Saturday, October 25, 2008

12- La cadena alimenticia

“Las mujeres blancas somos el último eslabón de la cadena alimenticia” –me dice alguna– “con la cantidad de asiáticas que se acuestan con un extranjero por un trago, por veinte dólares o por una promesa, nadie quiere darse el trabajo de enamorarnos”. ¿Hay resentimiento en sus palabras? “Las que vienen solteras y buscan una pareja terminan yéndose a los dos o tres años, ningún hombre se va a enganchar en una relación seria cuando pueden tener sus esclavas sexuales”, me dice una mujer, extranjera, solitaria y ligeramente amargada, por supuesto. “Eso que todavía no fuiste al “retescuer”, ahí te vas a hartar de ver especímenes bellísimos que hacen que las pobres bulés como yo suframos más de la cuenta en Yakarta”, me comenta más deportivamente otra a la que le faltan años y le sobran lo que se necesita como para andar acomplejándose a pesar de la feroz competencia.

Las mujeres occidentales que llegan a Indonesia vienen generalmente en dos condiciones, o esposas de sus maridos (que suelen ser los que arriban al país con los jugosos contratos de expatriados) o solteras (profesionales animosas y aventureras o profesoras de colegios internacionales). Unas y otras se enfrentan a la dura realidad de un país con millones de muchachitas jóvenes y atractivas que, en muchas casos (toda generalización, ya lo sé, es asquerosa), no tienen el menor escrúpulo en darle curso al marido ajeno o enamorar, con más libertad y menos exigencias, a los solteros que se dejan seducir por las complacientes féminas que piden poco o no piden nada (hasta que empiezan a pedir, pero esa ya es otra historia).

El ángel estaba en la barra, esperaba que le entregaran lo que había pedido. No escuchaba la música, no miraba a nadie, parecía no estar allí o, peor, parecía que no sabía o no entendía cómo diablos había terminado allí. Cuando le entregaron el jugo (los ángeles no toman licor) se dirigió hacia la mesa más cercana al escenario donde la rubicunda con sobrepeso seguía cantando o creyendo que lo hacía.

Eran doce o quince mujeres. Las había de todas las edades. La mitad pasaban largamente la cincuentena y sus carnes, animadas por el alcohol, habían perdido momentáneamente la serenidad de su estrenada senectud para sacudirse al golpe del rocanrol sesentero que coreaban felices. Se me hicieron simpáticas, llenas de vida, divirtiéndose entre ellas con ese entusiasmo de quien ya no tiene que llegar a casa para darle de cenar a los hijos o para acostarse de mala gana con el marido que hace mucho se olvidó de cómo era que realmente ella gozaba. Estas mujeres tienen la dolorosa libertad de la soledad, de la cama vacía, de la casa habitada de gatos, recuerdos, fantasmas y empleados que caminan sin hacer ruido. Cantan y bailan como seguro lo hicieron en esa juventud que les queda ahora tan lejos del cuerpo y tan cerca del entusiasmo, llevan en sus manos vasos llenos de cerveza y cocteles de todos los colores.

Las otras eran jóvenes y, a ojo de buen cubero, agradables a la vista. No pasarían los veinticinco años y bailaban también, animadas, felices, con la libertad de sus líneas firmes y dóciles, de sus vestidos ligeros, de sus muslos ágiles, con esas sonrisas que lo iluminan todo, esas miradas brillantes aún, esos labios sedientos y esas almas nuevas. Mujeres con una frescura que en cualquier parte sería razón suficiente para tener que andar escabulléndose de las hordas de varones entusiastas que las rodearían –como es justo– con sus pretensiones, pidiéndoles bailar la siguiente canción, invitándoles una copa de vino o tratando de hilar una conversación más o menos inteligente que los destaque de los otros en la pelea.

Pero nada de eso sucedía. Bailaban solas y ningún hombre se les acercaba. No era ausencia, era desinterés. Había hombres, hombres jóvenes con pinta de modernos ejecutivos, recién graduados de universidades de postín que vienen “al fin del mundo” para pagar piso, hacerse un espacio y ganarse, “en la cancha”, el derecho a seguir progresando en sus corporaciones. Estaban allí, pero no miraban a las jovencitas que bailaban solas junto a la mesa cercana a la banda porque sencillamente tenían los ojos vendados de morenas pieles que serpenteaban a sus lados.

“¿Quién se va a tomar la molestia de abordar a una mujer occidental cuando las indonesias se les meten por los ojos, se ofrecen por nada y se van a la cama con ellos a veces solo por el gusto de acostarse con un hombre blanco?”. Cierto, las mujeres extranjeras hablan por la herida, pero alguna razón tienen. “Claro que si quieres, igual puedes tener sexo, tampoco es que no se pueda, basta con comportarse como las locales, tomarse un trago, seducir al sujeto, hacérsela fácil, no pedir compromisos, acostarse con él la primera noche y no esperar que haya una nueva llamada” –me dice una que se niega a vivir así– “porque no me da la gana, porque no quiero andar peleándome por un hombre como si fuera el último macho reproductor del planeta, porque no lo necesito”, se reafirma. “Ni bien llegan y se enteran de lo fácil que es todo, a los bulé se les trepa el ego, pero después las pagan” –sentencia otra que lanza la maldición–; “no se dan cuenta de que nueve de cada diez lo único que quieren es su dinero. Después de la primera noche empiezan a adueñarse del cándido que termina vencido por las hormonas y por esa necesidad, tan machista, de sentirse los fuertes, los que todo lo pueden, los protectores. Luego es solo cuestión de tiempo y, cuando ya los tienen en el bolsillo, comienza la sangría con la mamá enferma, la operación del hermano o la abuela hospitalizada…”.

En medio de tanto ajetreo, el ángel se aburre en la mesa. Alguien le habla y ella sonríe, sin ganas, alguien le presenta a un chico –uno de los pocos que se ha desmarcado de las indonesias que a todos atrapan– y habla con él con nerviosismo, sin fijar la mirada, sin saber realmente cómo comportarse frente a este varón que hace inútiles intentos de avanzar sobre ella. El pobre tipo, que hace esfuerzos grandes por hacerse escuchar a través del estruendo, no consigue arrebatarle más que la cumplidora sonrisa de estatua de cera que no dice nada y que nada anuncia ni promete. Pero él no se rinde, entusiasta, dueño del mundo, consigue convencerla y la saca a bailar (“saca” es un decir, se pone a bailar con ella allí mismo, parados junto a la mesa y en medio del bullicio del alocado grupo de mujeres). Ella se mueve modosa, decentita, midiendo los pasos y meditando los gestos, sin aspaviento, sin que la falda, que no llega a ser mini, alce demasiado vuelo, sin entregarse al ritmo, sin realizarse, sin perder el control.

Bailar no es lo suyo y él se aburre, en la siguiente canción le dice algo y se retira junto a la barra donde un grupo de amigos suyos departe cómoda y cálidamente con unas indonesias que se acercaron hace un rato. Pronto las cervezas campean, las risas aumentan el tono, la convulsión de los cuerpos se acelera y los brazos de ellos empiezan a enredarse en las cinturas de ellas como llevados por el ritmo de la música.

El ángel se queda allí, sin compañía. Está rodeada de sus amigas pero no importa, está tan sola que me conmueve.

Me tienta acompañarla, pero yo, que ya sé que los ángeles no existen, la dejo abandonada…

Monday, October 20, 2008

11- Falsa alarma

No soy yo ni mi pinta de “bulé” aún sorprendido en medio de esta marea de mujeres que se va apoderando del ambiente, quien llama la atención de la minifaldera que se acerca a pasos agigantados, es uno de mis compañeros. Es hacia él –cuyo anonimato me permito– que se acerca la muchacha aquella; no tiene 25, tiene 28. Detrás de ella aparece –menos agraciada pero más decidida– otra amiga. ¿Sus nombres? Los supe, pero ya no me acuerdo. Reales o ficticios, tenían esas “i griegas” precedidas de doble consonante que resumen en “quiero ser” inconfundible. ¿Fanny, Jenny, Sussy?, no importa, lo único cierto es una de ellas había salido la semana anterior con mi amigo (es decir, “salido” de la discoteca donde la conoció y “entrado” a su departamento).

En la conversación que sobrevino, los lugares comunes se sucedieron uno tras otro, como las motocicletas en las calles de Indonesia. Que el clima (que en Yakarta siempre es el mismo, calor, con lluvia y sin ella –y esa noche llovió a cántaros–), que el ambiente, que la música, que la gente, “qué te tomas” y un decente jugo de naranja para empezar la noche, y “¿pero, ni una cerveza conmigo?”, y risitas y más frases comunes, “qué linda”, “me encanta tu falda”, “qué bonita está tu amiga”, “qué bien te queda el rojo” y la música martillando y los hombros moviéndose o tratando para seguir ritmo y “sí” y “no” y la repetición hueca de los “cómo estás”, “¿qué te parece el lugar?” y “¿habías venido antes?”.

Me aburro. Ellas ríen tontamente, como supongo que debe ser la risa forzada por estas situaciones. Beben el jugo de naranja, se muestran sorprendidas ante los avances de mi amigo y al mismo tiempo se le contonean a diestra y siniestra. Otro de nuestro grupo se ha ido “por más cerveza” y se ha detenido a conversar con una muchacha de ropa apretada con la que ya había cruzado largas miradas. Regresa riéndose, pero riéndose de verdad. “¿Vieron a ese tipo?”, nos pregunta a viva voz tratando de hacerse escuchar en medio de la música ensordecedora. Lo vemos, es un armario de casi dos metros de alto, espaldas anchas y cráneo angular, de esos que revelan pocas neuronas, no sabemos cómo es su cara pero la imaginamos perfectamente imbécil mientras la muchacha lo abraza y vuelve a regalar miradas cómplices a nuestro amigo. “Estaba en plena conversación, diciéndole lo linda que era y preguntándole si quería bailar conmigo, cuando sentí una presencia incómoda a mi lado, volteé y lo vi, me miraba molesto y me dijo que ella era su novia, así que sonreí, lo felicité y me fui…”. “Seguro que la tiene reservada toda la noche…”, intervino el cuarto de nosotros, tablista cuarentón con más de cuatro años visitando estas tierras, “ésa ya está pagada, búscate otra”, sentenció.

En el salón de al lado hay una mesa de billar. Juegan tres mujeres y dos hombres. Ellas, las tres, están de negro, labios rojos, cigarrillo en la boca, ligeros vestidos de algodón o apretados pantalones, escotes pronunciados, tacos altos; parecen uniformadas. Todos miran –miramos– cómo se agachan provocadoras cada vez que les toca jugar, se estiran por sobre la mesa como gatas perezosas, se ponen en puntas de pies, levantan las caderas y se sonríen entre ellas mientras los sujetos –simplones, descamisados, con el gesto estúpido que sobreviene después de la quinta cerveza, con sus relojes recargados, sus cadenas de oro y sus seis décadas encima– las miran babeantes, desesperados porque ese jueguito termine de una vez por todas en la habitación del hotel donde se alojan.

No son los únicos; el ambiente está lleno de estos extranjeros, los hay de todas las edades pero hay dos grupos grandes y fácilmente diferenciables: el primero lo conforman los que deambulan entre los veintimuchos y los treintaipocos (muchachos afortunados a los que la distancia y los sueldos de expatriados les ofrecen libertad y seguridad, conversan, ríen, fuman y beben cerveza mientras esperan –con la segura calma de saberse jóvenes– “a la de esta noche”); y, el segundo, el de los tipos que deben andar acabándose los cincuenta o jugándose ya buena parte de la sesentena (peinan canas –si tiene pelo–, cargan vientres abultados, no guardan ni modales ni formas y lo toman todo como sintiéndose con derecho, son prepotentes y salivosos, y miran a las mujeres con los ojos vidriosos y febriles de los que tienen poco tiempo).

Junto a la mesa de billar hay otro grupo de chicas conversando bajo el fuego de las miradas de los sexagenarios que pululan con sus “güisquis” en las manos. Una de ellas, inmensa, morena, de ojos y labios grandes, es la que más llama la atención. Lleva un vestido morado cuyo algodón muestra sin vergüenza alguna un cuerpo que aún no necesita de sujetadores que sostengan lo que dentro de algunas primaveras cederá al omnívoro poder de la gravedad. Uno de nosotros –el de la escena del novio celoso– decide que “ya es tiempo”, y se lanza directamente al pozo mientras desoye los consejos del otro –el tablista– que le dice “tiene demasiados hombres alrededor”. Al final, los dos se van juntos mientras la de morado se ríe de buena gana con un tipo canoso que seguramente no conoce. Los pierdo entre la multitud.

Quedamos los cuatro, y mi amigo –el de la amiga de la salida– se multiplica en bromas, gestos e insinuaciones, tratando de convencer a las dos muchachas para que se beban una cerveza (“sin alcohol, siempre se ponen más difíciles”), pero nada; ellas juegan otro partido. En la segunda cita las reglas empiezan a cambiar, no mucho, pero cambian. Ellas no están allí para un nuevo “choque y fuga”, ya no son “como las otras”, hablan con más familiaridad y buscan un reconocimiento, un gesto, una actitud, que las haga, si no oficiales, al menos oficiosas.

Yo me aburro de escuchar frases hechas y mi amigo de decirlas, así que él, que tiene menos paciencia y más movilidad que yo –que estoy sentado en uno de esos bancos odiosamente altos que tienen las cantinas y mantengo el precario equilibrio apoyado simultáneamente contra la pared y la mesa–, decide irse “a rescatar a los otros”. Me quedo allí con las dos mujeres, rodeado, emboscado en mi incapacidad absoluta por mantener una farsa en la que no tengo ningún interés. Lamentablemente, la idiotez no es afrodisíaca.

Una de ellas es sencillamente estúpida; tratar de conversar el más trivial de los temas es como pretender explicarle física cuántica a una foca, decido ignorarla, ella decide lo mismo y se pone a buscar medio desesperada el rastro de mi compañero. La otra, en cambio, tiene, además de la minifalda, una historia que contar y ganas de hacerlo, habla con calma, como quien sabe que posee a su favor el tiempo. Su vida empezó temprano, “a los diecisiete”, cuando conoció a un australiano en la oficina donde fungía de secretaria. “Fui su novia por diez años”, me dice. “Estaba casado” –me aclara cuando le pregunto por qué pelearon– “yo era su mujer en Indonesia, él tenía esposa e hijos en Australia, viajaba a verla cada dos semanas, y a mí no me importaba, me mudé con él y vivimos juntos por casi diez años”. El último alarido del rock que casi me revienta los oídos no me deja entender la razón de la pelea, pero escucho “viajé hasta a Sydney para aclarar las cosas y volví sola, ya no confío en los hombres”. No hay cólera en sus palabras, ni siquiera decepción o tristeza, solo indiferencia, la misma indiferencia con la que ve a su amiga –la mono neural aspaventosa que se aburre como un hongo al lado suyo– tratando de devorarse a nuestro amigo que regresa sonriendo.

“Yo que fui a salvarlos de la vergüenza de ser ignorados por la del vestido morado y ellos que ya no estaban”, “¿no estaban?”, “no, resulta que se metieron sin pedir permiso en la conversación y el viejo salió perdiendo”, “¿y, a dónde están ahora?”, “al fondo”, “¿al fondo?”, “sí, al fondo hemos descubierto un ambiente al aire libre donde están dando un concierto, ¡hay un montón de mujeres!, ¡vamos!”. Y fuimos (la elemental renegaba como niña con berrinche, “yo he venido para estar con otras mujeres”, pero igual partió abrazada de mi amigo).

Pasando el comedor, que está en el centro del local, se llega a una zona al aire libre donde una rubicunda añosa, desentonada y con sobrepeso atronaba lo que sospeché que era una canción en una especie de escenario que se alzaba al fondo. La fauna allí era (lo fue por un rato más) diferente.

En la barra, donde un andrógino sujeto lleno de aretes servía cervezas, vi lo imposible. Era un ángel cuyas alas, perdidas tras algún combate contra el mal, la habían condenado a esa Sodoma postmoderna. Era bella, con esa belleza extraña que combina la armonía de las formas, la inteligencia del rostro y la serenidad de la mirada…

Monday, October 13, 2008

10- Saigón en Yakarta

Viernes, nueve de la noche. El bar, cuyo nombre no recuerdo (algo de unas “promesas”, que refleja bien su esencia), queda en Kemang, “la zona de los bulé”. Los extranjeros han hecho de ese barrio, más al sur que al centro de Yakarta, su dominio, su lugar de estar, su calle favorita, su fortín y su elemento (el otro paraíso para los expatriados es Kuningan y su triángulo dorado donde se intersecan tres grandes avenidas y en cuyo interior se levantan los más fabulosos hoteles y centros comerciales, pero esa es otra historia). Kemang es la calle de los bares y los restaurantes, lugares para todos los bolsillos (bolsillos con más o menos dólares, claro) donde puede hallarse desde una hamburguesa colesterona y aderezada hasta un “foie gras” hipertrofiado y carísimo, pasando por el pollo al curry, el “apple strudel” (con helado de vainilla), los nachos con guacamole y la infaltable pizza. Abunda la cerveza en todas sus marcas y famosas nacionalidades y tampoco es raro encontrarse con un buen ron caribeño o un tequila, ese buque insignia de los alcoholes mexicanos (chilenos y peruanos, que somos cuatro gatos en estas islas, podemos llevar en paz la fiesta; el pisco tiene aún el terreno libre para una nueva guerra de inútiles arrogancias patrioteras cuando alguien se anime a importarlo).

Mis tres compañeros de aventura me han dicho “vamos a jugar billas”, yo no juego pero no me gusta ser aguafiestas, así que partimos del edificio donde vivimos en busca de ese lugar que nadie conoce “donde hay mesas de billar, para pasar una noche tranquila divirtiéndonos y tomándonos unas cervezas”.

El taxista se da cuenta de que no tenemos idea de a dónde vamos y decide pasearnos media hora por la ciudad en la desesperada pretensión de hacer avanzar más el taxímetro (“pájaro azul” es la única empresa de taxis que la neurosis recomienda para los extranjeros, “son los más confiables” dicen todos). El abuso del pobre hombre nos ha costado cuarenta mil rupias (un dólar a cada uno) y llegamos al lugar que se descubre como uno más de los muchos que abundan por estas partes.

Es un bar regentado por algún extranjero que vio la posibilidad de un buen negocio recreando el ambiente de las cantinas norteamericanas en donde sólo atienden mujeres en ropas ligeras (aunque acá no llevan uniforme). Mi imaginación, que no es poca, comienza a andar, solo falta el segundo piso repleto de habitaciones “en uso” y el piano donde algún virtuoso borrachín alegre a la multitud. No sé si quedarme con esa imagen de la cantina del viejo oeste (donde el “sherif” y los cuatreros se emborrachan juntos) o con la más moderna visión que se me cruza al ver el número de rubios “acosados” por las muchachas locales, la de un bar en el corazón de Saigón en mitad de la guerra de Vietnam donde los “marines” y las prostitutas se relajaban mientras afuera estallaban los bombazos. Me quedo con Saigón.

El lugar tiene varios ambientes. La puerta de la izquierda lleva de la calle al comedor pasando antes por un recibidor elemental donde dos o tres mujeres jóvenes y sonrientes nos dan la bienvenida. Como todas las indonesias (o casi todas) son bajitas, delgadas, de ojos vivos y sonrisa perenne (sigo preguntándome, sin hallar respuesta que me satisfaga, qué tan veraces son esas inmensas sonrisas con las que las muchachas nos regalan).

Sonríen y sonreímos, todos jugamos a lo mismo. Una minifalda negra nos conduce a un gran comedor; es el típico restaurante donde decenas de personas (en su inmensa mayoría extranjeros) están “comiendo algo”. “Comida occidental”, le dicen, y chorrean grasa las frituras que me llaman desde esos platos repletos de hamburguesas, papas fritas, alas de pollo a la parrilla, pedazos de carme jugosa y algún postre de esos con mucha leche, azúcar y su correspondiente montón de calorías. Ignoro el llamado del vientre, veo y no consumo, no es falta de ganas, sino de tiempo. La atención de mis compañeros, que ya me abandonan, se centra en el bar que se halla al lado, los sigo. ¿Billar?, ¿quién dijo que jugaríamos billar?

Una puerta a la derecha, en la que no reparé al llegar, ofrecía la entrada directa de la avenida hacia la cantina. El lugar está repleto, para transitar tienes que amablemente esquivar cuerpos o rozarlos (depende de los gustos y a nadie parece importarle mucho), atravesar pidiendo disculpas “por-si-acaso”, aunque, con la música atronando y el alcohol embruteciendo los sentidos, nadie escucha.

Lo primero es ir a la barra y pedir una cerveza. Una jarra inmensa, exagerada, que llena una muchacha de unos veintitantos años cuyos brazos –que observo porque están desnudos– se han endurecido a fuerza de cargar el licor de los demás. Es diferente a todas, es simple y sencilla, tiene el pelo lacio, oscuro y libre, usa pantalones sueltos y sandalias que dejan ver sus pies minúsculos, lleva –sin coquetería pero sin vergüenza– una blusa de esas que dejan ver los hombros, es sensual, pero no lo sabe (al menos, eso quiero creer). Los anteojos que lleva puestos denuncian una miopía redimida y le dan un aire intelectual que la descontextualiza de todo lo que ocurre a su alrededor; su mirada, serena detrás de esos lentes dignamente corrientes, no refleja la avidez ni la apetencia que, solo unos centímetros a la izquierda, se adueña de su compañera –más baja, menos agraciada pero más escotada y con una minifalda que deja ver esos muslos sólidos a fuerza de tacones– cuando cualquiera de los parroquianos le habla para pedirle un trago o un encendedor. Esta muchacha parece ignorar dónde trabaja, parece no pensar o no mirar o no darse el lujo de meditar un poco o abrir los ojos o ver cómo a su alrededor se desenvuelven todos. Tiene el rostro sereno pero no regala risas, en realidad cualquiera que la observe se daría cuenta de que ella no está allí, pero nadie la mira. Demasiados escotes, demasiadas minifaldas, demasiadas miradas descaradas, demasiados roces y provocaciones como para fijarse en ella. A las camareras así no se les deja propina ni se le escriben historias, solo se les olvida.

La música es estruendosa, porque siempre es mejor mucho ruido. Avanzamos hasta el fondo, “cerca al baño” (unisex, dicho sea de paso) y logramos apoderarnos de una esquina. Hay un abandonado blanco donde duermen olvidados cuatro dardos con los que juego un rato mientras veo a mis compañeros hacerse parte de un ritual que, a lo largo de la noche, se multiplicará y se hará más evidente.

Ya son las diez y las mujeres empiezan a fluir como los pájaros vuelven tras el invierno al llamado de la primavera. Son muchas. Todas están “producidas”, poco o bastante, pero empeñadas en ser más atractivas –“menos indonesias”, según sus propios parámetros de belleza (esa es otra historia)– y convocar más miradas y más necesidades.

Una tras otra pasan por la puerta. No vienen con nadie en especial, llegan, de a dos o solas, sin embargo, parecen conocer a todos. Con las mujeres que encuentran en el bar se saludan como viejas amigas, como viejas compañeras de jornada, de sueño, ¿de trabajo? Con los hombres se saludan más amables, más cercanas, más al alcance del abrazo, más próximas a la carcajada alcohólica o al aliento ácido del que está a punto de pasar del mucho al demasiado.

Por esa misma puerta, batiente como en cualquier bar que se respete, ingresa una chica que debe tener unos veinticinco años, es delgada, tiene el pelo corto, la cara con rasgos finos, los tacos altos, la blusa roja, la falda corta y la cartera falsa. Entra definitiva como una promesa y cruzamos miradas…

Friday, October 3, 2008

9- Idul Fitri

La celebración del Idul Fitri es la conclusión de Ramadán, el mes sagrado durante el cual los musulmanes disciplinan su organismo con ayuno (puasa) y abstinencia, y es, también, el tiempo en el que la gente vuelve a sus hogares y se reúne con la familia. Como el día se establece en base al calendario lunar islámico, varía todos los años en nuestro calendario gregoriano.

En Indonesia, la fiesta da lugar al desplazamiento de una multitud de seres humanos a lo largo de sus casi dos millones de metros cuadrados de tierra, distribuidos en sus más de seis mil islas habitadas. Este año se estima que se han trasladado unos veintiséis millones de personas (poco menos que la población del Perú). Las carreteras se saturan, la gente viaja en los techos de los trenes, los transbordadores (no los espaciales sino los muy sencillos "ferris") colapsan con cientos de miles de automóviles y no hay un solo boleto de avión disponible para viajes de último minuto. Las motocicletas (esa moderna maldición que se ha adueñado de las calles de Yakarta), despreciando prohibiciones, limitaciones y advertencias, toman las autopistas y lo inundan todo con su carga ahorradora e irresponsable de dos, tres y hasta cuatro pasajeros que viajan por la décima parte del costo de un pasaje en tren. La policía ha renunciado a detener y multar a los infractores, hace rato ha sido sobrepasada en su capacidad operativa y nada puede contra ese mar de motos (entre dos y tres millones) que esta semana recorre las islas.

Si bien Indonesia es el mayor país musulmán (85% de sus 240 millones), es una nación tolerante. Gobernada por el principio "Bhinneka Tunggal lka" ("unidad en diversidad"), permite que templos budistas, hinduistas, confusionistas, católicos y cristianos abran sus puertas a los fieles de distintos credos. El caso de Aceh (léase Achej) es particular, sus normas están ligadas a la sharía (ley islámica) gracias a un acuerdo de paz firmado el 2005 entre el gobierno central y las fuerzas del Movimiento de Liberación de Aceh (GAM, por sus siglas en achenés) que hizo del norte de la isla de Sumatra un "territorio especial" donde se encuentran los más conservadores y ortodoxos dentro de los musulmanes.

El Idul Fitri me sorprende en Yogyakarta. Éste es el nombre de una provincia de la isla de Java gobernada por un sultán, un territorio famoso por la variedad de templos budistas e hindúes que concentra (donde "la joya de la corona" es Borobudur, el más grande templo budista que existe) y porque en su capital (del mismo nombre) se alberga gran variedad de universidades y centros de estudio que le otorgan un gran prestigio cultural e intelectual. A esta "ciudad universitaria", a una hora de vuelo de la capital de Indonesia (más las tres horas que me tomó ir, en taxi, hasta el aeropuerto de Yakarta), llegué aprovechando un "bréik" en mi trabajo e intentando (inútilmente, una vez más) aprender un nuevo idioma (pero esa es otra historia).

Yogyakarta es amable y acogedora, como su gente. Vive en mitad del camino entre la modernidad (representada en las motos que detesto y un número infinito de pequeñas tiendas donde venden teléfonos celulares) y su pasado (milenario en sus templos y las carretas jaladas por silenciosos y tristes caballos en Malioboro, su calle más famosa). Tiene tintes cosmopolitas, ancestrales y globalizados (delicioso mazacote que describe –mal que bien– la realidad de Indonesia).

En Yogyakarta el Idul Fitri es una fiesta de reencuentro y reconciliación, de amor y perdón. Vencidos los impulsos del cuerpo tras un mes de ayuno diurno, los musulmanes llegan al "takbirán" (tarde del último día del Ramadán) llenos de alegría. Tras la oración que anuncia el último ocaso del mes de ayuno, la gente come con libertad, sale a la calle y celebra. Las calles aparecen atestadas. El tráfico se hace pesado y miles de hombres, mujeres y niños, se apoderan de los costados de las avenidas, expectantes, como aguardando algo.

El desfile comienza y va, por barrios y por calles, llevando la comparsa que abunda, sí, de mujeres cubiertas de pies a cabeza como en los más ortodoxos países musulmanes pero que, sin embargo, se contonean con alegría carioca, al ritmo de los tambores (que tocan entusiastas jóvenes que más parecen rocanroleros con sus anteojos negros y su pelo largo) y de los cantos que van identificando a cada grupo. Lo más sorprendente son los motivos y temas. Se pueden ver, entremezclados con las más tradicionales antorchas o vestimentas, elementos tan ajenos al mundo musulmán como soldados romanos, serpientes chinas, hanumanes (Hanumán es el leal mono blanco del Ramayana hindú) y hasta un despistado "Bob Esponja" (ese odioso, fronterizo y afeminado personaje de unos dibujos animados televisivos). Súmese al jolgorio callejero el estruendo de los fuegos artificiales y se tendrá una idea de la primera noche.

Lo demás, lo que sucede en los dos días siguientes, lo supe por el maravilloso testimonio de Eni, la única musulmana de las cuatro profesoras que se empeñaron en la imposible idea de hacerme aprender indonesio:

"Al día siguiente nos levantamos en la mañana, nos vestimos con el traje para rezar, que es blanco, porque representa la pureza, y vamos a la plaza. Allí nos reunimos todos los del barrio (o de la aldea, si es en el campo) y oramos. Eso dura como media hora. Luego empieza a hablar el Imán de la zona, él habla como media hora más y todos lo escuchamos. Luego de eso vamos a la casa, nos quitamos el vestido para el rezo y empezamos el "silaturahmi", que es la visita del Idul Fitri. Es por eso que todo el mundo viaja, todos van a visitar a sus parientes, los mayores se quedan en sus hogares y los más jóvenes se pasean por todas las casas de parientes y amigos, saludándose, encontrándose, reconciliándose. Una vez que llegan a la casa se juntan todos en la sala y se pide perdón con una frase ritual que dice "Salamat Idul Fitri, mohon maaf lahir dan batin" ("Feliz día sagrado, te pido que me disculpes por mis pecados, tanto los de acto como los de pensamiento"). Cuando todos se han perdonado empieza lo mejor, se comparten los bocadillos que han puesto en el comedor. La comida abunda, hay comida en todas partes, todo el día comes. Primero vas a la casa de tus padres y después pasas por donde tus tíos, tus primos o gente mayor a la que respetas y honras, en todas las casas se repite la misma ceremonia, como al medio día se para, en donde estés, para rezar. En mi caso visité más de quince casas. Es agotador, terminas el día como a las seis o siete y solo piensas en irte a descansar. Al día siguiente, que también es feriado, muchos buscan refugio en los hoteles porque estar en casa cansa, hay que recibir quince o veinte grupos de visitas y no hay nadie que ayude. En Indonesia todo el que tiene un poco de dinero tiene una "pembantu", una (o varias) ayudantes en la casa, pero en esas fechas nadie puede retener a nadie y todas las empleadas se van a sus villas y como las señoras no quieren trabajar el segundo día, los hoteles se llenan y, claro, están más caros porque todo sube de precio, no solo el alojamiento, los pasajes, las cosas en las tiendas y hasta la comida…".

Eni sigue con su relato pero yo ya estoy pensando cómo esta muchacha, entrando a la treintena, que defiende su independencia, que anda en motocicleta, que estudia y trabaja incansable, que ama la cultura, que es emprendedora y atrevida y que está llena de vida, representa tan bien a esos millones de musulmanes tolerantes, abiertos, sinceros y honestos, que aman sus tradiciones, critican los excesos y conviven (en sincera paz, no en paz armada) con católicos, cristianos, hindúes, budistas y confusionistas (claro, alguien dirá "pero el estado indonesio no reconoce otras religiones, empezando por los judíos o los ancestrales animistas" y eso es tan cierto como que este día tendrá su noche, sin embargo, en un mundo plagados de intolerancias aceptar las creencias del setenta por ciento de la humanidad creo que ya es un avance).

"Es más –agrega Eni y me regresa de mis divagaciones, tan vez inexactas, tal vez demasiado entusiastas–, hace unos años el Idul Fitri cayó a fines de diciembre y el gobierno temió que la coincidencia con la Navidad causara enfrentamientos. Sucedió todo lo contrario, musulmanes y cristianos se visitaron y saludaron mutuamente y nadie se peleó…".

¡Selamat Idul Fitri, Indonesia! y que todos nos perdonemos algún día…