Monday, September 6, 2010

43.- Las mil islas, 3 (Pulau Seribu, tiga)

A la distancia se veía un pequeño embarcadero, un par de yates y unas construcciones que parecían las oficinas del “resort”. Cuando ya estuvimos a tiro de piedra nos sorprendió una especie de fuente en medio del mar, cuatro sirenas a las que el tiempo y el viento salino habían arrebatado la natural belleza de su desnudez, nos recibían impávidas, encaramadas sobre una base envejecida, en la redundante tarea de regar agua en el mar. El estado de conservación de las estatuas fue una alerta que nosotros, distraídos en el mar que acariciaba la arena, ignoramos.

Como nadie supo indicarnos qué hacer, anduvimos a lo largo del muelle hacia donde había más personas. Unos locales conversaban y fumaban animadamente, nos ignoraron. Sería porque, al lado, alguien nos señalaba ya la construcción más grande que, cuando nos acercamos, mostró su cara de recepción de hotel. Tras el mostrador, una muchacha se extraviaba en unos papeles. Un joven apareció y nos pidió los boletos. Al verificar que éramos “solo por el día”, nos dio un encarte y un brevísimo y acelerado resumen de las actividades: el paseo submarino para maravillarnos con la vista de los corales, la pecera donde veríamos asombrosos animales en su estado natural, los botes para divertidos paseos familiares, la inmensa piscina para relajarse mirando al mar, las caminatas por los paisaje naturales y las playas paradisíacas y , claro, el amplio comedor donde “a las doce” se serviría el almuerzo, “un buffet con lo mejor de la comida indonesia que está incluido en el precio, solo tienen que presentar este papel”, dijo señalando uno de nuestros billetes.

Nos decidimos a buscar la piscina, la foto la mostraba grande, limpia, amable, tentadora, una piscina así estaría llena de bikinis que nos (bueno, me) harían dejar en el olvido ese sospechoso aire de dejadez que se respiraba. Preguntamos, nos señalaron la izquierda y hacia la izquierda anduvimos.

Cerca, se levantaban algunas cabañas donde los turistas se preparaban para ir a la playa, unos chiquillos correteaban y otros adultos dormitaban aburridamente en unas poltronas de metal con tiras blancas de plástico. Envejecidas, abandonadas a los rigores del clima, con la cobertura plastificada manchada ya del color broncíneo del óxido, las poltronas aquellas ofrecían (después lo confirmamos) la única posibilidad de descanso frente al mar. Los metros empezaban a pesar pero, entusiastas, seguimos andando. Un poco más allá las construcciones desaparecían, dando paso al “bosque”, un famélico paisaje natural que se limitaba a unos cuantos cientos de metros cuadrados de un bosquecillo a maltraer en el que los árboles envejecidos se confundían en medio de la maleza y los matorrales.

Un camino más o menos transitable hizo posible que nuestra aventura prosiguiera bajo el sol (ahora feroz) de las diez de la mañana. Entonces ni la ilusión de la piscina repleta de sirenas pudo sustraerme de sentir arrepentimiento por la mochila con mudas, galletas, chocolates y bebidas que habíamos traído y que, evidentemente, paseaba impunemente por la isla aquella, encaramada en mis espaldas. Sin embargo, la Coca-cola, que aún no estaba lo suficientemente caliente como para ser repulsiva, refrescó nuestra garganta y nos hizo sonreír de nuevo.

Por fin, a través de la sosa muralla de árboles pudimos ver el mar. Ante la arena se levantaban algunas otras casas, pequeñas, playeras, que, vistas desde la espalda improbable (porque los turistas suelen estar expuestos “al frente” y no al “qué hay atrás”), mostraban la desidia, la falta de cuidado, el “eso no lo ve nadie”, el polvo escondido bajo la alfombra que tantas veces me hace sentir en el mismo y peruanísimo “así no más” en el que solemos vivir. A veces creo que a indonesios y peruanos solo nos separan los kilómetros, el idioma y el nombre de dios; en todo lo demás (lo bueno y lo malo, la calidez y el descuido, lo fraterno y lo mediocre, la jovialidad y la corrupción) nos parecemos; demasiado.

¿Derecha o izquierda? ¿Dónde andaría la prometida piscina redentora? No a la derecha, por donde avanzamos hasta que nos detuvo la maleza; ¿a la izquierda? Podría ser, pero no. Así que, como los pobres extraviados en medio del desierto que corren desesperados hacia lo que creen que es horizonte, nos encontramos de nuevo en el punto de partida.

La segunda vez en la oficina éramos menos los recién arribados y entusiasta turistas y más los acalorados y sudorosos individuos urgidos de hallar la prometida frescura de la piscina marinera. Preguntamos de nuevo. Esta vez fue la derecha lo que nos señalaron... Empezamos a andar pero, felizmente, otro empleado que nos había escuchado nos detuvo y nos dijo “no, por allá”, señalándonos un camino que iba por detrás del edificio a la izquierda de la recepción y a la derecha de la puerta...

Allí estábamos, caminando detrás del comedor, por la retaguardia de la cocina, viendo cómo iban y llegaban los que, supusimos, preparaban el “típico almuerzo javanés” que nos esperaba al mediodía. No quisimos seguir observando (no se visite, jamás, la cocina de ningún restaurante en el que se esté próximo a comer) y continuamos.

La rubia se preguntó, con el derecho que le daba la Coca-cola que nos acabábamos de terminar, si habría algún baño cerca donde pudiéramos (además) cambiarnos como para disfrutar debidamente de la piscina soñada que estábamos por hallar. Un letrero a pocos metros nos dio la respuesta.

Cuando sientes que debes hacer de guardia en la puerta del baño que la dama ocupa, algo anda mal. Los baños eran viejos, los lavatorios desvencijados, el piso inundado quién sabe de qué líquidos olorosos y el inodoro sucio. Los planes de “cambiarse en el baño” quedaron frustrados, sin tener ni un clavo donde colocar sus cosas y desanimada (desanimados) por las condiciones del lugar, la rubia me dijo que mejor siguiéramos, que seguramente (que lo que le sobra es entusiasmo) en la piscina tendríamos allí donde ponernos cómodos.

Caminamos y caminamos. Dimos dos o tres vueltas, nos extraviamos un par de veces más, pasamos por media docena de cabañas que siempre nos parecieron la misma, nos cruzamos con gente sonriente que se iba a alguna parte (y que odiamos, humanamente, un poco). Después de preguntar tres veces, llegamos a la piscina.

Sí, era como ustedes se la han imaginado…

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