Tuesday, August 5, 2008

1- El bienestar de nuestros pasajeros

Mudarse a Indonesia cerca de la cuarentena puede parecerle, a cualquiera que juzgue desde nuestra limitada visión de occidentales clasemedieros y endeudados, una locura, una insania o sencillamente una de esas “huídas hacia adelante” que rara vez consiguen otra cosa que no sea prolongar aquello de lo que se escapa. “¿No pudiste escoger un lugar más lejano?”, me preguntó quien a preguntar aún tiene derecho y yo respondí “no, Indonesia es, kilómetros más o menos, la antípodas del Perú” (y solo “masomenos” porque me dice mi primo Michael que la antípodas Lima se halla en las Filipinas).

Razones puede uno inventarse las que quiera y explicaciones también, pero no quiero, como decía mi abuela Livia “nomedalagana”. He llegado a esta maravillosa edad –a veces terrorífica–en la que no tengo que rendirle cuentas a nadie y eso, como me dijo Beni en México cuando le conté que mi vida entera entraba en cuatro maletas, “es una maravilla, gordo, ¿no te das cuenta de la libertad que tienes? Yo, aunque quisiera, no podría irme, estoy encadenado a mis comodidades, a mi casa en Interlomas, a mi departamento en Acapulco, a mi camioneta y a mi estilo de vida, soy un voluntario esclavo del lujo”, lo que me convierte en algo así como en un liberado sin más posesiones que un poco de ropa “extralarsch”, algunos libros y esta máquina desde la que escribo.

Ya no soy hijo y dudo que sea padre; es verdad que tengo hermanos que amo y amigos entrañables que le dan sentido a mi existencia, mujeres que quiero y que me quieren, nombres que recuerdo y nombres que seguramente ya me olvidaron. Sin embargo, nada me ata a la geografía y esos afectos seguirán creciendo en la distancia, o se diluirán en el tiempo, aunque jamás me mueva de la casa que fue de mis padres. Entonces, ¿por qué no?, ¿por qué no partir, volar, andar, emprender, lanzarse –al menos una vez– a la aventura –más o menos controlada, más o menos segura– en un país absolutamente ajeno, en un continente desconocido, en esta tierra que es para nosotros el fin del mundo aunque para los nativos de estas islas sea el sitio sagrado donde empezó la existencia?

Decidida, entonces, mi suerte, dejé que los dados rodaran por donde el azar los conducía y me puse a trabajar en la tarea de poner mi humanidad en Yakarta, un lugar tan misterioso y desconocido para mí como Katmandú o Tanganica. Tras varios meses de saludos, felicitaciones, agradecimientos, visados, papeleos, pasajes electrónicos, contactos y coordinaciones, me encontré ese miércoles en la mañana con las maletas listas y el taxi esperando puntual a la puerta de la casa. Cualquiera que me conozca sabe que soy un maniático, que detesto llegar tarde, que los aeropuertos me ponen sensiblemente nervioso, que detesto las colas, que odio las revisiones de seguridad, que las salas de espera me son insoportables, que volar –a lo que parezco estar condenado por dioses traviesos o sádicos que se empeñan en ponerle alas a mi sobrepeso– me recuerda constantemente la vanidad de Ícaro (y sus consecuencias). Por eso, cuando decidí ir al aeropuerto “solo y en taxi” cuatro horas antes, a nadie le llamó demasiado la atención.

Supe que las cosas andarían mal desde el comienzo, escoger la fila equivocada para chequearse en el mostrador de la aerolínea fue un mal augurio, aunque la señorita de uniforme apretado que fungía de ordenadora me dijera ese “nohayproblema” que solo se creen los turistas y los niños de tres años. Cuando al fin llegué, tras una larga cola de bulliciosas familias felices listas para sobregirar la tarjeta de crédito, la rubia veinteañera que recibió mi pasaporte demoró más de lo previsto tecleando nombres y códigos en la máquina; al parecer, la pantalla era incapaz de responder sus dudas. “¿Sucede algo?”, interrogué curioso. “No puedo emitir sus tickets hasta el destino final”, y después de un comprometedor silencio agregó la pregunta con la que dejaba en evidencia el profundo conocimiento de su trabajo, “¿en dónde queda Yakarta?”. Creo que mi lacónico “es la capital de Indonesia” la mantuvo en la misma ignorancia porque la luz no se hizo en su mirada y se fue donde alguien más a saciar su sed de conocimientos. Volvió con una repuesta reveladora, “su reserva no figura porque usted llega a su destino después de cuarenta y ocho horas de haber iniciado el viaje y el sistema lo bloquea. Voy a boletearlo hasta Santiago y, llegando, en el counter de tránsito, le darán todos los bordinpas que le faltan”. Desconfiado insistí, “¿está segura de que no hay ningún inconveniente?”, y ella, ya dueña de su universo, “absolutamente, señor, lo que tiene que hacer es muy sencillo, llegando a Santiago le darán todos los permisos de abordar que faltan, gracias por volar con nosotros…”.

Otro silencio, teclas que suenan, sillas que se mueven, pantalla que parpadea. “¿Todo ése es su equipaje?”, no supe bien si el tono era de reproche o de sorpresa, y respondí más lacónico aún: “sí, todo”. Más silencio, más teclas, más pantallazos, “bueno, señor, como usted sabe hay un límite y…”, “no se preocupe –interrumpí con toda la amabilidad con la que se puede interrumpir a alguien que te habla como si fueras retardado mental– pagaré el sobrepeso”, ella sonrió y yo también. Pesó, midió, calculó, revisó, consultó y me disparó una suma alta (pero previsible) con la que hubiera podido viajar a Santiago o Buenos Aires para visitar a los buenos amigos que allá tengo abandonados hace tanto tiempo. “¿Esta tarifa es por todo el viaje?”, pregunté. “Sí, señor, es el pago del sobrepeso hasta Yakarta, usted ya no debe preocuparse por las maletas, irán directamente a su destino final y no tendrá que pagar nada más. Para que no tenga problemas en ninguno de los aeropuertos por donde pasará, le estoy haciendo un recibo electrónico, si en algún lugar le quieren cobrar por el exceso de equipaje, les muestra esta constancia de haber pagado en Lima y eso bastará. Nuevamente, gracias por escoger nuestra línea aérea y volar con nosotros…”.

Les ahorraré las tres horas de espera, los últimos correos electrónicos, el jugo de naranja, los turistas distraídos, el embarque, lento y odioso. Subí al avión y dormí todo el vuelo, llegué a Santiago a tiempo y caminé sin apuro hacia la zona de “pasajeros en tránsito”. Con más de dos horas por delante no tenía ningún sentido preocuparse, total, bastaba con que me acercara al mostrador de la aerolínea para que emitieran los boletos que desde Lima ya se habían coordinado a través del sistema.

Llegué a la fila cuando ya eran veinte los que se hallaban, al parecer, en las mismas circunstancias. Algunos solucionaban el asunto más o menos rápido, otros se demoraban y hacían tediosa la espera, sin embargo, un par de gringas que desafiaban con sus pocas ropas el frío santiaguino me distrajeron lo suficiente como para que nada me preocupara. Lo que me sobraba era tiempo, estaba de buen humor y hasta el lujo me di de cederle mi sitio a una curvilínea brasileña –morena y de ojos verdes– a quien los hijos –una niña que correteaba por la sala perseguida por la abuela y un niño en un cochecito de bebés– no habían causado el menor estrago (o, al menos, eso parecía enfundada en esos pantalones apretados y esa atrevida blusita consentidora).

Cuando me tocó el turno frente al mostrador, un sujeto con cara de pocos amigos y menos palabras me pidió el pasaporte “y su bordinpas”. Le expliqué lo sucedido en Lima y empezó otea vez el baile de las teclas, las pantallas y las dudas. Vio, revisó, miró y escribió para volver a ver, revisar, mirar y escribir sin que, al parecer, hallara respuesta a su interrogante. Cinco minutos después pregunté “¿hay algún problema?”, y el individuo, por toda respuesta, levantó el auricular del teléfono y empezó a hablar con no sé quién al que le dictaba mi nombre. Los minutos pasaban, ya no quedaba nadie en el mostrador y la señorita que atendía en el sitio del costado –ahora vacío– se acercó a su compañero con un “¿qué onda con ese pasaje?” que empezó a inquietarme.

El empleado colgó el teléfono, levantó la mirada, me vio con cara de “te voy a dar una mala noticia y en realidad no me importa” y disparó: “lo que sucede, señor, es que usted no tiene visa para pasar por Australia…”, lo interrumpí para explicarle que no necesitaba, que de acuerdo a la agencia de viajes donde adquirí el pasaje (la agencia que contrata directamente la institución para la cual trabajo) no se requería de una visa para estar seis horas en el aeropuerto de Sídney y que, en todo caso, la línea aérea –“en la que usted trabaja”– me había permitido embarcar en Lima lo que demostraba que yo estaba en lo cierto. El agente, con esa cara de facciones caninas y con el labio superior derecho ligeramente levantado, prosiguió impertérrito con un discurso que seguramente aprendió de memoria: “… por lo que es imposible que se embarque. Es deber del cliente verificar la necesidad o no de visado en cada país, nosotros solo vendemos pasajes, sin embargo, como nuestra empresa siempre piensa en el bienestar de nuestros pasajeros, estamos coordinando con el departamento de ventas para cambiar su vuelo y evitar que aterrice en territorio australiano rumbo a su destino final,…”, quise interrumpir de nuevo, pero no me dejó, continuó como si fuera uno de esos mensajes telefónicos grabados que ignoran completamente a su interlocutor, “…por lo que le pedimos que espere en la sala de embarque”. Dicho lo cual terminó de echar llave a un cajón donde guardó quién sabe qué y salió raudo acompañado de su compañera de trabajo. “Pero…”, alcancé a decir. “No hay nada más que hacer, señor, tiene que esperar, nosotros estaremos allí una hora antes del vuelo”.

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