Sunday, February 7, 2010

36.- Bruselas

Pisar por primera vez Europa y hacerlo por Bélgica, es lo más acertado. Solo el viaje inicial en el taxi es toda una bienvenida. Amanecer un domingo en una ciudad sosegada, amable y acogedora, hace que las casi quince horas de vuelo que separan Yakarta de Bruselas se desvanezcan.

Cuando supe que iba a pasar por Bruselas le escribí a mi amigo Luc. “Tengo medio día, ¿qué hago?”, pregunté. Eficiente, respondió con tal cantidad de buenos lugares que, conocerlos, demandaría de unas largas vacaciones y no este paso fugaz y laboralmente obligado. “Luc –le dije– en tan poco tiempo solo tengo dos propósitos, comprar chocolates y comer papas fritas”.

El hotel es casi un albergue, pequeño y suficiente, a veinte minutos del centro. Es muy temprano y la habitación aún no está libre así que hay que caminar un poco. Los casi cero grados de temperatura no son excusa suficiente y a quince minutos andando me aguarda (como si hubiera estado toda la vida esperándome) un mercado dominguero.

Es un descubrimiento delicioso. Todo está limpio y todo es fresco; los mangos peruanos, las manzanas españolas, las mandarinas ecuatorianas y los plátanos caribeños. Veo aceitunas en todos sus colores, quesos en todas sus texturas, embutidos en toda su gama de grasas, ¡y panes! Inmensos, olorosos, calentitos, recién salidos de un horno que no puede andar muy lejos. Y pollos sabrosísimos y dulces que no empalagan y verduras nuevas y tulipanes ansiosos. Es un mercadillo dominical donde la gente parece conocerse desde siempre. Una anciana le entrega la bolsa al vendedor y en la bolsa está la billetera y en la billetera el dinero y el vendedor cobra y guarda el vuelto en la cartera y devuelve la bolsa, con lo comprado, con la naturalidad del nieto frente a la abuela que siempre hace el mismo pedido. Solo ese mercado sería razón suficiente para vivir en Bélgica.

Antes de abandonarlo, me cruzo con dos muchachas hermosas (dos más, porque esa ciudad está sobre poblada de belleza) que, sonrientes, me ofrecen pan relleno de chocolate. La tentación es grande (y es doble) y no pienso y pago y me confundo entre los ojos verdes de la morena y los azules de la rubia que me miran entre agradecidos y condescendientes.

“Anda a la Gran Plaza y allí puedes caminar hasta que te aburras” –me había aconsejado Luc– “allí encontrarás las papas y los chocolates”. La plaza, como dice su nombre, es grande, y está llena de gente. Hay una iglesia. Camino. Me encuentro con una figura de una diosa femenina empotrada en una pared. Parece famosa porque todos se toman foto con ella. “Es que trae buena suerte en el amor”, me dice alguien en un delicioso francés que no entiendo. “Lo más representativo de Bruselas son la plaza y el niño que orina”, aclara alguien más (en un piadoso y mordido inglés) y me acuerdo de la decepción que se llevó mi madre hace cuarenta años “con esa estatua pequeñita y perdida en una esquina”.

No sé si es porque es domingo pero todas esas calles están cerradas para los vehículos y la caminata por el empedrado me recuerda a los viejos pueblos de las provincias peruanas. Pasan a mi lado familias, grupos de jóvenes, chicas inolvidables y perros, muchos perros, con sus dueños y sus cadenas y paseando orondos y casi civilizados.

Sí, es verdad. El niño que orina es una estatua minúscula casi extraviada en una calle repleta de tiendas y de turistas que lo andan buscando. Tomo una foto sin mucho entusiasmo y, liberado, entro en varias de las innumerables tiendas de chocolates.

“Los Leonidas son los que más me gustan”, me había dicho Luc. Una muchacha muy simpática me atiende. Compro una cantidad infame y le digo a la chica que necesito que estén en latas “porque el viaje hasta Yakarta es muy largo”. Diez minutos después ella comprende que soy peruano, que vivo en Indonesia, que Java es una isla y que queda en Asia; y hasta promete sonriente que algún día me visitará. Aprovechando la sonrisa, disparo una pregunta odiosa: “sé que estos son los mejores chocolates belgas” –adulo–, “pero, ¿cuáles son los más caros?”. Me mira extrañada, sostengo la mirada, tonto pero firme, y ella, que no sabe si seguir sonriendo, responde en automático: “los Marcolini”. No la dejo pensar más y huyo atarantándola con una catarata de “gracias”. Es que me resulta demasiado embarazoso explicarle que todo esto es por una muchacha de ojos inmensos (que me dijo graciosamente, “de dos tipos, los más sabrosos y los más caros”, cuando le pregunté “qué chocolates belgas quieres”).

La tienda no está cerca, pero está. Es elegante, las cajas negras y sólidas, y los chocolates un asalto. Pierre Marcolini levanta no uno sino dos grandes locales en la Plaza de Sablón. Allí también está Godiva y cerca Neuhaus, Leónidas, Cote D'Or, Guylian y un montón de otras marcas famosas de “verdaderos chocolates belgas” (en Bélgica, donde jamás ha crecido una planta de cacao) que compiten con otras tantas tiendas de chocolates artesanales. Rodeado de chocolaterías, huyo por las calles, estrechas, sucias a veces, cálidas siempre, con pasajes abandonados que no dan miedo y con paredes repletas de grafitis que regalan sus colores.

Huyo de los chocolates y me encuentro con “friterías”. Basta caminar un poco para hallar las papas fritas y los cucuruchos de papel y las toneladas de mayonesa y el sabor, áspero y generoso, pero que, sin embargo, no se aproxima al de las inolvidables papas que Luc prepara en Yakarta con su vieja freidora y que tan bien adereza con amistad y afecto.

Si Europa es Bélgica y si Bélgica es Bruselas, yo quiero mudarme.

Quiero visitar la biblioteca y los teatros y el museo que presenta una muestra de Frida Kahlo. Quiero pasear por esas calles donde los pájaros no se asustan con los transeúntes, donde los cafés cortan amablemente el paso con sus sillas, donde un cine ofrece películas francesas e iraníes, donde se puede andar en bicicleta, donde venden crepas al paso, donde las gitanas quieren leerme la eterna suerte y donde las estatuas Quijote y Sancho cuidan el sueño de Aída, la ecuatoriana –ilegal– que vende artesanías mientras espera, como tantos, que esto, que este sueño que amenaza terminarse en cualquier rato, se haga realidad.

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