Saturday, September 11, 2010

44- Las mil islas, 4 (Pulau Seribu, empat)

Bueno, tan espantosa no era, solo decepcionante. Estaba medio abandonada y solo correteaban por allí un par de chiquillos bulliciosos y dos o tres parejas que no se animaban a ir a buscar el sol en la playa. La piscina era grande, como en el encarte, y podía figurarse uno que había vivido días de gloria (en los que, seguramente, se enseñorearon los bikinis que ahora se me negaban), pero ahora aparecía descuidada, a maltraer, como todo en la isla. Asemejando un viejo león marino que agonizaba en la arena, lucía abandonada, derrotada por el tiempo y víctima de la desidia de quienes, más mal que bien, le daban mantenimiento. Decir que era impresentable sería una maliciosa exageración, no, ni siquiera tenía la redención de lo insalvable.

Era una piscina “venida a menos”, decadente, como esas familias que viven de las glorias idas y han congelado su existencia en el momento en que todo fue esplendor y no se dan cuenta de las telarañas que se han adueñado de todo. Una enorme y triste piscina en la que se descubría el mazazo de los años en las mayólicas cuarteadas, en el moho que va apoderándose con paciencia de los espacios y en el agua que empieza a verdear sospechosamente. Agréguesele a esto que las poltronas de alrededor (que eran pocas) seguían la pauta descendente de las que estaban distribuidas por la isla, que las sombrillas eran de plástico desteñido y que el encargado de limpieza no parecía ser muy eficiente en su trabajo. Por no ser menos (perdóneseme la ironía) el “cambiador” era un cuarto infame cerca de un baño más infame aún donde, una vez más, se clavaba en el cerebro el olor proveniente de los líquidos indescifrables que inundaban el suelo.

No, no nos quedamos allí. La rubia, que como ya está dicho tiene una voluntad a prueba de balas y un optimismo que siempre acaba por entusiasmarme, me recomendó que mejor siguiéramos caminando en busca de las otras actividades prometidas. Como bien me lo recordó, el reloj avanzaba y ya estaba cerca la hora del paseo submarino que nos permitiría apreciar la belleza de los corales en aquellas islas paradisíacas…

Sabido es que andar a pie es saludable y ayuda a mejorar la circulación, será por eso que caminamos (o porque las extremidades inferiores eran el único medio de transporte en la raquítica isla aquella). La mochila, ya liberada de la carga de las bebidas y con algunos chocolates y galletas menos, no resultaba tan dolorosa, aunque el sol, animado por la cercanía del medio día, quemaba como el infierno (ese del que mi padre, librepensador hasta donde pudo, dudaba, y del que yo, condenado a él si me equivoco, no creo ni en mis noches más febriles).

Volvimos a la recepción del hotel/isla/“risort” que, como en un cuento fantástico, era el comienzo y el fin de todo en aquel lugar. Preguntamos por el paseo submarino y nos dijeron “allá”, con esa precisión imposible de todos los que por acá no saben decir no sé y responden cualquier cosa con tal de no quedarse callados.

Seré justo, el encargado esta vez sí acertó. El “allá” al que nos dirigimos siguiendo la línea imaginaria trazada por su brazo, era el muelle. Un segundo muelle, más pequeño, al lado del que nos había recibido a la llegada. Tras unos cuantos pasos en la madera se descubría una especie de construcción metálica sumergida en el mar, una “celda” de unos 30 ó 40 metros cuadrados en la que, de repente, vi la aleta inconfundible de un tiburón. Un camino, más o menos enclenque formado por los mismos bordes de la jaula llevaba hasta el centro de los laterales y, allí, una escalera dudosa bajaba hasta lo que descubrí que era el una especie de callejón hecho de fibra de vidrio que iba de un lado al otro de la celda y desde donde, lo supuse por las fotos del encarte, veríamos “peces fascinantes en su estado natural”, a semejanza de los corredores transparentes bajo el agua que existen en muchos inmensos acuarios alrededor del mundo.

Nada personal tengo contra esas construcciones pero digamos que el estado general del mantenimiento de todas las instalaciones de la isla (sin ir más lejos, el óxido reinaba orgulloso en los fierros de la jaula aquella) me detuvo en seco. “Ni hablar”, dije en español (que la rubia aún no sabe pero que, inteligente ella y conocedora de mis expresiones, comprendió al instante), “nou güey, mai dier”, expliqué en la lengua de Shakespeare como para que la cosa quedara clarita; yo no me metería a esa trampa ni por todo el oro del mundo. Ella, con esa sonrisa que aún no estoy seguro si es ingenua o provocadora, me respondió, “nou José, dat is not da submarín”, al mismo tiempo que señalaba un desvío a la mano izquierda por el que yo, sin saber cómo ni por qué, ya estaba avanzando.

Detrás de nosotros venían una familia y una pareja, así que, empujado por la gente y debido a la estrechez del espacio, no me quedó más remedio que continuar. A los pocos pasos se abría la boca de una escalera como la que da a los refugios antiaéreos, ¿cómo decirle a la rubia entusiasmada que arriesgaba no solo mi vida sino la de todos en unos escalones tan breves y reducidos que mi humanidad se exponía a quedar atascada entre las tablas? ¿Cómo le explicaba que mi dominada claustrofobia podía renacer de repente como regresan los pensamientos pecaminosos en las personas castas? Otra vez su sonrisa de súplica y mandato me llevaba hacia la posible desgracia. Y yo, idiotizado, avanzaba dócil.

Bajé las escalinatas con el cuidado enfermizo que los ancianos ponen en cada uno de sus movimientos porque saben que un mal paso a sus años deja de ser la metáfora de una vida licenciosa para convertirse en un fémur roto o una cadera dislocada que, en la vejez, son sinónimos de largas convalecencias y súbitas defunciones. Contra todos mis pronósticos (que es muy latinoamericano eso de apostar contra uno mismo) llegué hasta el fondo y me encontré en una especie de barcaza sumergida cuyas lunas plásticas (y aparentemente resistentes) permitían ver lo que ocurría un par de metros bajo el nivel del mar.

Para mi sorpresa (y pánico silencioso –y silenciado–, que esto de hacerse el valiente se convirtió en una maldición de la que solo sería redimido semanas después con un amoroso “yu ar not tu breif, nou?” que me dijo cuando no me animaba a cruzar un riachuelo al lado de otra playa), había otra puerta en la proa del aparato aquel y por allí habían entrado también otros tantos que, a manera de trampa –movimiento envolvente o de pinzas, que le dicen los milicos–, me cerraban el paso por ambos extremos del buque semi-sumergido. Con lo cual, la única víctima posible de cualquier atascadero en mitad de un accidente sería yo. Bien por ellos.

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