Monday, April 27, 2009

28.- Papa Noel en bikini

El gringo es mi amigo y tiene en Bangkok tanto tiempo como yo tengo en Yakarta; es diciembre y esos cinco meses han sido para él toda una vida, toda una nueva vida. Ha descubierto este mundo desbordado de mujeres entusiasmadas (por la paga o por la visa) y se encuentra encantado.

Hemos quedado en reunirnos en un centro comercial (uno de las decenas de centros comerciales superpoblados que tiene la capital de Tailandia); es 24 de diciembre y eso no significa nada para los budistas. Pero los comerciantes, que son budistas pero no son tontos, saben complacer a los clientes en un país con tantos turistas occidentales. Abundan los adornos alusivos a la fecha (los que no tienen contenido religioso), así, campean los árboles con nieve artificial, los renos de plástico y el sobrealimentado Papa Noel con sus incomprensibles y coloradas ropas polares en medio de calor tropical.

El gringo que me va a presentar a su chica. La conoció en un lugar de nombre extraño para un país oriental, “Soi Cowboy”, “ella trabaja allí, luego te explico”, me había dicho por teléfono. Tomamos el metro aéreo que, después de estar peleándonos con las explicaciones, no nos parece tan complicado (no por la abundancia de líneas, que son pocas, sino por lo caótico del lugar). Bajamos en algún punto que él ya conocía (“aunque salgo pocas veces de la zona en donde vivo”) y caminamos.

Pasamos, primero, por un restaurante irlandés. La cerveza dura poco porque de tanto conversar la hora nos ha traicionado. “Debemos ir antes de que alguien más se la lleve”, “¿antes de que otro se la lleve?, ¿acaso no trabaja allí?”, “ya vas a entender”, replica mientras paga la cerveza y salimos como apurados. Es caminar unas cuantas cuadras, atravesar una pista amplia y congestionada, y llegamos.

Hay una especie de portal que se abre ante una calle colorida, bulliciosa, carnavalesca, llena de luces titilantes (“normalmente hay muchas luces, pero hoy hay un poco más, ¿será por la Nochebuena?”). En la entrada hay un gran aviso como de bienvenida que reza “Soi Cowboy”. Atravesamos la puerta imaginaria y entramos a una calle muy parecida a las que abundan en Pattayá. Muchos locales, uno tras el otro, con decenas de chicas en la puerta que, moviendo al aire sus ropas ligeras (muchas veces disfraces de enfermeras o de escolares) nos invitan a pasar a los “go-go dancers”.

Yo me ahogo en ese mar de mujeres pero el gringo no se distrae. Eso que las hay de todo tipo. En su mayoría, son más jóvenes y más atractivas que las de la playa. “Acá están las mejores chicas”, afirma mi amigo, “están controladas por el gobierno que hace inspecciones regulares y todas pasan por exámenes médicos; además estas chicas son absolutamente confiables, están registradas y nunca se van a arriesgar a perder el trabajo engañándote o robándote”.

El lugar lo había conocido a las pocas semanas de haber arribado a Bangkok. Fue arrastrado por unos compañeros de trabajo que intentaban matar el estrés semanal “con algunas cervezas y buena compañía”.

“Llegamos y, como ahora lo estamos haciendo tú y yo, vinimos directamente a este local, que dicen que es el mejor. Éramos media docena de extranjeros y tomamos muchísimo alcohol, así que todos estaban contentos. Las chicas nos rodeaban y nos bailaban; en la barra, en algún punto de la noche, que fue larga, todas estaban desnudas. Ese día nadie hizo nada, no pasamos de jugar un poco con ellas y nos fuimos. Yo regresé, solo, una semana después. A mi chica la había visto desde ese viernes y volví por ella. Se sentó conmigo y me explicó –con su inglés elemental– cómo era que funcionaba exactamente el sistema. Antes, me pidió que le comprara un trago, porque esa es parte de sus obligaciones, hacer que nosotros, los clientes, tomemos mucho y que, además, les invitemos todas las bebidas que nos pidan, cuanto más, mejor. Uno puede pasarse toda la noche con la chica, como si fuera tu novia, solo tienes que comprarle cada cierto tiempo otra bebida. Las chicas sonríen mucho y se ponen cada vez más amables, la idea, claro, es entusiasmarte lo suficiente como para que quieras irte con ellas y eso tiene sus procedimientos. Una vez que has decidido pasar la noche acompañado, tienes que hablar con la mama-san, la madame del lugar. Con ella negocias el precio de la salida –que suele estar entre los 20 y 30 dólares, aunque esa noche, en nombre del nacimiento del dios de los cristianos, le había recargado un treinta por ciento– y, una vez que pagas, la chica es tuya. Claro, es tuya, quiere decir que puede salir contigo, pero allí tienes que iniciar una segunda rueda de negociaciones, ahora con la susodicha elegida, para determinar cuánto le pagarás por irse contigo a tu casa. Generalmente cobran entre 70 y 80 dólares por toda una noche, con todos los servicios incluidos. Una vez terminado el trámite ella se convierte en tu novia y actúa como tal, puedes irte a cenar primero o a tomarte un café y después puedes irte a la casa y ella se comporta como si realmente fuera tu pareja. No hay riesgo alguno, porque, como te he dicho, todo está muy controlado…”.

En esa calle curva hay unos veinte establecimientos, además de unos diez restaurantes donde también las chicas esperan clientes. Entramos al local preferido de mi amigo y me presenta a su novia (“a ella le encanta decir que es mi novia, he pasado con ella como tres fines de semana; vengo los viernes, la saco, pago para liberarla de ir al bar por dos noches y me la llevo hasta el domingo; salimos al cine, vamos a comprar al centro comercial, hacemos vida de pareja hasta el domingo en la tarde que la pongo en su taxi y se va a su casa”). La joven es muy atractiva (y muy joven). El gringo no tiene clara su edad pero no puede tener más de veintiuno o veintidós años (lo que explica mucho mejor el encandilamiento de mi muy cincuentón amigo norteamericano).

Nos sentamos los tres y yo hago las veces del violinista voyeur. Ella, rápidamente y después de los saludos y sonrisas de rigor, pasa a los mimos y a los gestos coquetos; el gringo no resiste ni cinco minutos. Me dice, “anda viendo cuál te gusta” y se va donde la mama-san “a negociar, porque esta noche es más cara la salida”.

En la barra bailan, con pretensiones sensuales y a un metro de altura, seis muchachas (des)cubiertas con mínimos bikinis de llamativos colores. Ninguna es fea; una o dos son tan jóvenes y tan atractivas como “Suni” (que creo que así se llama la chiquilla de mi amigo). En el lugar habemos una docena de parroquianos y, según veo, los que se entusiasman con alguna la llaman y ella deja la barra y se dedica a embriagar al cliente y alegrarlo lo suficiente como para que se sienta compelido a llevársela a algún espacio más privado (si bien me han explicado que allí uno tiene que “ser formal” en el trato con las muchachas, pronto veo a un par de borrachines cuyas manos entusiastas van bastante más allá de lo que se pudiera considerar “formal” aún en estas particulares condiciones). Cuando una de las bailarinas abandona la barra, aparece, de no sé dónde, otra que completa el “cuerpo de baile” mientras otras muchas deambulan alrededor de lugar tratando de pescar a algún cliente.

Hay una, con un rostro particularmente bello y unas curvas acentuadas, que me descubre mirándola. La música suena y, entre todas, es la más sensual en esos movimientos ondulatorios. Nunca he creído en la hipnosis pero se me hace difícil desprenderme de su mirada. Yo bebo, como siempre, agua (que cuesta lo mismo que un güisqui) y creo que una gota escapa estúpidamente de mis labios. Parpadeo, por fin, y la muchacha, que esa noche trae –además del bikini– un gorrito rojo de Papa Noel, ya está a mi costado.

Nunca la frase “feliz navidad” había sido dicha tan irreverentemente perfecta…

No comments: