Sunday, April 5, 2009

25.- Pattayá

Para escribir sobre Pattayá necesito estar, como estoy, en un bar, rodeado de gringos viejos y barrigones que, después de su habitual paseo dominical en Harley, se han reunido a ver las carreras de Fórmula 1 que se corren en Kuala Lumpur. El ruido es insoportable, se escucha el silbar de los motores y en los cinco televisores de cuarenta pulgadas se ve lo mismo, una pista de asfalto cuya monotonía se rompe cada tanto con los carros de colores que, desde la altura de la toma, parecen de juguete. No somos demasiados esta tarde de domingo en el “Una más”, el bar del hotel que me queda a doscientos metros de la cama. Una docena de viejos nostálgicos disfrazados de motociclistas adolescentes, seis o siete empresarios solitarios calentando una cerveza mientras matan silenciosamente el fin de semana, las camareras de blusas amarillas y largas faldas negras con emocionantes aberturas, y solo tres de las habituales damas de compañía que hacen infinito un vaso de agua mientras sueñan con el extranjero enamorado y su pasaporte (pero que, cuando llegue y avance la noche, se conformarán con los cuarenta o cincuenta dólares que cobran por matarle la soledad a alguien por una noche).

Alguien fuma un puro y yo, para no ser menos, me como una hamburguesa. El vaso en el que tomo la gaseosa dietética huele mal, las papas fritas no están crocantes, la mayonesa es simplona y una botella de Baileys me mira como si fuera la única capaz de convencerme de abandonar, de una vez por todas, estos casi cuarenta años de abstemio; pero resisto, sigo creyendo que el infarto tiene más dignidad que la cirrosis.

Cuando era un adolescente y vi por primera vez “Lo que el viento se llevó” no solo me enamoré de los ojos maravillosos de esa cretina indomable que es Scarlett O´Hara sino que, queriendo imitar en algo al capitán Rhett Butler, imaginaba ser parroquiano habitual de ese burdel donde él iba –más en plan amical que carnal– a saciar su necesidad de ser humano antes que las urgencias de su libido.

Creí hallar eso –o la posibilidad de eso– en Yakarta, donde cada hotel, cada bar, cada discoteca, cada spa (y habrán sus excepciones, para que nadie me denuncie) alberga una población de féminas esperando al extranjero designado por los dioses para aliviar sus miserias; me equivoqué.

Había que ir a Tailandia y había que visitar Pattayá. Pattayá no es una ciudad, es un burdel; un inmenso burdel donde las prostitutas (mujeres y “lady boys”) se pasean por el malecón las veinticuatro horas del día, donde los bares no cierran, donde puedes pasar la noche con una mujer por diez dólares o una buena cena.

Pattayá está frente al mar aunque el mar de Pattayá esté sucio de tantos barcos, de tantos yates, de tantas naves para pasear por las islas, de tantas motos acuáticas, de tanta modernidad oxidada y contaminante. Hay hoteluchos y hoteles de lujo. Al lado de un hotel cinco estrellas recién estrenado se ve la parte de atrás de un edificio de apartamentos miserables, la ropa recién lavada se seca asomándose por la ventana, las rejas se caen de oxidadas y las ratas y las cucarachas pasean por los restos de basura sin hacerles caso a los homosexuales que, en la trastienda de los bares más baratos, comen un “nasi goreng” o cualquiera otra de las fritangas que abundan en unas parrillas portátiles que deben ser –sospecho– la “cocina” del lugar.

En Pattayá la mendicidad y el lujo andan de la mano, como los cientos de septuagenarios soldados norteamericanos retirados de alguna guerra asiática ya olvidada (¿Corea, Vietnam?) que pasean con el torso desnudo –mostrando el pecho y la espalda bordados de cicatrices y de tatuajes– de la mano de muchachas que parecen aún demasiado jóvenes para ser sus nietas. Las mujeres, si no tienen el atenuante de sus poquísimos años, se encuentran desgastadas prematuramente por la miseria; dientes cariados o amarillentos de tanto cigarrillo, vientres abultados o gelatinosos de tanto parto, piel ajada y endurecida de tanto sol.

De día es la playa la que acapara la acción. En ella no es difícil toparse con miles de extranjeros –los que viven allí y los que estamos de paso– acompañados de alguna muchacha local o haciendo uso de los servicios públicos que abundan. Así a uno le hacen un masaje de espalda, a otro lo liberan de los calambres en las piernas, a este le cortan el pelo y a aquel le realizan una “pedicure” bajo el sol radiante de la mañana. Todo esto sucede en la playa, donde cientos de sillas plegables se distribuyen en zonas de exclusión en las que los comerciantes se han repartido la arena. En el mismo lugar es posible tomarse una cerveza o manosear a la mujer que se encuentre más a mano, todo es cuestión de un poco de entusiasmo y unos pocos dólares.

Hay mucha gente acompañada y hay mucha gente sola. A lo largo del malecón deambulan los clientes como decidiéndose, como sin saber a qué chica escoger, como si aún no apareciera en el mar de mujeres esa que ellos han estado buscando toda la vida. Ellas rara vez están solas, generalmente andan en grupo y solo se desmarcan si algún paseante hace el suficiente contacto visual como para que se entienda que hay una posibilidad de negocio. No hay desesperación en estas mujeres, como si no les importara realmente ser contratadas o como si supieran que, al fin y al cabo, la soledad es demasiado grande como para dejarlas sin parroquianos. Pasan el día sentadas en el muro que separa la arena del asfalto o en el piso, allí comen, allí beben, allí conversan, allí ven cómo sus hombres –sus verdaderos– juegan ajedrez o damas o fuman, indiferentes a los otros –los extranjeros– que circundan a sus mujeres como gavilanes a su presa. No hay miradas torvas, no hay molestia, no hay incomodidad ni vergüenza, muy lejos del dios juzgador de las religiones monoteístas y muy cerca de un budismo particular, más liberal y laxo, con altares y ofrendas por todas partes, nada parece esconderse y las prostitutas en la calle venden su cuerpo con la misma naturalidad y libertad con la que otros, en la misma vereda, venden cervezas heladas o baratijas para los turistas.

Como en una especie de Naciones Unidas posmoderna, se confunden en la calle los veteranos norteamericanos de viejas guerras que viven de sus pensiones con los jóvenes rusos que en manadas huyen del invierno feroz de su patria a estas playas donde sus rublos no están tan devaluados y donde el alcohol y las hembras son más baratas. O sea, un Caribe latinoamericano sin sacerdotes condenando a los lujuriosos a las llamas del infierno donde todo ocurre tan abiertamente que uno llega a preocuparse “de lo que no se ve” (la pederastia y la esclavitud llenan más que la imaginación de los millones de turistas sexuales que cada año vienen a Asia).

Si de día las playas concentran la mayor cantidad de público, en la tarde –y toda la noche– las calles toman el control. Tres son los tipos más notables de locales que abundan. Uno es el sencillo “salón de masajes” a cuya puerta infinitas mujeres ofrecen sus servicios (donde el “plas-plas” –o “desahogo”, como le decían en México– es parte substancial del servicio y no algo que se consiga tras la negociación indispensable en los “espás” de lujo de los hoteles respetables…); otro es el bar a puerta cerrada (muy parecido a los “go-go bar” que abundan en Bangkok y, sobre todo, en “Soi Cowboy” –esa calle que conocería días después gracias a Marc, mi amigo, el viejo hippie canoso de la cola de caballo–); y, el tercero, son los bares bulliciosos, escandalosos y abiertos que colman todas las calles con sus miles de jovencitas tratando de atraer a los clientes con sus sonrisas, sus minifaldas y su coquetería que –según me dijeron– puede atreverse a más si la noche avanza y el consumo de alcohol lo justifica.

Pattayá es un burdel y todos tienen su parte en el negocio.

Seis horas en un bar son demasiadas, ya Scarlett O´Hara ha muerto y hasta el momento ignoro si el capitán Rhett Butler hubiera sido feliz en Pattayá, donde la fiesta es interminable y donde la soledad –femenina y celosa– nunca descansa porque anda empeñada en recordarnos a todos que no hay cuerpo alquilado –por joven– que la convenza, ni orgasmo –por espasmódico– que la derrote.

1 comment:

galgata said...

Jajaja... Pattaya es exactamente así. Yo estuve allí y hasta a mí las mujeres me decían "hello pretty lady". Llegué por casualidad, pero no me arepiento de haber ido... fue una particular experiencia.