Sunday, September 7, 2008

6- Complain

La muchacha y su gélida belleza me detuvieron un instante, pero la Desesperación, madre de la Audacia, me impulsó de nuevo. Allí me encontraba otra vez, en el aeropuerto de esta encantadora isla, perdida en el Pacífico, contando –en mi imposible inglés– lo sucedido desde Lima.

A partir de ese instante, sobrevinieron los lugares acostumbrados: el golpeteo nervioso sobre el teclado, la revisión obsesiva de la pantalla, la llamada telefónica inevitable y el "espere un momento" de rigor, que me terminó enviando a la más cercana de las confortables bancas que me cercaban. Segundos, minutos, impaciencia, pasajeros que empiezan a llegar y a ocupar los vacíos espacios a mi alrededor, otros que se acercan al mostrador y salen –sonrientes– con su "bórdinpas" en la mano, el piloto canoso sonriente y copiloto bisoño con aires de pavo real, los encargados que ocupan el mostrador, maletas que van y vienen, y yo, esperando impaciente. El aburrimiento, el cansancio, el temor a no embarcarme, la gente a mi alrededor feliz y satisfecha, las familias que iban o venían de vacaciones, los ejecutivos, las ejecutivas (una, sobre todo, de largo abrigo negro y piernas interminables), los vendedores viajeros y los extraviados (entre ellos, un delicioso grupo de bolivianos que se dirigían a no sé qué olvidable isla de los alrededores "a trabajar en petróleo"), eran todos más o menos lo mismo hasta que, como quien es partícipe de una revelación, empezó el más extraño desfile que mis ojos han visto en una sala de embarque.

Llegaron despacio, como quien pasea; el moño y la sonrisa eran los mismos que tienen todas las aeromozas del mundo, pero no ellas ni la indumentaria. Ninguna medía menos de un metro setenta ni sobrepasaba los treinta años (miento, había una mayor que luego supe que era algo así como una supervisora), todas poseían rasgos orientales, ligeros y delicados, claros pero no profundos, con las líneas suavizadas que en todas las razas produce el mestizaje (luego lo comprobé, Rose, cuyo nombre asiático –que he extraviado en mi desmemoria– era algo así como "sol del amanecer", era hija de una dama de Singapur con un inmigrante inglés, la mezcla genética –eso que los histéricos y neuróticos racistas consideran una infamia– dio lugar –según lo comprobé in situ– a una mujer fabulosa, de rostro fino y exótico, cuyas proporciones –precisas y preciosas– hubieran sido aprobadas sin dilación por Buonarroti como modelo para sus famosos estudios sobre la anatomía humana). A todo esto agréguesele el uniforme, un vestido largo y ceñido de una sola pieza multicolor cuyo objetivo notorio –y notablemente alcanzado– era resaltar las formas amables de esas inolvidables mujeres.

Solo después de la tercera o cuarta vez que lo dijo, me di cuenta de que la rubia andaba pronunciando mi nombre. Regresé del éxtasis que esas mujeres ofrecían y me acerqué sonriente. Me dijo: "no hay problema, puede viajar en el vuelo del mediodía" y cuando mi sonrisa se iba a completar agregó: "solo hay un inconveniente". Me explicó que el cambio de ticket en Chile generaba "nuevas obligaciones" puesto que "la política de equipaje en esta empresa es diferente" y que "por el exceso de peso" debía hacer un pago adicional de "solamente setecientos cincuenta dólares". No voy a transcribir las palabras (castizas y amargas) que se me quedaron atracadas en la boca pero sí diré que la mirada azul de la muchacha se enturbió de pronto. No obstante, una vez más mis reflejos estuvieron a la altura de las circunstancias. Asumí una actitud serena, la miré respetuoso pero firme y le dije, mientras sacaba de mi bolsillo posterior derecho mi billetera, "no tengo ningún problema en realizar el pago, sin embargo, en Lima me cobraron ya por el exceso de equipaje, me dieron un recibo y me aseguraron que no tendría que realizar más desembolsos, solo le ruego que me diga a quién debo dirigirme para plantear una queja una vez que llegue a mi destino".

Es interesante cómo en algunos lugares la palabra "queja" tiene aún un poder mágico. La dama me dijo "espere un momento, por favor", yo sonreí, ella se dirigió a un hombre que tenía cara de supervisor y conversaron, él revisó los papeles, hizo una llamada y se me acercó. "Señor, no se preocupe, ha habido un error administrativo y le pedimos disculpas, usted no tiene que realizar ningún pago adicional por su equipaje".

Todo lo demás, hay que decirlo, fue divertido y agradable. Las más de diez horas de viaje entre Auckland y Singapur se pasaron con la velocidad del rayo en un avión que hacía honor a la frase "lujo oriental". Solo al subir, así como cuando se entra en un restaurante japonés, nos dieron toallitas húmedas y tibias para lavarnos las manos. Las comidas fueron deliciosas (el almuerzo hasta incluyó helado de postre), la atención de primera, los asientos espaciosos, el avión comodísimo y el viaje un placer. No pasé por "primera clase" (esa sección se hallaba lejos de mi radio de acción y estuvo cerrada permanentemente), pero "bísnez" era ya una encantadora exageración en esto de brindar un agradable vuelo a los clientes.

Llegar a Singapur fue otro descubrimiento. El aeropuerto –que luego supe que tiene varias secciones construidas sobre el mar– es inmenso y cómodo, se encuentra perfectamente señalizado y sobran personas. Los baños (tanto los del aeropuerto como los del avión que esta vez –como nunca antes– me atreví a visitar) se hallaban impecables, prístinos, con olor a limpio. Los grandes corredores eran amplios y hasta hallé (en el aeropuerto, que no en el avión) un servicio de "Internet gratis" donde pude avisar a mi gerente de Recursos Humanos del último cambio de horario que me permitía arribar a Yakarta cerca de la medianoche del viernes para poder asistir, desde el principio, a las charlas programadas sobre "cómo sobrevivir en Indonesia".

El vuelo entre Singapur y Yakarta fue breve (sin embargo, la atención no decayó y no faltaron las toallitas para lavarse las manos ni la cena ligera pero sabrosa) y todo transcurrió sin contratiempos. Ya en Indonesia, los oficiales de Migraciones fueron muy amables (los peruanos no necesitamos visa para visitar el país de las diecisiete mil islas), mis maletas llegaron completas, y en aduanas –sección de la cual me habían contado terribles cosas– no tuve ningún contratiempo. Busqué al que tenía actitudes de jefe y le dije "soy profesor y vengo a trabajar a Indonesia, en mis maletas hay ropa y libros". Parece ser que el medio centenar de docentes extranjeros que en las últimas horas me había antecedido hizo que mi camino fuera limpio y franco, bastó decir "profesor" para que mis maletas no pasaran por los "rayos X" (los días me han enseñado que por estas tierras la seguridad es más aparente que real) y me dijeran "bienvenido".

Salí y nadie me esperaba, al menos eso sentí. Un minuto después vi un letrero con el nombre de la institución para la cual trabajo, un taxista, uniformado y sonriente, venía a mi rescate.

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