Sunday, November 23, 2008

16- Odio las motos

No son algunas, son todas y las odio. Lo invaden todo y están en todas partes, son una plaga y van en aumento. Se habla de tres a cinco millones y se especula que se suman unas quinientas mil cada año. No hay forma de detenerlas (ni ganas) y la policía no hace nada; son demasiadas y comenten demasiadas infracciones para que los uniformados se den abasto.

Las normas solo sirven cuando la mayoría las acata y la minoría las viola; al revés no funcionan, son letra muerta, papel mojado en tinta. Rota la magia de la obediencia social, las leyes son inútiles o estúpidas y, en cualquier caso, inviables. La serena, silenciosa y pertinaz desobediencia civil de los motociclistas indonesios me recuerda a la pacífica lucha de los indios por su liberación, una especia de “gandhismo” sin Gandhi y sin otra pretensión que poder movilizarse en una ciudad cuyo sistema de transporte público es ineficaz e insuficiente.

Los arrogantes automóviles y las aparatosas camionetas –todos con choferes a tiempo completo y trabajando por sumas mensuales a veces menores a cien dólares–, parecen lentos y torpes dinosaurios que van siendo barridos de la faz de la tierra por las motos, esos ágiles mamíferos que se adaptan mucho mejor al enmarañado cruce de avenidas, calles, callejuelas y pasajes, atravesando ligeros por espacios en los que los elefantiásicos coches se quedan atrapados malgastando tiempo, gasolina y paciencia.

Es casi una reivindicación del orgullo del simple habitante de Yakarta ver cómo las motocicletas empiezan a ahogar –como sucede en el ataque de una marabunta– a esos vehículos inmensos (consumidores groseros de combustible y cachetadas insensibles en la cara de los millones de pobres que malviven en esta ciudad). Cuando el mar de termitas copa, obstruye y rebasa las líneas de los altivos de carros del año, pareciera que se tratara de una silenciosa revolución triunfante.

Basta que los cielos empiecen a llorar para ver cómo se detienen las motos a un lado del camino o debajo de un puente. Si la lluvia es más que un chubasco itinerante y demora en escampar, entonces el número de los que buscan protección a la sombra del puente aumenta progresivamente y, poco a poco, como una mancha de sangre que se va esparciendo sobre la alfombra, las motos van tomándolo todo, van saturando la pista hasta que el tráfico de los automóviles (que se enreda más porque las paquidérmicas camionetas pretenden hacer las mismas maniobras zigzagueantes de las motocicletas) se hace lento, apelmazado y pantanoso. Por otro lado, si la lluvia es ligera y no se decide a ser el próximo diluvio, las motos se orillan, los conductores bajan raudos, se remangan los pantalones, levantan el asiento y de un minúsculo recinto sacan un bulto que repentinamente se convierte en un pantalón y una casaca impermeables con las que se enfundan y continúan su viaje, otras veces es un gran poncho, generalmente azul o amarillo fosforescente, bajo el cual se protegen mientras retan a la llovizna y se lanzan heroicos y salvajes por las calles resbaladizas.

Es verdad que –como dice Deden Rukmana, un especialista en el tema del problema del tráfico en Indonesia– “el uso de las motocicletas en Yakarta ha demostrado, también, los sacrificios que hace la clase trabajadora para llegar a sus centros de labores. Manejar una motocicleta requiere de más energía que viajar en el transporte público. Es todavía peor cuando hay mal tiempo. Deberíamos darle a los motociclistas crédito por sus sacrificios...”, es verdad, pero igual odio las motos.

Las odio porque hacen de la irresponsabilidad una forma de vida, porque el setenta y cinco por ciento de las muertes en las pistas tienen su origen en la forma imprudente –y a veces suicida– con la que los conductores se manejan, atravesando avenidas sin pensarlo demasiado, cruzándose en la ruta de los automóviles y levantando la mano como todo escudo, como si el gesto –estúpido antes que valiente– fuera a detener las dos toneladas de una camioneta. Sin embargo, las más de las veces –supongo que nadie quiere hacerse de un muerto– los vehículos de cuatro ruedas logran frenar, esquivar o evadir el choque. El hecho de que en más del noventa por ciento de los choques estén involucradas motos es una muestra contundente del arrojo kamikaze de los motociclistas.

Las odio porque en ellas se evidencia un desprecio absoluto por la mujer y por los hijos. Los conductores, hombres en su inmensa mayoría, viajan siempre premunidos de un casco pero las mujeres no tienen tanta suerte. Si hay dos cascos (la policía se pone odiosamente a trabajar a veces), hay tres o cuatro personas en la motocicleta. El niño más grande va adelante, tapándole la mitad del horizonte al padre que cree que el vástago está seguro en el cerco de sus brazos sosteniendo el timón y, el más pequeño, viaja abrazado por la madre y “protegido” por la espalda del padre. Por supuesto que los menores no llevan casco ni ningún otro tipo de protección.

Las odio porque sus conductores se transforman y pierden, escondidos tras las viseras polarizadas de sus cascos, esa sonrisa sencilla con la que –cuando son peatones– saludan amablemente a los extranjeros que pasean por las calles. El “jeloú míster” que siempre está en la boca de los hombres de a pie parece deshacer en un gesto agrio, en una mirada torva, en unos ojos hinchados de una vieja cólera colonial que ni se ha borrado ni se ha digerido, sino que sencillamente pareciera existir matizada, como en los tiempos del poder político de los holandeses, para hacer la vida más llevadera y guardar furia para “cuando llegue el día”.

Las odio porque en ellas los más pusilánimes se sienten valientes y arremeten y embisten contra los pocos ilusos que se atreven a andar por las calles; las odio porque no respetan señal alguna, límite alguno ni cartel alguno; las odio porque invaden las veredas con la impunidad de la hormiga que confía en su pequeñez para pasar desapercibida; las odio porque avanzan por las calles contra el tráfico como si no estuvieran sujetas a ninguna ley; las odio porque son, a fin de cuentas, el negocio grosero de unos cuantos que hacen del caos la empresa más lucrativa.

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