Monday, November 10, 2008

14- La cena

Iba a ser un día complicado, ya lo sabía, por eso tomó sus previsiones. A las siete de la mañana en la escuela, revisar papeles, responder correos, alistarse para la jornada. A las siete y treinta atender al grupo de adolescentes a su cargo, ver que todo anduviera bien, repasar con ellos las actividades de la jornada y desearles un buen fin de semana (“manténganse vivos”, suele decirles y ellos se ríen y responden “lo intentaremos”). En el cambio de hora coordinar las actividades que haría quien lo reemplazaría esa mañana. A las nueve, la pre-conferencia, intercambiar opiniones, decir cosas claras en su inglés oscuro, defender posiciones anticuadas (“nosotros manejamos la tecnología, no podemos permitir que la tecnología nos maneje a nosotros”) y dejar que el reloj hiciera el resto. A las doce huir del almuerzo (el de siempre, comida hindú picante, felizmente el “tengo clases después” era una excusa inapelable). A la una conversar dos horas con los más grandes sobre algunos pintores y ver cómo ha avanzado su español o cómo no. A las tres, salir sin distraerse, llegar a casa, bañarse, sacudirse los sudores y ponerse unas ropas más cómodas “y una buena camisa”. A las cuatro, la conferencia, las charlas magistrales y los sanguchitos a los que resistirá en nombre de la cena… ¡La cena!

Era viernes en la noche y había una cena en “La trattoría”, el restaurante italiano de “los previos”. Muchos extranjeros se reúnen allí, cenan, toman las primeras copas y parten luego, a las diez u once, a las discotecas o bares que infestan la ciudad (“¿o la redimen?”). Esta vez los comensales serían una portuguesa “con sus años”, una italiana (a la que ya conocía, aún en forma a sus treintaitantos y con unos ojos de antología), un español (“muy agradable”), “algún otro amigo o amiga” que aparecería y la rubia con la treintena recién estrenada cuya sangre gitana, aún fresca, vive despreciando la melancólica soledad de las mujeres occidentales que residen en este país. Todo lo coordinaron por mensajes telefónicos, “el medio más usado en el mundo actual”, según explicaría después uno de los conferencistas.

Fiel a los tiempos, hizo todo con la histérica puntualidad de los relojes suizos. Nada se interpuso entre él y sus planes, las charlas inaugurales de la conferencia no solo fueron amenas sino que, además, terminaron temprano. Los expositores, que venían de lugares tan exóticos como Hong Kong, Bangkok o Praga se encontraban –qué bueno– cansados y, si fueron divertidos, fueron más breves aún. Pocos minutos después de las cinco ya estaba libre.

Caminó acompañado por dos profesoras, una china y otra japonesa, ambas amables, ambas sonrientes, ambas felices de poder irse a casa. La lluvia lo había capturado todo, era “de esas lluvias”, un chaparrón inagotable con el que el cielo parecía descargar el llanto y la angustia de tantas injusticias de las que él –pensando únicamente en la cena, la italiana y la española– no podía, no quería ni debía percatarse en esta tarde de feliz egoísmo.

En la oficina, preámbulo de la puerta que conduce al estacionamiento que lleva al camino de asfalto que se topa con sucesivas rejas con guardias que hay que atravesar entes de llegar a la calle, la maestra de chino (que además domina el japonés, el indonesio y el inglés) le hizo el favor de hablar con el guardia y pedirle que llamara a un taxi. “Demorará veinte minutos, por la lluvia”, dijo el encargado de la seguridad y él respondió “no hay problema”, miró su reloj, “son las cinco y veinte, por más que sean treinta y no veinte los minutos de espera saldré antes de las seis para hacer un viaje que no debiera durar más de una hora”, pensó mientras les decía a sus compañeras –cuyas camionetas y choferes aguardaban a diez metros, desafiando la lluvia– que podía irse, que gracias, que esperaría “leyendo algo”, que no había problema.

¿Sería la italiana y sus ojos verdes o las costillas de cerdo a la parrilla? ¿Sería la española de acentos gitanos o el tiramisú “con mascalpone”? Nunca lo supo, pero su proverbial instinto no funcionó. Pensó que todo andaba bien y se dedicó, como distrayéndose, a repasar viejas fotos donde sus alumnos –ahora adolescentes y pensando en la universidad próxima– miraban con la inocencia propia de los diez años. Siempre disfruta manoseando libros viejos. Tal vez recordó sus propios tiempos, su primaria, su infancia, todo eso que hace tres décadas era verdad y ahora solo es un recuerdo. Dormitó un poco, siempre dormita, ¿serán los kilos o su manera de decirse que, en realidad, “como casi todo”, eso también le era indiferente? Pasaron los minutos.

Cuando se dio cuenta ya eran cinco para las seis y el taxi no llegaba. Reaccionó como picado por la electricidad de la tormenta que amainaba. Pidió al guardia que llamara de nuevo, llamó, “ya viene, pero la lluvia” y los minutos ahora avanzaron feroces. Sus neuronas empezaron a reconectarse y la desesperación –esa neurosis– se empezó a notar en el movimiento frenético y cíclico de sus pies. Nunca supo esperar con paciencia, ahora se acordaba. Se paraba, se sentaba, iba de acá para allá, miraba por la ventana. Finalmente, en lontananza, apareció un taxi azul (“el único taxi seguro”) y lo vio recorrer el camino que lo conduciría al frente de la oficina donde él se hallaba. Fueron segundos de alegría que –como toda alegría verdadera– duraron poco. El taxi pasó de largo. Miró al guardia que lo miraba, el hombre salió, fue hasta el automóvil que había estacionado diez metros más allá, habló con un encargado que apareció de entre los muros y volvió. Trató de explicarle algo que él ya no entendió porque la impaciencia, madre de las desgracias, le hablaba al oído.

Salió al patio, la lluvia había cedido, ya no era un aguacero, tan solo algo más que un rocío, un goteo suave que besó su cara y que a él no le importó. Caminó hasta donde el sujeto y éste le explicó que el taxi había sido pedido por otras profesoras (una flaca y tres caderonas) que enseguida abordaron el automóvil apretujadamente. Le preguntó su nombre, lo verificó en la lista que llevaba en las manos y le dijo “ya viene su taxi”.

De allí en adelante todo anduvo peor. Los minutos corrían y se dio cuenta de que media docena de personas aguardaban con él y mantenían con el encargado sonrientes conversaciones que les aseguraban un mejor puesto en la lista de espera. Las odió.

Eran las seis y diez y nada aparecía en el horizonte. Nada. El encargado se le acercó. “Parece que no hay taxis disponibles que vengan hasta acá, pero la movilidad del colegio va a llevar a un grupo de empleados hasta el centro comercial, allá puede hallar transporte con más facilidad”. No lo pensó dos veces, “huir hacia adelante”, esa frase siempre le gustó y más de una vez lo había hecho y había resultado, ¿por qué ahora no?

Trepó al mini bus. Eras cinco o seis personas, todas locales (“los bulé tienen camioneta y chofer”), que se limitaron al “buenas noches”. Alguien le abrió la puerta de adelante y se aisló o lo aislaron (¿timidez o desprecio?, “hoy no me importa”). El vehículo avanzó el kilómetro que lo separaba del último control y tomó la avenida. El tránsito era caótico, cientos de motocicletas se colaban por entre los carros que avanzaban a paso de procesión. En un día normal el viaje hubiera demorado dos o tres minutos, estos fueron veinte. El centro comercial quedaba “más al sur” y lo alejaba de la cena “no importa, a veces es mejor da un paso atrás para tomar impulso”. Fue la última mentira que se dijo; después todo fue cólera.

En el centro comercial los otros ocupantes del bus bajaron y se desvanecieron como sombras en las sombras (“transporte público” escuchó a lo lejos como excusa o despedida). Le dijeron “en el estacionamiento del supermercado, allí abundan los taxis”. Caminó. Llegó y allí donde habitualmente “abundan los taxis” no había nada. Como él, otras tres señoras (cargadas de bultos y de hijos), aguardaban.

Lo demás fue una agonía, los minutos que pasaban, el plan que se deshacía, la cena que se alejaba, la gitana, las costillas, la italiana, el tiramisú, la frustración, la impotencia, el idioma ajeno, la ciudad mojada, el tráfico aplastante, el silencio de quien no entiende nada de lo que se dice alrededor, los niños lloriqueando de aburridos, las señoras hablando por teléfono, la espera desesperante, la paciencia oriental de los otros, sus rostros sin emociones, su sangre cegándolo, sus ganas de estrangular al primero que se atreviera a saludarlo o de echarse a llorar al hombro de la primera que se ofreciera (aunque cobrara dólares y no en rupias devaluadas), todo y nada, como siempre.

A las siete y treinta, como una puntualísima ironía, pudo trepar a su taxi. Iba a llamar a la rubia, no lo hizo, le mandó un mensaje absurdo y le dijo al chofer “lléveme a casa” cuando comenzaba, otra vez, otra lluvia.

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