Sunday, November 30, 2008

17- Formalismo

Cuando preparaba maletas para mudarme a Indonesia me advirtieron de los controles y me aconsejaron que estuviera preparado para soportarlos, porque “desde las bombas” (Bolsa de Valores 2000, Bali 2002, Marriot 2003, Embajada de Australia 2004) se habían multiplicado las medidas de seguridad. Así que, la noche que aterricé, me acerqué al control dispuesto a ver pasar por los Rayos X mis cuatro maletas repletas de ropa y libros. En ese momento me acordé del incidente en el aeropuerto de Lima:

Eso pasó cuando aún vivía en México y llevaba, de regreso de mi visita limeña donde había presentado un libro, copias suficientes para repartir entre mis amigos y tratar de convencer a algunas editoriales aztecas de las bondades de mis letras (no sé si mis amigos leyeron mi texto pero sí sé que no convencí a ninguna editorial y de México me marché –seis meses después– sin haber publicado ni siquiera un poema en el boletín parroquial de la iglesia del barrio de Loreto donde vivía y a la que, ahora que lo recuerdo, solo fui una noche angélica y navideña a decirle adiós a ese país y a esas circunstancias que abandoné y me abandonaron). Hacía horas había llegado al aeropuerto, mis maletas estarían ya en el depósito del avión y la tarjeta de abordaje se estropeaba entre mis manos impacientes, embarradas con los varios chocolates que (como ritual del “porsiacaso”) siempre como antes de treparme a un armatoste de varias toneladas de metal que por no sé qué secreto de la física se mantiene en el aire y desprecia olímpicamente la ley de la gravedad que a mí me tiene aprisionado en el suelo. Estaba por abordar y la señorita de seguridad me dijo circunspecta “hemos recibido una llamada de la policía, usted no puede abordar hasta que hable con ellos”. Media hora después de reclamos, quejas, “losientos”, malas caras, llamadas, mensajes ininteligibles de radio, coordinaciones y mal humor en aumento, aparecieron dos sujetos con cara de muy pocos amigos. “Señor, somos del Escuadrón Antinarcóticos y se han detectado elementos extraños en sus maletas, unos bloques cuadrados, blancos y sospechosos”, “¿unos bloques..?”, “sí, señor, y nos vemos en la obligación de pedirle que nos acompañe para aclarar el asunto…”, “¿unos bloques como estos?”, corté de mala manera al sujeto blandiendo una de las copias de mi libro, “soy escritor y, si se fija, acá, en la contratapa, está mi foto, los bloques son libros y lo blanco, son hojas, que lo revisen si quieren…”. Los dos policías se miraron confundidos, tomaron mi libro, lo hojearon, voltearon para conversar entre ellos, empezaron a hablar por radio, pronunciaron palabras que quisieron ser en clave, “sospechoso”, “libros”, “fotos”, “blanco”, “gordo” y, luego de un “comprendido”, me miraron de nuevo, me dijeron “ha habido un malentendido en la cadena de comando” y se marcharon.

Así que, advertido por la experiencia de los “libros-coca” y sabiendo que llevaba en la maleta suficientes como para que la neurosis policiaca pudiera exacerbarse, decidí ser “proactivo” (palabreja odiosa de los libros de autoayuda –que no leo– que no figura en el diccionario) y, arribado a Indonesia después de casi tres días de viaje, me armé con mi mejor humor y me acerqué al uniformado que tenía más galones en el hombro. Le expliqué que era profesor, que me estaba mudando a Yakarta y que, “como usted podrá suponer”, estaba trayendo un gran número de libros. Me miró con cara “otro más”, me dijo “ah, sí, los profesores” y me dejó pasar sin que el contenido infame de mis maletas (los calzoncillos, no los libros) fuera expuesto ante los ojos de sus subalternos. Ser el último de medio centenar de maestros que habrían llegado con igual cargamento de textos –eso lo supuse– me dio paso franco y me evitó un control del que no pudo librarse mi computadora, que exhibió descarada sus jóvenes circuitos integrados ante la aburrida indiferencia de los guardias de turno.

Cuando llegué al hotel, un inmenso y famoso hotel en el corazón comercial de la ciudad, me sorprendió toparme en la puerta con arco un detector de metales por el cual había que pasar y, sobre todo, con otra inmensa máquina de Rayos X dispuesta a intentar desnudar nuevamente el contenido de mi equipaje. Para mi sorpresa, decidieron no revisarlo y entramos (supuse que era tarde, que estábamos todos cansado o que yo no tenía cara de terrorista suicida por lo cual me dieron paso franco).

El transcurso de las semanas multiplicó mis visitas a hoteles y centros comerciales. Se trata de los dos grandes lugares de distracción en la ciudad; en los primeros hallan magníficos restaurantes y bares y discotecas repletos de amables muchachas liberales, amén de discretos salones de masajes (donde, según cuentan, “pasa lo que quieres que pase, pero depende de ti y del efectivo que estés dispuesto a gastar en servicios extras”); en los segundos, que son decenas y cada cual más fastuoso, se puede encontrar desde una peluquería hasta un cine con diez salas simultáneas y comodísimas (una, literalmente, ofrece camas para ver la película “como en tu casa”), pasando por cuanta tienda pueda imaginarse de ropa, artefactos, deportes, adornos o muebles. En estos establecimientos la seguridad es visible y –aparentemente– compleja.

Todo empieza en la puerta, allí uno es detenido, un guardia revisa, ayudado por un espejo que tiene un mango largo, que no haya nada sospecho debajo del coche que circunda mientras que otro agente da una mirada a la maletera verificando que todo se encuentre en orden. En algunos lugares, más previsores, abren la puerta trasera del automóvil y saludan a la persona que allí viaja (como en Yakarta es muy común tener chofer, generalmente atrás está el dueño del automóvil, que jamás va de copiloto). Una vez terminada esa revisión se levanta la pluma de metal que impide el tránsito y el vehículo puede ingresar. Cuando el pasajero baja y se dirige caminando a la puerta de entrada se encontrará, dependiendo de la importancia del establecimiento, con un guardia con un detector manual de metales, con un arco como los que hay en los aeropuertos o con una máquina de Rayos X por donde pasa todo lo que uno lleva. Terminada esa revisión, y si no suena ninguna de las alarmas, uno es libre de ingresar, si algo suena, un amable guardia buscará con su detector manual el origen de la señal de seguridad y, una vez verificado que era el manojo de llaves y no una pistola automática, se tendrá el paso franco.

Todo suena muy bien, muy profesional, llamativo e impresionante. Las primeras veces uno se siente intimidado por ese despliegue de seguridad y temeroso por las razones que le dieron origen. Varios atentados terroristas, decenas de muertos y un duro golpe a la industria turística indonesia (cinco millones y medio de personas en el 2007 con un promedio de nueve días de estadía en el país), hicieron que las medidas de seguridad se incrementaran con el fin de darle a los visitantes la tranquilidad necesaria y evitar la pérdida de los aproximadamente 4,600 millones de dólares que cada año genera esta “industria sin chimeneas”.

Ahora bien, y acá viene la “criollada” que emparenta estas tierras con las de nuestra Latinoamérica, todo “se ve” muy seguro pero, en la práctica, no deja de ser una magníficamente montada exhibición que, esencialmente, es inútil.

La revisión con los espejos debajo del carro es veloz –hay demasiados coches en la fila– y distraída, el guardia que abre la puerta trasera –cuando lo hace– se intimida pronto y pide disculpas, la revisión de la maletera es “a vuelo de ave” y si hay algún bulto, maleta o cualquier otra cosa ocupando el espacio, nadie se toma la molestia de averiguar qué es, los arcos de seguridad o están descalibrados o se encuentran desconectados –jamás suena la alarma–, y los pobres guardias –que ni están armados ni parecen preparados para detener ni siquiera a un vándalo adolescente en patines– se encuentran más preocupados en no indisponer más al cliente –al que ya le carga el hígado la bendita revisión– que en asegurarse que ningún loco vaya a meter una bomba en el local.

La explicación me la dio un guardia de seguridad en un pomposo hotel provinciano que circunstancialmente visité. Como al genio que diseñó el lugar no se le ocurrió construir un espacio adecuado para hacer las revisiones y como los coches entran y salen constantemente, el encargado decidió que las inspecciones de los automóviles se hicieran rápido y con la pluma de metal levantada, permitiendo el paso al vehículo que se está inspeccionando. Cuando le pregunté que porqué hacía eso me respondió “es un formalismo, señor” mientras dejaba pasar un coche y le sonreía amablemente a la pareja de turistas con sobrepeso que viajaban en él.

1 comment:

Anonymous said...

y bajo que circumstancias te viste visitando ese pomposo hotel provinciano?