Sunday, May 3, 2009

29.- Japón o el silencio

Llegar a Japón es llegar al silencio. La conversación bullanguera, esa que en muchos pueblos es indispensable (y que a los latinos nos acompaña desde la sala de partos hasta el velatorio), parece haber sido erradicada como si de un estigma se tratara.

El respeto por la paz de los demás (que, en buen romance, es la otra cara de la moneda de la obsesión nipona por la propia tranquilidad) llega a niveles casi esquizofrénicos para quienes hallamos en el bullicio un compañero de jornada que simboliza que estamos rodeados de seres humanos y que seguimos vinculados al mundo de los vivos. El silencio es la ley de los cementerios (y solo cuando ha concluido el funeral y todos se han marchado).

Ni bien se baja del avión en el aeropuerto de Narita, amables damas de sonrisa fabricada y rostro pétreo te indican por dónde ir. Una vez en Migraciones, el encargado de aceptarte o no en el Imperio del Sol Naciente revisa los pasaportes con empeño detallista pero sin emitir palabra; al comprobar la veracidad de las visas, pone el sello y con la misma gélida amabilidad concede el paso. Recoger el equipaje es el mismo silencioso procedimiento y, si nada hay que declarar, la salida será guiada por más corteses, fríos y callados uniformados. Al atravesar la puerta que lleva a la sala donde en los aeropuertos latinoamericanos esperan decenas de familiares y taxistas peleándose por llevarnos (o llevarse nuestra maleta), en el aeropuerto de Tokio no hay nadie, o casi nadie.

Comprar el boleto para bus que se dirige a Yokohama o esperarlo bajo el frío del invierno implica estar rodeado del mismo mutismo. Viajar en el trasporte público, sea en el metro –esa maravillosa, eficiente, limpia y funcional telaraña– o en los buses –que pasan a la hora establecida y en los cuales a nadie se le ocurre sentarse en los asientos reservados para las embarazadas o los ancianos– es una experiencia traumática para cualquiera que relacione el bullicio con el hecho elemental de saberse vivo.

Pregunté a algunos japoneses (con los que pude comunicarme que, contrariamente a lo que uno pudiera suponer, la inmensa mayoría o no sabe o no quiere hablar en inglés) por las razones de su conducta, por los motivos de ese obsesivo deseo de no interrumpir la paz ajena, de no violar, con palabras de más, con ruidos molestos o con intervenciones en voz alta, esa pública intimidad de quienes caminan por las calles como aislados por cápsulas invisibles e impenetrables. Pocos pudieron explicarlo, alguno dijo “educación”, alguno pronunció “respeto”, pero varios aceptaron –sobre todo los más jóvenes y después de las insidiosas preguntas de rigor– que la razón pasaba, sí, de alguna manera, por la cortesía con el vecino pero que, en el fondo y en realidad, había una gran presión social, un temor reverencial a la censura, “al que dirán” de esos mayores que miran –siempre en silencio– con ojos de desaprobación. No sentí que era por el “es bueno respetar a los demás” sino que, más bien, era por el “no quiero que los demás se metan conmigo” que la gran mayoría se comportaba así.

Un ejemplo claro de esa consciencia de “hacerlo así porque es así como se hace” se encuentra en la respuesta que un japonés le dio a mi amigo Eddie. Estaban ambos por cruzar la pista, en una esquina, frente a un semáforo, por la línea de cebra, era tarde y, a pesar de que no había un automóvil alrededor ni a lo lejos, el nipón no movía ni un músculo esperando, inconmovible, que la luz pasara del rojo prohibitivo al verde permisivo para atravesar la calle. Curioso y temiendo violar alguna norma, mi amigo argentino le preguntó “¿hay alguna multa por cruzar cuando el semáforo está en rojo?”, a lo que el súbdito de Akihito contestó parco, “no creo”; “¿entonces, si no viene ningún carro y no hay multa, por qué no cruza”, “porque sería estúpido”, respondió el japonés amable y seco.

Al contrario de Singapur, no se trata de que exista (como en la isla-estado) el punitivo rigor de las multas feroces (por ejemplo, los 350 dólares que cuesta ser sorprendido comiendo en el metro), es que existe el rigor, más feroz, más poderoso, más disuasivo, de la censura pública, de avergonzarse y avergonzar a la familia siendo el “estúpido” que no hace lo que “se tiene que hacer” y rompe las reglas.

Los jóvenes (que suelen ser los que andan dinamitando normas y costumbres por esa saludable necesidad de ir contra la corriente) tampoco transgreden las fórmulas establecidas por el tiempo, y van callados. Sin embargo, se han atrincherado en la modernidad (esa arma que manejan con una habilidad que horroriza a los mayores), rompen el claustro (acá se entiende lo de “claustrofóbico”) y escapan del silencio por las rendijas digitales de sus celulares (que todos tienen), agarrándose feroces de los millones de mensajes de texto que lanzan al mundo desde esos teléfonos (con los timbres callados y los vibradores como única y sensual advertencia). Como modernos robinsones, arrojan miles de botellas al mar del ciberespacio para decirle a quien quiera escucharlos (o, más bien, leerlos) que están vivos, que tienen palabras y que la comunicación –que todos sabemos que corre el riesgo, sí, de hacerse tan ruidosa que nadie escuche– es mejor, siempre es mucho mejor, que ese silencio que convierte el cuerpo en una isla y el alma en un cementerio.

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