Tuesday, September 13, 2011

Cosas que pasan por estos lares

Quiero hacer un experimento y voy a imponerme el reto de lanzar breves textos acompañados (casi) siempre de una fotografía. No soy fotógrafo y no pretendo serlo, eso se lo dejo a quienes tienen el talento de capturar en una imagen la historia, solo soy un impertinente armado de una vieja máquina-cámara-teléfono que toma muy malas fotos pero que, sin embargo, pueden decir algo más de lo que escriba (o deje de escribir) en estos pocos párrafos que pretendo enviar con la regularidad de los noticieros, al menos una vez al día.

Esta vez me hallan acá: http://jlmejia.wordpress.com/


Friday, October 1, 2010

45.- Las mil islas, 5 (Pulau Seribu, lima)

45- Las mil islas, 5 (Pulau Seribu, lima)

De hundirse, el barco semi-sumergible, no se hundió. Se mantuvo firme y a flote, aunque las paredes crujieran y la fibra de vidrio de las ventanas situadas debajo de la línea de flotación dejara ver sospechosas marcas, arañones y rajaduras. Felizmente, después de que el pánico diera paso a esa gris resignación que nos permite pensar con claridad, descubrí que la claustrofobia bien puede paliarse distrayéndose en los ojos ilusionados de la compañera de encierro, cuyas mentiras (¿qué ojos verdes no mienten?) me infundieron (y me infunden todavía) ese coraje espartano del que naturalmente carezco.

La única verdad como una montaña era que estábamos allí; una docena de incautos que nos creímos eso del “paseo submarino” cuyo “inolvidable espectáculo” de peces y corales estaba garantizado. Atrapados en medio de las aguas poco profundas y a menos de cincuenta metros de la orilla (¡uno –que si ha de morirse ahogado– sueña con hundirse como capitán de trasatlántico desafiante herido en medio de una feroz tormenta!). La sola idea de perecer a dos palmos de la superficie y a tiro de piedra de la playa, hizo el asunto tan patético y melodramático que solo supimos reírnos.

Como todo lo que teníamos al frente era agua y corales y peces, nos pusimos a observar lo que la aventura nos ofrecía. Lo primero que quedó evidenciado fue que lo único que no se ha detenido en esta isla –que, según me cuenta Maite, surgió hace un par de décadas como la alternativa cercana y moderna para alejarse los fines de semana de los ajetreos de la ciudad–, es el deterioro. De inmediato fue tomando cuerpo la sensación de que nos encontrábamos de espectadores de uno de esos programas televisivos cuya única intención es denunciar el avance de la contaminación y la destrucción de los mares. Así, fuimos avanzando por unas aguas que conservaban aún luz suficiente como para hacer pública la destrucción, lenta pero sostenida, de la flora y la fauna del lugar.

Si se nos hubiera anunciado un paseo por un cementerio de corales el asunto se hubiera entendido mejor. Al comienzo creímos que se trataba solo de los primeros metros, que un poco más allá ese universo acuático se llenaba de vida y que los animales marinos lo iluminaban todo paseando, fugaces y coloridos, por las aguas transparentes.

Pero no. Andar por esta muralla gris de corales muertos fue como visitar un campo de batalla en el cual solo quedan los restos que los buitres devoran. Algunos peces, distraídos o indiferentes, rondaban como los asaltantes que buscan cualquier cosa de valor entre los cadáveres de los soldados.

Sería injusto decir que todo fue igual de fúnebre, hubo atisbos de naturaleza viva, hubo instantes en que los corales parecían tener color (aunque no tanto, ni tan encendido ni tan brillante) y en los que la masa de peces se hacía más compacta y menos extraña y más variada y menos ajena a ese paisaje. Pero fueron momentos.

El paseo duró lo que demoraba rodear esa isla enana a la velocidad de un paralítico entusiasta. La vista, tan lejos de lo que uno pudiera suponer, nos sorprendió tanto que nos distrajo y olvidamos un rato esa cárcel de madera y metal. Desde la ventana pudimos observar, pasmados, la decadencia absoluta de lo que debió ser un verdadero paraíso. ¿Cómo no pensar entonces en los bosques de este archipiélago que han sido arrasados por la codicia, en las ciudades atrapadas entre el tráfico monstruoso y la contaminación, y en los ríos envenenados y repletos de basura que lo inunda todo en las épocas de lluvia?

Pero ponerme ecológico, metafísico y esdrújulo, era –que me perdonen los “grin pis” y todos esos muchachos y muchachas verdes, idealistas y maravillosos– lo menos recomendable en aquella isla, con aquella muchacha y bajo un sol que aún prometía esperanzas.

Así que, abandonado el barco-submarino, tras comprobar que nada podíamos hacer por esos agónicos corales sino tributarles el homenaje de esta denuncia literaria, decidimos que ya estábamos bien de aventuras ecológicas y, ya que el efecto tranquilizador de los chocolates estaba desvaneciéndose, resultaba saludable aprovechar la cercanía del comedor y hacer uso de los boletos aquellos que por algún lugar de mis bolsillos andaban y que nos garantizaban almuerzo gratis.

La caminata fue breve, un centenar de metros separaba el muelle donde recalaba el transporte y la entrada principal de un restaurante que de tal solo tenía las mesas.

Cuando llegamos, y con nosotros los que habían estado en el navío, cuyas tripas hambrientas les habían sugerido la misma idea, nos recibió un inmenso local con mesas interminables, como los grandes comederos que tiene la tropa para “pasar rancho”. El ambiente se encontraba, como todo en la isla, tomado por ese aire polvoriento de lo venido a menos. Los muebles eran viejos y los manteles, donde los había, de plástico. A un lado, unos empleados apilaban platos y llenaban bateas metálicas con esa comida tan poco atractiva de los restaurantes locales (¿por qué la comida indonesia que muchos –yo no, perdónenme– encuentran sabrosa, es tan poco agradable a la vista?; si “la comida entra por los ojos”, la culinaria javanesa tiene mucho trecho que andar).

Las moscas, que no eran pocas, los cocineros, que no eran un dechado de limpieza y los empleados, que no destacaban precisamente por su prolijidad, nos hicieron dudar; el refrigerador lleno de “cocacolas-dayet”, heladas, nos decidieron. Un par de latas, pedirlas, pagarlas (que esas no estaban incluidas en el “almuerzo gratis”) y salir de allí en busca del sol prometido, de la paz prometida, de esa ilusión de playa encantadora que empezaba a desvanecerse en medio de tanto desorden, caos, polvo y decadencia.

La rubia, cuya sonrisa se nubla pocas veces (y entonces sí que se ennegrece el mundo), no le dio importancia al asunto, sacó cuentas mentales, me dijo que aún sobraban dulces en la mochila (“sobre todo esas cascaritas de naranja bañadas en chocolate amargo, que le gustaban tanto a tus padres”) y yo me olvidé de todo mientras avanzaba buscando un poco de sombra donde abrazarla.

Saturday, September 11, 2010

44- Las mil islas, 4 (Pulau Seribu, empat)

Bueno, tan espantosa no era, solo decepcionante. Estaba medio abandonada y solo correteaban por allí un par de chiquillos bulliciosos y dos o tres parejas que no se animaban a ir a buscar el sol en la playa. La piscina era grande, como en el encarte, y podía figurarse uno que había vivido días de gloria (en los que, seguramente, se enseñorearon los bikinis que ahora se me negaban), pero ahora aparecía descuidada, a maltraer, como todo en la isla. Asemejando un viejo león marino que agonizaba en la arena, lucía abandonada, derrotada por el tiempo y víctima de la desidia de quienes, más mal que bien, le daban mantenimiento. Decir que era impresentable sería una maliciosa exageración, no, ni siquiera tenía la redención de lo insalvable.

Era una piscina “venida a menos”, decadente, como esas familias que viven de las glorias idas y han congelado su existencia en el momento en que todo fue esplendor y no se dan cuenta de las telarañas que se han adueñado de todo. Una enorme y triste piscina en la que se descubría el mazazo de los años en las mayólicas cuarteadas, en el moho que va apoderándose con paciencia de los espacios y en el agua que empieza a verdear sospechosamente. Agréguesele a esto que las poltronas de alrededor (que eran pocas) seguían la pauta descendente de las que estaban distribuidas por la isla, que las sombrillas eran de plástico desteñido y que el encargado de limpieza no parecía ser muy eficiente en su trabajo. Por no ser menos (perdóneseme la ironía) el “cambiador” era un cuarto infame cerca de un baño más infame aún donde, una vez más, se clavaba en el cerebro el olor proveniente de los líquidos indescifrables que inundaban el suelo.

No, no nos quedamos allí. La rubia, que como ya está dicho tiene una voluntad a prueba de balas y un optimismo que siempre acaba por entusiasmarme, me recomendó que mejor siguiéramos caminando en busca de las otras actividades prometidas. Como bien me lo recordó, el reloj avanzaba y ya estaba cerca la hora del paseo submarino que nos permitiría apreciar la belleza de los corales en aquellas islas paradisíacas…

Sabido es que andar a pie es saludable y ayuda a mejorar la circulación, será por eso que caminamos (o porque las extremidades inferiores eran el único medio de transporte en la raquítica isla aquella). La mochila, ya liberada de la carga de las bebidas y con algunos chocolates y galletas menos, no resultaba tan dolorosa, aunque el sol, animado por la cercanía del medio día, quemaba como el infierno (ese del que mi padre, librepensador hasta donde pudo, dudaba, y del que yo, condenado a él si me equivoco, no creo ni en mis noches más febriles).

Volvimos a la recepción del hotel/isla/“risort” que, como en un cuento fantástico, era el comienzo y el fin de todo en aquel lugar. Preguntamos por el paseo submarino y nos dijeron “allá”, con esa precisión imposible de todos los que por acá no saben decir no sé y responden cualquier cosa con tal de no quedarse callados.

Seré justo, el encargado esta vez sí acertó. El “allá” al que nos dirigimos siguiendo la línea imaginaria trazada por su brazo, era el muelle. Un segundo muelle, más pequeño, al lado del que nos había recibido a la llegada. Tras unos cuantos pasos en la madera se descubría una especie de construcción metálica sumergida en el mar, una “celda” de unos 30 ó 40 metros cuadrados en la que, de repente, vi la aleta inconfundible de un tiburón. Un camino, más o menos enclenque formado por los mismos bordes de la jaula llevaba hasta el centro de los laterales y, allí, una escalera dudosa bajaba hasta lo que descubrí que era el una especie de callejón hecho de fibra de vidrio que iba de un lado al otro de la celda y desde donde, lo supuse por las fotos del encarte, veríamos “peces fascinantes en su estado natural”, a semejanza de los corredores transparentes bajo el agua que existen en muchos inmensos acuarios alrededor del mundo.

Nada personal tengo contra esas construcciones pero digamos que el estado general del mantenimiento de todas las instalaciones de la isla (sin ir más lejos, el óxido reinaba orgulloso en los fierros de la jaula aquella) me detuvo en seco. “Ni hablar”, dije en español (que la rubia aún no sabe pero que, inteligente ella y conocedora de mis expresiones, comprendió al instante), “nou güey, mai dier”, expliqué en la lengua de Shakespeare como para que la cosa quedara clarita; yo no me metería a esa trampa ni por todo el oro del mundo. Ella, con esa sonrisa que aún no estoy seguro si es ingenua o provocadora, me respondió, “nou José, dat is not da submarín”, al mismo tiempo que señalaba un desvío a la mano izquierda por el que yo, sin saber cómo ni por qué, ya estaba avanzando.

Detrás de nosotros venían una familia y una pareja, así que, empujado por la gente y debido a la estrechez del espacio, no me quedó más remedio que continuar. A los pocos pasos se abría la boca de una escalera como la que da a los refugios antiaéreos, ¿cómo decirle a la rubia entusiasmada que arriesgaba no solo mi vida sino la de todos en unos escalones tan breves y reducidos que mi humanidad se exponía a quedar atascada entre las tablas? ¿Cómo le explicaba que mi dominada claustrofobia podía renacer de repente como regresan los pensamientos pecaminosos en las personas castas? Otra vez su sonrisa de súplica y mandato me llevaba hacia la posible desgracia. Y yo, idiotizado, avanzaba dócil.

Bajé las escalinatas con el cuidado enfermizo que los ancianos ponen en cada uno de sus movimientos porque saben que un mal paso a sus años deja de ser la metáfora de una vida licenciosa para convertirse en un fémur roto o una cadera dislocada que, en la vejez, son sinónimos de largas convalecencias y súbitas defunciones. Contra todos mis pronósticos (que es muy latinoamericano eso de apostar contra uno mismo) llegué hasta el fondo y me encontré en una especie de barcaza sumergida cuyas lunas plásticas (y aparentemente resistentes) permitían ver lo que ocurría un par de metros bajo el nivel del mar.

Para mi sorpresa (y pánico silencioso –y silenciado–, que esto de hacerse el valiente se convirtió en una maldición de la que solo sería redimido semanas después con un amoroso “yu ar not tu breif, nou?” que me dijo cuando no me animaba a cruzar un riachuelo al lado de otra playa), había otra puerta en la proa del aparato aquel y por allí habían entrado también otros tantos que, a manera de trampa –movimiento envolvente o de pinzas, que le dicen los milicos–, me cerraban el paso por ambos extremos del buque semi-sumergido. Con lo cual, la única víctima posible de cualquier atascadero en mitad de un accidente sería yo. Bien por ellos.

Monday, September 6, 2010

43.- Las mil islas, 3 (Pulau Seribu, tiga)

A la distancia se veía un pequeño embarcadero, un par de yates y unas construcciones que parecían las oficinas del “resort”. Cuando ya estuvimos a tiro de piedra nos sorprendió una especie de fuente en medio del mar, cuatro sirenas a las que el tiempo y el viento salino habían arrebatado la natural belleza de su desnudez, nos recibían impávidas, encaramadas sobre una base envejecida, en la redundante tarea de regar agua en el mar. El estado de conservación de las estatuas fue una alerta que nosotros, distraídos en el mar que acariciaba la arena, ignoramos.

Como nadie supo indicarnos qué hacer, anduvimos a lo largo del muelle hacia donde había más personas. Unos locales conversaban y fumaban animadamente, nos ignoraron. Sería porque, al lado, alguien nos señalaba ya la construcción más grande que, cuando nos acercamos, mostró su cara de recepción de hotel. Tras el mostrador, una muchacha se extraviaba en unos papeles. Un joven apareció y nos pidió los boletos. Al verificar que éramos “solo por el día”, nos dio un encarte y un brevísimo y acelerado resumen de las actividades: el paseo submarino para maravillarnos con la vista de los corales, la pecera donde veríamos asombrosos animales en su estado natural, los botes para divertidos paseos familiares, la inmensa piscina para relajarse mirando al mar, las caminatas por los paisaje naturales y las playas paradisíacas y , claro, el amplio comedor donde “a las doce” se serviría el almuerzo, “un buffet con lo mejor de la comida indonesia que está incluido en el precio, solo tienen que presentar este papel”, dijo señalando uno de nuestros billetes.

Nos decidimos a buscar la piscina, la foto la mostraba grande, limpia, amable, tentadora, una piscina así estaría llena de bikinis que nos (bueno, me) harían dejar en el olvido ese sospechoso aire de dejadez que se respiraba. Preguntamos, nos señalaron la izquierda y hacia la izquierda anduvimos.

Cerca, se levantaban algunas cabañas donde los turistas se preparaban para ir a la playa, unos chiquillos correteaban y otros adultos dormitaban aburridamente en unas poltronas de metal con tiras blancas de plástico. Envejecidas, abandonadas a los rigores del clima, con la cobertura plastificada manchada ya del color broncíneo del óxido, las poltronas aquellas ofrecían (después lo confirmamos) la única posibilidad de descanso frente al mar. Los metros empezaban a pesar pero, entusiastas, seguimos andando. Un poco más allá las construcciones desaparecían, dando paso al “bosque”, un famélico paisaje natural que se limitaba a unos cuantos cientos de metros cuadrados de un bosquecillo a maltraer en el que los árboles envejecidos se confundían en medio de la maleza y los matorrales.

Un camino más o menos transitable hizo posible que nuestra aventura prosiguiera bajo el sol (ahora feroz) de las diez de la mañana. Entonces ni la ilusión de la piscina repleta de sirenas pudo sustraerme de sentir arrepentimiento por la mochila con mudas, galletas, chocolates y bebidas que habíamos traído y que, evidentemente, paseaba impunemente por la isla aquella, encaramada en mis espaldas. Sin embargo, la Coca-cola, que aún no estaba lo suficientemente caliente como para ser repulsiva, refrescó nuestra garganta y nos hizo sonreír de nuevo.

Por fin, a través de la sosa muralla de árboles pudimos ver el mar. Ante la arena se levantaban algunas otras casas, pequeñas, playeras, que, vistas desde la espalda improbable (porque los turistas suelen estar expuestos “al frente” y no al “qué hay atrás”), mostraban la desidia, la falta de cuidado, el “eso no lo ve nadie”, el polvo escondido bajo la alfombra que tantas veces me hace sentir en el mismo y peruanísimo “así no más” en el que solemos vivir. A veces creo que a indonesios y peruanos solo nos separan los kilómetros, el idioma y el nombre de dios; en todo lo demás (lo bueno y lo malo, la calidez y el descuido, lo fraterno y lo mediocre, la jovialidad y la corrupción) nos parecemos; demasiado.

¿Derecha o izquierda? ¿Dónde andaría la prometida piscina redentora? No a la derecha, por donde avanzamos hasta que nos detuvo la maleza; ¿a la izquierda? Podría ser, pero no. Así que, como los pobres extraviados en medio del desierto que corren desesperados hacia lo que creen que es horizonte, nos encontramos de nuevo en el punto de partida.

La segunda vez en la oficina éramos menos los recién arribados y entusiasta turistas y más los acalorados y sudorosos individuos urgidos de hallar la prometida frescura de la piscina marinera. Preguntamos de nuevo. Esta vez fue la derecha lo que nos señalaron... Empezamos a andar pero, felizmente, otro empleado que nos había escuchado nos detuvo y nos dijo “no, por allá”, señalándonos un camino que iba por detrás del edificio a la izquierda de la recepción y a la derecha de la puerta...

Allí estábamos, caminando detrás del comedor, por la retaguardia de la cocina, viendo cómo iban y llegaban los que, supusimos, preparaban el “típico almuerzo javanés” que nos esperaba al mediodía. No quisimos seguir observando (no se visite, jamás, la cocina de ningún restaurante en el que se esté próximo a comer) y continuamos.

La rubia se preguntó, con el derecho que le daba la Coca-cola que nos acabábamos de terminar, si habría algún baño cerca donde pudiéramos (además) cambiarnos como para disfrutar debidamente de la piscina soñada que estábamos por hallar. Un letrero a pocos metros nos dio la respuesta.

Cuando sientes que debes hacer de guardia en la puerta del baño que la dama ocupa, algo anda mal. Los baños eran viejos, los lavatorios desvencijados, el piso inundado quién sabe de qué líquidos olorosos y el inodoro sucio. Los planes de “cambiarse en el baño” quedaron frustrados, sin tener ni un clavo donde colocar sus cosas y desanimada (desanimados) por las condiciones del lugar, la rubia me dijo que mejor siguiéramos, que seguramente (que lo que le sobra es entusiasmo) en la piscina tendríamos allí donde ponernos cómodos.

Caminamos y caminamos. Dimos dos o tres vueltas, nos extraviamos un par de veces más, pasamos por media docena de cabañas que siempre nos parecieron la misma, nos cruzamos con gente sonriente que se iba a alguna parte (y que odiamos, humanamente, un poco). Después de preguntar tres veces, llegamos a la piscina.

Sí, era como ustedes se la han imaginado…

Sunday, August 29, 2010

42.- Las mil islas, 2 (Pulau Seribu, dua)

Felizmente que a los ingenieros que hacen este tipo de yates se les ocurre poner agarraderas por todos lados; no hay duda de que es preferible hacerlas de chimpancé con sobrepeso (decir “hacerlas de Tarzán” sería un abuso) a caerse estrepitosamente a las aguas mugrientas del embarcadero y morirse allí ahogado –o envenenado– en medio de los residuos –orgánicos e inorgánicos– de la ciudad.

El “plan B” hubiera sido negarse a abordar la nave aduciendo algún pretexto metafísico lo suficientemente enredado como para que pareciera creíble y como para que la chica no nos abandonara desilusionada por tanta ausencia de coraje. Pero desistí; la situación requería más temple joliwudense que retórica versallesca, así que hubo que enfrentar dignamente al destino: El rostro sereno, el gesto arrogante, el silencio misterioso, los ojos cortando el aire hasta la infinita mirada de la rubia expectante y las manos, que nadie ve (porque la cámara enfoca el cruce de miradas en cámara lenta), sujetándose fuerte, muy fuerte, como tenazas con las que nos jugamos la vida, y el corazón, ¡valiente músculo!, saliéndose aterrado del pecho, y la mente, tan pretenciosa cuando juega con las palabras, idiotizada y en blanco, pidiéndole encarecidamente, implorándole, al torpe cuerpo sobredimensionado, que se agarre, que no dude, que avance rápido y que por ningún motivo se le ocurra resbalarse, porque es sabido que ni la imaginación galopante, ni la buena voluntad, ni todos los dioses paganos, son suficientes para sostener humanidades como la mía cuando se les da por derrumbarse y experimentan la gravedad en caída libre.

Es cierto que los músculos me quedaron maltrechos, agarrotados y resentidos, pero la honra se mantuvo firme, como la bandera a tope, flamante, en el asta sobreviviente de un castillo en ruinas.

Casi dueño de mí, y mientras buscaba estabilidad en la cubierta de un metro cuadrado, respondí “por supuesto” cuando el “ar yu okei?” llegó con la suavidad de una caricia. El barquito estaba vacío, ni el capitán ni nadie. Nos sentamos en la primera fila, “para ver el mar”, y celebramos que los asientos fueran para dos y sin brazos incómodos cortando el paso de ella, que quería abrazarme, y el peso de mis formas, que buscaban acomodarse en esas sillas hechas para liliputienses.

Transcurrió media hora y ya pensábamos que el viaje lo haríamos solos cuando empezaron a embarcar los demás. Los primeros fueron dos españoles que hablaban con la impunidad de quienes saben (o creen saber) que nadie los entiende. Eran unos veinteañeros que celebraban con palabras irreproducibles sus hazañas sexuales con las chicas que conocieron en la discoteca, los variados y personales servicios de las muchachas de “relaciones públicas” en los karaokes y su descubrimiento acalorado de la cordialidad femenina en los salones de masajes “solo para hombres” que abundan en Yakarta.

Luego llegaron un par de familias de gringos con sus mil mochilas, su felicidad “tecnicolor”, sus viajes “mástercar” y su optimismo “miquimaus”, armados con sus “aipods” y sus botellas de agua, coloridas y reciclables. Después, una pareja más interesada en su soledad y, luego, otros más, seis o siete, que ya no miré porque el cuello me dolía de tanto voltear.

Tarde, que la puntualidad no es una de las virtudes indonesias, la nave partió. Al comienzo la velocidad fue moderada, como para hacernos al vaivén. En ese rato, el ayudante del piloto (que eso de capitán empezaba a sonar exagerado en el bote aquel) se metió, por una puerta pequeña, a la misma punta del barco (proa que le dicen) y de allí salió con una vasija llena de bolsas de papel que, a su vez, contenían panes bastantes secos y sin relleno alguno que, según entendimos, eran el “esnak” o tentempié prometido como parte del servicio “todo incluido”. En una segunda vuelta, el entusiasta muchacho nos entregó sendas botellas de agua cuyos trescientos cincuenta mililitros debían ser suficientes para evitar que nos deshidratemos en mitad del mar sin que la vejiga nos traicione.

Durante los primeros minutos el paisaje de Anchol lo dominaba todo. Pero cuanto mayor se hacía la distancia entre la playa y el yate, la arena sucia parecía limpiarse, las aguas contaminadas brillaban bajo un sol entusiasmado, y la bahía alcanzaba la categoría de estampa o foto promocional y retocada. Al poco rato, ya con la velocidad en aumento, empezaron a aparecer las islas. Así como “de noche, todos los gatos son pardos”, de lejos, todas las islas son paradisíacas.

La situación no podía ser mejor, el yate rompía el horizonte y el mar le daba paso con la gentileza que solo tiene cuando se le antoja (“las olas son femeninas”, me había dicho un amigo sudafricano, machista y salvavidas, “uno tiene que aprender a descubrir su humor y jamás contradecirlas; luchar contra la marea es una batalla perdida, como cualquier pelea con una mujer, es inútil”). A derecha e izquierda iban asomando islas e islotes, en todos abundaba la vegetación, y las palmeras al borde de la playa anunciaban lugares majestuosos. Algunas tenían construcciones y se presentaban, por acá y por allá, casas, embarcaderos y yates. Alguien dijo que todas esas islas eran privadas, “de los ricos”, mientras nuestro barquito seguía su rumbo conducido por el piloto que estaba más interesado en conversar con el ayudante que ver el rumbo por donde navegábamos.

Después de veinte minutos el más idílico paisaje aburre y yo, mea culpa, sufro de narcosis aguda causada por el bamboleo de los vehículos en movimiento. O sea, me dormí.

Parece que con cierto estilo lo hice (los ronquidos no me habrán traicionado esta vez) porque la rubia, amorosamente, me despertó una hora después con una sonrisa iluminada y con un “güi ar gier” tan prometedor como la isla de rincones abandonados, palmeras y corales (algo así ofrecía la propaganda) a la que estábamos llegando…

Tuesday, August 17, 2010

41.- Las mil islas (Pulau Seribu)

Cuando la rubia encantadora me dijo con su voz de música, “vamos a las mil islas”, supe de inmediato que no se refería a esa salsa –fea de ver, aunque sabrosa– que mis alumnos mexicanos le echaban a la comida sino que me invitaba a acompañarnos en una visita marinera a esas porciones de tierra rodeadas por agua que se encuentran más allá del puerto de Anchol.

Claro, las mil islas no son mil, son solo un poco más de cien. Lo único que las emparenta con las otras cadenas de islotes o rocas, bautizados con el mismo nombre, que se hallan en mares, lagos y ríos de Canadá, Estados Unidos, Noruega y China, es su pedestre y común condición de islas. Las “Pulau Seribu” (que así se dice en indonesio) se encuentran al norte de la isla de Java, al frente de Yakarta, la capital de Indonesia.

Las “mil islas” es uno de los lugares más cercanos para “huir” de Yakarta, para escapar el fin de semana de esta inmensa y caótica ciudad que, con cerca de diez millones de habitantes, se ahoga en su propia contaminación y se desespera en sus casi colapsados sistemas de calles y alcantarillados. Sus más próximas competidoras son las playas javanesas de Palabuhanratu, Anyer o Sumur; la promesa del clima fresco en las montañas de Bandung o Punchak; o la (radical y más costosa) opción de tomarse un avión a las islas de Bali o Lombok, a una hora u hora y media de distancia.

Como del centenar de islas solo un puñado de ellas se destina al turismo (que las otras o están abandonadas o son propiedad privada de ricachones) y como Yakarta es inmensa y su población demasiada, no es raro que los espacios se agoten. Al menos eso fue lo que nos informaron; así que, previsores, fuimos a la agencia y Ester, que ha demostrado tener una paciencia de santa, nos dio a escoger entre las pocas islas abiertas al público. Como quedarse a dormir era imposible, improbable e impensable entonces (larga historia que omito porque no cabe en este párrafo), optamos por “pasar el día”.

Los precios varían según la isla que se escoja. Si es “solo por el día”, el costo oscila entre los treinta y los setenta dólares; si el asunto es con sábanas incluidas, la factura puede andar entre los ochenta y los doscientos dólares, por persona. El monto está directamente vinculado a la mucha o poca la distancia que haya del puerto a la isla seleccionada. Como los servicios ofrecidos son tipo “todo incluido”, el pago es por el transporte, el ingreso a la isla, el uso de las instalaciones y, dado el caso, la noche en la cabaña (o “coutaish”, como dicen los huachafos).

Había que estar en el puerto de Anchol a las siete y treinta de la mañana (y yo soy un maniático incurable que detesta llegar tarde), así que salimos del sur de la ciudad –en donde pernoctamos– antes de dar las seis, con las primeras luces del día. Como es común en Yakarta, llegamos a las seis y media. Es que si quieres ser puntual y, por ejemplo, tienes una reunión a las siete de la noche, debes salir de tu casa antes de la cinco -y llegarás a las cinco y media y tendrás que esperar noventa minutos–, porque si sales a las seis, es muy probable que arribes a las ocho, junto con todos los tardones –que acá son mayoría–, y de muy mal humor.

Una banca de plástico a tres metros de una entrada dudosa llevaba a un “muelle” (es un decir) donde había tres barcos (otro decir, que eran tres lanchas, bueno, tres yates o “botes rápidos” como acá los llaman), uno contra el otro, como esperándonos. Algunos marineros conversaban en los alrededores mientras cargaban cajas, acomodaban amarras y dejaban que los minutos avanzaran con la calma con la que los indonesios (no es crítica ni elogio) se toman la vida. Al poco rato, una muchacha medio aburrida se apareció por el malecón y se colocó, gorrita distintiva en la cabeza, delante de nosotros. Le dimos los boletos y ella los canjeó por otros boletos, unos para al transporte y otros para la comida y luego del “y-no-los-pierdan” de rigor, decidió ignorarnos.

Los minutos pasaban y aún nadie más arribaba al embarcadero, eso de “los botes siempre van llenos” empezó a parecernos mentira (aunque solo supimos que no lo era por completo a la hora del regreso). Intrigados, volvimos a preguntar si ese era el lugar donde se tomaban los botes para ir a la “pulau Putri” (la “isla hija”, aunque nadie supo explicarnos hija de quién…). La muchacha, que ahora conversaba con otra joven que también pretendía hacernos creer que estaba trabajando, nos dijo que “sí”. Por segunda vez afirmó con su desentendido “sí” cuando indagamos si podíamos ir subiendo.

“¿Cuál es el bote?”, fue mi ingenua pregunta y, como cualquiera debiera suponerlo en estas circunstancias, la encargada señaló mi peor pesadilla. Era el último, el que no estaba pegado al muelle y al cual solo podía accederse balanceándose como chimpancé entre las otras dos embarcaciones que allí nos cerraban el paso. “¿No se va a acercar para que podamos abordarlo?”, fue mi tercera infeliz pregunta y ya no hubo un “sí” como respuesta.

¿Qué se hace cuando uno se encuentra acompañado de una ágil, joven y voluntariosa muchacha que, como gamo que lleva el viento, salta, sube, se acomoda y atraviesa la barricada de naves y se queda esperándonos, traspasada la barrera, con una sonrisa que más que una tentación resulta una amenaza? Armarse de valor o mentirse valiente, que es lo mismo.

Entonces, me encomendé a los viejos Apus y esperé, sin demasiada fe, que los últimos dos años madrugando a las cinco de la mañana, desafiando el frío del alba, desoyendo los cánticos tentadores de Morfeo, y lanzándome a la piscina mordiendo la misma injuria mientras el agua me despierta de un mazazo, hubieran servido para algo. Aguardé, sin mucha ilusión, que los magros kilos arrebatados a duras penas a la necedad de la balanza, fueran suficientes como para que la aventura no concluyera con mi humanidad ahogada o machucada irreparablemente, dando que hablar en el noticiero de las seis de la tarde…

Sunday, March 14, 2010

40.- Londres (y Tesco y Portobello)

Me dijeron que Tesco era el supermercado más conocido, así que me fui allí a ver qué ofrecían sus estantes. Me pareció un lugar sin alegría. Muy bien ordenado, bastante funcional, adecuadamente abastecido, pero sin gracia, frío, lejano. Lo caminé por completo, me tenté con algunos dulces, me distraje con la variedad de yogurts y observé a los londinenses, tan aburridos como su supermercado, hacer las compras sin demasiada pasión, como quien cumple un rito que, de repetido, ha perdido significado.

Solo me llamó la atención la sección de las revistas. Se hallaba al lado de unas refrigeradoras inmensas que contenían decenas de sánguches empaquetados y listos para ser consumidos. Había revistas de todo tipo, abundaban las de fútbol y las de chismes, aunque la variedad alcanzaba para mil gustos. Lo gracioso fue hallar que las dedicadas a la decoración se encontraban especialmente protegidas de las manos de los curiosos dentro de bolsas plásticas transparentes. Todas las demás, inclusive las que mostraban mujeres en ropa de Eva y en acrobáticas posiciones (junto a avisos de nobles damas ofreciendo solidariamente sus servicios de compañía), se hallaban exoneradas de tan odiosas limitaciones plásticas y podían ser manoseadas libremente por los entusiastas que por allí transitaran con la excusa de comprarse un emparedado de jamón.

Después de pagar los dulces que escogí, traté de hallar un taxi y un empleado me dijo que allí no había pero que podía llamar a la empresa “desde ese teléfono” que me señaló y que “demoran media hora en llegar”. Yo, que en tres días ya me sentía local en Londres, respondí que mejor lo buscaba en la calle “porque estoy apurado”. Salí envalentonado. La calle que pasaba al frente del edificio era una autopista y la otra hacía una curva extraña que empujaba a los taxistas a la derecha cuando yo los esperaba, impaciente y en el paradero, a la izquierda. Sesenta minutos después, capturé uno.

“A la calle Portobello”, dije en mi inglés tortuoso mientras acomodaba mi humanidad en esos inmensos asientos traseros que hacen algo menos infames las libras esterlinas que se van sumando a una velocidad trepidante en el taxímetro.

El mercado de Portobello es una calle de una docena de cuadras que bajan y suben por lo que alguna vez fue una verde colina. La primera impresión que me dio fue la de hallarme frente a un “mercado de pulgas”, esos lugares donde es posible hallar de todo un poco y en los que las curiosidades son más frecuentes que los productos convencionales.

Empezando en la parte más elevada uno puede encontrar una variedad infinita de cosas. Desde una tienda de viejas máquinas de coser hasta otra donde venden planos y mapas antiguos y, entre una y otra, relojes viejos, máquinas de escribir, instrumentos musicales usados, muñecos, juguetes, implementos antiguos de golf o boxeo, miniaturas, cuadros y pinturas, ropa de pieles sintéticas y reales, alfombras, vestidos, bisutería de todas las formas y colores, zapatos, zapatillas, muebles, libros, adornos de todos los tamaños y cuanto quepa en la imaginación.

El lugar es eminentemente turístico. A diferencia del delicioso mercado dominguero que visité en Bruselas, donde el único turista era yo y en donde todos los que allí estaban eran residentes que iban a comprar lo que necesitaban para la semana, Portobello se hallaba inundado de extranjeros que colmaban las calles como una marea humana que entraba y salía de las tiendas desordenadamente. La pista estaba cerrada al tráfico de automóviles y por allí se movía la gente. Las veredas habían sido tomadas por vendedores ambulantes, muchos de los cuales, hasta donde entendí, eran parte de las tiendas formales que sacaban la mercadería con la finalidad de atraer la atención de la gente.

La experiencia fue interesante. La calle era un sitio animado, uno de los espacios más animados que hallé en Londres. La gente deambulaba arrastrada por la multitud. Visitaban una tienda, curioseaban en otra, compraban algo aquí, regateaban por algo allá, se tomaban un café o disfrutaban de una cerveza en los restaurantes y bares que aparecían cada tanto como para darles un descanso a los andantes. Se escuchaban todos los idiomas. Franceses, españoles, alemanes e italianos (y japoneses y rusos y de todas partes) llenaban esas veredas y lo hacían con un entusiasmo que le daba energía al lugar. Músicos callejeros hacían más ligero el ambiente y el público los rodeaba y ellos tocaban y se ganaban unas libras y avanzaban un poco más allá a buscar más clientes.

Portobello es bastante más desorganizado que el famoso Covent Garden (que, dicho sea de paso, me pareció demasiado preparado, demasiado “a la medida”, demasiado copia hipertrofiada de lo que fue el viejo mercado de frutas y verduras, demasiado estilizado, demasiado hecho para atraer turistas dispuestos a gastar sin andar haciendo cuentas), sin embargo, Portobello tiene más variedad, más vida y más cara de verdad.

Si uno se anima y sigue caminando, entonces uno se encuentra con el mercado propiamente dicho, con los vendedores de verduras y de frutas, con manzanas chilenas, con plátanos centroamericanos, con aceitunas mediterráneas, con quesos de todas partes y con gente de verdad que está con su canasta haciendo las compras del día. También se topa uno con los puestos de comida al paso, callejera y olorosa, una paella española, unos chorizos alemanes, unos sánguches inmensos de atún o de pollo, unos panes calentitos que atrapan, unos bizcochos que provocan, unos pasteles que seducen y unos “braunis” colosales en los que el chocolate se derrite pecaminoso al contacto con los labios.

Y eso no es todo, si uno es más animoso aún y la emprende por la misma calle, pero un poco más allá, donde las multitudes languidecen y donde los turistas no ingresan, es posible hallar otro mercado, que es el mismo pero es distinto, localísimo, de cosas más viejas y de ropas más usadas. Las tiendas se tornan oscuras, los bares pierden a los bulliciosos visitantes y el ambiente se hace más pesado, más barrio pobre, más lugar común, más policías, más zona marginal inglesa, con cantinas destartaladas que huelen a rancio, donde esa cerveza prolongada a voluntad es, seguramente, la última que podrán tomarse ese día, y con una casa de apuestas, bastante descuidada, donde la gente, barbuda y desordenada, pone, en las patas de los caballos, sus ilusiones y sus pocas libras...