraíso de las Lolitas libinidosas que, a veces consintiendo desde el principio y otras forzadas por algún depravado al que luego miman, se someten a las más alucinantes variaciones sexuales. Los primeros planos y la proliferación de fluidos esparcidos por todas páginas terminan siendo tan hastiantes y empalagosos como una de esas películas pornográficas donde hasta el camarógrafo interviene entusiasta.

Esa fascinación por la “inocencia” se halla también en tiendas de lencería que, en vez de complicados encajes negros o escarlatas o en vez de sedas y transparencias, abundan en prendas casi infantiles, de algodón, blancas o en todas las tonalidades del rosado, con mariposas y florecillas, absolutamente castas, tanto como las púberes imaginadas que aparecen inmortalizadas en los libros de manga.

El área de Shinjuku es toda una experiencia. Junto a tiendas de electrodomésticos y cafés, se levantan, por ejemplo, cinco pisos que contienen la más grande tienda de películas pornográficas con la que me he cruzado en la vida (más grande aún que esas inacabables “sex shops” de Miami que tienen toda una sección dedicada a lo más variado del cine de la triple X). Cinco pisos de videos donde las diferencias se hallan en los colores de las portadas pero que –según se observaba en las pantallas que exhibían los “priviús”– dan vueltas, con uno que otro giro, al eterno tema de la mujer –casi siempre con cara inocente y falda minúscula– enfrentada a los instintos más o menos rampantes de media docena de actores.

Poco más allá, protegido por la discreción de lo subterráneo, se puede encontrar un cine en el sótano de un edificio donde se proyectan películas “para adultos”. En lo que me recordó a las tardes más decadentes de los cines Colón o Brasil de mi adolescencia, hallé allí, en una sala a media luz, un par de docenas de ancianos que trataban de robarle a la proyección algo de calor que los protegiera del viento invernal y penetrante que afuera corría.

Para los más tímidos –que los japoneses piensan en todo– se encuentran, cuadras más, cuadras menos, varias tiendas de alquiler de películas. La única diferencia es que el cliente no se lleva el video sino que lo renta para verlo allí, en unos cubículos por los que se paga por hora. No vi a nadie entrar emparejado, así que supongo que se trataba, como en todos los casos anteriores, de otro reino del onanismo más o menos público, más o menos supuesto, más o menos aceptado. Reino de abandonados y solitarios en un Tokio donde nadie conversa con nadie, donde nadie mira a nadie y donde los seres humanos son mutuamente transparentes e ignorados.

Finalmente vienen los famosos clubes, los “water business”, los “soap lands”, los “host club”, los “fuzoku”, las casas de masaje tailandés, los burdeles clandestinos y todos esos lugares de los cuales Yuki me habló. Poco o nada puedo decir de ellos; en cada entrada recibí un “no”, en cada puerta me detuvieron haciendo una cruz con los brazos, en cada umbral uno o varios tipos con cómico aspecto de criminales de película (lentes oscuros, terno negro, pelo corto y pintado) repitieron el “yapanísonli” que impidió a este gris cronista de callejones y lupanares entrevistar a alguna amable señorita para tener algo más que compartir con sus curiosos lectores.

Saturday, January 16, 2010

33.- Yuki

Yuki tiene veinticinco años y trabaja en un “cabakura”, una especie de club. El local está bajo la protección de la “yakuza” (los chicos malos de Japón) y ella puede hacer un promedio de cinco mil dólares al mes en una jornada de cinco horas diarias, seis días a la semana. Todo esto sucede cerca de la estación Yokohama, en el puerto del mismo nombre.

Yuki puede atender visitas de extranjeros porque estudió en los Estados Unidos “hasta los veintiún años” y habla inglés, algo que sus compañeras no pueden hacer pero que tampoco necesitan, casi todos los clientes, salvo algún cronista curioso o extraviado, son japoneses. Le pagan como veinticinco dólares por cada hora y recibe comisiones por todos los vasos de alcohol que consigue que le inviten.

Yuki se ufana de sus muchos “clientes fijos”, esos que en Latinoamérica serían “parroquianos”, visitantes consuetudinarios que se sienten perdidamente atraídos por ella y que gastan cientos y miles de dólares por gozar de algunas horas de su compañía. Cuatro de cada diez repite el plato y se convierte en reincidente. Esos gastan más porque se empeñan en complacer los gustos de la redondeada muchacha (algo extraño en un Japón sintético y despótico, si se comprende aún ese juego de palabras pasado de moda, como yo).

Yuki, que primero dice que no tiene angustias económicas porque el papá es arquitecto y la madre “importadora de cosméticos”, le paga la universidad a su hermano. La mamá de Yuki, antes de dedicarse al comercio exterior era “maiko”, aprendiz de geisha, y se enamoró del padre de Yuki, un cliente persistente con el que finalmente se casó.

Yuki sueña con tener el dinero suficiente para hacer un cabakura para mujeres, dice que de eso no hay en Japón, que es una sociedad machista. Cuando lo piensa un poco más confiesa que no sabe lo que quiere pero que un bar así “sería un buen negocio”. Su “vida útil” en este trabajo es corta, podrá permanecer cinco año más, hasta los treinta.

Yuki cuenta que para empezar en uno de estos clubes es necesario que alguien te reclute, hay sujetos que andan buscando jovencitas hermosas y medianamente preparadas para este empleo. Por cada chica que llevan, los dueños de los cabakuras les dan una comisión.

Yuki tiene que invertir en su apariencia, las uñas sobredimensionadas y pintadas de forma estrambótica “están de moda” y son una obligación. “Si no me pinto las uñas o si no me hago un peinado cada día, me multan”, es decir, se lo descuentan de su salario.

Yuki se ríe, “¿japoneses reprimidos?, de alguna manera, pero no”, lo que abunda en Japón son los lugares “de tolerancia”. “Las prostitutas están en Ginza”, allí empezaron a acudir las jovencitas japonesas que se alquilaban para regocijo de las tropas vencedoras norteamericanas después de las bombas atómicas. También producto de la necesidad de “relajar” a las tropas democráticas del tío Sam surgieron plazas de tolerancia en Tailandia (Pattaya) y en Hong Kong (Wan Chai), y solo son ejemplos.

Yuki dice que los “water business”, los “soap lands”, los “host club”, los “fuzoku” están en Ginza y en Shinjyuku, si vas por Tokio, “pero también acá cerca, en Kannai, encontrarás esos lugares” donde el sexo se vende (se alquila) más o menos explícitamente.

Yuki me explica que “la gente viene para hablar” y parece cierto. Hay varias chicas que acompañan, en otras mesas, a una serie de clientes. Al contrario de cualquier otro espacio público en Japón, allí las personas hablan desenvueltas, levantan el tono de voz, se ríen a carcajadas, escandalosamente, como sucedería en cualquier país de Latinoamérica. Los japoneses parecen relajados por primera vez. “Vienen directamente del trabajo, salen de la oficina y se vienen para acá, por eso la actividad comienza como a las seis de la tarde”, no se trata de gente de bajos recursos, “para venir acá hay que ser ejecutivo, hay gente que gasta cientos de dólares en una noche, vienen, se sientan con nosotras, nos miran, juegan a enamorarse y, sobre todo, conversan, conversan de todo, del trabajo, de los problemas de la oficina, de la casa, de la mujer que también es ejecutiva y con la cual no puede comunicarse porque esta es una sociedad muy competitiva”.

Yuki señala que “por eso no entran extranjeros, porque no entienden cómo funciona este lugar, no comprenden que se pueden gastar muchos de dólares y, en el mejor de los casos, si la chica quiere, podrán agarrarle la mano o acariciarla”.

Yuki dice que tiene una vida propia y un novio. Vive tranquila, sus padres saben en qué trabaja porque “no hago nada malo” y, además, “acá aprendo mucho porque toda esta gente es educada, acá vienen banqueros y economistas y me hablan de todas sus cosas”.

Yuki cree que trabaja en “en un lugar decente” y, de alguna manera, es verdad. Cada media hora (porque, como en un estacionamiento para automóviles o un karaoke, cobran por tiempo) se acerca uno de los encargados y muy amablemente informa que cargarán treinta minutos más (y sus respectivos yenes) a la cuenta.

Yuki también es decente (como sus jefes) y generosa (como su escote). Parece que le caigo en gracia, que eso de “voy a escribir un artículo” la entusiasma. Solo ha bebido un whisky, “porque tengo que pedir algo para estar contigo”, y es el trago más barato del lugar. Se lo agradezco.

Yuki no sabe quién es pero no tiene tiempo para esas preguntas. “En Japón todos somos ateos, porque si hubiera dios este mundo sería mejor”, dice sonriendo con amargura mientras yo me despido sin contar el vuelto que dejo sobre la mesa, en el mismo sobre blanco y elegante en el que me lo han dado.