Sunday, March 15, 2009

22.- El palacio del rey

El palacio del rey es muy hermoso. El mundo admira el palacio del rey. El palacio del rey es un palacio y todos somos súbditos en él.

Un rey, uno de esos que no somos nosotros, uno de esos que gobierna en nombre de dios o de sí mismo (porque a veces el rey es dios o, cuando eso es demasiado, se conforma con ser hijo suyo o conspicuo camarada que lo representa –en esas vulgaridades odiosas de presidir ceremonias, cobrar impuestos y eructar langostas–), un rey decidió un día, cuando agonizaba el siglo XVIII, que había que construir una nueva capital “al otro lado del río” y se lanzó (bueno, lanzó generosamente a sus súbditos) a la noble tarea de angostar sus días y anchar la gloria del reino edificando un conjunto de templos, residencias y oficinas administrativas que hoy son una de las mayores atracciones turísticas de Bangkok.

Los trabajos al oeste del río Chao Phraya (en cuyo detalle irrelevante de costos, en vidas y fortuna, nadie debiera reparar –y, de hecho, nadie lo hace–), dieron origen al desarrollo de lo que hoy es la moderna capital del antiguo reino de Siam, cuya joya máxima es el palacio. Un cúmulo de edificios brillantes y deliciosamente construidos se alza en un terreno de poco más de doscientos mil metros cuadrados para memoria de la imperecedera trascendencia de la monarquía (que esto de los reyes, en oriente u occidente, es más o menos la misma –sagrada– historia; monarcas inmortales que admiten –generosos y nobles– pasar una temporada en la efímera tierra para aliviar –con su presencia– la pesada carga de esta piedra –tan simplona– que es morirse).

El “río de los reyes” –que así se traduce “Chao Phraya”– es el medio de comunicación fluvial más importante de Tailandia y parte en dos la actual Bangkok. El turista curioso y entusiasta puede recorrer sus aguas a bordo de uno de esos cruceros nocturnos, bulliciosos y felices, en los que grupos de extranjeros –sobre todo árabes y rusos– no se dan cuenta –distraídos en la honesta tarea de pelearse un trozo de carne del bufet– del paisaje iluminado donde los templos destacan soberbios en medio de ese río surcado por pequeños y grandes botes. La travesía dura lo que demoran doscientas almas en devorar la comida, tomarse todo lo tomable y cantar, dirigidos por la voz noble de una escotada animadora que sabe canciones de todos los rincones del mundo y que nos –¿regala?– con “living la vida loca” cuando se entera de que somos latinoamericanos.

De día (y de cerca) el palacio es aún más glamoroso. Las paredes doradas impresionan a los turistas que toman (tomamos) cien mil fotos con nuestra intrascendente presencia entre la cámara y las paredes hermosamente adornadas con figuras fantásticas de dioses o demonios que amparan o asustan y ante los cuales los devotos pasan con respeto y los demás (con sus mochilas, sus botellas de agua, sus anteojos oscuros) pasan sorprendidos de la magnificencia pero sin preguntarse nada más allá del “dónde está el baño” o “qué almorzaremos esta tarde”.

Joe, mientras nos conducía al palacio, nos ha adiestrado, “vayan directamente a la boletería, no escuchen a los que quieren abordarlos en la calle, no les den dinero ni les hagan caso, ustedes caminen a la puerta de entrada y allí los atenderán las personas encargadas”. Por que Joe es generoso con sus consejos y avaro con su negocio. En la puerta del palacio, como en todas las puertas de todos los lugares concurridos por turistas, hay mil Joes esperando al siguiente pasante, al próximo viajero al cual ofrecerle alguna visita guiada, alguna vuelta por el museo, algún internarse por la ciudad de día y sus atracciones o algún perderse por la ciudad de noche y sus infinitas mujeres.

Hemos decidido ser fieles a Joe (algunas fidelidades son indispensables cuando se es turista) y seguimos sus indicaciones. Avanzamos por entre el mar de personas que pretenden convencernos de los mejores restaurantes y de los más exóticos paseos por la ciudad, y llegamos a la entrada. Como se trata de ingresar a un palacio –y como los palacios son lugares importantes–, no se admiten pantalones cortos (esos con los que todos los turistas deambulan por la ciudad –menos yo, que soy alérgico a los mosquitos y que algo de pudor guardo ante el exceso de mis muslos–), así que hay que pasar por el “vestidor” donde –para ser digno de la majestad de tan noble edificación– te proveen de unos pantalones deportivos de poliéster que –amén de ridículos– queman feroces las piernas de los pobres infelices que no tuvieron la precaución de ir con una ropa más afín a tan noble espacio que alberga –o albergó– a la célebre casta de los Chakri.

Lo demás es lo mismo; maravilloso, impresionante, sorprendente, pero lo mismo. Espacios amplios, construcciones suntuosas, templos revestidos de oro, paredes con maderas talladas al milímetro, altares enormes y opulentos, ornamentos fantásticos e inolvidables, fuentes, techos, puertas y avenidas por donde paseamos admirando la capacidad del hombre de producir belleza.

Claro, todo lo visto evoca de inmediato la imagen de los reyes, su liderazgo sabio, la forma en que hicieron de un pequeño reino un país que progresa. Todo hace pensar en esta monarquía indispensable para entender Tailandia, la monarquía que construyó el palacio donde se siente aún la presencia de tan iluminadas personas y en donde más de una vez se habrán desarrollado magnos eventos que fueron –sin duda– asombro de los reinos amigos y envidia de los enemigos.

Solo unos cuantos aguafiestas miramos con otros ojos y vemos en cada una de estas maravillas, las cientos, las miles de vidas entregadas, el trabajo de sol a sol, los capataces, las exigencias y los látigos, los plazos y los tiempos, los músculos cansados, los cuerpos alienados por el sudor, las mentes embrutecidas por el esfuerzo, los seres humanos sometidos o engañados –que engañar es someter al otro a nuestra mentira– ofreciendo sus días y sus noches, sus fuerzas y sus ganas, su fe, sus ilusiones y sus esperanzas, para construir la gloria ajena.

Solo unos cuantos pensamos en las miles de existencias donadas a la tarea de levantar la pirámide donde otro dormirá el sueño eterno –rodeado de tesoros que los miserables jamás verán ni en cien vidas–; a la labor de erigir el zigurat donde otro hablará –como él solo sabe y como él solo puede– con ese dios o esos dioses que no pierden su tiempo con la gente simple; a la faena de construir la muralla impenetrable para que los bárbaros de afuera no entren –y no reemplacen a los bárbaros de adentro–; a la actividad febril –trascendente o inútil, según se mire– de darle forma al panteón, al templo, al palacio, a la construcción imperecedera que sobrevivirá a los siglos, a las arenas y a las dinastías para recordarnos –a nosotros, tristes turistas armados de cámaras y tarjetas de crédito– que los hombres somos polvo, que la gloria del reino es lo importante y que todo lo demás –incluyéndonos– es solo la anécdota pasajera que le da el marco temporal a lo eterno de la estupidez humana.

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