Monday, October 13, 2008

10- Saigón en Yakarta

Viernes, nueve de la noche. El bar, cuyo nombre no recuerdo (algo de unas “promesas”, que refleja bien su esencia), queda en Kemang, “la zona de los bulé”. Los extranjeros han hecho de ese barrio, más al sur que al centro de Yakarta, su dominio, su lugar de estar, su calle favorita, su fortín y su elemento (el otro paraíso para los expatriados es Kuningan y su triángulo dorado donde se intersecan tres grandes avenidas y en cuyo interior se levantan los más fabulosos hoteles y centros comerciales, pero esa es otra historia). Kemang es la calle de los bares y los restaurantes, lugares para todos los bolsillos (bolsillos con más o menos dólares, claro) donde puede hallarse desde una hamburguesa colesterona y aderezada hasta un “foie gras” hipertrofiado y carísimo, pasando por el pollo al curry, el “apple strudel” (con helado de vainilla), los nachos con guacamole y la infaltable pizza. Abunda la cerveza en todas sus marcas y famosas nacionalidades y tampoco es raro encontrarse con un buen ron caribeño o un tequila, ese buque insignia de los alcoholes mexicanos (chilenos y peruanos, que somos cuatro gatos en estas islas, podemos llevar en paz la fiesta; el pisco tiene aún el terreno libre para una nueva guerra de inútiles arrogancias patrioteras cuando alguien se anime a importarlo).

Mis tres compañeros de aventura me han dicho “vamos a jugar billas”, yo no juego pero no me gusta ser aguafiestas, así que partimos del edificio donde vivimos en busca de ese lugar que nadie conoce “donde hay mesas de billar, para pasar una noche tranquila divirtiéndonos y tomándonos unas cervezas”.

El taxista se da cuenta de que no tenemos idea de a dónde vamos y decide pasearnos media hora por la ciudad en la desesperada pretensión de hacer avanzar más el taxímetro (“pájaro azul” es la única empresa de taxis que la neurosis recomienda para los extranjeros, “son los más confiables” dicen todos). El abuso del pobre hombre nos ha costado cuarenta mil rupias (un dólar a cada uno) y llegamos al lugar que se descubre como uno más de los muchos que abundan por estas partes.

Es un bar regentado por algún extranjero que vio la posibilidad de un buen negocio recreando el ambiente de las cantinas norteamericanas en donde sólo atienden mujeres en ropas ligeras (aunque acá no llevan uniforme). Mi imaginación, que no es poca, comienza a andar, solo falta el segundo piso repleto de habitaciones “en uso” y el piano donde algún virtuoso borrachín alegre a la multitud. No sé si quedarme con esa imagen de la cantina del viejo oeste (donde el “sherif” y los cuatreros se emborrachan juntos) o con la más moderna visión que se me cruza al ver el número de rubios “acosados” por las muchachas locales, la de un bar en el corazón de Saigón en mitad de la guerra de Vietnam donde los “marines” y las prostitutas se relajaban mientras afuera estallaban los bombazos. Me quedo con Saigón.

El lugar tiene varios ambientes. La puerta de la izquierda lleva de la calle al comedor pasando antes por un recibidor elemental donde dos o tres mujeres jóvenes y sonrientes nos dan la bienvenida. Como todas las indonesias (o casi todas) son bajitas, delgadas, de ojos vivos y sonrisa perenne (sigo preguntándome, sin hallar respuesta que me satisfaga, qué tan veraces son esas inmensas sonrisas con las que las muchachas nos regalan).

Sonríen y sonreímos, todos jugamos a lo mismo. Una minifalda negra nos conduce a un gran comedor; es el típico restaurante donde decenas de personas (en su inmensa mayoría extranjeros) están “comiendo algo”. “Comida occidental”, le dicen, y chorrean grasa las frituras que me llaman desde esos platos repletos de hamburguesas, papas fritas, alas de pollo a la parrilla, pedazos de carme jugosa y algún postre de esos con mucha leche, azúcar y su correspondiente montón de calorías. Ignoro el llamado del vientre, veo y no consumo, no es falta de ganas, sino de tiempo. La atención de mis compañeros, que ya me abandonan, se centra en el bar que se halla al lado, los sigo. ¿Billar?, ¿quién dijo que jugaríamos billar?

Una puerta a la derecha, en la que no reparé al llegar, ofrecía la entrada directa de la avenida hacia la cantina. El lugar está repleto, para transitar tienes que amablemente esquivar cuerpos o rozarlos (depende de los gustos y a nadie parece importarle mucho), atravesar pidiendo disculpas “por-si-acaso”, aunque, con la música atronando y el alcohol embruteciendo los sentidos, nadie escucha.

Lo primero es ir a la barra y pedir una cerveza. Una jarra inmensa, exagerada, que llena una muchacha de unos veintitantos años cuyos brazos –que observo porque están desnudos– se han endurecido a fuerza de cargar el licor de los demás. Es diferente a todas, es simple y sencilla, tiene el pelo lacio, oscuro y libre, usa pantalones sueltos y sandalias que dejan ver sus pies minúsculos, lleva –sin coquetería pero sin vergüenza– una blusa de esas que dejan ver los hombros, es sensual, pero no lo sabe (al menos, eso quiero creer). Los anteojos que lleva puestos denuncian una miopía redimida y le dan un aire intelectual que la descontextualiza de todo lo que ocurre a su alrededor; su mirada, serena detrás de esos lentes dignamente corrientes, no refleja la avidez ni la apetencia que, solo unos centímetros a la izquierda, se adueña de su compañera –más baja, menos agraciada pero más escotada y con una minifalda que deja ver esos muslos sólidos a fuerza de tacones– cuando cualquiera de los parroquianos le habla para pedirle un trago o un encendedor. Esta muchacha parece ignorar dónde trabaja, parece no pensar o no mirar o no darse el lujo de meditar un poco o abrir los ojos o ver cómo a su alrededor se desenvuelven todos. Tiene el rostro sereno pero no regala risas, en realidad cualquiera que la observe se daría cuenta de que ella no está allí, pero nadie la mira. Demasiados escotes, demasiadas minifaldas, demasiadas miradas descaradas, demasiados roces y provocaciones como para fijarse en ella. A las camareras así no se les deja propina ni se le escriben historias, solo se les olvida.

La música es estruendosa, porque siempre es mejor mucho ruido. Avanzamos hasta el fondo, “cerca al baño” (unisex, dicho sea de paso) y logramos apoderarnos de una esquina. Hay un abandonado blanco donde duermen olvidados cuatro dardos con los que juego un rato mientras veo a mis compañeros hacerse parte de un ritual que, a lo largo de la noche, se multiplicará y se hará más evidente.

Ya son las diez y las mujeres empiezan a fluir como los pájaros vuelven tras el invierno al llamado de la primavera. Son muchas. Todas están “producidas”, poco o bastante, pero empeñadas en ser más atractivas –“menos indonesias”, según sus propios parámetros de belleza (esa es otra historia)– y convocar más miradas y más necesidades.

Una tras otra pasan por la puerta. No vienen con nadie en especial, llegan, de a dos o solas, sin embargo, parecen conocer a todos. Con las mujeres que encuentran en el bar se saludan como viejas amigas, como viejas compañeras de jornada, de sueño, ¿de trabajo? Con los hombres se saludan más amables, más cercanas, más al alcance del abrazo, más próximas a la carcajada alcohólica o al aliento ácido del que está a punto de pasar del mucho al demasiado.

Por esa misma puerta, batiente como en cualquier bar que se respete, ingresa una chica que debe tener unos veinticinco años, es delgada, tiene el pelo corto, la cara con rasgos finos, los tacos altos, la blusa roja, la falda corta y la cartera falsa. Entra definitiva como una promesa y cruzamos miradas…

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