Tuesday, August 17, 2010

41.- Las mil islas (Pulau Seribu)

Cuando la rubia encantadora me dijo con su voz de música, “vamos a las mil islas”, supe de inmediato que no se refería a esa salsa –fea de ver, aunque sabrosa– que mis alumnos mexicanos le echaban a la comida sino que me invitaba a acompañarnos en una visita marinera a esas porciones de tierra rodeadas por agua que se encuentran más allá del puerto de Anchol.

Claro, las mil islas no son mil, son solo un poco más de cien. Lo único que las emparenta con las otras cadenas de islotes o rocas, bautizados con el mismo nombre, que se hallan en mares, lagos y ríos de Canadá, Estados Unidos, Noruega y China, es su pedestre y común condición de islas. Las “Pulau Seribu” (que así se dice en indonesio) se encuentran al norte de la isla de Java, al frente de Yakarta, la capital de Indonesia.

Las “mil islas” es uno de los lugares más cercanos para “huir” de Yakarta, para escapar el fin de semana de esta inmensa y caótica ciudad que, con cerca de diez millones de habitantes, se ahoga en su propia contaminación y se desespera en sus casi colapsados sistemas de calles y alcantarillados. Sus más próximas competidoras son las playas javanesas de Palabuhanratu, Anyer o Sumur; la promesa del clima fresco en las montañas de Bandung o Punchak; o la (radical y más costosa) opción de tomarse un avión a las islas de Bali o Lombok, a una hora u hora y media de distancia.

Como del centenar de islas solo un puñado de ellas se destina al turismo (que las otras o están abandonadas o son propiedad privada de ricachones) y como Yakarta es inmensa y su población demasiada, no es raro que los espacios se agoten. Al menos eso fue lo que nos informaron; así que, previsores, fuimos a la agencia y Ester, que ha demostrado tener una paciencia de santa, nos dio a escoger entre las pocas islas abiertas al público. Como quedarse a dormir era imposible, improbable e impensable entonces (larga historia que omito porque no cabe en este párrafo), optamos por “pasar el día”.

Los precios varían según la isla que se escoja. Si es “solo por el día”, el costo oscila entre los treinta y los setenta dólares; si el asunto es con sábanas incluidas, la factura puede andar entre los ochenta y los doscientos dólares, por persona. El monto está directamente vinculado a la mucha o poca la distancia que haya del puerto a la isla seleccionada. Como los servicios ofrecidos son tipo “todo incluido”, el pago es por el transporte, el ingreso a la isla, el uso de las instalaciones y, dado el caso, la noche en la cabaña (o “coutaish”, como dicen los huachafos).

Había que estar en el puerto de Anchol a las siete y treinta de la mañana (y yo soy un maniático incurable que detesta llegar tarde), así que salimos del sur de la ciudad –en donde pernoctamos– antes de dar las seis, con las primeras luces del día. Como es común en Yakarta, llegamos a las seis y media. Es que si quieres ser puntual y, por ejemplo, tienes una reunión a las siete de la noche, debes salir de tu casa antes de la cinco -y llegarás a las cinco y media y tendrás que esperar noventa minutos–, porque si sales a las seis, es muy probable que arribes a las ocho, junto con todos los tardones –que acá son mayoría–, y de muy mal humor.

Una banca de plástico a tres metros de una entrada dudosa llevaba a un “muelle” (es un decir) donde había tres barcos (otro decir, que eran tres lanchas, bueno, tres yates o “botes rápidos” como acá los llaman), uno contra el otro, como esperándonos. Algunos marineros conversaban en los alrededores mientras cargaban cajas, acomodaban amarras y dejaban que los minutos avanzaran con la calma con la que los indonesios (no es crítica ni elogio) se toman la vida. Al poco rato, una muchacha medio aburrida se apareció por el malecón y se colocó, gorrita distintiva en la cabeza, delante de nosotros. Le dimos los boletos y ella los canjeó por otros boletos, unos para al transporte y otros para la comida y luego del “y-no-los-pierdan” de rigor, decidió ignorarnos.

Los minutos pasaban y aún nadie más arribaba al embarcadero, eso de “los botes siempre van llenos” empezó a parecernos mentira (aunque solo supimos que no lo era por completo a la hora del regreso). Intrigados, volvimos a preguntar si ese era el lugar donde se tomaban los botes para ir a la “pulau Putri” (la “isla hija”, aunque nadie supo explicarnos hija de quién…). La muchacha, que ahora conversaba con otra joven que también pretendía hacernos creer que estaba trabajando, nos dijo que “sí”. Por segunda vez afirmó con su desentendido “sí” cuando indagamos si podíamos ir subiendo.

“¿Cuál es el bote?”, fue mi ingenua pregunta y, como cualquiera debiera suponerlo en estas circunstancias, la encargada señaló mi peor pesadilla. Era el último, el que no estaba pegado al muelle y al cual solo podía accederse balanceándose como chimpancé entre las otras dos embarcaciones que allí nos cerraban el paso. “¿No se va a acercar para que podamos abordarlo?”, fue mi tercera infeliz pregunta y ya no hubo un “sí” como respuesta.

¿Qué se hace cuando uno se encuentra acompañado de una ágil, joven y voluntariosa muchacha que, como gamo que lleva el viento, salta, sube, se acomoda y atraviesa la barricada de naves y se queda esperándonos, traspasada la barrera, con una sonrisa que más que una tentación resulta una amenaza? Armarse de valor o mentirse valiente, que es lo mismo.

Entonces, me encomendé a los viejos Apus y esperé, sin demasiada fe, que los últimos dos años madrugando a las cinco de la mañana, desafiando el frío del alba, desoyendo los cánticos tentadores de Morfeo, y lanzándome a la piscina mordiendo la misma injuria mientras el agua me despierta de un mazazo, hubieran servido para algo. Aguardé, sin mucha ilusión, que los magros kilos arrebatados a duras penas a la necedad de la balanza, fueran suficientes como para que la aventura no concluyera con mi humanidad ahogada o machucada irreparablemente, dando que hablar en el noticiero de las seis de la tarde…

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